domingo, 24 de marzo de 2013

Tres venezolanos escritores guerreros




         TRES    VENEZOLANOS    ESCRITORES    GUERREROS
RESUMEN HISTÓRICO
Jorge García Tamayo


RAFAEL NOGALES MENDEZ

Rafael de Nogales nació en el Tachira el 14 de Octubre de 1879.Su familia era de origen Vasco, su abuelo, el Coronel Pedro de Inchauspe, habia cambiado su apellido durante la Guerra de la Inpendencia a Nogales, traduciendolo al Castellano.  

En 1898 a los 18 años, estaba junto a los españoles peleando en Cuba contra la invasión estadounidense, donde participo como Teniente Segundo, en la Campaña de Cuba y tras la derrota del 98, regresó a Venezuela. En 1902 participó en la llamada Revolución Libertadora contra el gobierno de Cipriano Castro. Deberá salir del país y se irá a Europa, luego irá a Agfanistan y a Beluchistan como explorador y comerciante. En Nevada, se hizo rico, para encontrarse en Port Arthur en plena guerra Ruso-Japonesa en 1904 participa en la guerra, como espía a favor del Japón.  La caída del régimen del General Castro en Venezuela se le permitió regresar a su país, y lo hace en 1908, tras el golpe de estado de Juan Vicente Gómez. No obstante, volvió a exiliarse a causa de su enemistad con el General Gómez. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial,  se ofreció para servir en el Ejercito Belga, pero no lo admitieron por su condición de extranjero, y en el de Montenegro, Serbio y Ruso, con igual resultado. Encontrándose en Sofía haciendo las mismas gestiones ante el Ejercito Búlgaro le presentaron al Embajador Turco, Fetty Bey y Nogales ingresó en el Ejercito Turco en Abril de 1915 con el grado de ¨Bimbasi¨ Comandante, del Cuerpo de Estado Mayor. Sería destinado al Estado Mayor III Ejército en el Frente del Caucaso, con sede en Ezerzerum al mando del General Mahmund-Kimail Pacha. En abril de 1915, durante los días más críticos de la Batalla de Van, a los 37 años Rafael de Nogales Méndez cruzó el Lago Van desde Adilcevaz hasta Edremit para unirse a las fuerzas turcas que se encontraban atrincheradas en el castillo de Van, y comandadas por Cevdet Baskale antes de que su arsenal cayera ante el avance de las columnas de cosacos y rusos. Más tarde, a mediados de los años 20, Nogales escribió un libro titulado "Cuatro años bajo la Media Luna" sobre sus años de servicio en el Imperio Otomano.  Nogales, tras participar y dirigir el sitio de la ciudad de Van, en Armenia, protesta y termina asqueado de las matanzas que ve y solicita ser relevado. Se había alistado como oficial del Ejercito Otomano para participar en una guerra honorable y no para ver como aplicaban la consigna dada por el Ministro de la Guerra Enver Pacha a sus Tropas, “quema, roba, y mata”, contra las minorías cristianas de Armenia.  Tras esto lo trasladarán a Siria, a la ciudad de Alepo, donde ejerce como Inspector de los Servicios de Transporte del Ejército. Luego será destinado a Bagdad, a las ordenes del General Von der Golz, al mando de una Fuerza de Caballeria.  En Enero de 1917 es destinado al frente de Palestina, al 12 Regimiento de Infantería con guarnición en Belén y luego pasará la Zona de Gaza. Participó en dos de las tres batallas por Gaza con la 3ra División de Caballería y realizaría una incursión contra las fuerzas aliadas en el Sinaí. Fue Gobernador Militar de la costa de Palestina. Gracias a su amistad con el Ayudante de Campo del nuevo Sultán, sería nombrado segundo Comandante del Regimiento de Lanceros de Constantinopla.  En Abril de 1919, tras el armisticio y la derrota de Turquia, pidió la baja en el Ejercito Turco con el grado de Coronel de Estado Mayor, y abandonará el país con rumbo a España.
En 1919, en la época de la fiebre del oro, sólo por curiosidad va a Alaska, a descansar luego de sus aventuras en China. Luego sería vaquero en Arizona, época esa cuando se hacía llamar “Nevada Méndez”, fue también pescador de ballenas con los esquimales, y en sus memorias cuenta sus aventuras en todos estos países, haciendo un pormenorizado recuento de sus amigos, relaciones, actividades, costumbres. Más tarde vivirá en México en plena Revolución Mexicana. Al final de ésta estuvo al lado de Madero. También fue amigo y colaborador de Augusto César Sandino, y publicó un libro llamado “El saqueo a Nicaragua”. En los entretiempos planificaba acciones contra Gómez. A la muerte de éste regresará a Venezuela donde López Contreras, que aparentemente desconfiaba de él porque Nogales siempre estaba en la oposición contra todos los gobiernos, le concedió un puesto de jefe de aduana en Las Piedras, en el Estado Falcón, donde un año después, muy molesto con el trato recibido, olvidadas sus aventuras y desilusionado con el nuevo régimen, Nogales Méndez renunciará y se radicará en Panamá, donde morirá de pulmonía después de una operación en 1937.

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ISMAEL URDANETA
Ismael Emilio Urdaneta Paz,  poeta, periodista, cronista, narrador, y soldado legionario, nació el 4 de marzo de 1885, en Moporo, Estado Trujillo. El puerto de Moporo existía como parte de un despojo territorial hecho al Estado Zulia, por orden de José Tadeo Monagas, para separar las Parroquias de la Ceiba y la Ceibita del Cantón de Gibraltar y  así fue como ese puerto fue anexado al Cantón de Escuque en la Provincia de Trujillo.

Su padre  Don Arístides Urdaneta Leal, era natural de La Cañada de Urdaneta y su madre Doña Altagracia Paz, era oriunda de Los Puertos de Altagracia, donde lo bautizarán y donde vivirá su infancia y hasta 1895, cuando su familia decide residenciarse en Maracaibo, y vivirán frente a La Beneficencia, hoy Hospital Dr Urquinaona. En esta ciudad Ismael realizará sus estudios de secundaria, y vivirá con sus diez hermanos, su madre y su padre quien trabajaba en una oficina, como Jefe del Aseo Urbano de la ciudad.
En  1905,  Ismael publicó   su   primer   poema   en   el   periódico vespertino  El Ciudadano,  fundado  en 1903, por Marcial Hernández. En 1906, Ismael, con el joven Jorge Schmidke, será asesor de Nuevos Ideales revista literaria donde aparecían el poeta colombiano Pedro Barrios Bosch, Carlos Rincón Nebott, Eliseo López y Alejandro Fuenmayor Morillo, todos zulianos quienes serían perseguidos al llegar Juan Vicente Gómez al poder. En 1908, el poeta fundó en Maracaibo la revista Elitros, dirigida Carlos Medina Chirinos, quien dirigía el Archivo Histórico del Estado Zulia, y destacó la tesis de la fundación de Maracaibo por Ambrosio Alfinger en 1529.  Fundó también Ismael, la revista Proshelios, dirigida por José Antonio Butrón Olivares, periodista perteneciente al grupo literario Los Mechudos. En 1908, editará  en Maracaibo, Laureles y Rosas, en honor al General Jorge Antonio Bello y conmemorando el quinto aniversario de la defensa ante el bloqueo de las potencias extranjeras a la entrada del Lago de Maracaibo. También publica su primer poemario Corazón Romántico donde se percibe la influencia del criollismo de Udón Pérez. En 1910, el crítico literario y poeta zuliano Jesús María Semprum Pulgar, lo encontró en Caracas, en una pensión componiendo el poema Los Libertadores, con el cual ganaría el primer premio del certamen literario de prosa y verso promovido por la Gobernación del Distrito Federal con motivo del Centenario del 19 de Abril de 1810, que se publicará  en el Cojo Ilustrado el 15 de Abril de 1910. Ismael Urdaneta a finales de 1910 iniciará su periplo de inquietudes  intelectuales y de búsqueda de horizontes, que lo llevarán a Barbados, al Brasil, la Argentina y Uruguay, en una primera larga y fecunda aventura periodística. En Buenos Aires publicará en 1911 su segundo poemario Siembra y Vendimia, alejándose del Romanticismo y acercándose cada vez más al Modernismo, influenciado el cubano José Martí, del nicaragüense Rubén Darío, de los mexicanos Amado Nervo y Salvador Díaz Mirón, y del argentino Leopoldo Lugones.
A finales de  1912 viajará a España como corresponsal del Diario del Plata, y allí escribirá reportajes, colaborará con diarios españoles y escribirá el poemario Jardín Solariego. En 1913 está en en París, donde compartirá con los venezolanos Carracciolo Parra Pérez, Diego Carbonell, el médico Jorge Dacovich, el pintor Carlos Otero, el poeta Dr. José Tadeo Arreaza Calatrava, con Ramón Vallenilla, y con otros personajes venezolanos para la época residentes en París. En abril de 1914, desatada la Primera Guerra Mundial, el poeta decidirá alistarse en La Legión Extranjera de Francia, y luchará con el Primer Regimiento Extranjero en Bel-Abbés, y después, en la Península de Gallípoli en Turquía donde en 1915 será herido en combate. Posteriormente luchará en la Batalla de los Dardanelos, luego pasará a Orán en Argelia, y a Bizerta en Túnez, África Septentrional. En 1916, será nuevamente herido combatiendo en Francia durante la Batalla de Verdún contra la invasión alemana. También combatió en Egipto, Servia y Ucrania, con el Cuerpo de Expedicionario de Oriente en los frentes orientales y soviéticos.  Durante cinco años, vivió el horror de la guerra, herido en dos oportunidades, en la Cruz Roja de Niza le amputarán parte del pie izquierdo, por gangrena provocada en las trincheras de Verdún. Recibiría La Medalla Interaliada, La Cruz de Hierro, Medalla de Verdún, el Distintivo de Herida y el Cordón de Honor al Mérito de La Legión Extranjera,  y una distinción del coronel Geay, jefe del Regimiento en 1918. El final de la Primera Guerra Mundial,  encuentra al poeta, en  Argelia y se casará con Teresa Pascott a quien conoció durante su permanencia en el hospital  de La Costa Azul, y con quien tendrá dos hijos, Emiliana y Alexis Arístides, quienes vivirán con su madre en Sidi Bel-Abbés, Argelia.
El 17 de agosto de 1921 Ismael regresará a Venezuela  y en Maracaibo se le recibió el 29 de septiembre con un acto en el Teatro Baralt, en primera fila estaba el Presidente del Estado Zulia, General Vicencio Pérez Soto, se escucharía a la Banda Bolívar dirigida por el maestro Martucci y sería presentado por el escritor Elías Sánchez Rubio. El 12 de noviembre de ese mismo año, se le  recibirá en el Teatro Nacional de Caracas. Casi inválido y enfermo, será pronto abandonado en su misma tierra, sin ayuda alguna por lo que decidirá  regresar a Europa pero deberá hacerlo como un inválido héroe de la guerra: Volverá a ver a su esposa e hijos. En 1927,  empeora gravemente enfermo de tabes dorsal y siente que debe regresar a su tierra, pero no logrará convencer a su familia para que vengan a vivir con él a Venezuela. Ya en Maracaibo publicará en 1927 en El Tocuyo, el poemario Cantos de gloria y de martirio, escrito durante los años 1915 y 1916 y colmado de versos dramáticos, con una voz modernista con asomos vanguardistas, sobre los horrores de la guerra y de los padecimientos del guerrero. Ismael Urdaneta, condenado a una silla de ruedas y a una cama, con una parálisis progresiva y dolorosa y heridas que no cierran en su pierna, es abandonado en su tierra maracaibera, a pesar de tantos supuestos amigos venezolanos conocidos de España y París, con altos cargos de la dictadura gomecista. Así, padeciendo la nostalgia de su familia en Argelia, con dolor y desesperanza en el alma, “el poeta legionario” como lo llamó Elías Sánchez Rubio, padecerá un martirio en la soledad de su confinamiento, en su cuarto maracaibero, hasta que el día sábado 29 de septiembre de 1928, a los cuarenta y tres años, se suicidará de un disparo. Reposan sus restos en el más antiguo de los cementerios de Maracaibo, El Cuadrado.

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FERNANDO CARLOS TAMAYO

Fernando Carlos Tamayo fue uno de los poetas líricos más firmes y expresivos del Táchira. Hijo primogénito de Don Lorenzo Tamayo de la Madriz y de Doña Albina García de Tamayo, Fernando, nació en Valencia el año 1890 y antes de cumplir el año se trasladó con sus padres a San Cristobal. 
Fernando fue el mayor de una familia de nueve hermanos, la menor, Amelia conocida cariñosamente como Maruja, fue mi madre. Fernando era el mayor de una familia de poetas. Su hermano Francisco, y sus hermanas Josefina y Amalia compartían desde muy jóvenes la pasión por la literatura, escribían y publicaban sus poemas en revistas literarias y en las páginas culturales de los periódicos del Táchira. El con sus hermanos poetas, aparecen en el libro de Antonio Arellano Moreno, “Poetas y versificadores Tachirenses” publicado en 1979 por la Biblioteca de Autores y Temas Tachirenses dirigida por el Dr. Ramón J. Velasquez.  Fue en la revista literaria “La Idea” donde Fernando dio a la luz pública su primer poema titulado “Parábola”, reproducida en 1908 en diversas publicaciones de los círculos literarios de Caracas, Maracaibo y de Quito. Fernando Tamayo formó parte de un grupo de jóvenes tachirenses, inquietos y talentosos, muchos de ellos agrupados en torno a la revista “Bloques”, escritores de poemas y de ensayos quienes mantenían viva la actividad cultural en la San Cristobal de comienzos de siglo. En aquellos duros días, en una Venezuela rural, acogotada por guerras y dificultades económicas, Fernando Tamayo, con José Abel Montilla, Ramón Leonidas Torres, Eduado López Vivas, y su hermano Francisco Tamayo, comenzaban a descollar en la actividad literaria del Estado Táchira y del país nacional. La vida de Fernando, habría de cambiar radicalmente en su adolescencia. Su padre, Don Lorenzo Tamayo, quiso ofrecerle al joven poeta un destino diferente al que parecía esperarle en su país. Venezuela había padecido la tragedia de las guerras de la Independencia y de la Federación, y venía de sufrir  por las contiendas de los caudillos, empobrecida por deudas externas e internas  provocadas por los pésimos gobiernos de turno. Se vivían los últimos años del régimen de Cipriano Castro y alboreaba la larga dictadura gomecista. Las circunstancias de ser Don Lorenzo amigo del Cónsul de Venezuela en Nueva York, Don Pedro Rafael Cárdenas, o quizás Rincones, hizo gestiones y con los buenos oficios del Cónsul amigo, le otorgaron una beca al joven Fernando para cursar estudios en los Estados Unidos. En el año de 1907 tenía Fernando 17 años y la posibilidad de abandonar el suelo nativo agitaría sin duda su corazón de soñador y poeta, él seguramente sopesaría la idea, dejara a sus padres, sus hermanos, y decidiría aceptar el reto. A finales de ese mismo año, a lomo de mulas, en tren y luego embarcándose en varios vapores, marcharía para irse a estudiar en Norteamérica En el Colorado College, de Colorado Springs habría de iniciar Fernando su periplo de personaje novelesco.  Durante sus años de estudio y  con los avatares de su existencia, el poeta siempre tuvo presente su tierra tachirense, las montañas andinas, sus gentes, su familia, y será esa nostalgia del terruño la que formará la médula de su poesía. Fue estudiante de ingeniería civil, profesor de español, deportista, dibujante. Cuando estalló la primera guerra mundial, se enroló como voluntario en el ejército de los Estados Unidos y se fue a la guerra con sus compañeros y sus discípulos. En realidad, los Estados Unidos no se involucraron en la contienda mundial, hasta el mes de Abril del año 1917, cuando el Congreso norteamericano por gran mayoría y el presidente Thomas Woodrow Wilson así lo decidieron. El Tío Sam llamaba a los muchachos para irse a la guerra, y se alistaban sus discípulos y sus compañeros del Colorado Collage. Así, el poeta, dibujante y profesor de español, tomó la determinación de hacerse ciudadano americano para poder irse con sus camaradas, decisión disgustó enormemente a su padre, Don Lorenzo, quien no podía estar de acuerdo, pues su hijo perdía la beca de estudiante de la que dependía para costear su carrera en los Estados Unidos. Pero la suerte estaba echada y Fernando se alistó en el ejército y se fue a Europa con la Infantería de Marina. Los Aliados tenían ya  casi cuatro años combatiendo en una extenuante guerra de trincheras cuando los Estados Unidos enviaron a sus tropas al mando de John Pershing, el mismo militar que persiguiera durante muchos meses a Pancho Villa en territorio mexicano. El mariscal francés Foch y el Jefe de las Fuerza Expedicionarias Británicas Douglas Haig habrían de recibir a Pershing al frente de las 9 divisiones de soldados norteamericanos para ayudar a las 164 divisiones de franceses e ingleses que luchaban por contener la invasión de las 207 divisiones del ejército germano. Los jóvenes “marines” acostumbrados a la estrategia de grandes cargas de la guerra de Secesión, armados con fusiles y ametralladoras, sufrieron grandes bajas en los campos de Francia, minados, llenos de trincheras y nidos de ametralladoras enemigas, padecieron los rigores de los gases tóxicos y entre lluvias de obuses y de morteros, pronto aprenderían de los soldados aliados a moverse en grupos, y a inventar estrategias convergentes para destruir las posiciones del enemigo. Estaría en Francia adscrito al Cuerpo de Ingenieros, y ya en el frente de batalla estuvo dirigiendo una compañía de Infantería. Estuvo al principio, en el “sector defensivo” y pasó luego al frente activo. Tomó parte en varios combates de importancia y concurrió a la última batalla de la guerra poco antes del armisticio y en la cual ganó la medalla de guerra de la “Meuse Argonne”, condecorado por servicios de guerra. Recuerdo en mi niñez distante, las palabras de mi tío Fernando relatando el significado de la palabra miedo, cuando se ha vivido una guerra dentro de las trincheras, y en la noche se ha tenido que arrastrar sorteando cráteres en un terreno empantanado y tener que pasar sobre los muertos descuartizados por la metralla, me decía, era para él, lo más difícil y lo que más terror le inspiraba. Al regresar de la guerra a los Estados Unidos, el poeta volvió pleno de experiencias, condecorado, pero muy enfermo. Una infección pulmonar y la inhalación de los gases tóxicos de fosgeno y cloruro de carbonilo, actuando probablemente sobre una lesión pulmonar antigua ya que en Colorado había padecido de una neumonía, lo mantuvieron en cama en un hospital para Veteranos en Boston y el poeta soldado, sintió no poder estar presente en el desfile del ejército triunfante por las calles de Nueva York. Finalmente logró restablecerse y regresó a Colorado a sus clases de español y se graduó en Filosofía y Letras en el Colorado College. En ese entonces se casó con Katherine McShane, mayor que él, “esposa y camarada” le diría en la dedicatoria de su libro de poemas del año 1945. Trabajó como obrero en molinos para la extracción de oro, lavó platos en un restaurante neuyorkino, fue actor de cine, cowboy, guionista de películas, asesor de Producción de la Fox, ejerció un importante cargo que en la industria cinematográfica al frente de la Publicidad en la Columbia Pictures, premiado con un OSCAR de la Academia de Artes Cinematográficas de Hollywood en 1935  a Fernando C. Tamayo por “Sombras de Gloria” con el protagonismo de José Boor le valió al poeta esta distinción, la cual fue reseñada en la edición del X Aniversario del Diario de Occidente de Maracaibo en 1959. La estatuilla de 14 centímetros tiene una inscripción  que dice “Academy of Motion Picture Arts and Sciences First Award Columbia Pictures for the Best Picture of the Year” y se la regaló Fernando a su hermana Mercedes, en 1947, antes de irse enfermo a los Estados Unidos. Ejerció el periodismo en Nueva York y con una sólida cultura humanística, se transformaría en un erudito, versado en literatura y filología. Hablaba y escribía en inglés y en francés con la misma perfección que en español, colaborador de numerosos periódicos y revistas de América Latina y España con los seudónimos de “Tom Ayala” y “El Conde de San Javier”, sus crónicas se titulaban “ Vistazos Neuyorkinos” y “Salpicón Cosmopolita”.   Escribía y publicaba poemas en inglés y en español. En la poesía de Fernando Tamayo, es posible siempre asociar el espíritu combativo e intrépido del poeta y el soldado  que viviera las cruentas experiencias en la guerra, con ese acendrado amor y veneración por su terruño montañoso pleno de neblinas y de recuerdos. Se transparenta en el curso de su vida una compenetración con sus gentes y sus montañas andinas. Poeta de rítmica prosodia y versos brillantes con una sintaxis que igual permiten introspectivas visiones bucólicas como, el lenguaje coloquial o  desgarradoras expresiones del acontecer diario. Con  su esposa, el poeta regresará a San Cristobal el año 1935. De vuelta al terruño, ha ver a sus padres ya ancianos. En ese entonces se volverían a encontrar Fernando el poeta y su hermana menor, Maruja quien ya era una joven de 27 años y tenía un novio maracaibero, Jesús García Nebot, con quien se casaría el mes de julio del siguiente año, 1936. El 18 de octubre del año 1937 nacería su primer hijo a quien llamarían Fernando en honor al hermano mayor poeta, de nuevo ausente. Fernando y Katherine, durante el viaje a Venezuela del año 1935, pasaron unas semanas en San Cristóbal, estuvieron de visita en Maracaibo y regresaron a  Norteamérica.  En 1937 volverían a su tierra con la intención de instalarse definitivamente, y vivieron en San Cristóbal, en una casita alquilada. Ese año, Maruja visitaría a sus padres en San Cristóbal desde Julio hasta Noviembre y con ellos y sus hermanas y hermanos celebrarían el 18 de octubre, el primer cumpleaños del primogénito Fernando García Tamayo, mi hermano mayor. Madre e hijo regresarían a Maracaibo en Noviembre, en el vapor “Libertador” y Jesús, mi padre, estaría esperándoles en el puerto. A finales de ese año, morirá Don Lorenzo Tamayo de la Madriz y pocos meses después en 1939 fallecerá la madre del poeta, Doña Albina. Treinta y dos años después de haber dejado su tierra, para  iniciar su vida de aventurero, Fernando, de vuelta en su casa recibe estos dos golpes del destino y se comporta  “como un viejo soldado”,  sin claudicar ante la vida y ante las letras... Continúa escribiendo poesía y acepta el cargo de  director de un liceo, el “Rafael María Morantes” en el barrio San Carlos en las afueras de San Cristóbal.  En 1945  Fernando Tamayo, verá coronada una gran aspiración. A través de sus amigos del Grupo Literario “Yunke” se publicará su libro “Romances de mi Montaña”, el cual se inicia con un poema dedicado a su esposa, titulado “Intimo”, fechado en octubre de 1944: Un año después, Katherine se caería accidentalmente sobre un rosal y moriría de tétanos en San Cristóbal. La primera parte del libro lo constituyen seis poemas sobre su tierra, sus gentes y  las montañas andinas y adicionalmente el “Romance de Miguelón Contreras”, ya comentado previamente. Después vendrán  seis poesías tituladas “Romances de Guerra y otros Poemas”, páginas en las cuales alternan cuatro poesías de los años 1915, 1916 y 1918 cuyos títulos hablan por si solos, “En Flandes crecen las amapolas”, “En la Cruz Roja”, “Uno de tantos” y “Sola”. Con “Tarde otoñal” y  “La Inefable”, el poeta retoma el tema de la lejanía de sus gentes y la nostalgia para finalmente brillar en el “Romance del Camarada Muerto”, ya comentado parcialmente en esta ocasión. Finalmente hay varias poesías en inglés, de las cuales con modestia, dice el poeta, deberían llamarse en inglés, en vez de “Atempts” intentos o intenciones, mas bien “ atentados”... Los poemas en inglés de Fernando C. Tamayo, fueron escritos, dos de ellos en 1925, en los Estados Unidos,  a los 37 años,  ambos plenos de nostalgia con esa permanente ilusión de un amor eterno que habrá de sobrevivir a las catástrofes, a las guerras, y a  la soledad del distanciamiento y que parece insuflar en él una fuerza interior, el amor  eterno, ese que aviva su flama y le ofrece la oportunidad para seguir luchando. Son ellos, los poemas “Arcades Ambó! “ y “Post Bellum”.  El tercer poema en inglés, se intitula “The Port of Broken Ships”, escrito el año 1943, ya en su tierra, cuando de nuevo el horror de otra conflagración mundial está en marcha, y de nuevo “los marines”, después de Pearl Harbor, han zarpado para ir a morir en Battan, en Corregidor, en Guadalcanal, o en Las Filipinas, en el Pacífico Sur. El poeta revive el enfrentamiento entre sus más puros sentimientos antibélicos y ese terrible sino de los hombres, quienes acaso han de mirar hacia el cielo, conscientes de que las aves se han tornado en pájaros de acero y en el puerto, los barcos semihundidos en sangre estarán seguramente a la espera de ver salir el sol, o quizás de poder volver a divisar en el cielo la quietud eterna de las estrellas... Fernando Tamayo, luego de la muerte de su esposa, empeoró de su condición pulmonar crónica. Regresó a la casona de sus padres en San Cristóbal y su hermana Mercedes se mudó para atenderlo y cuidarlo. Con su hermana Mercedes, el poeta estará un tiempo en Maracaibo, allí deberá ser hospitalizado en el hospital Central Dr Urquinaona varios días por su enfisema y fibrosis pulmonar.  Logró contactar con el Hospital de Veteranos en Miami y con la ayuda de una enfermera venezolana, la Sra. Pino, viajó finalmente de nuevo a los Estados Unidos. Tenía una gran ilusión para estar en un desfile de Veteranos de la II da Guerra que se daría en Miami, pero por motivos de salud no logró estar presente. El Hospital VE de Miami lo trasladó al Hospital de Veteranos de Nueva York donde moriría el 22 de agosto de 1948.

Maracaibo, marzo del año 2013

sábado, 23 de marzo de 2013

Cantos Gregorianos



Cantos Gregorianos
Jorge García Tamayo
-“Yo mismo puedo contártelo todo, por qué, de mí es de quien todas y todos hablan mal, de mi se dice que soy un sinvergüenza, es cierto, pero, ella, ¿es una santa? Yo si lo sé, yo la conozco, ¿quién mejor que yo?, ¿acaso no es ella mi mujer?, ¿acaso no me casé con ella con todo un ceremonial en la Catedral y por la Santa Madre Iglesia? ¡Velo, corona y toajaiba! ¿Quién mejor que yo puede conocer a mi gorda merluza, mi doctora, mi pelota angelical?
 
Por eso mismo te lo digo yo, ¿quién más? Yo, el propio, yo el mismo, yo el tipo que la enamoró cuando era una virgencita pura y dulce. Yo mismo soy quien te lo dice, fijate en la clase de guayacán en que se me ha transformado. ¡Pacogerle cría! ¡Ahora, es una cuaima raboamarillo! ¿Por qué creéis vos que yo vivo tan lejos? Vos ni te lo imagináis, pero pensá, discurrí y veréis que a las dos pasadas yo tengo razón y ella misma, sí, ella puede haber sido la que me ha separado de todo lo que era mío... Ella se cuaimatizó. Pero bueno chico, ultimadamente, esta jaiba te la cuento, porque me sale del forro. Esto te lo digo yo, mi hermano, te lo digo de verdad, sinceramente, no son vainas de palos, no... Hace años… ¡Birrrsia! Una pila de años hace… Calculá vos, te hablo de cuando yo fui a su casa por primera vez, y te digo que no me acuerdo si olía a incienso o a humito de vela de sebo, te digo que no recuerdo bien, pero te puedo jurar por mi madre santa que sonaba un fondo música de órgano, no, no te riáis, no, ¡a vaina chico!, de esa música, la sacra que llaman… Ajá, de iglesia. La que mientan canto gregoriano, creo... Maginate vos que Sara tenía una tía monja, un primo en el Seminario Diocesano, un hermano en Roma, la familia entera era supercurera. Ella había estado toda la vida ligada a la parroquia de la Santa Catedral y eran todos de misas y de rosarios, los rezaban como arroz picao, ¡eran unos ratones de iglesia, o ¿de sacristía será como los llaman? Calculá vos, que eran tan beatos que llegaban hasta un punto tal, que veneraban como santos a unos antepasados que estuvieron sepultados en el piso del templo, bajo las lápidas, debajo del suelo que todo el mundo pisaba todos los días. Bueno, de esa golilla precisamente es que te quiero hablar, porque la he estado recordando ahora, ni sé por qué, y esto es, si vos queréis oírme, ¡de bola!, Okey, porque si no me callo. ¿Sí? Bueno atendeme pues y ya mismo te cuento. Es sobre un mal rato que me tocó pasar...  Nos casamos con todos los hierros, ¡tremenda boda!, y cuando regresamos de la luna de miel para instalarnos en la ciudad de fuego, hace muchos años, claro está, todo fue antes de que mi mujer engordara y se cuaimatizara, en esa época…

Ajá, bueno, es que chico, no es de ahora de lo que te estoy hablando, es de la época bonita, de cuando mi Sara era Sarita, la de los ojitos azules, no era esta piazoevaina agresiva que actúa con una violencia reprimida, la de ahora...  Yo se que pa vos, que no más me estáis conociendo ahoritica, es difícil imaginarte estas cosas. Yo sé que para cualquiera tiene que serlo. Puede que yo ahora viva fuera del país y que me dedique a hacer otras vainas, ¡soy un catador de vino bien arrecho!, siempre fui bueno en eso, y en otras vainas también. ¡Oohjjh!  Bueno, pero lo que te voy a contar es una jaiba familiar, como el refresco de botella grande, sí, familiar, es decir, una historia personal, pero vivida en el recinto mismo de la santa iglesia Catedral. Te lo cuento a vos, no solo para que veáis mi aguante, si no para que vos tengáis una idea de los religiosa y tradicional que era la familia de Sara. Para que la podáis comparar con esa gorda rabiosa que acabáis de conocer y que si te descuidáis te dice de mí todo lo malo que se le pueda ocurrir. Se ha vuelto un demonio. No sé si me lo vais a creer, pero todo esto que te voy a contar, fue antes de que ella se parapeteara contra mí, antes de volverse así, como vos la conocéis en la actualidad. ¿Vos ya habéis hablado con ella, verdad? ¿No? Bueno, cuando la conozcáis de cerquita te acordaréis de mí. ¿Te dije ya que sus familiares, tenían a unos difuntos bajo tierra en la iglesia? Bueno, pues figurate vos que  un día me avisaron que tenía que ir con urgencia al templo, y no era a rezar, ¡no joda!, me llamaban para que estuviese presente en el momento de mover las tumbas de los parientes de Sarita...  Se había roto una tubería y estaban quitando las lozas del piso de la iglesia para evitar una inundación, o no se que verga sería, pero necesitaban testigos de la familia, en realidad no se para que coños me llamaron a mí, pero fue Sara la que pidió que me ubicaran, y allá fui a parar. Teníamos que testificar ante el obispo y las autoridades de la policía y de la municipalidad durante la movida de los féretros. ¡Como si nosotros hubiéramos conocido a los difuntos! Yo con mi católica y apostólica mujer...

¿Fue en la época de la Colonia?, pues ni lo se...  De repente y tal, esta jaiba comenzó por allá por los tiempos de Venancio Pulgar, o ni tan siquiera sé si fue en el siglo XIX... Pues bien. Vivía este señor en una hacienda, y tenía unas tierras, un hato, por allá, por los predios de La Concepción, al sur oeste de la ciudad de fuego, y era muy rico, el tipo dizque tenía montones de peones y cabezas de ganado y se sabe que el hacendado era muy amigo de los curas. Era no sé si de origen catalán, o vasco francés… Medio musiú era ese coño, pero el cuento es que se cayó de un caballo y se fracturó la parte baja de la columna vertebral. Quedó en cama y lo fueron a ver varios doctores y curanderos sin conseguir su mejoría. No sé de donde salió la idea, pero alguien le dijo que solo un doctor en París podía repararle la chocozuela y que solo así podría volver a caminar y a orinar por su cuenta. Tal vez, sobretodo, a cumplir con sus funciones de macho, pues el hombre que era muy rico, y era joven, se había casado hacía muy poco tiempo con una linda mujer. Muy sufrida ella, debo decírtelo, pues el tipo había quedado rejodío después del accidente. Así fue como su joven esposa le acompañó hasta el muelle, al malecón, y le despidió en el puerto una mañana cuando lo vio partir en una goleta, rumbo a la lejana Europa. Pasaron meses, las noticias se recibían con retraso, y al fin se supo que lo habían operado y que no mejoraba, había empeorado y padecía  por su condición de lisiado, en el frío invierno parisino... Un día, el hombre se decidió, se dejó de pendejeras y le escribió a su mujer. Dicen que le ordenó que dejase la hacienda y que viajara para hacerle compañía en el difícil trance de su penosa enfermedad. Para resumir te diré que la joven y valiente mujer se embarcó en otra goleta, cruzó los mares y al llegar a París, en Francia, su marido ya había fallecido. Le entregaron el cadáver embalsamado para que se lo llevara de vuelta a su tierra. Nunca pude averiguar si fue como consecuencia de una depresión, con esa historia de pesares, ¡pues no era para menos!, o si fue, como creo, un víctima más de una epidemia de la gripe española que azotaba el mundo para aquella época, pero la joven viajera enfermó y en otra goleta regresaron los dos, los dos cadáveres embalsamados, para ser sepultados en la Catedral.

Estos eran pues los antepasados de Sarita, los mismos que estaban siendo zarandeados en sus catafalcos por aquellos obreros guajiros semidesnudos y sudorosos en medio del infernal calor de un mediodía en la ciudad de fuego. Estábamos el obispo y las autoridades, Sarita y yo mismo presenciando lo que estoy tratando de contarte, todo como consecuencia no sé si de unos tubos rotos o de una decisión de la Curia para mover los esqueletos de sitio, cuando se escuchó como un silbido. Fue una especie de gemido surgido desde el foso y de inmediato se produjo una corriente de aire helado, como de un congelador, no se si la sentí yo solo, pero en ese instante, ya habían sacado y limpiado la tierra de los dos ataúdes, los habían despejado ante nosotros cuando la pica de uno de los obreros se clavó en la madera de uno de ellos. En ese preciso instante, aquella especie de gemido nos estremeció mientras comenzábamos a respirar una pestilencia de los mil demonios y los guajiros saltaban hacia afuera de la fosa, horrorizados y se largaban corriendo. Uno de ellos, el más valiente sin duda alguna, se atrevió a destapar el féretro... Elegantemente vestido, el cadáver de un individuo joven, muy pálido, de grandes mostachos, comenzó a hacer muecas. Digo, su piel cambiaba de colores del rojo al violeta y rápidamente ante nuestros ojos y en medio de una fetidez insólita comenzó a descomponerse. Mientras esto ocurría, una nube de moscas verdes hacía su aparición zumbando y envolviéndonos a todos. Espantados retrocedimos un paso pues la pudrición era inaguantable. El obispo rociaba agua bendita sacada de una ponchera plateada que sostenía a su lado un aterrorizado monaguillo, mas pronto también se echó para atrás. Los policías se largaron corriendo y rezongando, y mientras tanto, nosotros observábamos como el cadáver se transformaba en una licuefacción de olores, humores y colores, en tanto que el guajiro más valiente comenzó desesperado a echarle puñados de cal al difunto. En la otra urna no se dio el fenómeno. ¡Ah!, por qué pasado el susto, nosotros mismos pedimos que la abrieran, y de la linda joven, cuya fotografía está en un camafeo que Sara rescató, ¡del cuello de la difunta!, a pesar de mis protestas, ¿podréis imaginarte tal cochinada?, pues de la difunta tan solo quedaban los huesos, el pellejo reseco y la ropa ya deshecha.

En realidad ni sé para que te estoy contando todas estas vainas, quizás tan solo para decirte que hubo un época, supongo que sí, hace muchos años, cuando Sarita y yo, me imagino que éramos felices, ella no era gorda ni se había cuaimatizado, y yo... Bueno, yo no era un santo pegado a la pared, es cierto, pero era un marido complaciente. ¡Como sería mi devoción y mi cariño hacia ella, que hasta pude ir a la Catedral y desenterrar sus muertos, unos difuntos que para mí eran ajenos!  Así también fui con ella, a acompañarla muchos domingos, a la misa, del brazo, como todo un buen padre, con bendición papal en casa y demás... Todo eso fue antes de la cuaimatización. Por eso te digo que no hay derecho, porque por muy putañero que haya sido yo, siempre existió una especie de, ¿cómo te digo?, de respeto. ¿Será? ¡Es que no puede ser! Si es que, imaginate vos, que mi hijo mayor, el que estudia ingeniería, me aseguró estar convencido de bola de mi maldad, y claro está, ¡es lógico!, es que lo han embullao, es que le han hecho una especie de lavado cerebral. Mi hija me ha dicho que con su madre está todo el tiempo rezando para que yo me empareje, para que me componga. Ella cree que ni en coco me compongo, dizque ni con carburo voy a madurar, así pues… Estoy en salsa. Está mi nombre, como una ofrenda en la lista de un tal Monseñor Balaguer, que, ¿qué sé yo quien será?, pero mi otra hija, la que aspira a meterse a monja, tiene una beca y se va a ir a un sitio a hacer penitencia para que yo no me condene. ¿Habréis visto una vaina más arrecha? ¡Que no me jodan más! Vos ya sabéis que en la ciudad de fuego corro peligro, segurito que voy y me aparezco y como un mismísimo bolsa me zampan en la cárcel. Estoy más rayao que billete de Zulia, pero lo que no termino de entender es por qué esta bendita gorda del carajo, ¡mi mujer pues!, que ya no es mi Sara de antes. ¿Por qué será, digo yo, que ella no acaba por aceptar que yo soy su oportunidad?, la mejor chance que tiene, para que todos ellos se ganen un mollejero de indulgencias, para que, se purifiquen, ¡njoda! Yo soy el mejor ejemplo de que se pueden casi beatificar con la buena obra de mi regeneración. Deberían rezar que jode por mi salvación, pero la del cuerpo, por mi salud, ahora que el hígado está echándome vainas. Pero no, no es así. Rezan para que no me vaya con el diablito. ¿Habréis visto? Lo peor del cuento es que, con los años, me pareciera cada vez más ver en mi cuaima a una Otelo femenina, ella, me cela... ¡A vertica!, no me pongáis esa cara. Así en la distancia, segurito que se muere por volver. Así como en la ranchera, esa no es gregoriana, no ¡que va! ¡No es cualquier pendejera tener a este caramelito riiiico! ¡Ay virsia! Sara todavía me cela, yo estoy seguro, y eso es porque donde fuego hubo, hay cenizas, ¿o tizones más bien será?, diría yo que quedan... De que quedan, quedan. Si te cuento, que hasta me amenazó una vez, pero no con pegarme un pepazo, no... ¡Con caparme! ¿Te dais cuenta? Así que a mí no me vengan con el Opundei, ni el cuento del popus nai, ni del raspinflay. Tantos padecimientos y sufrimientos como dicen que han aguantado y ahora dizque todos tienen que purgar por mis escapadas y mis borracheras del pasado. Tantos rezos, pero nada de rockolas, purito canto gregoriano sonando, y aquella devoción con una pila de santos de por medio, ¿y para que? Vos veis. Yo ahora, soy una víctima de la intolerancia. Yo, ahora tengo que vivir en el exilio, si regreso hasta voy preso... Pero es ahora sí, ahora cuando ya estoy viejo y cansado, con el hígado vuelto cenefa, ¡viurga chico!, ¿sabéis que?, creo que por lo menos sirvo para algo... Soy bueno para que otros busquen su salvación a las costillas de mi mala vida. ¿Cómo te parece? 

Con algunas modificaciones, "Cantos Gregorianos" es parte de la novela "Ratones desnudos" recientemente Editada por elotro@elmismo Eds, y actualmente distribuida en librerías de Venezuela.

domingo, 17 de marzo de 2013

Lluvia y fuego



Lluvia y fuego.
                                                                                         A  Américo Negrette, in memoriam.


Luvia y fuego, esa era la pesadilla, ¡qué cosa! Fuego y agua. No tenía ni seis años pero él lo recordaba todo, perfectamente… Le encantaba la lluvia, los aguaceros, chaparrones, chubascos y ocasionalmente vientos huracanados en los tiempos cuando él se extasiaba viendo descender los hilos de agua desde el zinc acanalado, creando una cortina de plata en el frente de su casa. Los hilos giraban chorreando y lo salpicaban mientras él, estático, sentado en el piso de cemento pulido, oliendo la humedad matutina, se distraía sintiendo el viento frío de los temporales.
Había nacido en una casa sencilla, con techo de enea, paredes de barro y caña brava, con suelo de cemento pulido y de tierra apisonada. Una cerca de estantillos de curarire separaba el solar del jagüey rodeado de robles y cujíes que mantenían el verdor todo el año en los terrenos que los circundaban. Allí transcurrió su infancia de la que él recordaba la ternura y las canciones de su madre, las fiebres del sarampión y de la lechina, la caída de una mata que lo llevó a la medicatura, su primer contacto con alguien más docto que Severiano el sobador, con más estilo que Críspula la comadrona capacitada para poner ampolletas. En el dispensario le entablillaron un brazo y nunca olvidaría el rostro benévolo, el bigotico entrecano y la mirada gris del doctor. Nunca más lo volvería a ver. Ya cuando tuvo la edad que la gente denomina, del uso de la razón, concienció un hecho por demás obvio. Su padre se había ido de la casa para no volver más. Esa era un razón de peso para que su madre, quien le había enseñado a leer y a escribir y sobretodo a ser honesto, viviera ahogándose en unas lagunas de tristeza infinita, la última tan larga y tan profunda que hizo que se fueron a vivir a Maracaibo para salir de aquella especie de marasmo suspendido que los tenía anegados en el tiempo. En Maracaibo se encontró con una ciudad donde el sol era de puro fuego. En ese entonces, todavía muchas calles eran zanjones llenos de arena, porque el asfalto no alcanzaba para cuadricular los terrenos de los barrios donde crecían las casitas de tejas acanaladas, plenas de colores y rodeadas por alambradas, o con cercas de tablitas y de cardones secos que deslindaban los hogares de las familias en el barrio donde vivieron. Pobres pero decentes en el decir de su propia madre. Años apacibles los de la adolescencia, le regalaron amigos y compañeros de escuela y todo un vecindario de gentes con sus afanes y sus pesares en sus casas, y en las calles asoleadas donde al mediodía se podía freír un huevo en el enlozado y en las noches, sacaban las mecedoras y los taburetes a la calle para alejar, abanicándose, el calor de la tierra. Poco tiempo después llegó el petróleo y rompieron todo el barrio para empotrar las cloacas y de nuevo abrieron grandes zanjas cuando metieron las tuberías del agua y  entonces fue cuando los chinos de la lavandería abrieron un restorán donde colgaban los gatos en la cocina que se veían sin tripas desde el copudo guásimo, y asfaltaron las calles, y la choza de la esquina, donde el señor Servio Tulio vendía conservitas de maduro de a cobre y terminó por transformarse en una panadería. La palmeta del maestro Aguirre fue reemplazada por la enseñanza también estoica de otro maestro apodado "cuarto emajarete" y así pasó él su adolescencia, viviendo en aquella ciudad amada por el sol, donde el cariño entre ambos, él y su tierra fue floreciendo en vínculos y aferrando sus raíces más profundas al suelo nativo. En la ciudad de fuego, también llovía torrencialmente…
Aún recordaba el eco de los truenos en las noches de lluvia de su infancia, interminables, y en la mañana él veía nacer los ríos, las cañaítas en el barro, los riachuelos, los afluentes, los torrentes de lodo, los lagos y más atrás un mar que se insinuaba costeando las raíces del tamarindo inmenso... Las mañanas de los días lluviosos eran especiales porque entonces se podía jugar a los barquitos de papel. Antes de que escampara, ya la muchachera estaba construyendo la flota con el señor Rubén, quien con toda seriedad impartía las instrucciones y enseñaba con ejemplos manuales los secretos de su ingenio naviero. Cuando ya solo pringaba, entonces todos estaban listos para buscar los ríos más caudalosos, y fabricar un velamen especial con las hojas más tiernas del anciano y retorcido uvero, las tablitas con las grandes hojas para llegar hasta la mar del inmenso y anegado solar, tan solo con una vela de venas que circunscribían membranas rojo amarillentas. Flotaban aquellas barquichuelas de cartón con su hoja impelida por la tibia brisa, se deslizaban singlando entre las cañaítas, y más allá, y al llegar al solar, iban dejando atrás las desiguales cercas laterales de tunas y cardones. Lejano aquel patio sin fondo que durante muchos días terminaba alfombrado de limo y se transformaba en un gran jagüey... Te tenéis que callar Américo, ¿qué remedio te queda?, esperá tu momento... ¿Pero, cómo esperar? En la oscuridad de la madrugada, ante el volante de su escarabajo, él pensó de nuevo en la pesadilla cuando despertara esa madrugada, sin poder recordarla bien. Ahora iba a encontrarse con el fuego, lo sabía, pero pensaba en los días del agua. Se imaginaba la lluvia, repiqueteando en el techo sobre su hamaca de niño, escuchando los sapos croar en el jagüey... Sabroso era el irse a dormir arrullado por ellos, sin soñar con espantos, ni brujas, ni con ciempieses, escuchando el sonido musical de los sapos y el tamborileo de la lluvia, un concierto de la mejor sinfónica. Los sapos del jagüey siempre lo hacían soñar, entonces volaba por el aire y conversaba con ellos quienes le llevaban hasta el fondo, bajo el mantel de limo, desde donde podía mirar a algunos niños flotando en sus bateas, y descendía suavemente bajo el agua hasta tocar con los pies el barro gredoso, atisbando como brillaba a lo lejos el agua, cabrilleando allá arriba, hasta sentirse atascado en el fondo, otra vez, anclado en la arcilla para encontrarse un ratico después libre y en la orilla y poder sentarse entonces a jugar, a hacer la fila larga de bolitas de barro muy redondas, para usarlas con la honda. El resplandor crecía con tonalidades malva y fucsia; más cerca destacaban las luces rojas de algunas patrullas. Las llamas se alzaban con destellos anaranjados, lengüetas bermejas y torbellinos de humo negro que ascendían entre crujidos, chasquidos y pequeñas explosiones. ¡Los frascos!, él pensó en los animales de sus experimentos. ¡Se producía otra explosión! Los bomberos recién llegaban preparando las mangueras. Arribó un camión cisterna. Después de jugar en el jagüey, se pensó acostado en el piso de cemento helado, ante el cielo sin nubes, él se ponía a admirar el encaje verdoso de los cujíes luciendo gotas en cada una de sus hojas partidas, sin que pudieran ellas mismas saber que iban a hacer, si decidían quedarse allí, secándose, tal vez para morir, o si iban a evaporarse antes de llorar hacia el suelo... El fuego se crecía con el viento. Ellas se acercaron a él, ambas hermanas estaban llorando. Rolando daba órdenes. Acaso se podían recuperar algunos microscopios en la parte trasera, ¿pero como llegar hasta allí? Más explosiones. Los ojos claros de María Pilar eran un mar de lágrimas. Juan Carlos indignado se acercó hasta llegar frente a su atribulado Jefe y conteniendo la furia le dijo. Américo, esto no se puede quedar así... ¡Lo juro! Él le miró abatido y tan solo musitó. No jures en vano muchacho...  Entonces fue cuando él pensó en Dulce María y en sus tres hijos, repasó en segundos su niñez en Palmarejo, mirando las luces de Maracaibo, revivió sus estudios de Medicina en la Central, y los años de médico rural en la Cañada, recordó la adaptación de su mujer, la dulce niña bien, a la medicatura, en el monte, a la vida rústica. Ella, su dulce esposa, la niña de sus ojos. Otra explosión y lenguas de fuego lo estremecieron. Se casaron en contra de sus padres. Es que él siempre había sido tan pobre, tan solo le sobraba la riqueza de espíritu y sobretodo, siempre, ¡su Universidad! Desde que pudo acercarse para habitar en la ciudad de las luces, la misma que durante años divisó desde su pueblo, él se entregó a la Universidad, Instructor, profesor Asistente, viajaron al Brasil, regresaron después de que la democracia renaciera en el país, profesor Agregado, antes de tener treinta años ya él era un parasitólogo de fama internacional con publicaciones serias y poseía un tesoro, un selecto grupo de jóvenes médicos que lo rodearon para crear el Centro. Hay un problema le dijeron: tienen que definirse. El humo negro cambiaba con el viento, de momentos era sofocante... ¡Hay que estar en el güiro de la política porque sino se los lleva quien los trajo! Fue en ese entonces cuando él quien no aceptaba a priori la obligación de mezclar la gimnasia con la magnesia... Empezó a hablar...
Aferrándose al podium les miró inquisitivo, taladrando con sus pupilas de fuego por igual a colegas y a estudiantes. Suspiró por un par de segundos y prosiguió: -"Muchos son los que viven diferentemente a como hablan, son los demagogos, son los farsantes." Llovió copiosamente hasta que se inundaron las calles, los zanjones, los basureros y los patios traseros de las casas, entonces cuando el día comenzó a despuntar otra vez, todo era como un jagüey inmenso y apareció como una bola de fuego incandescente el sol y su luz fue filtrándose entre el ramaje trémulo de los cujíes... -"El fuego y la violencia templaron nuestro espíritu de lucha y como el ave Fénix renacimos de las cenizas. Nuestro Instituto con el apoyo de tantos colaboradores, de un equipo humano incomparable, alzó el vuelo hacia firmamentos de verdades eternas". Llegó el mediodía con un sopor de humedad densa e hirviente y se fue explayando la tarde de naranjas pasadas, anegándose en el sol de los venados. Así al acercarse la noche guajira con aquel calor sofocante llegaron los jejenes... -"Desde esta tribuna, cuando ya mi edad sobrepasa el medio siglo, puedo mirar a los enemigos de las Instituciones serenamente, puedo hablar de ellos sin tenerles odio ni sentir rencor, pero entiéndanlo, sobre todo ustedes los más jóvenes, comprendan que hay peleas que deben darse aunque se pierdan, no siempre se puede ganar, pero se lucha y hay que convencerse de que mientras más ardua es la lucha más meritorio es el triunfo. La pasividad ante la injusticia y el abuso es más vergonzosa que la derrota".  Llenas de agua las cabeceras de los ríos cargaron los cauces con despojos como si las ciénagas eructaran todos sus pensamientos turbios y a pesar del sol y del hirviente clima, la lluvia no cesó de traer en oleadas a los millares de zancudos. Solo cuando comenzaron a morirse los burros, los guajiros se miraron entre ellos preocupados, demostrando cierta inquietud, pero ya en ese momento ellos sabían lo que les esperaba... -"¿Y es que acaso la Universidad puede seguirse llamando Universidad? Acorralada como está, en vez de crecerse en la crisis se ha transformado en casa de beneficiencia, es una Institución maniatada porque depende del gobierno de turno y está mediatizada porque no puede seleccionar a su personal ni eliminar a los incapaces, ni enfrentar a los delincuentes que se infiltran bajo su techo. Así señores míos no se pueden señalar rumbos ni cumplir los cometidos que le corresponden a nuestra Alma Mater. Nuestra Universidad se encuentra descarrilada y alienada". Llegaba junto con la epizootia la onda epidémica,  incontrolable, especie de colchón de zancudos insaciables que se ensañaban en la gente. Lentamente descendía el nivel de las aguas. Más allá de Paraguaipoa y de Sinamaica, entre los eneales y los manglares, correteaban chapoteando las ratas de monte mientras miríadas de zancudos se cargaban de sangre. A punto de reventar y a pleno sol, los burros muertos se iban macerando entre el agua, floreciendo en moscas y en gusanos. Espantando mariposas, sacudiendo los zancudos o dejándose picar por ellos a su antojo, los niños guajiros jugaban sudando su hambre febril... -"Nosotros hemos abrazado con fervor los problemas del pueblo; y hemos demostrado que la Universidad es, tiene que ser siempre, la vanguardia en la defensa de la Salud Pública".  Llenando de cadáveres de burros y mulas, la peste loca de las bestias iba progresivamente diezmando los animales de la península Guajira. Casos de encefalitis en humanos fueron uno a uno detectados, considerándoseles clínicamente irrefutables. Cientos de guajiros enfermos con fiebre y cefalea comenzaron a llegar a los dispensarios... -"Da pena pensar que el Zulia produce las tres cuartas partes del dinero que le da vida al país, pero cuando necesitamos conseguir dinero para nuestros hospitales, para nuestros dispensarios, para nuestros Institutos de investigación, donde estamos diciendo a gritos que hay epidemias que diezman al pueblo que padece hambre y sed, entonces tiene uno que irse a Caracas a pedir porque es allí donde está concentrado el dinero y el poder".  Llenando el salón de reuniones en el octavo piso del Ministerio de Salud, en la Torre Sur del Centro Simón Bolívar, estereotipo capitalino de la Venezuela de los años cincuenta, recuerdos arquitectónicos remanentes de la dictadura perezjimenista, allí estaban todos los jerarcas de la Sanidad. Los sanitaristas, enquistados seres, verdaderos sanitarios albergando sus pupas y capullos, ejército de coleópteros con cerebros holgadamente funcionando entre sus antenitas, se reunieron alrededor de la mesa y al comenzar la reunión, como era lo habitual, se retiró el Ministro de Sanidad. Él sin miedo alguno habló. Dijo todo lo necesario… Después vendría el incendio.


Texto levemente modificado de “La Peste Loca” novela publicada por la Secretaría de Cultura de la Gobernación del Estado Zulia en 1997 2da Edición 2011 Wildmills Edts USA

domingo, 10 de marzo de 2013

SAIMADOYI



SAIMADOYI 

Lejanas están la Sierra de Perijá y los Montes de Oca, lejanos, sí. ¿Y uno? Uno con afición a la investigación, uno aspirando encontrar el virus del tracoma en las ulceradas córneas de los indios motilones, más allá del Aricuaizá, cerca de la frontera con el denominado hermano país, en lo que llaman la sexta sierra. Uno soñando con meter bajo el lente del microscopio el exudado fibrinopurulento extraído de los ojos de los indígenas y ver los cuerpos de inclusión que identifican al tracoma, sí, uno considerando la posibilidad de examinar con el microscopio electrónico las muestras de las conjuntivas y los raspados corneales, o las muestras de la linfa... Tal vez, en la linfa, sí… Como la que rezumaba en la oreja de aquel árabe. Una oreja perdida en la bruma del tiempo, oreja anécdota, escuchada en boca de mi padre varias veces. Entretejida historia que viene con recuerdos de la infancia, sobre su amigo, su coterráneo, el doctor Arquímedes, con ese nombre griego de maracucho autóctono, Arquímedes Fernández, siempre con una lanceta en la mano y el lóbulo de la oreja del árabe. ¿El año? 1923. En una de las salas del hospital La Salpêtrière, en París, ciudad luz, pero fría y distante del suelo marabino. Entonces uno, que es niño aún, cree escuchar al galeno, el avezado clínico de la ciudad del lago y las palmeras, uno cree oírle contradecir al famoso Professeur Tellier, e insistir que aquel paciente berebere, con las córneas ulceradas por las arenas del desierto, por el sol y la infección con el microbio del tracoma como decían todos, es otra cosa. Se hace silencio y uno casi escucha las explicaciones al morenito galeno maracucho, de pie, ante la ventana, frente la cama y al profesor Tellier, él está mirando a sus colegas y a los estudiantes cuando les dice. Es un leproso monsieur le professeur. Así veía él al árabe, con sus orejas gruesas, la faz leonina, con aquella frente nodular y prominente. Un leproso. Era un enfermo fácil de diagnosticar para le docteur ètranger, él había visto muchos en el ejercicio de su apostolado, allá en la isla de Providencia, un pedazo de tierra frente a la ciudad de las palmeras azules, aquel leprocomio conocido como la isla de los Lázaros, islote de tierra flotando entre Palmarejo y Maracaibo, en la mitad del lago de cristal, del mismo sitio donde yo había nacido, sobre la misma tierra, la del doctor Fernández y la de mi padre. Uno se lo imagina, es fácil entender la curiosidad, el asombro, la risa, la incredulidad de los colegas y estudiantes parisinos, todos situados alrededor del terco, pequeño morenito galeno marabino. Allí atentos, atisbando risueños la cara del berebere leonino, y uno hasta sonríe, pues le es fácil escuchar en un francés de intenso acento maracucho, sus palabras. Aguántense un momento, o quizás diría… ¡Deteneos! Todos estaban asombrados cuando escucharon al peculiar galeno pedir los colorantes, solicitar unas láminas de vidrio, y tras preguntar por una lanceta, él la tomó con la diestra y con la izquierda presionó el lóbulo de la oreja que luego cortó superficialmente, y haciendo suave expresión esperó que fluyese la linfa. Entonces secó la oreja y luego como un malabarista se dio vuelta y tiñó las láminas con los colorantes. ¡Voilà!  El asombro de los franceses fue genuino. Atónitos quedaron ante el microbio colorado quien les miraba desde la platina del microscopio. El bacilo de Hansen, pululando en la linfa de aquel árabe, hospitalizado por tracoma, en la sala 8 del Hospital La Salpêtrière, el mismo sitio donde las grandes histèrie hicieran muy famoso al maestro Charcot, el mismo escenario, pero ahora con aquel paciente africano con úlceras corneales que todos creían afectado por el microbio del tracoma, y tan solo era, un leproso.
Hay un frío otoñal que estremece la capital francesa, enfría la historia, tan lejos de su tierra, le docteur ètranger, por su acierto ganó prestigio y reconocimiento. Por eso, uno recuerda el final de este cuento, casi puede escuchar los pasos del morenito médico, sobre las hojas secas, frente a la puerta del hospital, él se acerca y está escuchando la voz del viejo portero saludante, bonjour monsieur le professeur Fernadés… Así pues, uno, con estos recuerdos en el subconsciente se encuentra ahora, pensando en las córneas de los motilones, a más de cincuenta años de aquel episodio, otra vez discurriendo sobre el microbio del tracoma, otra vez con el deseo y la pasión de mirar a través de un microscopio, pero ahora no estamos en la ciudad luz, ahora se trata de ascender a la sexta sierra, para conocer a los feroces salvajes motilones, los pobladores de una lejana misión de capuchinos, una aldea motilona con ese nombre tan musical, Saimadoyi. Uno que no ha ido más allá del pueblo de Machiques, uno que ni siquiera conoce la misión del Tukuko, uno que pocas veces se ha adentrado en la selva, uno entonces, antes de decidirse, sueña y divaga, pensando en que si existirán motilones ciegos, en motilones feroces que flechan a los blancos, en motilones tuertos con úlceras corneales y leucomas en el blanco del ojo, y uno piensa en las muestras que ha de tomar, como se fijarán en frío y luego podrá uno hacerles la tinción negativa para mirarlos con el ojo grande, el ojo mágico que dispara electrones y detectar la ultraestructura del virus del tracoma para poder decir, no es ese un virus, es una bacteria, es un microbio raro, es así o tal vez es asao, en realidad uno no sabe ni como es, pero confía en hallarlo. A uno la idea le ha calado y la roe, la ruñe día tras día y hace planes, construye imágenes con su amigo José Luís el fotógrafo, cámara de cajón y verborragia incontrolable, ímpetus juveniles, también con Nerio, gigantón de ojos azules, oftalmoscopio en mano, mi colega Nerio, experto en ojos. Uno siente que las cosas han de marchar bien, se sugestiona, lo presiente, se dará el día y al final se convence de que somos tres socios en una aventura proyectada a corto plazo, en una expedición ya programada, en un viaje hacia la selva, en la esperanza decidida de hallar algo, desconocido casi seguramente. Uno sueña con ubicar un foco de tracoma en las montañas de Perijá, en los Montes de Oca, en la vecindad con la frontera, en la sexta sierra, en Saimadoyi.  
El pasto verde y turgente es altísimo en las haciendas lecheras de las vecindades de Machiques, más allá del Palmar, cerca de los ríos Apon y el Aponcito, más allá, donde nacen las tierras del río Negro y en la otra dirección, todos lo saben, se encuentra la Villa del Rosario, sede del antiguo Marquesado de Perijá, tierra de abuelos y de bisabuelos. Luego, Machiques, así fue ese día en la madrugada y después fue, el Tukuko y ahora, tenemos seis sierras por delante. Ensillá tu mula, apretá la cincha, acomodale los corotos, movete rápido, apurate que se hace tarde, ya casi sale el sol, se refleja entre las piedras blancas y amarillas del río Aricuaizá. Nosotros salimos chapoteando un poco, paso a paso, por el cauce del río, salpicando luego, embarrialando después, y en un instante se nos viene encima la ramazón y entonces, sí, estamos en la montaña. Desenfundá el machete, metete en la selva, vai hombé, que se te pierden deaparriba tantísimos guindachos, son como curricanes que se descuelgan tupiendo la maleza, deshilachándose desde los árboles. Cortá bejucos, cortame los arbustos, trozá las lianas, abrite paso, andá adelante vos, vai baquiano, echepalante colombiano, cojé tu fila india, ponele atención a cualquier jaiba, te dije que te las pusieras, que esperáis, ponete mis polainas, no te vayan a echar una vaina las culebras. Vos si tenéis tus botas, ¡a bichas papesadas! Fijate que los guardias, van de mauser terciado y andan como si nada. José Luis va en su mula rucia y Nerio en la mañosa, atendele a esa rama, así se hace, ¡esa es mi mula!, bajá un poquito la cabeza, ¡vos tenéis que fijarte!, ponele cuidado al machetero, él vadelante y vos veis el machete, corta de lado y lado, zuas ras, ras zuas, tené cuidado, atendele a las piedras, afincate que vamos en bajada, upa mula, pisada precisa, preciosa mula, terca mula, más terco que una mula, ahora si entiendo el dicho, ¡ufa mula!, sabio animal, seguro, dócil, resistente, puede aguantarlo todo, te soporta por horas, te sostiene, mientras vais penetrando, profundamente, paso a paso, en las oscuras bóvedas de la selva, en la sierra de Perijá.
La trocha verde se va cerrando y la maleza es cada vez más intrincada pero se abre con los golpes del machete. Van los machetazos a la derecha y a la siniestra. El baquiano los descarga sin consideración, ¿porqué tenerla? Los árboles inmensos se enredan muy arriba oscureciendo el terreno y la luz penetra solamente a través de pequeñas hendiduras. Rayos de sol descompuestos en sus colores pincelan los troncos cubiertos de parásitas, los bejucos retorcidos, la superficie aterciopelada de musgos y líquenes y las innumerables hojas con los más variados tonos de verde, van ondulando, se van moviendo. Las mulas otra vez avanzan descendiendo montaña abajo y entonces tienes que afincarte en el pomo de la silla cuando ya se acercan a otro río donde la tierra es blanda. El capitán que va adelante ha decidido bajarse y llevar su mula que no anda, la arrea, la jala del cabestro, suavemente lo tironea y sus botas se hunden en el fango, un barro gredoso muy amarillo. Él desaparece hasta las rodillas y la mula de José Luís parece querer sentarse a cada rato sobre el terreno embarrialado, piafa, se levanta, se sienta de nuevo, relincha y continúa después. Tú, desciendes cabalgando a un lado de la mula de Nerio, cuando súbitamente ésta se le adelanta, va rompiendo la fila india y entonces ella te tropieza, golpea tu espalda, y sientes el morro del animal, percibes su humedad helada. A lo lejos, oteas al colombiano y a los guardias que se han adelantado, se les oye gritar bastante más abajo, ya están llegando al río, tú lo piensas, pero es inevitable, Nerio no puede dominar la prisa de su mula mañosa y ves como atropella tropezando, y te rebasa mientras se le desliza su silla de montar, la cincha cede y Nerio cae arrastrando sobre sí al animal, todo en un instante, ya no se puede más. Los dos están chapaleando en el barro. Se incorporan bufando y piafando, embarrialados hasta los ojos y entretanto, tú percibes a lo lejos los gritos de los hombres quienes están buscando un vado, les oyes cada vez más lejanos, se te confunden sus ecos con el ruido del agua, el graznido de las aves entre el follaje y muy distante casi percibes el gruñido de las fieras ocultas, mientras miras a Nerio ya levantándose del suelo y ensillando su mula él voltea a mirarte, y está sonriente. Ahora ves como el sol penetra a raudales, crea chispas, brilla en el agua, desciende y baña las piedras gigantescas, las enciende de luz. Más allá la corriente es cristalina y suave, tonos helados de azul aguamarina y de esmeralda, un remanso que dibuja los inmensos árboles. Te has mojado ya hasta la cintura. ¡Que remedio!, para cruzar el río era necesario. Tú, preocupado sujetas el envase con el fijador, con gran cuidado, sin él no habrá como capturar los soñados microbios en los ojos de los motilones. El estruendo te despierta sobre tu mula, es uno de los guardias, ha resbalado en una piedra revestida de limo y su mauser se le ha caído al agua, se le fue un tiro, el capitán lo mira explotando con furia, cientos de imprecaciones llueven sobre su humanidad, él está emparamado, el barro de sus botas y de sus pantalones se ha lavado en el río. Después uno de los soldados te dice. Tan solo faltan tres montañas y dos ríos más. Entonces notas como se ríe el colombiano. Espreocúpese cumpa, la última vez, viniendo a Saimadoyi se ahogó un guardia y uno de los baquianos, en el último paso se nos fue con la carga, pero eso fue purita mala suerte, fue mala leche. Se voltea y luego grita, ¡upa mula! La fuetea con el cabestro y de nuevo a seguir el camino de la montaña...
Desde la cima de la sexta sierra entre el follaje de los inmensos árboles, al fin logro ver lo que nos señala el baquiano. Allá abajo, me dice, allá está Saimadoyi. Yo sólo detecto unas chozas y cuatro bohíos que lucen gigantescos en el azul lejano, descansan como monstruos grises, rectangulares, dinosaurios de paja petrificados, echados sobre la tierra y circundados por un halo de turgente verdor. Puedo notar como desde el centro del sitio, una columna de humo se eleva y me doy cuenta de que puedo ver a los indios como hormiguitas que se mueven entre los bohíos. Poquito a poco, inadvertidamente las mulas comienzan el descenso y entretanto yo repaso en mi mente toda la información acumulada desde mi niñez. Voy y vuelvo, está totalmente codificada, se refiere a los indios motilones, hago cortocircuitos eléctricos, ellos vienen estimulando una súbita activación de las sinapsis, mis neuronas, van vomitando impulsos que ensamblan la nueva información, ella penetra por los ojos, los oídos, el olfato, mas mi conciencia las registra y asimila y la coteja con recuerdos e ideas perdidas en una maraña dendrítica, fluyen, se imbrican, se van tejiendo entre ellas, entrelazándose, como trenzas de las botas de cuero de mi padre, botas de cacería, las botas de ir a Perijá, y mis impulsos eléctricos las registran con mirada de niño, están llenas de barro. Sé hace presente entonces el olor a loción mentolada, puedo ver a mi madre dedicada, frotándole el mentol en las picadas. Es por las garrapatas, las miro y están henchidas por la sangre. Barro seco, trenzas, mentol y garrapatas gordas. Las garrapatas de Perijá, compañeras inseparables en los viajes de cacería de mi padre, en la distancia de mi infancia lejana, viajes a las haciendas de sus amigos perijaneros. Entretanto descienden las mulas montaña abajo y siento como un olor a moho, a cordón franciscano, ¿estoy rememorando las visitas a los capuchinos?, o más bien huele a incienso, es olor religioso, y se mezcla con las historias sobre los motilones, cuentos sobre las tierras fértiles, perdidos y feraces valles de temperaturas increíbles, más allá del río Negro, muy lejos del Tukuko. Yo revivo esos cuentos y rememoro las arrugas en el rostro del viejo obispo de Machiques, en la iglesia de los capuchinos, un templo gótico de bóvedas ojivales, uno que nunca terminaban de construirlo, como las catedrales medievales, eternamente, y recuerdo la barba gris de fray Cesáreo. ¿Como olvidar el brillo de los cañones aceitados?, la escopeta estaba siempre en el armero, las armas que no osábamos tocar, cajas repletas de cartuchos rojos, con la tapa dorada, la espoleta, -ni sueñes con tocarla -, el rifle veintidós, la escopeta con un solo cañón cuajada de arabescos, las armas, relucientes por el aceite de la alcuza, y el cuchillo de caza, allí están en las cajitas verdes todas las balas del rifle veintidós y debajo, van los utensilios para la limpieza, y más abajo aún, la crema de un marrón rojizo, el trapo y el cepillo para lustrar las botas. Descendiendo sobre mi mula, me llegan en la bruma de todas estas cavilaciones oleadas de recuerdos, preciso la vigencia de las viejas historias asimiladas para nunca olvidarlas, aquellas de cuando flecharon a fray Primitivo, de la campaña pacificadora de los capuchinos, de las avionetas lanzándoles cajas, con comida y utensilios para los fieros motilones, ¿y la aventura de fray Saturnino por el río de Oro?, ¿y la guerra implacable que iniciaron contra los indios Motilones los peones del hato Santa Rosa?, aquella lucha terca de los indios por defender sus territorios, ¿y los intentos?, siempre cuando uno dice intento es un acto fallido, y eso desencanta, pero en fin, ¡que carrizo!, los intentos fueron los de mi padre, por convencer a sus amigos los frailes capuchinos, y uno piensa en el gesto del hermano Francisco de Asís, por convencer decía, a los capuchinos sobre lo necesario que era un hotel de turismo en la Sierra de Perijá, para ser ubicado en la zona fresca del río Negro. Perdida prédica al hermano Francisco, no funcionó con sus discípulos, intentos fallidos por una permanente negativa, pertinaz, persistente, un no rotundo, negada la injerencia del blanco corruptor, fuera los colonizadores. Voy descendiendo en la mula, y regreso a los recuerdos de aquella noche oscura, no había luna, fue una huída pavorosa, sobre el lomo de otras mulas, dos mujeres y los cinco hombres, los blancos, los intrusos, invasores de la motilonia, trotando descendieron por tortuosos senderos de oscuridad en la montaña, perseguidos por motilones, los indios azuzados por quienes se decían defenderlos de la contaminación y la modernidad, les dijeron que debían rechazarlos, a ellos, a quienes representaban el asqueroso mundo civilizado, el progreso, y claro está, también el aguardiente, y las putas, y todas esas cosas malas que traerían los hombres con lo que llaman la civilización, ellos quienes seguramente solo querían la destrucción para los indiecitos. Algunos aspirantes a encontrar el camino en el reino de Dios, les señalaron sus acciones, y en medio de la noche, con miedo de morir flechados como otros tantos, flechados en la sierra, escaparon de noches tras las amenazas, ¿un viaje sin regreso? Las mulas vienen ahora casi desbocadas, al trote van descendiendo y en la oscuridad de mis lucubraciones, pienso en mi padre, en la oscurana de la noche aquella, dejando atrás la sierra y todos los proyectos. Ilusiones perdidas. Llevo el cabestro en mis manos. Ahora todo es rojo y es anaranjado, nos ilumina el sol de los venados y las mulas caminan al fin en tierra llana, ya no trotan ni se hunden en el lodazal. Hemos llegado. Al fin he logrado descender de la silla y me tiemblan las piernas cual si fuesen machorros asustados. No puedo tenerme de pie y me digo que ya no puedo más. Es lógico, uno casi se abraza con aquellas bestias, sudando aún, ensilladas, fieles cabalgaduras. La siento resoplar y pienso, ¡que hermosa es mi mula! Desde tan temprano en la mañana, ella y yo como un centauro, hasta un agotamiento físico, extremoso. Es que el cansancio ya resulta tan grande que se me ha olvidado hasta el miedo. Ya ni recuerdo las historias de los blancos flechados, ni quiero ya pensar en mi primo, ni en mi padre, ¿para que recordar el viaje endemoniado?, aquel escape y no volver jamás, ¡hace ya tantos años! Uno no puede, o uno no quiere pensar en la fiereza de los motilones, uno ya ni siente, y es por el cansancio, ya. En el atardecer de los venados, con la esfera que se hunde tras la sierra y enciende los bohíos, aquella tarde llegando a Saimadoyi, me lo han dicho, lo he averiguado. Es el nombre de los primeros habitantes que llegaron del sol. Eso creen los nativos. Ellos son los propios tesmadoyis. Vinieron hace tiempo hasta la tierra, a través de una larga liana para colonizar los Montes de Oca y darle origen a las indómitas tribus de los motilones, llegaron para fundar este pueblo, la aldea de Saimadoyi.
 Hemos dormido sin temores y ya en la madrugada, he salido con José Luís, a caminar, fuimos tan solo a dar una vuelta, un paseo de reconocimiento. Nos acercamos al bohío más grande. Encandiladas con la luz de la linterna, en la oscuridad de la noche, cientos de gordas cucarachas se mueven en el interior del gigantesco bohío motilón. Se confunde el crujido de sus carapachos y el trepidar de sus patas de sierra, con los ronquidos y los suspiros de los indígenas durmiendo en sus chinchorros. Se mezcla todo con ese olor efervescente de comida pasada y el que exudan como gemidos los cuerpos de las mujeres y de los niños y de los ancianos, de los hombres de todas las familias que allí conviven, envueltas en el humo, bajo el gran techo. Ellas, las cucarachas, luchan por escapar, al remover algunos utensilios de cacería y otros conteniendo alimentos, ellas se apretujan, se miran y rápidas, se van corriendo sobre los petates, algunas son muy hábiles, van ocultándose en la arena, otras corren furtivas, encaramándose sobre los niños, ellos duermen y las cucarachas de nosotros escapan. Parecieran ser inteligentes, ellas sí, las conchudas, corren desaforadas, pero nunca se atreven a acercarse a los guácharos. Los pájaros de pico bigotudo, están allí en tierra, amarrados por las patas, en varios sitios del inmenso bohío. Ellas se frenan, se detienen y los guácharos retroceden espantados ante la luz de las linternas nuestras, las aves rucias y veteadas, cazadas en las oscuras cavernas de la montaña azul, utilizando flechas de macana negra con punta roma, aquellos pájaros, encandilados por nosotros, miran con ansiedad hambrienta a las conchudas. Ellas aprovechando nuestra presencia se les escapan, huyen de los pajarracos bigotudos. Son como las gallinas en los corrales de los blancos, los guácharos están siendo engordados con cucarachas, preparando sus carnes para ser degustadas, quizás con nosotros en un futuro banquete motilón.
Y al examinarlos uno a uno, en la cabeza de los motiloncitos encontramos la tiña circinada, y entre los cabellos vimos los gordos piojos caminando entre bosques de liendres, los animalitos andaban mordisqueando sobre las úlceras producto del rascado y claro está, la tos perruna sacude a los niños y en los adultos pide a gritos los rayos x. Hay que sentirla áspera, ronca y metálica, cuando resuenan las cavernas en los ápices fibrosos, uno casi se queda esperando por la hemoptisis de un momento a otro, e imagina como sembrar los tubos de cultivos para reproducir millones de bacilos tuberculosos. Mientras tanto, la cámara de fotos chasquea constantemente, José Luís va plasmando en celuloide las imágenes para dejarlas presas, algunos temen que se les vaya el alma, quedan en cada rollo impresionadas las lesiones y así quedan también los ojos azules de la monjita, aquella niña joven, con los rasgos tan finos, delicados, hermosa jovencita, una imagen de yeso, entre tantos salvajes, la hermanita, más de dos años sin salir de allí, sin regresar a casa, noches y días trabajando duro, sin recursos, en medio de la selva enmarañada, tan solo por amor a Jesucristo, entretenía a los niños con canciones, por puro amor, enseñándolos a rezar, con ellos, para ellos, por ellos, los olvidados primigenios habitantes de la patria de uno y de aquella monjita muy joven, casi una niña de ojos azules, blanca, de mejillas rosadas, una virgen de yeso en Saimadoyi, allá en la sexta sierra. Dispara José Luís, quiero una foto de esta imagen sagrada, nadie me va a creer si se lo cuento, una virgen de carne y yeso, joven preciosa, niñita sonrosada, viviendo en Saimadoyi.
En los ojos opacos por las cicatrices no se reflejó la luz del oftalmoscopio. En la mucosa conjuntival uno no vio las úlceras esperadas. No encontró el exudado en las cuencas vacías, ni siquiera existía algún discreto signo de uveítis. Así se disipó la ilusión del tracoma, como la del cuento aquel del árabe. Uno imaginó entonces como se sentirían los doctores de la Salpêtrière ante la lección magistral del professeur Fernandéz. Allá no había tracoma y hubo lepra. Aquí en la sexta sierra, no hallamos el tracoma pero para nosotros el misterio se aclaró a corto plazo. Eran pelitos rubios. Espinas pequeñísimas, las hallamos clavadas, como las guasárabas, las sempiterna pringamoza, como finas agujas, los alfileres naturales, protectores de la piel delicada de los arbustos, sedosa y urticante pelambre en las hojas aterciopeladas, ellos eran los causantes de todas las lesiones oculares, ¡tan variadas! En tantos ojos de muchos motilones, sin mediación de virus ni de otros gérmenes sofisticados, nada de virus nuevos, porque para microbios ya bastaban el del sarampión, la hepatitis, la gripe y otros virus nefastos, traídos por los blancos hasta las tierras motilonas. ¿Para que más microbios? Estaban más bien como sobrando, demasiados microorganismos pululando entre los compatriotas, y al final uno sintió que había sido mejor así. ¡Que bien no hallar también tracoma! ¡Que alegría! Es lo menos que puede sentir uno en esa situación. Me lo dije y se me aflojó un poco la garra que me atenazaba del corazón a la garganta. Algo extraño me conmovía ante el dolor profundo de las carencias motilonas, en aquella perdida soledad. Hay que vivir el desamparo de la selva y sentir la precaria vida de nuestros indígenas, lo pensé e imaginé la contradicción de querer ayudar a esa gente, asediada, invadida, por nosotros mismos. Allá lejos en la sexta sierra, los territorios de nuestros olvidados dueños de la patria, la nación otrora liberada para todos, ¿y ellos? Uno al final, entonces acaba por convencerse de que si bien es poco lo que uno puede hacer, valió la pena haber estado en Saimadoyi. Siempre conviene compartir un poco ese dolor de ser indígena, sobre todo si uno se siente realmente hispanoamericano. Es útil, ayuda a mitigar el desconsuelo, ante tanta incapacidad, tanta impotencia, esa desgracia de ser tan sólo un ciudadano, nada más que un guarismo en el censo del país, en la tierra de uno, esa que sientes tuya, que quieres, pero que te desgarra, ese país que te obliga a enfurecerte cuando no encuentras en tu mano el rayo positrónico, la flama que achicharra, descuartiza, desintegra, desmembra, pulveriza, y se te van entre las dendritas las ganas, buscando los epítetos, al pensar en la calaña de esa eterna caterva de políticos, politiqueros, populistas, politicastros. ¡Malditos! Uno que sueña, uno que piensa en el mañana, ese algún día, uno que se imagina, se le ocurre que quizá con un rayo laser, ¿tal vez?, un arma poderosa que actúe, que les obligue, sobre la misma tierra, ésta ya chamuscada y arrasada, por los depredadores, a cumplir sus promesas. Pero a pesar de todo, uno tiene esperanzas, es lo último que se pierde, y uno presiente que después de todo, algo ha de renacer, quizá mañana, tal vez la tierra todavía esté húmeda por las gotas de una lluvia caída desde un cielo limpio de nubes rojas, sin mostazas, ni sangre, sin precipitaciones ácidas, de un cielo límpido y casi transparente, de un firmamento que llore sobre todos para que retoñe y crezca un mundo donde se haga justicia. Uno confía y espera, ¿tal vez será mañana? Seguramente.

Modificado de “La Entropía Tropical” novela,  de Jorge García Tamayo (2003).  Ediluz Editores