De Danielito y su familia…
Cual
si toda su existencia fuese una burla reiterativa del destino, el padre de
Daniel había sido bautizado como Ezequiel y no podía desprenderse de las
intromisiones constantes de situaciones de carácter bíblico en su vida. Siempre
estuvo a la espera del Apocalipsis. Había vivido la segunda guerra mundial y
estaba persuadido de que un holocausto atómico culminaría con la guerra fría.
Desde joven se despertaba soñando con los siete caballos, las siete iglesias,
las siete lámparas de fuego, los ángeles de las siete plagas, las siete copas
de la ira de Dios, los siete candelabros, las siete estrellas y los siete
sellos que el Cordero iba rompiendo lentamente...
Había
tenido una vida errabunda por Europa y por los Estados Unidos, había cosechado
éxitos y ganado dinero con su cámara fotográfica a cuestas. Desde el nacimiento
de su hija Rebeca tomó una decisión expiatoria y dejó para siempre la
fotografía; vendió sus equipos e invirtió el dinero de su arte en un pequeño
restaurante en la Plaza Baralt. Sus trabajos fotográficos habían sido premiados
en CentroAmérica, en Colombia, México y los Estados Unidos, pero él no quiso
saber nada más del elón, la hidroquinona, el sulfito ni las sales de plata, no
le interesó más el recordar los rostros en blanco y negro o en sepia, y sus
habilidades en el laboratorio con los químicos y a oscuras, todas estas
vivencias las quiso trastocar por vivir entre botellas de bebidas más o menos
espirituosas, servidas en la concurrida barra de su restaurante familiar y
rodeado de las más apetitosas comidas criollas usualmente preparadas con leche
de coco.
Él era
precisamente el único ser que nunca podía disfrutarlas, estaba condenado a
jamás poder probarlas y todo debido a una dispepsia nerviosa, denominación que
le endilgó a su quebranto gastrointestinal un médico parisino del hospital de
la Salpêtrière el año 1942. Ezequiel atribuía su flacura a un desorden extraño,
el cual era producto de su mala suerte y se comparaba con Job, repasando sus
diálogos con Dios y con Elihú, en verso y en prosa, hasta llegar a aprenderse
páginas enteras de memoria. El nacimiento de Rebequita había coincidido con los
meses de su estadía en Europa durante la guerra. Una agencia internacional de
prensa lo había enviado como fotógrafo a Francia donde le tocó vivir durante la
ocupación de París por los ejércitos del Fürher. Desde entonces era un
esqueletico viviente. Usaba tirantes en vez de correa, se vestía de dril blanco
con ropas de poco peso y se alimentaba con sopitas coladas y atoles de ciertos
cereales que él mismo se atrevía a preparar.
Su mujer
Eufrosina, parió su último vástago precisamente el año cuarenta y dos; la niña
Rebeca, su única hija después de tres varones, Elías, Isaías y Daniel.
Eufrosina jamás volvería a ver al Ezequiel saludable que ella despidió,
ilusionado al irse a trabajar como corresponsal en París. Con su última hija,
la guerra le había deparado a un enfermizo, malgenioso y enteco individuo quien
contradictoriamente la llevaría a meterse a la cocina de un restaurante
familiar y a engordar sin restricción alguna. Para la época cuando Daniel
Vargas conoció a Carmen Luisa Valbuena, los tres hijos de Ezequiel y Eufrosina
estaban encaminados o finiquitando sus estudios universitarios. Elías era
ingeniero agrónomo y estudiaba su postgrado en la Universidad de Wisconsin en
los Estados Unidos, Isaías finalizaba sus estudios de Ingeniería Petrolera y
Daniel estaba en la mitad de sus estudios de Medicina. Rebequita estudiaba
Filosofía y Letras en la misma Universidad en Maracaibo.
Eufrosina
alejada de la antigua paz del hogar, vivía entre cachivaches de cocina fregando
y luchando con un personal cambiante quienes preparaban los mojitos en coco,
las huevas de lisa y de corvina, el conejo en coco, o los platos más
tradicionales como el pabellón que ella acompañaba con arepitas para recordar
su origen andino. Los dulces de limonsón, de hicacos, los huevos chimbos y las
conservas de leche, hacían las delicias de los muchos asiduos visitantes del
restaura familiar El Zuliano, en plena Plaza Baralt.
Eufrosina nunca
negó que su hijo preferido era Daniel. Ella lo esperó nueve meses confiada en
que iba a ser su ansiada hija y su niña se trocó en un bello aunque enfermizo
recién nacido rubio y de ojos grises como los suyos. Cuando nació Rebeca, en
ausencia de Ezequiel, a ella le fue muy mal y casi se muere después del parto.
Meses después cuando su marido regresó sobreviviente y maltrecho de la Europa
de Hitler, todo fue muy triste, diferente, lleno de enfermedades, de sueños
frustrados y de contrariedades y ella sólo volvió a atender a su hija casi
después de que la niña cumpliera los dos años de edad, cuando ya el proyecto
del restaurante El Zuliano era un hecho consumado. Para ese entonces, entre
tantísimas calamidades Danielito había sido su refugio y su consuelo y en él
siempre tuvo cifradas sus más caras esperanzas.
Ezequiel
vivía en el bíblico mundo de sus Jobinianos padecimientos gastrointestinales,
siempre pendiente de las noticias de los periódicos, de los rusos, de la salud
del demoníaco camarada Stalin, de la tragedia de la guerra de Corea y de la
proximidad del Apocalipsis y conversaba sobre estos tópicos con sus amigos, los
parroquianos que lo visitaban mientras él, ante la caja registradora y detrás
de la barra del bar, estaba como un ángel guardián, símbolo de la elegancia, de
punta en blanco con sus tirantes rojos, al frente del negocio. Algunas veces el
gordo Afranio, mientras picaba vegetales o desmenuzaba presas de pollo para
preparar algún sofisticado ragú con bechamel, le relataba a Daniel las más
disparatadas anécdotas sobre sus aventuras sexuales, transformándose por su
cuenta en una especie de barón de Munchaussen del erotismo. Eran tan exageradas
sus historias que algunas veces Daniel, neófito y todo, se negaba a darle
crédito, pero siempre trataba de sonsacarle más información para aprender y al
final oírle decir. Tú muchacho, siempre con la molbosidad purelante.
Cuando
se dio la feliz oportunidad de visitar la casa de las hermanitas Villavicente,
Daniel lo hizo en compañía de Régulo. Invitados a una fiesta en el apartamento
del Barrio Obrero en La Pomona, los dos amigos se encontraron como cucarachas
en baile de gallinas, de cachacos corregía Régulo. Fue allí, todos echando un
pie en ese arrocito, cuando Nela bailó con Daniel por primera vez. La cumbiamba
estaba tan candente como la noche. El pick up a todo volumen ponía a los vallenatos
a vibrar en las cornetas del Hai-fai y el apartamento todo se estremecía ante
la meneasón del gentío.
Nela comenzó
a pulirle hebilla a Daniel, frenéticamente, y él preocupado por la presencia de
Raimundo y todo el mundo, miraba de reojo a Chelita, alegre e inconmovible ante
el swing de su hermanita quien no parecía experimentar más rubor que el de sus
mejillas encendidas por el denso calor de la pequeña sala atestada de
guapachosos bailarines. Entretanto, Daniel, ante aquel merequetén antes nunca
visto, se sentía al borde de un reventón ininmaginado, hasta el punto de tener
que salir corriendo a sentarse de emergencia en la cocina, con el pretexto de
tomarse una botellita de Regional bien fría, ¡por el calor!, y dizque para
conversar con la abuela de las niñas hijas de la casa.
La
sorpresa de Daniel ante las solidarias actitudes de Nela y Chela, medio se
disipó en la madrugada con las explicaciones de Régulo, ¡siempre tan sabido!,
existía un punto de comparación entre las acciones fraternales en la fiesta de
las Villavicente con el pacto de sangre que ambos hicieran en tercer grado,
dedo pulgar cortado y cruces en el pecho para entrar en la secta del Dragón.
Puede que las hermanitas no hayan superado esos juegos infantiles, le decía
Régulo. A las dos pasadas son una vaina así como los tres mosqueteros, todas
para uno y uno le cae a todas, ¿me entendéis? Estamos en un mundo de féminas y
nosotros, sigamos el ejemplo, todo lo debemos compartir también, ¿no es
verdad?, seamos sinvergüenzas, actuemos sin vergüenza. Esas cosas las decía
Régulo adoptando un aire de catedrático y ambos se doblaban riéndose a
carcajadas.
NOTA: El texto fue
extraído del Capítulo VII de mi novela “Para subir al cielo…” Premio Mención Narrativa en la Bienal de Literatura Elías David Curiel, 1997,
Instituto de la Cultura del Estado Falcón. Editada en Maracaibo: (ArsGráfica
1998); Segunda Edición (AstroData 2016).
Maracaibo, jueves 19 de diciembre, 2019
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