SINIESTRO
Veníamos bordeando la cinta del mar
desde Paraguaipoa cuando el helicóptero decidió depositarnos en aquella playa
infinita. Finalmente habían precisado el sitio y era necesario recomenzar la
búsqueda, quizás desde la falda de la lejana montaña. Mientras esperábamos por
la Comisión, recordé su imagen en la pantalla chica. Esa gestualidad tan suya,
y su sonrisa de oreja a oreja. ¡Él quería ser presidente! A lo lejos se perdía
el añil en la bruma caliza. ¡Les va a hacer un macuare! No hacía ni una semana
que me lo habían pronosticado. Ahora la situación era preocupante.
Contemplando el mar recordé sus
planteamientos sobre la importancia estratégica del Golfo. Ese era uno de sus
temas favoritos por el cual los politiqueros lo acusaban de un exceso de
nacionalismo. Eran muchos los intereses en su contra. El oleaje gris parecía
orlado de azahares. ¿Un nuevo líder? No era un político de esos de partido,
pero era carismático! Él sabía cómo llegarle al pueblo y desde luego eso lo
hacía muy peligroso. El encaje del mar era absorbido en segundos por los
tornasolados gránulos de arena cubiertos cadenciosamente por el inexorable
regreso de las olas.
Llegó la guardia, ¡al fin!, y nos
encaramamos en dos grandes camiones. ¡Yo estaba tan seguro de que seríamos los
primeros! Cuando todavía en el aire escuchamos la funesta noticia radiada por
la guardia fronteriza, estábamos convencidos de que nadie podría llegar hasta
el sitio adelantándose a nosotros. Muy pronto los camiones se metieron tierra
adentro. Penetramos en el espesor caluroso de la tarde. La brisa hirviente
lamía las piedras y arañaba los cardones con un gusto salobre, como si quisiera
encender en chispas los resecos pajonales que emergían tercos entre las dunas.
Era un asunto delicado. Sin duda
alguna, el candidato venía diciendo demasiadas cosas y en el fondo, yo estaba
convencido de que había sido amenazado... Dejamos muy atrás la playa, entre
nubes de polvo y traqueteando fuimos cogiendo el monte. Después de un par de
horas saltando y dando tumbos y bandazos descendimos al pie de las montañas. El
lebrel y los hombres bien entrenados comenzaron a hollar la maleza y todos
fuimos penetrando en la intrincada ramazón.
Grandes resoplidos acompañaban al
animal husmeante entre la cada vez más espesa vegetación. Una humedad salvaje
parecía haber conquistado los secos pastos de la yerma Guajira e iba
espesándose y multiplicando sus enredaderas tentaculares hasta transformar el
encalado infierno de arena en un retorcerse de brotes tiernos. La vegetación
agigantándose emergía sobre una húmeda hojarasca de esmeraldas amarillas y
jades burbujeantes. Envueltos en una blanda y rastrera neblina gris avanzábamos
respirando el soplo denso y asfixiante de la selva que iba empegostándonos
hasta sofocarnos.
Nosotros los intrusos,
insistíamos mancillando paso a paso las capas superpuestas de humus y detritus,
buscando el sitio señalado. Yo iba íntimamente deseando no llegar a encontrarlo
jamás. Recordé su expresión sonreída en la pantalla chica cuando nos proponía
las soluciones lógicas. Hacía solo dos días al desaparecer la nave y declararla
en emergencia, todos hicieron conjeturas. Se dijo entonces que el país no
soportaría más marramucias.
Paso a paso íbamos avanzando
durante horas con una exasperante lentitud. El lebrel se detenía por segundos
olisqueando e instantes después, perseguido por nosotros continuaba adelante.
Pensaba en sus mensajes por la tele, ellos le granjearon el respeto y el cariño
del pueblo, él estaba sin ninguna duda desenmascarándolos. Un país de
televidentes no soportaría otro cuento chino, era evidente, un siniestro nunca
podría considerarse un accidente...
En lo alto, el cielo estaba
fragmentado en hojas acuchilladas por la luz. El aliento ácido de la tierra
emanaba como un vaho denso y fosforescente. Destellos de arco iris seccionaban
las lianas multiplicándose entre los troncos leñosos y bajo los inmensos
helechos llenos de silentes recovecos umbríos, salpicados de turquesa, con
trazos de celestes ignotos e índigos indescifrables. El lebrel inquieto,
atendía a un lado y al otro, levantaba su testa negra y brillante, alzaba su
hocico mojado y su jadear constante nos contagiaba con una desesperante
incertidumbre. Se detenía, husmeaba y proseguía su búsqueda incansable. Las
piedras eran negros espejos arropados con líquenes y musgo blando. Rollizos
hongos bermejos, amarillos y grises lloraban gotas nacaradas aplastados por
nuestras botas.
Comenzaba ya a caer la tarde
cuando los lagartos decidieron todos asomarse entre los montones de florecillas
malva, campánulas purpúreas, clavellinas moradas y violetas magenta. Ellas se
separaban y les dejaban ver el sol revolcándose entre las cenizas del
atardecer. Se agitaron inquietos los machorros y los gordos tuqueques
silbadores al percibir el intenso chirriante estridor de las chicharras creando
una sinfonía increscendo. Ensimismado como estaba en su olisqueante búsqueda,
el lebrel no parecía prestarles la menor atención.
El día se estremeció agonizando
entre los últimos candiles del sol de los venados. El animal súbitamente se
detuvo. Su cola tensa, una pata delantera en el aire, parecía una sombra
chinesca presintiendo lo irremediable. Mariposas cansadas regresaban a posarse
en la tibia humedad de las grandes hojas, aleteando suavemente, sin querer
despertar a los cocuyos durmiendo aún entre parásitas y helechos. Abejorros
plateados y libélulas orladas de un halo azul eléctrico zumbaban fijando su
posición ante el astro incandescente.
Haces de fuego se colaban entre
las ramas impregnadas por una bruma de naranjas pasadas. Sentíamos ulular el
viento sobre los árboles centenarios. Estrías rosadas y manchones violáceos
remplazaban la luz empapando los cenicientos algodones de la noche inminente.
Ya no veíamos ni nuestras propias manos. Yo solo percibía el brillo de las
pupilas del lebrel y podía escuchar su incesante jadeo cuando súbitamente
ladró. Fue un estruendo horroroso que provocó decenas de ecos centuplicados en
la oscuridad de la selva.
Decidimos acampar en aquel sitio,
porque la noche inmisericorde se nos había arrojado encima. Yo casi no dormí a
pesar del cansancio. Las horas se me confundieron y pensando en la imagen de
nuestro candidato y en sus proyectos, temía elucubrar sobre el próximo día. La
madrugada todavía transpiraba un azul de maleza y rocío y se podía vislumbrar
un titilar de estrellas entre las hojas, arriba, muy en alto, cuando percibí
una vaharada de carroña y gasoil.
Estaba aún despertándome pero
podía sentir la hedentina en mis narices y supongo que fue entonces cuando
escuché los gemidos del lebrel. Era un quejido sordo, doliente, sonaba muy
lejano. Me levanté en silencio y me dejé conducir por el eco lastimero del
animal aullando. Así fue como casi sin darme cuenta llegué hasta el sitio. La
cabina de plexiglas brillaba herida por los primeros destellos del amanecer.
Habíamos acampado casi a un tiro de piedra del sitio del siniestro y podía ver
las aspas de uno de los motores Allison y una parte de un ala.
Entonces los pude detectar
bastante bien, lucían sus boinas terciadas, e iban uniformados de camuflaje,
algunos descendían en rapell desde los árboles, otros se desplazaban
silenciosamente en el claro abierto en medio de la verde maraña. En ese
instante, desde el fondo de la maleza vi el fogonazo y abruptamente cesó el
aullido del lebrel. Todavía humeaba su arma cuando de la espesura surgió el
comisario. Venía rodeado por sus subalternos e iban todos de lo más
pertrechados. Pude incluso, notar el brillo de sus prótesis dentales e imaginé
la Escarpa Mutia, no sé por qué pero pensé en el marfil de los colmillos de los
elefantes cuando iban a morir al propio sitio donde Tarzán y yo nos conocimos
en mi infancia.
Un hilo blanco todavía emergía en
la boca del silenciador de su magnum. Se acercaron hasta las retorcidas piezas
del aparato y él, aún sonriente, le asestó una patada a la mancha negra e
inerte del lebrel desmadejada sobre la tierra llena de sangre. Pronto los
hombres sacaron entre aquella chamusquina de hierros y de planchas metálicas,
lo que andaban buscando. Entonces se alegraron. Pude notarlo, lo percibí en los
gestos y el eco de las risas. Ellos usaban guantes, simulando ser títeres en la
escena de un macabro teatro.
Él dio la orden: nos largamos!
Los guoquitoquis creaban ruidos muy extraños dentro de aquel aterrador paisaje
donde como un dinosaurio herido emergía entre el follaje, terso y plateado el
fuselaje de la nave. El comisario señaló el camino. Misión cumplida se dijeron,
estoy seguro de que logré escucharlo! Se dieron media vuelta, a rastras se
llevaron la sombra ensangrentada del lebrel y desaparecieron en el acto. Allí
quedé, tan solo a una pedrada de distancia, maniatado de furia nuevamente y
además convencido de que todos los hechos estaban irremediable y tristemente
consumados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario