lunes, 27 de julio de 2015

La mujer del Metro es el último de los 12 RELATOS SINIESTROS.




LA MUJER DEL METRO
A Eduardo Liendo: un ejercicio en su taller.
" esa mujer del Metro a la que has seguido,
un fantasma anónimo que reaparece ahora de repente"
 Henry Miller
 "SEXUS 1"

           Percibes el calor de su mano, mas sientes sorprendido que te empuja, imaginas sus dedos largos e intentas atraparlos y notas que se escapan sin remedio, los sentiste clavados en el pecho con el impulso de su cuerpo todo, su palma y dedos en tu costillar cuando esperabas tierna caricia tibia y ese tu asombro al inclinarte y trasponer la línea amarillenta que se pierde en la boca iluminada por el destello parpadeante de la máquina que crece prontamente.  Trataste de agarrarla, sí, mas ya vas torciéndote de angustia y tratas de voltear pero tu cuerpo cae antes de dar la espalda, sin posibilidad alguna de apoyarte, y entonces distingues aún su mano, pálida, sus uñas escarlata y hasta su rostro crees detectar entre el gentío, cuando ya has comenzado a descender iluminado todo tú por el monstruo creciente que emite su mugido agudo y te eclipsa el rumor y los gritos de la muchedumbre estática, petrificada en el andén.  Te alejas de ellos sin asidero, sin balance, sin remedio y sabes que era ella. Entiendes que es esa la mujer del metro, la que has seguido hasta la calle, hermosa y misteriosa, es esa joven, la del guiño amable, cuando colgabas de la abrazadera, tú, ser anónimo y te sonrió con su mirada cómplice, guindando tú con tantos otros cuerpos y aquel multiplicarse de su sonrisa reflejada en las puertas, ¡tantas!  Esa, la mujer del metro, la que casi se pierde entre el tropel a la salida de la calle y tropezarse y empujar y correr desesperadamente y la impotencia en la escalera atiborrada de figuras inermes, interminable la escalera eléctrica, ascendiendo. Esa, la mujer del metro que desapareció en el resplandor incandescente de la calle, colmado de empujones e improperios y en el espacio caes y casi ya no ves el brillar de sus ojos, mas otra vez, quizás muy al final logras atisbar su sonrisa. Esa, la mujer del metro, la que has seguido hasta la calle, la que has perseguido desde lejos sin entender por qué tenías que hablarle, se esfumó tras un auto antes de desaparecer tragada por la esquina, ¡es ella! Tú captaste el mensaje y corriste como loco escaleras abajo, ese fantasma anónimo se ha materializado, y carne y huesos, y sonrisa, y aquel guiño achinado y amable, estuvo por segundos a tu alcance, hasta tocarla casi, cuando ella colocó su hermosa mano con largos dedos de uñas esmaltadas de un rojo sangre sobre el pecho tuyo, y la sorpresa, el fuerte ramalazo y tu trastabillar en el asombro. Esa, la mujer del metro te entregó todo el peso de su hermosa figura y tú te fuiste más allá de la línea amarilla y no obstante, todavía lograste detectarla entre la gente, arriba, desde el abismo, sin retorno ya, ante la máquina que gruñe y pita y bufa encandilándote. Esa mujer del metro, seguro estás, proviene de esa tú pesadilla reiterada, la de un sinfín de madrugadas sudorosas, de tantísimos despertares crispados, corazón al galope tendido, de angustias sostenidas, toda una vida de búsqueda infructuosa, hasta encontrarla, ¡al fin!, ¿después de cuantos años?, ya casi de cabeza lo entiendes todo, ¡claro!, es tú fantasma anónimo que reaparece ahora de repente cuando la máquina acezante ruge casi encima de ti...

Breve relato dedicado a Eduardo Liendo como uno de los ejercicios de su Taller de Narrativa, en Caracas
a comienzos de la década de los 90 del pasado siglo XX.

"Ancianato" resulta ser el 11avo de los 12 RELATOS SINIESTROS




ANCIANATO

        Ay Jacobito de mi alma,  mi hijo querido, al fin llegas, ya creía que me ibas a dejar sin verte hoy, un domingo. Dios escuchó mis súplicas, gracias por venir, hijo. No sabes lo seria que es esta situación, esto de llegar a vieja, ¡ay mijito!, y tener que vivir todavía defendiéndome de los demás… Eso sí que es bien serio mijo. Te fijas, es lo que siempre he dicho, tal vez si Dios me hubiera dado una hija hembra las cosas serían diferentes, quizás viviría con ella, quién sabe... Pero, ¡dígame si se hubiera casado con un ogro! Yo no me quejo mijo, es que estoy vieja, y es por eso que digo estas cosas, hablando de lo que nunca ocurrió, ¿cómo le parece? Yo sé que usted no me olvida, mi hijo lindo, no lo vaya a hacer nunca, no ve que este asilo, este ancianato más que un hospital, es una cárcel. ¡Una prisión! Pueden llamarla casa-hogar, villa-salud, como quieran decirle, pero esta es una casa de locos, de viejos y de viejas que no están en su sano juicio, y el director es otro loco. O puede que sea bobo, más bien se hace el bobito, eso creo yo por qué sino ya habría metido en cintura a sus enfermeras, a sus vigilantas, a esa cuerda de mujeres malas que trabajan aquí, por turnos. Ay, ni le cuento mijito, esto es algo muy serio. Imagínese que aquí hay bastantes viejas, señoras ricas, pero muy ricas, fueron mujeres con dinero y posición, ¡y ahora!, no saben ni donde andan, ni en qué día viven… Es que ellas viven en la luna... ¡Es terrible mijito! Figúrese que yo soy de las más viejas, en edad, pero yo tengo mi cabeza bien puesta. ¡Ay si yo le contara! ¿Se acuerda de Luz Marina?, ¿la viejita que le mostré el otro día?, ella es una señora muy dulce y muy fina, ella, la que tiene un hijo que es político y sale mucho por la televisión, a cada rato, ¿ya sabe de quién le hablo?, bueno, Luz se cree una señorita. Vive pensando que está en su casa de niña, ella es como si no fuera de este mundo y algunos días no para de hablar, llamando a su marido que hace añales que se murió y a su hija, que te diré, es la única que de vez en cuando viene a verla, bueno a su hija, ella le dice mamá. ¡Que cabeza!, y yo entiendo mijito, usted me explicó que era todo eso de la arterioesclerosis, pero algunas veces me da mucho sentimiento. Es muy injusta la vida para con los viejos. Nosotros también somos parte del mundo y de la vida. Fíjese que yo, oyendo a Luz Marina es como si fuera yo misma, es verme cuando era jovencita, allá en mi tierra con papito y mamita y con mis hermanos y me da una cosa, me pongo triste, pero otras veces, ella se pone impertinente, por qué es que habla y habla y sólo quiere que la estén atendiendo, oyéndole las loqueras que dice, algunas veces tengo que mandarla a callar e igual no me hace caso, pero no se enoja, porque todo lo que vive ahora, todo lo que le ocurre, se le olvida. Pobre Luz, tan delicada, le encanta que la vistan de rosado, con vuelos y con encajes, tiene ropa linda y cuando las mujeres le ponen un mono rosado yo digo que se parece a la pantera rosa, así de flaquita se ve, y algunas veces le ponen un cintillo y una flor en la cabeza, como que si estuviera loca. Pobrecita. Que cosa tan seria es la arterioesclerosis… Ojalá no me ponga yo así, ¡Dios me libre! Figúrese, ¡y esto sí que es el colmo!, que ella estaba allí, sentada frente al televisor, estábamos a punto de ver la novela de las dos de la tarde cuando me di cuenta yo, ¡por el olor!, y llamé rápido a Otilia, pero, como dijo la lora mijito, ¡ya para que!, era tarde, pues llegó Otilia corriendo y le gritó, Luz Marina ¿otra vez te cagaste?, así le dijo, porque Otilia, como todas las mujeres que trabajan aquí no tiene ninguna educación, pues era muy cierto, Luz Marina se había echado una pupuneada de espanto y brinco, así que de allí se la llevaron para el baño y quedó la sala pestífera, y bueno, las demás, no entendían del porqué de la hedentina, no ve que están tan idas como Luz Marina, así que tuvo que venir Marga y echar unos baldes de agua con jabón y un detergente y llevarse el cojín del sillón… Es por las lentejas, ¿sabe?, yo se lo dije a Marga ayer por la mañana, no le den lentejas a Luz porque ella estuvo mal del estómago, la llevaron como tres veces al baño toda echa una plasta, pero no me hizo caso, y ya ve lo que nos sucedió, eso fue ayer, ¿le dije?, bueno bastó y sobró que le hubiera dicho a Marga que no le diera las lentejas, le puso el plato enfrente en el almuerzo, un plato rebosado, ¡y ella que iba a saber de lentejas!, se lo comió, con hambre, tenía hambre por la cagantina que había sufrido el día anterior, pues dicho y hecho, nos aguó la novela de la tarde, nos las chorrió… Yo por lo menos, tuve que irme del sitio, estaba irrespirable, así que dígame usted si no son ganas de fregarle a una misma la vida, porque todas padecemos con eso. Bueno, es cierto, ellas también se la aguantan,  porque las diablas son la que la limpian, pero Luz Marina está feliz, como que si no fuera con ella mijito, de los más fina y delicada, igual sigue orinándose contenta, acabadita de bañar y de vestir y Ofelia, vuelve a llevársela para el baño. Por eso yo algunas veces quiero darle un puntico a esas mujeres, no son mujeres, son unas diablas, todas, no se salva ninguna, trabajan mucho, es cierto, pero escúcheme mijito, son malas, yo las tengo precisadas, todas se desquitan con las pobres viejas, algunas las burlan, otras las maltratan… Yo las he visto, no sólo es que las amarran, bueno algunas ni que las aten, vivirían en el suelo si no las amarran, se escurren de las sillas, se caen de las camas, por eso tienen órdenes de amarrarlas, pero son muy crueles, esas mujeres, yo que se lo digo mijito, yo  que si estoy con mi cabeza bien puesta las he visto... Florecita, la que es de Chejendé, ¿se acuerda que se la mostré una vez?, bueno mijito, a esa la puse yo, el Gran Houdini, es experta en zafarse de cualquier amarra y tienen que tenerla amarrada porque tiene la actividad de una ardilla, es muy inquieta, el otro día la encontramos encima de la mesa, ¡de pie!, se imagina el susto de todas, las demonias, las carceleras, bueno mijito, las mujeres esas que se visten de enfermeras tienen que vigilarla todo el tiempo, es una reina del escapismo. y usted, cuando menos lo espera, la tiene ahí, paradita, a su lado y yo le digo, pero Florecita, ¿cómo te sueltas?, y ella se ríe, pobrecita, ella sí que no tiene la más remota idea de quien es ni de donde vivió… Ella tiene muchos hijos y nietos, pero casi nadie la visita, ¡no ve que ella ni los conoce!, a ninguno. Hace una semana vino uno de sus hijos y ella ni le habló, es muy inquieta y por eso la tienen vigilada, ¡pero es más buena!, ¿no le conté?, una noche me desperté y estaba paradita al lado de mi cama, que clase de susto me dio, casi me mata de un infarto y yo le dije, ¡pero muchacha Florecita!, estaba desnuda en pelota, flaca como una lagartija, puro hueso y pellejo, se sentó a conversar disparates y yo con el timbre pegado, sólo al buen rato aparecieron las demonias, refunfuñando llegó Miladi y ¡claro!, sólo dijo, ¡ay Dios del cielo, se soltó Flor!, que buen susto pasamos. ¿De esa Miladi no le hablado yo mijito?, ¡cómo no!, es una negrita, ella es dominicana y es muy buena, debe ser porque es joven, siempre anda riéndose, es muy simpática la negra, bueno, es también una demonia, pero puede ser una diablita cariñosa, le hace muchas carantoñas a las viejitas y a mí me trata con respeto, me figuro que por lo jovencita, todavía no se ha obstinado y no está tan amargada como las cuidadoras viejas, ¡dígame usted si viera como trabaja Aura!, la grandota que le mostré hace tiempo, ella está ahora en los turnos de la noche, ¡qué mujer más fregada!, esa si es mala, es una boxeadora, como una mole, ahora se tiñó de amarillo las greñas, los cuatro pelos llenos de canas que tiene, porque ella se las da de que es muy joven… Yo creía que ella era del centro del país, ¡no mijito!, ya averigüé, también es colombiana, ¡y de la selva!, de un pueblito casi en la frontera con Panamá, ella es como una luchadora, les aplica llaves a las viejitas, es una fiera, y las pobres ¿qué van a decir?, ¡si están casi todas espalometadas! Yo si me doy cuenta de las cosas, y ella, yo creo que sabe que la estoy vigilando. Ella y muchas de las diablas ya me conocen, saben que las vigilo y las podría acusar, si de algo sirviera eso... Conmigo ellas no pueden. Quisieran controlarme, pero yo no me dejo, nada de eso, a mí no me van a dar la comida en la boca y menos que vengan a querer bañarme, ¡no mi señor!, no lo permito, yo voy sola al baño y nada de estar abriéndome la puerta, ¿para verme?, ¡que se han creído esas diablas!, yo me encierro, el otro día una de ellas como que estaba apurada, quería tumbarme la puerta a golpes, ¡usted se espera!, así le dije, no ve que no saben de educación ni de nada, y es que ¿de dónde?, son muchas de ellas colombianas, las que son dominicanas yo creo que son más alegres, ¡pero más brutas!, me figuro que cobrarán menos que las de aquí, pero si es que mijito, ay, ¡si le cuento!, ¿el administrador del asilo?, ¿sabe quién es?, pues Luis Ernesto, mijo, ya lo averigüé, ¿se acuerda que yo creía que él había nacido en Ureña?, después creía que era de Aguas Calientes, no mijito, ni se imagina. Me senté con él y lo confesé, ¡ajá!, entonces supe que era colombiano, él dice dizque es cucuteño, pero a mí se me pone que es de Bucaramanga, o de más allá, ¡reinoso vea!, y que le cuento, tienen una chorrera de hermanos y de primos, familiares de él y de su mujer que entran y salen de este presidio como si esta casa fuera una agencia de viajes, de viejas no, de viajes, para Colombia. A mí se me pone que son contrabandistas, o algo peor, pero todavía no lo he podido averiguarlo bien. ¿Así que como le parece? ¡Donde tiene que vivir su madre!... Sí, es verdad. Sé que es muy caro, ya sé que cada vez le suben más la cuota de la mensualidad, ¡ay Dios Santo!, y pensar que nos rematan con unas sopitas y unos guarapitos… ¡Que negocio! También es cierto hijito que no todo es tan serio, así que aquí hay días que hasta me divierto… Está este joven, Luis Ernesto, el jefe de la casa, es un hombre amable, es decente, con él se puede hablar. Ya usted sabe cómo son de conversadores los cachacos, y a él le he contado muchas cosas que he visto, cosas muy feas!, y él me promete que las arreglará, especialmente lo que tiene que ver con las diablas, pero yo no lo creo, si se le van esas mujeres, ¿cómo se desempeña con este caserón tan grande?, dos pisos llenos de viejas, miándose y pupuneándose todo el día y para colmo muchas de ellas ricachonas y otras con menos riales, pero a él le entran muchos bolívares, no se crea que no mijito, y no va a querer perder su negocio. Así que aquí nos tiene, que si calditos y guarapitos de panela... No se me vaya a mortificar mijito, que yo sé que no hay muchos otros sitios para escoger y menos sitios como este, con enfermeras y con medicinas, atención todo el tiempo como dicen ellos, ¡miiií!, pero ¿qué puedo hacer yo?, decirle que aquí estoy de los más contenta, que esto es hasta divertido, créamelo mijito, es cierto... Figúrese que Luis Ernesto, baila. A veces le da por bailar con las viejitas, ¡se pega unas bailadas de vals con misia Cleta!, no es broma mijo, Cleta es la gordota, la boquineta, ñinga también le dicen, ella baila y canta, ¿se imagina?, una cantante boquineta, no se le entiende nada, pero ¡Luis Ernesto!, a ella le saca fiesta y divierte a la gorda, son muy alegres estos colombianos... ¿Y las dominicanas? Imagínese a Noemí... Ella es una de las enfermeras que son de verdad graduadas, bueno a ella le encanta una rochela. Ella me cuenta como vive en un solo baile y en una fiesta, casi todas las semanas, donde vive, ¡no se en que cerro será!, ni idea, pero tampoco se cómo resisten este trabajo con las guardias y tanta vieja necia y luego pueden tener energía para parrandear, Ella me dice que en su cerro hay bonche todas las noches, ¿se imagina mijito?, ¡son una cosa seria!  A veces, yo creo que dopan a las viejas. Aura lo hace, a mí me consta, les da sus gotas a las viejitas para que no molesten en la noche… También ella, es de las que les da las medicinas a los que terminan por morirse, ¿me entiende mijo? Les da las dosis y los despacha. ¡Cuando están mal claro mijo!, sé que es verdad y sé que no me lo va a creer, porque no sería negocio para el asilo, pero yo la he visto. Le diré que de Aura yo no le tomo ni agua bendita, ¡no que va mijo!, ya son más de tres meses y siete días y ya he visto como se han muerto cinco, ¡qué digo cinco!, son seis viejas, peinadas de perfil, como decía su primo Alberto, ¿lo recuerda?, yo le tengo respeto a la giganta Aurita, no le temo, ella es como el ángel de la muerte, hasta que un día se me abalance encima, pero no creo que se atreva, ya Luis Ernesto está avisado, claro que él la defiende, es una empleada de confianza, pero yo sé quién es, es mala, si mijito, yo que se lo digo, convénzase, hay que estar muy atento, en esta vida hay que andar, ¡ojo de garza!, como decía su papá, ¿usted se acuerda?, ¿verdad que sí?...

 "Ancianato" es una parte extraída de uno de los capítulos de la novela "Para subir al cielo..."
ganadora de la Bienal de Literatura Elías David Curiel del Instituto de la Cultura del Estado Falcón,             el año 1997.


"Castañas asadas" el décimo relato de los 12 "siniestros"




CASTAÑAS ASADAS

              A la hora nona las castañas se tostaban en el fuego de la gran chimenea. La lozana posadera secó sus manos en el delantal y atendió a los fuelles, iba soplando para que el pan caliente estuviese a punto. Su marido retiraba un plato con fiambres de la mesa del prelado. Él se dio media vuelta, notó como los cristales esmaltados del ventanal crujieron y pensó que posiblemente era el viento provocando el roce de las ramas de los árboles. El vitral emplomado impedía que se colase la helada brisa. El hombre imaginó como seguramente el cierzo recorrería los campos esa la noche impidiéndole a cualquier ser humano el arribar hasta los senderos que penetraban en el bosque del Duque.  Es una noche de mil demonios, lo dijo para si y al recapacitar sobre su invocación se santiguó rápidamente. Sentado en un sillón de cuero, el prior de los franciscanos captó el gesto, hizo una mueca y frunciendo el entrecejo torció la boca. La mujer cesó de atizar el fuego y trató de interpretar desde lejos el movimiento de los labios del prebendado. ¿Tal vez el prelado está mascullando letanías? Eso pensó ella al notar como el fraile, todavía envuelto parcialmente en una colcha de retazos, hacía pucheros mientras entrecerraba los párpados. Está muerto de sueño se dijo ella y luego miró hacia el fondo de la gran sala donde su robusta hija batía sobre el mesón en una gran escudilla los huevos para hacer una tortilla con setas y habichuelas... Su marido, Iñigo el tabernero se acercó a los cordeleros que tenían un rato alborotando y les ofreció un vino fuertemente especiado. Ya estaban más calmados, y ellos, unos gustosos y los otros a regañadientes pues tenían un rato discutiendo, aceptaron su invitación. Después el hombre se dirigió hacia otro de los mesones. Los dos sujetos aquellos eran desconocidos para él. El mayor, ya entrado en años, tenía la barba poblada y entrecana y su apariencia era la de un campesino. Eso pensó él, al notar su rostro curtido por el sol y sus manos cuarteadas. Empuñaba una jarra de cerveza ante su compañero, quien seguramente era, al parecer del acucioso tabernero, un actor, o un estudiante, quizás un bufón retirado, o tal vez ambos eran un par de juglares desempleados. Hasta médicos podrán ser, pensó Iñigo frunciendo el ceño interpretando el color bermejo de una hopalanda que vestía el más joven. El franciscano abrió sus ojos y se bebió de un solo trago un cubilete de agrio vino tudesco. Parecía haber despertado. Acariciaba la botella sobre la mesa y de soslayo atisbaba el corpiño entreabierto de la moza que batía los huevos. La boca del fraile se abría y su lengua sobresalía repasando los labios de izquierda a derecha. Se diría que se relame el desgraciado, pensó el hombre molesto, notando como el religioso dejaba caer al suelo la colcha y al retirar su capuchón de estameña se asomaba su calva sudorosa. El posadero se acercó a su mujer y ambos fueron hasta el mesón de la cocina donde la jovencita había vertido el contenido de la escudilla en un caldero que burbujea rumoroso. Los rescoldos de la chimenea arrojaban destellos gualda  sobre todos los presentes. La faz abotagada del prelado se contrajo al beber otro trago de vino. Sus ojillos migraron de las redondas formas de la jovencita hasta la mesa vecina donde los parroquianos habían nuevamente comenzado a alborotar. Varios artesanos empleados de una cordelería reiniciaban su cháchara con un joven comerciante de especies. El hombre nunca antes les había visto, más le habían dicho que venía desde la lejana Renania y al parecer pretendía cruzar el bosque para pernoctar en la ciudad. Los cordeleros intentaban disuadirlo. No será posible si quieres seguir con vida, le decían mientras el joven se reía a carcajadas. Todos hablaban al unísono haciendo ininteligible aquella jerga flamenca en la cual restallaban interjecciones y palabrotas obscenas entre una retahíla de dimes y diretes para convencer al comerciante del disparate que cometería si se adentraba solo en el bosque. El tabernero creyó atisbar que el joven tenía en sus ojos claros, un curioso tono amarillento. Pensó que algún problema tendría con la bilis, mas sin duda estaría obligado a darle cobijo. Tendría que quedarse a dormir con los cordeleros y todos los demás en la posada. Ante el comerciante insistía un sujeto corpulento que portaba un zurrón en banderola. A su lado otro hombretón obeso y sonreído, sostenía una cornamusa sobre su hombro izquierdo. Sin inmutarse infló sus carrillos soplando su chirimía. La gaita emitió un gemido profundo. El joven viajero volvió a soltar una risotada. El prelado se llevó la manga a la calva y tras secarse el sudor volteó a mirar al grupo que simulaba estar discutiendo. La cerveza y el vino parecían haber encendido sus rostros. Afinó el sonido el gordinflón y aplicándose estuvo resoplando por el caramillo unido al odre de cuero.  El ambiente ambarino plenose al instante con quejumbrosos sonidos musicales. En ese momento la puerta se entreabrió y el aire helado rechinó entre los goznes para dejar entrar sobre un remolino de hojas secas a un sujeto desgarbado vestido con un blusón azul y protegido por  un jubón y un sombrero de cuero, ambos muy lustrosos. En un instante, el desgarbado personaje ya despojado de su sombrero de cuero, pareció saludar rumoroso y huraño, mientras estremecido se acercó hasta la mesa más cercana donde los dos extraños individuos bebían cerveza. Sin ambages le preguntó al hombre de la roja casaca si acaso conocía algún remedio para la erisipela.  El interpelado volteó a mirar el rostro surcado de arrugas del pintor y le pidió que le mostrase la piel enferma pues no cualquier pócima o brebaje que él le indicase podría resultar el más apropiado. Le explicó entonces que algunos efectos contraproducentes estaban descriptos cuando no eran utilizadas para curar el mal requerido. El posadero y su mujer presenciaban con interés la escena. El pintor se despojó de una de sus calzas y pudo notarse como al remangarse el pantalón, encendido sobre una pierna y parte del pie, apareció su piel luciendo el rubicundo fuego de San Antonio. El joven de la hopalanda bermeja quien decía ser un experto en purgas y en eméticos, era además  especialista en aplicar ventosas para extraer humores corrompidos, y sin rubor alguno hizo alarde de su destreza con la lanceta. No sólo para las sangrías soy bueno. Esto le aseguró al pintor quien con su pierna al aire le escuchaba. Le oyó decir entonces que él era uno de aquellos médicos de batalla, de los que tasajeaban las heridas, para limpiar los trayectos dejados por las hojas filosas de cuchillos o espadas, siempre lavadas antes con vino tinto especiado y con vinagre, cosas que prefería él hacer seguramente antes de usar el escalpelo como cauterio. Pues, le explicó,  ya con las quemaduras las cosas pasan a ser muy diferentes. En esas circunstancias, hasta en el campo de batalla, él se las ingeniaba para aplicar compresas empapadas en agua de rosas y siempre contaba con algún bálsamo, quizás como el que pudiese recomendarle para la piel de aquella, su pierna enrojecida, por el fuego de San Antonio. Súbitamente Hyeronimus le atajó su perorata. El fuego de San Antonio era otra cosa y él lo sabía. No. El ungüento, si así usted lo desea, puede ser preparado en su casa, terció el joven barbero e insistió. Usted mismo lo fabricará con cera de abejas y con miel y habrá de humedecerlo con vino de hipocrás, y es que, Micer, escúcheme, funcionará mucho mejor si usted le añade alguna raspadura de cuerno tierno de un unicornio, puedo garantizarle que con esto podrá lograr un doble efecto… Hyeronimus se cubrió la pierna y se rió con un estremecimiento gangoso. ¡Cuerno de unicornio tierno! No era un afrodisíaco lo que él deseaba. Quiso explicarle al joven de la roja casaca que a su edad, él no podría aceptar aquel despropósito. ¡Unicornio tierno, murmuró para sí y le dijo que sencillamente, él pintaba, y lo hacía de pie, y el fuego de San Antonio ardiendo en su pierna derecha hacía ya un tiempo que venía interfiriendo con su diaria labor. Las explicaciones del arrugado artista del blusón azul, parecieron convencer al joven de la hopalanda bermeja quien trató de infundirle confianza hablándole nuevamente sobre sus ungüentos. Le explicó cuán efectivos eran, y tras informarle que él era discípulo de la prestigiosa Escuela de Salerno insistió en que sus conocimientos no eran en absoluto producto de la magia ni de la improvisación, él leía en latín y conservaba un ejemplar de El Antidotarium de Nicolás Prepósitus donde podían buscarse todos los récipes existentes en el mundo. Sirven para todas las enfermedades. Así se expresó el joven médico, quien también había leído muchas veces el libro de Rogelio de Palermo sobre la curación de los males por el escalpelo. Los cordeleros quienes le escuchaban silenciosos, habían suspendido la charla con el joven comerciante viajero empecinado en atravesar el bosque esa misma noche. Había cesado la música de la cornamusa y todos volteaban para mirar al desgarbado sujeto. Aquel rostro surcado de arrugas era conocido por algunos de ellos. Él es, le dijeron al joven viajero, quien miró con curiosidad al enteco personaje. ¡No puede ser!, exclamó. El pintor se había ido a sentar muy cerca de la cocina y saludó amigablemente al posadero y a su mujer. Es él, insistió el gordo de los pantalones rayados y la bragueta verde. Es el mismo de quien te hemos hablado. Él es Hyeronimus… Esto se lo comunicó sigiloso el del zurrón en banderola al terco viajero, quien sonrió de una manera extraña. Aquello era como si todavía quisieran bromear con él. Se puso de pie. Parecía decidido cuando se dirigió hacia la mesa donde conversaban los tres. La jovencita del corpiño entreabierto, estaba de pié ante él y levantó la vista cuando le vio levantarse y paso a paso avanzar hacia ellos. Venía caminando, acercándose, y el prior de los franciscanos, de reojo, creyó notar algún destello febril en su mirada. Todo habría de sucederse de manera muy rápida. El cálido y ambarino ambiente del establecimiento que albergaba a los viajeros en la posada a la vera del camino de Bois Le Duc pareció condensarse de momento alrededor del hombre que marchaba decidido hacia la desgarbada figura de Hyeronimus quien distraído conversaba con el posadero y con Ligia. Su pelambre lacia llena de hilos platinados contrastaba sobre su blusón azul, y todas y cada una de las hebras de su cabello brillaban lanzando destellos rojizos y anaranjados por efecto del fuego que ardía en la gran chimenea. Ligia estaba de espaldas al viajante pero observó la expresión de su hija, un súbito abrirse de sus ojos azules, con gran asombro, o susto, exageradamente, ante la inminencia de lo que habría de acontecer, mas ella no podía entender nada pues estaba dándole la espalda a las mesas, escuchando las explicaciones que el viejo pintor le ofrecía a su marido. Tan solo un rictus en la expresión y ciertas chispas en la mirada de su niña, la hicieron presentir lo inevitable. Iñigo pareció notar algún signo en el rostro de Ligia pues cuando levantó la vista fue para cruzarse con las lanzas de fuego que emergían de las pupilas verticales y amarillentas del viajero. Ya no había nada que hacer, puñal en mano se abalanzaría sobre el pintor.  Brilló el acero en la mano del joven viajero, e iba ascendiendo con el puño cerrado cuando el posadero se irguió empujando la mesa y a Hyeronimus quien trastabilló en la silla. El prior de los franciscanos manoteaba queriendo alertarlos, los cordeleros estaban petrificados. El puñal se hundió en medio del pecho de Iñigo quien en ese instante notó algo que era incongruente, en realidad, el pintor del blusón azul y las greñas encanecidas no parecía ser Hyeronimus, eras tú, mismo tú, un muchacho sin las arrugas en el rostro, y a Iñigo le pareciste en ese instante más joven que nunca, con una tonalidad cetrina, ciertamente, pero lo más notorio era que en tan difícil trance, lucías tus ojos amarillentos verticales, con una amplia sonrisa y le mirabas a tu padre mientras estabas casi a punto de carcajearte. Iñigo comprendió que ya era demasiado tarde. Sin proferir ni un quejido, aunque sintió la violencia del golpe, pudo notar como emergía desde su tórax un chorro de sangre negra, como un surtidor. El mismo se miró y vio que tenía un gran agujero, como una caverna profunda en el lado izquierdo de su pecho, desde donde fluía en vetas violáceas y rojas un líquido tibio. Salían chorritos espasmódicos, como si emanaran de una gran fuente e iba empapándose todo, mientras estático, tú lograba escuchar sus carcajadas y percibías unos gritos, ya muy lejanos. Iñigo llegó a pensar en poder comunicarle al cirujano médico barbero su inquietud, pues sentía un dolor intenso en el pecho, y supo que iba desangrándose y le dolía tanto que pensó en Alí y en las serranías de Falcón, aquel juglar que cantaba lo de siento un gran dolor en el costillar, tal cual lo percibía él, pero notó que no era capaz ni tan siquiera de articular una sola palabra. Tú estabas sonriendo, allí, viéndole doblarse, admirando la cara risueña de Hyeronimus el pintor, quien también no hacía más que reírse, allí, ante Iñigo quien ya se resbalaba hasta el piso sintiéndose desfallecer y quiso buscar a Ligia y su mirada giró por el recinto de la posada pero no vio a nadie, ella ya no estaba, su hija también había desaparecido. En ese momento cuando todo comenzó a oscurecerse, y a pintarse de rojo, como el fuego de la chimenea, mientras iba ahogándose, él sentía como su corazón cambiaba del galope tendido al trote y se hacía cada vez más lento. Al escuchar restallar las castañas en el fuego deseó estar en una playa de oleaje tibio, muy larga, quizás brumosa, al atardecer…



sábado, 25 de julio de 2015

El pájaro del dulce encanto: por Sergio Ramirez



El pájaro del dulce encanto
 
Por: Sergio Ramírez

       Este nuevo aniversario de la revolución que triunfó en Nicaragua en 1979 me sorprende lejos, en el espacio y en el tiempo. Parece que fue ayer, tiende uno a decir cuando los acontecimientos que evoca son de verdad remotos, pero los relieves se los dan la memoria y el sentimiento, y por eso parecen tan cercanos aunque el tiempo siga poniéndoles encima esa pátina inevitable. Lejos, en Santander, donde he terminado hoy mi curso de una semana en el ciclo El autor y su obra , y he hablado de mis libros con participantes de muy diversas edades, que han llegado de muy distintas partes de España, convocados por la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo. Las clases se han celebrado hasta este mediodía en la casa del faro al borde de uno de los acantilados de esta península en cuya cima se alza el palacio de la Magdalena, y desde las ventanas se ven pasar las embarcaciones que van entrando lentamente a la rada del puerto. Ayer (por jueves 16 de julio) fue el día de la Virgen del Carmen, patrona de los pescadores y una alegre procesión marina, entre un coro de sirenas de barcos, llevando a la Virgen en la nave capitana, pasó frente a esas ventanas. Qué escenario tan distinto y distante a aquel de la plaza de la revolución en Managua, cuando el aire se llenaba con salvas de fusilería y repicaban las campanas entre el agitar de las banderas. Mis estudiantes no esconden su curiosidad al enfrentarse con alguien que les habla de los vericuetos de las invenciones literarias, de la factura de sus novelas, de sus procedimientos para escribir, de su encuentro diario con las palabras, habiendo sido protagonista de una revolución, y no se resisten a interrogarme sobre esa vida que un día llevé, y yo tampoco me resisto a responder. Siempre se recuerda con el gozo de la nostalgia. Vida y literatura se mezclan de manera indisoluble. Y, otra vez, como ahora, se me termina preguntando: ¿volvería a hacer lo mismo, abandonar la literatura para entregarme a una revolución? ¿No me parece que si al fin de cuentas todo vino a resultar en lo contrario, aquella lucha no valió la pena? ¿No fue en balde tanto esfuerzo para volver a lo mismo de antes? Quienes me hacen esas preguntas, convocados de lugares tan diversos como Madrid o Sevilla, Alicante o Granada, Murcia o Albacete, saben en qué vino a resultar la revolución en Nicaragua, aunque hayan llegado aquí seducidos por la literatura, a la que aman. Es, además, una revolución, que en su momento de gloria, levantó fervor en España. Son las preguntas que poco después que perdimos las elecciones en 1990, que pusieron fin a una década de revolución, intenté dilucidar en mi libro de memoria Adiós muchachos y las respondo ahora otra vez a mis alumnos, quienes esperan con atención mis respuestas. Y esas respuestas no han variado desde aquel entonces, en la medida en que los ideales que estaban conmigo, indisolublemente unidos a mí y a tantos otros la tarde en que entramos en triunfo a aquella plaza 36 años atrás, siguen siendo los mismos. Los ideales tienen necesariamente una calidad que no se deteriora con el paso de los años, o nunca lo fueron. Libertad y democracia, equidad y justicia. Palabras simples, y tan necesarias, por las que dieron su vida miles de jóvenes que lucharon por derrocar a aquella dictadura de la familia Somoza; los mejores jóvenes, muchachos y muchachas, que ha dado Nicaragua en toda su historia, los más generosos, los más desprendidos, los más desapegados de intereses materiales, ambiciones de riqueza, o de poder personal. Somoza, y quienes huyeron con él a Miami, representaban, en cambio, todo lo contrario: el egoísmo más obsceno y el afán desmedido por la riqueza, tanto que fueron capaces de asesinar por ella. Como he venido desde el otro lado del mar para hablar de la majestad de la invención, les relato a mis alumnos una historia que ha estado desde siempre en el imaginario anónimo de Nicaragua, y que se cuenta de boca en boca. Yo la escuchaba relatar de niño. Es la historia del pájaro del dulce encanto. Se trata de un pájaro de bello plumaje y colores refulgentes que vuela sobre las cabezas incitando a cogerlo, y cuando alguien alza las manos y lo atrapa, solo lo que queda en ellas es un montón de excremento. Esta no es sino una parábola de la frustración y el desengaño repetidos, la forma en que la sabiduría popular se previene a sí misma de no dar crédito a las quimeras que toda la vida acabarán convertidas en detritus; pero, al fin y al cabo, es una advertencia contra la inutilidad del esfuerzo por cambiar las cosas, y es allí donde la moraleja se vuelve perversa. Siempre vamos a tener, al final, las manos llenas de excremento, y la belleza de los sueños cumplidos no existe. Pero no es cierto que seamos el único país de América Latina condenado a la repetición del fracaso. No podemos aceptar que nuestra historia sea un juego de espejos donde una dictadura refleja a otra, donde un caudillo encuentra su sucesor en otro caudillo, donde una familia se entroniza en el poder solo para dar paso a otra familia en el poder. Donde la democracia, las instituciones firmes, la justicia libre de trampas corruptas, la libertad de elegir a los gobernantes, serán siempre solo un remedo, o una burla, una pantomima trágica. Quizás lo que nos ha ocurrido, les digo a mis estudiantes, y ya nos apuramos porque nos anuncian la ceremonia de entrega de los diplomas, es que hasta ahora ha revoloteado sobre nuestras cabezas el pájaro falso. Hermoso, pero falso. El otro, el verdadero, hay que hacerlo entre todos, pluma por pluma. El que realmente nos merecemos. Y no me cabe duda que un día lo tendremos. El autor es escritor. Santander, julio de 2015


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