domingo, 10 de marzo de 2013

SAIMADOYI



SAIMADOYI 

Lejanas están la Sierra de Perijá y los Montes de Oca, lejanos, sí. ¿Y uno? Uno con afición a la investigación, uno aspirando encontrar el virus del tracoma en las ulceradas córneas de los indios motilones, más allá del Aricuaizá, cerca de la frontera con el denominado hermano país, en lo que llaman la sexta sierra. Uno soñando con meter bajo el lente del microscopio el exudado fibrinopurulento extraído de los ojos de los indígenas y ver los cuerpos de inclusión que identifican al tracoma, sí, uno considerando la posibilidad de examinar con el microscopio electrónico las muestras de las conjuntivas y los raspados corneales, o las muestras de la linfa... Tal vez, en la linfa, sí… Como la que rezumaba en la oreja de aquel árabe. Una oreja perdida en la bruma del tiempo, oreja anécdota, escuchada en boca de mi padre varias veces. Entretejida historia que viene con recuerdos de la infancia, sobre su amigo, su coterráneo, el doctor Arquímedes, con ese nombre griego de maracucho autóctono, Arquímedes Fernández, siempre con una lanceta en la mano y el lóbulo de la oreja del árabe. ¿El año? 1923. En una de las salas del hospital La Salpêtrière, en París, ciudad luz, pero fría y distante del suelo marabino. Entonces uno, que es niño aún, cree escuchar al galeno, el avezado clínico de la ciudad del lago y las palmeras, uno cree oírle contradecir al famoso Professeur Tellier, e insistir que aquel paciente berebere, con las córneas ulceradas por las arenas del desierto, por el sol y la infección con el microbio del tracoma como decían todos, es otra cosa. Se hace silencio y uno casi escucha las explicaciones al morenito galeno maracucho, de pie, ante la ventana, frente la cama y al profesor Tellier, él está mirando a sus colegas y a los estudiantes cuando les dice. Es un leproso monsieur le professeur. Así veía él al árabe, con sus orejas gruesas, la faz leonina, con aquella frente nodular y prominente. Un leproso. Era un enfermo fácil de diagnosticar para le docteur ètranger, él había visto muchos en el ejercicio de su apostolado, allá en la isla de Providencia, un pedazo de tierra frente a la ciudad de las palmeras azules, aquel leprocomio conocido como la isla de los Lázaros, islote de tierra flotando entre Palmarejo y Maracaibo, en la mitad del lago de cristal, del mismo sitio donde yo había nacido, sobre la misma tierra, la del doctor Fernández y la de mi padre. Uno se lo imagina, es fácil entender la curiosidad, el asombro, la risa, la incredulidad de los colegas y estudiantes parisinos, todos situados alrededor del terco, pequeño morenito galeno marabino. Allí atentos, atisbando risueños la cara del berebere leonino, y uno hasta sonríe, pues le es fácil escuchar en un francés de intenso acento maracucho, sus palabras. Aguántense un momento, o quizás diría… ¡Deteneos! Todos estaban asombrados cuando escucharon al peculiar galeno pedir los colorantes, solicitar unas láminas de vidrio, y tras preguntar por una lanceta, él la tomó con la diestra y con la izquierda presionó el lóbulo de la oreja que luego cortó superficialmente, y haciendo suave expresión esperó que fluyese la linfa. Entonces secó la oreja y luego como un malabarista se dio vuelta y tiñó las láminas con los colorantes. ¡Voilà!  El asombro de los franceses fue genuino. Atónitos quedaron ante el microbio colorado quien les miraba desde la platina del microscopio. El bacilo de Hansen, pululando en la linfa de aquel árabe, hospitalizado por tracoma, en la sala 8 del Hospital La Salpêtrière, el mismo sitio donde las grandes histèrie hicieran muy famoso al maestro Charcot, el mismo escenario, pero ahora con aquel paciente africano con úlceras corneales que todos creían afectado por el microbio del tracoma, y tan solo era, un leproso.
Hay un frío otoñal que estremece la capital francesa, enfría la historia, tan lejos de su tierra, le docteur ètranger, por su acierto ganó prestigio y reconocimiento. Por eso, uno recuerda el final de este cuento, casi puede escuchar los pasos del morenito médico, sobre las hojas secas, frente a la puerta del hospital, él se acerca y está escuchando la voz del viejo portero saludante, bonjour monsieur le professeur Fernadés… Así pues, uno, con estos recuerdos en el subconsciente se encuentra ahora, pensando en las córneas de los motilones, a más de cincuenta años de aquel episodio, otra vez discurriendo sobre el microbio del tracoma, otra vez con el deseo y la pasión de mirar a través de un microscopio, pero ahora no estamos en la ciudad luz, ahora se trata de ascender a la sexta sierra, para conocer a los feroces salvajes motilones, los pobladores de una lejana misión de capuchinos, una aldea motilona con ese nombre tan musical, Saimadoyi. Uno que no ha ido más allá del pueblo de Machiques, uno que ni siquiera conoce la misión del Tukuko, uno que pocas veces se ha adentrado en la selva, uno entonces, antes de decidirse, sueña y divaga, pensando en que si existirán motilones ciegos, en motilones feroces que flechan a los blancos, en motilones tuertos con úlceras corneales y leucomas en el blanco del ojo, y uno piensa en las muestras que ha de tomar, como se fijarán en frío y luego podrá uno hacerles la tinción negativa para mirarlos con el ojo grande, el ojo mágico que dispara electrones y detectar la ultraestructura del virus del tracoma para poder decir, no es ese un virus, es una bacteria, es un microbio raro, es así o tal vez es asao, en realidad uno no sabe ni como es, pero confía en hallarlo. A uno la idea le ha calado y la roe, la ruñe día tras día y hace planes, construye imágenes con su amigo José Luís el fotógrafo, cámara de cajón y verborragia incontrolable, ímpetus juveniles, también con Nerio, gigantón de ojos azules, oftalmoscopio en mano, mi colega Nerio, experto en ojos. Uno siente que las cosas han de marchar bien, se sugestiona, lo presiente, se dará el día y al final se convence de que somos tres socios en una aventura proyectada a corto plazo, en una expedición ya programada, en un viaje hacia la selva, en la esperanza decidida de hallar algo, desconocido casi seguramente. Uno sueña con ubicar un foco de tracoma en las montañas de Perijá, en los Montes de Oca, en la vecindad con la frontera, en la sexta sierra, en Saimadoyi.  
El pasto verde y turgente es altísimo en las haciendas lecheras de las vecindades de Machiques, más allá del Palmar, cerca de los ríos Apon y el Aponcito, más allá, donde nacen las tierras del río Negro y en la otra dirección, todos lo saben, se encuentra la Villa del Rosario, sede del antiguo Marquesado de Perijá, tierra de abuelos y de bisabuelos. Luego, Machiques, así fue ese día en la madrugada y después fue, el Tukuko y ahora, tenemos seis sierras por delante. Ensillá tu mula, apretá la cincha, acomodale los corotos, movete rápido, apurate que se hace tarde, ya casi sale el sol, se refleja entre las piedras blancas y amarillas del río Aricuaizá. Nosotros salimos chapoteando un poco, paso a paso, por el cauce del río, salpicando luego, embarrialando después, y en un instante se nos viene encima la ramazón y entonces, sí, estamos en la montaña. Desenfundá el machete, metete en la selva, vai hombé, que se te pierden deaparriba tantísimos guindachos, son como curricanes que se descuelgan tupiendo la maleza, deshilachándose desde los árboles. Cortá bejucos, cortame los arbustos, trozá las lianas, abrite paso, andá adelante vos, vai baquiano, echepalante colombiano, cojé tu fila india, ponele atención a cualquier jaiba, te dije que te las pusieras, que esperáis, ponete mis polainas, no te vayan a echar una vaina las culebras. Vos si tenéis tus botas, ¡a bichas papesadas! Fijate que los guardias, van de mauser terciado y andan como si nada. José Luis va en su mula rucia y Nerio en la mañosa, atendele a esa rama, así se hace, ¡esa es mi mula!, bajá un poquito la cabeza, ¡vos tenéis que fijarte!, ponele cuidado al machetero, él vadelante y vos veis el machete, corta de lado y lado, zuas ras, ras zuas, tené cuidado, atendele a las piedras, afincate que vamos en bajada, upa mula, pisada precisa, preciosa mula, terca mula, más terco que una mula, ahora si entiendo el dicho, ¡ufa mula!, sabio animal, seguro, dócil, resistente, puede aguantarlo todo, te soporta por horas, te sostiene, mientras vais penetrando, profundamente, paso a paso, en las oscuras bóvedas de la selva, en la sierra de Perijá.
La trocha verde se va cerrando y la maleza es cada vez más intrincada pero se abre con los golpes del machete. Van los machetazos a la derecha y a la siniestra. El baquiano los descarga sin consideración, ¿porqué tenerla? Los árboles inmensos se enredan muy arriba oscureciendo el terreno y la luz penetra solamente a través de pequeñas hendiduras. Rayos de sol descompuestos en sus colores pincelan los troncos cubiertos de parásitas, los bejucos retorcidos, la superficie aterciopelada de musgos y líquenes y las innumerables hojas con los más variados tonos de verde, van ondulando, se van moviendo. Las mulas otra vez avanzan descendiendo montaña abajo y entonces tienes que afincarte en el pomo de la silla cuando ya se acercan a otro río donde la tierra es blanda. El capitán que va adelante ha decidido bajarse y llevar su mula que no anda, la arrea, la jala del cabestro, suavemente lo tironea y sus botas se hunden en el fango, un barro gredoso muy amarillo. Él desaparece hasta las rodillas y la mula de José Luís parece querer sentarse a cada rato sobre el terreno embarrialado, piafa, se levanta, se sienta de nuevo, relincha y continúa después. Tú, desciendes cabalgando a un lado de la mula de Nerio, cuando súbitamente ésta se le adelanta, va rompiendo la fila india y entonces ella te tropieza, golpea tu espalda, y sientes el morro del animal, percibes su humedad helada. A lo lejos, oteas al colombiano y a los guardias que se han adelantado, se les oye gritar bastante más abajo, ya están llegando al río, tú lo piensas, pero es inevitable, Nerio no puede dominar la prisa de su mula mañosa y ves como atropella tropezando, y te rebasa mientras se le desliza su silla de montar, la cincha cede y Nerio cae arrastrando sobre sí al animal, todo en un instante, ya no se puede más. Los dos están chapaleando en el barro. Se incorporan bufando y piafando, embarrialados hasta los ojos y entretanto, tú percibes a lo lejos los gritos de los hombres quienes están buscando un vado, les oyes cada vez más lejanos, se te confunden sus ecos con el ruido del agua, el graznido de las aves entre el follaje y muy distante casi percibes el gruñido de las fieras ocultas, mientras miras a Nerio ya levantándose del suelo y ensillando su mula él voltea a mirarte, y está sonriente. Ahora ves como el sol penetra a raudales, crea chispas, brilla en el agua, desciende y baña las piedras gigantescas, las enciende de luz. Más allá la corriente es cristalina y suave, tonos helados de azul aguamarina y de esmeralda, un remanso que dibuja los inmensos árboles. Te has mojado ya hasta la cintura. ¡Que remedio!, para cruzar el río era necesario. Tú, preocupado sujetas el envase con el fijador, con gran cuidado, sin él no habrá como capturar los soñados microbios en los ojos de los motilones. El estruendo te despierta sobre tu mula, es uno de los guardias, ha resbalado en una piedra revestida de limo y su mauser se le ha caído al agua, se le fue un tiro, el capitán lo mira explotando con furia, cientos de imprecaciones llueven sobre su humanidad, él está emparamado, el barro de sus botas y de sus pantalones se ha lavado en el río. Después uno de los soldados te dice. Tan solo faltan tres montañas y dos ríos más. Entonces notas como se ríe el colombiano. Espreocúpese cumpa, la última vez, viniendo a Saimadoyi se ahogó un guardia y uno de los baquianos, en el último paso se nos fue con la carga, pero eso fue purita mala suerte, fue mala leche. Se voltea y luego grita, ¡upa mula! La fuetea con el cabestro y de nuevo a seguir el camino de la montaña...
Desde la cima de la sexta sierra entre el follaje de los inmensos árboles, al fin logro ver lo que nos señala el baquiano. Allá abajo, me dice, allá está Saimadoyi. Yo sólo detecto unas chozas y cuatro bohíos que lucen gigantescos en el azul lejano, descansan como monstruos grises, rectangulares, dinosaurios de paja petrificados, echados sobre la tierra y circundados por un halo de turgente verdor. Puedo notar como desde el centro del sitio, una columna de humo se eleva y me doy cuenta de que puedo ver a los indios como hormiguitas que se mueven entre los bohíos. Poquito a poco, inadvertidamente las mulas comienzan el descenso y entretanto yo repaso en mi mente toda la información acumulada desde mi niñez. Voy y vuelvo, está totalmente codificada, se refiere a los indios motilones, hago cortocircuitos eléctricos, ellos vienen estimulando una súbita activación de las sinapsis, mis neuronas, van vomitando impulsos que ensamblan la nueva información, ella penetra por los ojos, los oídos, el olfato, mas mi conciencia las registra y asimila y la coteja con recuerdos e ideas perdidas en una maraña dendrítica, fluyen, se imbrican, se van tejiendo entre ellas, entrelazándose, como trenzas de las botas de cuero de mi padre, botas de cacería, las botas de ir a Perijá, y mis impulsos eléctricos las registran con mirada de niño, están llenas de barro. Sé hace presente entonces el olor a loción mentolada, puedo ver a mi madre dedicada, frotándole el mentol en las picadas. Es por las garrapatas, las miro y están henchidas por la sangre. Barro seco, trenzas, mentol y garrapatas gordas. Las garrapatas de Perijá, compañeras inseparables en los viajes de cacería de mi padre, en la distancia de mi infancia lejana, viajes a las haciendas de sus amigos perijaneros. Entretanto descienden las mulas montaña abajo y siento como un olor a moho, a cordón franciscano, ¿estoy rememorando las visitas a los capuchinos?, o más bien huele a incienso, es olor religioso, y se mezcla con las historias sobre los motilones, cuentos sobre las tierras fértiles, perdidos y feraces valles de temperaturas increíbles, más allá del río Negro, muy lejos del Tukuko. Yo revivo esos cuentos y rememoro las arrugas en el rostro del viejo obispo de Machiques, en la iglesia de los capuchinos, un templo gótico de bóvedas ojivales, uno que nunca terminaban de construirlo, como las catedrales medievales, eternamente, y recuerdo la barba gris de fray Cesáreo. ¿Como olvidar el brillo de los cañones aceitados?, la escopeta estaba siempre en el armero, las armas que no osábamos tocar, cajas repletas de cartuchos rojos, con la tapa dorada, la espoleta, -ni sueñes con tocarla -, el rifle veintidós, la escopeta con un solo cañón cuajada de arabescos, las armas, relucientes por el aceite de la alcuza, y el cuchillo de caza, allí están en las cajitas verdes todas las balas del rifle veintidós y debajo, van los utensilios para la limpieza, y más abajo aún, la crema de un marrón rojizo, el trapo y el cepillo para lustrar las botas. Descendiendo sobre mi mula, me llegan en la bruma de todas estas cavilaciones oleadas de recuerdos, preciso la vigencia de las viejas historias asimiladas para nunca olvidarlas, aquellas de cuando flecharon a fray Primitivo, de la campaña pacificadora de los capuchinos, de las avionetas lanzándoles cajas, con comida y utensilios para los fieros motilones, ¿y la aventura de fray Saturnino por el río de Oro?, ¿y la guerra implacable que iniciaron contra los indios Motilones los peones del hato Santa Rosa?, aquella lucha terca de los indios por defender sus territorios, ¿y los intentos?, siempre cuando uno dice intento es un acto fallido, y eso desencanta, pero en fin, ¡que carrizo!, los intentos fueron los de mi padre, por convencer a sus amigos los frailes capuchinos, y uno piensa en el gesto del hermano Francisco de Asís, por convencer decía, a los capuchinos sobre lo necesario que era un hotel de turismo en la Sierra de Perijá, para ser ubicado en la zona fresca del río Negro. Perdida prédica al hermano Francisco, no funcionó con sus discípulos, intentos fallidos por una permanente negativa, pertinaz, persistente, un no rotundo, negada la injerencia del blanco corruptor, fuera los colonizadores. Voy descendiendo en la mula, y regreso a los recuerdos de aquella noche oscura, no había luna, fue una huída pavorosa, sobre el lomo de otras mulas, dos mujeres y los cinco hombres, los blancos, los intrusos, invasores de la motilonia, trotando descendieron por tortuosos senderos de oscuridad en la montaña, perseguidos por motilones, los indios azuzados por quienes se decían defenderlos de la contaminación y la modernidad, les dijeron que debían rechazarlos, a ellos, a quienes representaban el asqueroso mundo civilizado, el progreso, y claro está, también el aguardiente, y las putas, y todas esas cosas malas que traerían los hombres con lo que llaman la civilización, ellos quienes seguramente solo querían la destrucción para los indiecitos. Algunos aspirantes a encontrar el camino en el reino de Dios, les señalaron sus acciones, y en medio de la noche, con miedo de morir flechados como otros tantos, flechados en la sierra, escaparon de noches tras las amenazas, ¿un viaje sin regreso? Las mulas vienen ahora casi desbocadas, al trote van descendiendo y en la oscuridad de mis lucubraciones, pienso en mi padre, en la oscurana de la noche aquella, dejando atrás la sierra y todos los proyectos. Ilusiones perdidas. Llevo el cabestro en mis manos. Ahora todo es rojo y es anaranjado, nos ilumina el sol de los venados y las mulas caminan al fin en tierra llana, ya no trotan ni se hunden en el lodazal. Hemos llegado. Al fin he logrado descender de la silla y me tiemblan las piernas cual si fuesen machorros asustados. No puedo tenerme de pie y me digo que ya no puedo más. Es lógico, uno casi se abraza con aquellas bestias, sudando aún, ensilladas, fieles cabalgaduras. La siento resoplar y pienso, ¡que hermosa es mi mula! Desde tan temprano en la mañana, ella y yo como un centauro, hasta un agotamiento físico, extremoso. Es que el cansancio ya resulta tan grande que se me ha olvidado hasta el miedo. Ya ni recuerdo las historias de los blancos flechados, ni quiero ya pensar en mi primo, ni en mi padre, ¿para que recordar el viaje endemoniado?, aquel escape y no volver jamás, ¡hace ya tantos años! Uno no puede, o uno no quiere pensar en la fiereza de los motilones, uno ya ni siente, y es por el cansancio, ya. En el atardecer de los venados, con la esfera que se hunde tras la sierra y enciende los bohíos, aquella tarde llegando a Saimadoyi, me lo han dicho, lo he averiguado. Es el nombre de los primeros habitantes que llegaron del sol. Eso creen los nativos. Ellos son los propios tesmadoyis. Vinieron hace tiempo hasta la tierra, a través de una larga liana para colonizar los Montes de Oca y darle origen a las indómitas tribus de los motilones, llegaron para fundar este pueblo, la aldea de Saimadoyi.
 Hemos dormido sin temores y ya en la madrugada, he salido con José Luís, a caminar, fuimos tan solo a dar una vuelta, un paseo de reconocimiento. Nos acercamos al bohío más grande. Encandiladas con la luz de la linterna, en la oscuridad de la noche, cientos de gordas cucarachas se mueven en el interior del gigantesco bohío motilón. Se confunde el crujido de sus carapachos y el trepidar de sus patas de sierra, con los ronquidos y los suspiros de los indígenas durmiendo en sus chinchorros. Se mezcla todo con ese olor efervescente de comida pasada y el que exudan como gemidos los cuerpos de las mujeres y de los niños y de los ancianos, de los hombres de todas las familias que allí conviven, envueltas en el humo, bajo el gran techo. Ellas, las cucarachas, luchan por escapar, al remover algunos utensilios de cacería y otros conteniendo alimentos, ellas se apretujan, se miran y rápidas, se van corriendo sobre los petates, algunas son muy hábiles, van ocultándose en la arena, otras corren furtivas, encaramándose sobre los niños, ellos duermen y las cucarachas de nosotros escapan. Parecieran ser inteligentes, ellas sí, las conchudas, corren desaforadas, pero nunca se atreven a acercarse a los guácharos. Los pájaros de pico bigotudo, están allí en tierra, amarrados por las patas, en varios sitios del inmenso bohío. Ellas se frenan, se detienen y los guácharos retroceden espantados ante la luz de las linternas nuestras, las aves rucias y veteadas, cazadas en las oscuras cavernas de la montaña azul, utilizando flechas de macana negra con punta roma, aquellos pájaros, encandilados por nosotros, miran con ansiedad hambrienta a las conchudas. Ellas aprovechando nuestra presencia se les escapan, huyen de los pajarracos bigotudos. Son como las gallinas en los corrales de los blancos, los guácharos están siendo engordados con cucarachas, preparando sus carnes para ser degustadas, quizás con nosotros en un futuro banquete motilón.
Y al examinarlos uno a uno, en la cabeza de los motiloncitos encontramos la tiña circinada, y entre los cabellos vimos los gordos piojos caminando entre bosques de liendres, los animalitos andaban mordisqueando sobre las úlceras producto del rascado y claro está, la tos perruna sacude a los niños y en los adultos pide a gritos los rayos x. Hay que sentirla áspera, ronca y metálica, cuando resuenan las cavernas en los ápices fibrosos, uno casi se queda esperando por la hemoptisis de un momento a otro, e imagina como sembrar los tubos de cultivos para reproducir millones de bacilos tuberculosos. Mientras tanto, la cámara de fotos chasquea constantemente, José Luís va plasmando en celuloide las imágenes para dejarlas presas, algunos temen que se les vaya el alma, quedan en cada rollo impresionadas las lesiones y así quedan también los ojos azules de la monjita, aquella niña joven, con los rasgos tan finos, delicados, hermosa jovencita, una imagen de yeso, entre tantos salvajes, la hermanita, más de dos años sin salir de allí, sin regresar a casa, noches y días trabajando duro, sin recursos, en medio de la selva enmarañada, tan solo por amor a Jesucristo, entretenía a los niños con canciones, por puro amor, enseñándolos a rezar, con ellos, para ellos, por ellos, los olvidados primigenios habitantes de la patria de uno y de aquella monjita muy joven, casi una niña de ojos azules, blanca, de mejillas rosadas, una virgen de yeso en Saimadoyi, allá en la sexta sierra. Dispara José Luís, quiero una foto de esta imagen sagrada, nadie me va a creer si se lo cuento, una virgen de carne y yeso, joven preciosa, niñita sonrosada, viviendo en Saimadoyi.
En los ojos opacos por las cicatrices no se reflejó la luz del oftalmoscopio. En la mucosa conjuntival uno no vio las úlceras esperadas. No encontró el exudado en las cuencas vacías, ni siquiera existía algún discreto signo de uveítis. Así se disipó la ilusión del tracoma, como la del cuento aquel del árabe. Uno imaginó entonces como se sentirían los doctores de la Salpêtrière ante la lección magistral del professeur Fernandéz. Allá no había tracoma y hubo lepra. Aquí en la sexta sierra, no hallamos el tracoma pero para nosotros el misterio se aclaró a corto plazo. Eran pelitos rubios. Espinas pequeñísimas, las hallamos clavadas, como las guasárabas, las sempiterna pringamoza, como finas agujas, los alfileres naturales, protectores de la piel delicada de los arbustos, sedosa y urticante pelambre en las hojas aterciopeladas, ellos eran los causantes de todas las lesiones oculares, ¡tan variadas! En tantos ojos de muchos motilones, sin mediación de virus ni de otros gérmenes sofisticados, nada de virus nuevos, porque para microbios ya bastaban el del sarampión, la hepatitis, la gripe y otros virus nefastos, traídos por los blancos hasta las tierras motilonas. ¿Para que más microbios? Estaban más bien como sobrando, demasiados microorganismos pululando entre los compatriotas, y al final uno sintió que había sido mejor así. ¡Que bien no hallar también tracoma! ¡Que alegría! Es lo menos que puede sentir uno en esa situación. Me lo dije y se me aflojó un poco la garra que me atenazaba del corazón a la garganta. Algo extraño me conmovía ante el dolor profundo de las carencias motilonas, en aquella perdida soledad. Hay que vivir el desamparo de la selva y sentir la precaria vida de nuestros indígenas, lo pensé e imaginé la contradicción de querer ayudar a esa gente, asediada, invadida, por nosotros mismos. Allá lejos en la sexta sierra, los territorios de nuestros olvidados dueños de la patria, la nación otrora liberada para todos, ¿y ellos? Uno al final, entonces acaba por convencerse de que si bien es poco lo que uno puede hacer, valió la pena haber estado en Saimadoyi. Siempre conviene compartir un poco ese dolor de ser indígena, sobre todo si uno se siente realmente hispanoamericano. Es útil, ayuda a mitigar el desconsuelo, ante tanta incapacidad, tanta impotencia, esa desgracia de ser tan sólo un ciudadano, nada más que un guarismo en el censo del país, en la tierra de uno, esa que sientes tuya, que quieres, pero que te desgarra, ese país que te obliga a enfurecerte cuando no encuentras en tu mano el rayo positrónico, la flama que achicharra, descuartiza, desintegra, desmembra, pulveriza, y se te van entre las dendritas las ganas, buscando los epítetos, al pensar en la calaña de esa eterna caterva de políticos, politiqueros, populistas, politicastros. ¡Malditos! Uno que sueña, uno que piensa en el mañana, ese algún día, uno que se imagina, se le ocurre que quizá con un rayo laser, ¿tal vez?, un arma poderosa que actúe, que les obligue, sobre la misma tierra, ésta ya chamuscada y arrasada, por los depredadores, a cumplir sus promesas. Pero a pesar de todo, uno tiene esperanzas, es lo último que se pierde, y uno presiente que después de todo, algo ha de renacer, quizá mañana, tal vez la tierra todavía esté húmeda por las gotas de una lluvia caída desde un cielo limpio de nubes rojas, sin mostazas, ni sangre, sin precipitaciones ácidas, de un cielo límpido y casi transparente, de un firmamento que llore sobre todos para que retoñe y crezca un mundo donde se haga justicia. Uno confía y espera, ¿tal vez será mañana? Seguramente.

Modificado de “La Entropía Tropical” novela,  de Jorge García Tamayo (2003).  Ediluz Editores

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