domingo, 17 de marzo de 2013

Lluvia y fuego



Lluvia y fuego.
                                                                                         A  Américo Negrette, in memoriam.


Luvia y fuego, esa era la pesadilla, ¡qué cosa! Fuego y agua. No tenía ni seis años pero él lo recordaba todo, perfectamente… Le encantaba la lluvia, los aguaceros, chaparrones, chubascos y ocasionalmente vientos huracanados en los tiempos cuando él se extasiaba viendo descender los hilos de agua desde el zinc acanalado, creando una cortina de plata en el frente de su casa. Los hilos giraban chorreando y lo salpicaban mientras él, estático, sentado en el piso de cemento pulido, oliendo la humedad matutina, se distraía sintiendo el viento frío de los temporales.
Había nacido en una casa sencilla, con techo de enea, paredes de barro y caña brava, con suelo de cemento pulido y de tierra apisonada. Una cerca de estantillos de curarire separaba el solar del jagüey rodeado de robles y cujíes que mantenían el verdor todo el año en los terrenos que los circundaban. Allí transcurrió su infancia de la que él recordaba la ternura y las canciones de su madre, las fiebres del sarampión y de la lechina, la caída de una mata que lo llevó a la medicatura, su primer contacto con alguien más docto que Severiano el sobador, con más estilo que Críspula la comadrona capacitada para poner ampolletas. En el dispensario le entablillaron un brazo y nunca olvidaría el rostro benévolo, el bigotico entrecano y la mirada gris del doctor. Nunca más lo volvería a ver. Ya cuando tuvo la edad que la gente denomina, del uso de la razón, concienció un hecho por demás obvio. Su padre se había ido de la casa para no volver más. Esa era un razón de peso para que su madre, quien le había enseñado a leer y a escribir y sobretodo a ser honesto, viviera ahogándose en unas lagunas de tristeza infinita, la última tan larga y tan profunda que hizo que se fueron a vivir a Maracaibo para salir de aquella especie de marasmo suspendido que los tenía anegados en el tiempo. En Maracaibo se encontró con una ciudad donde el sol era de puro fuego. En ese entonces, todavía muchas calles eran zanjones llenos de arena, porque el asfalto no alcanzaba para cuadricular los terrenos de los barrios donde crecían las casitas de tejas acanaladas, plenas de colores y rodeadas por alambradas, o con cercas de tablitas y de cardones secos que deslindaban los hogares de las familias en el barrio donde vivieron. Pobres pero decentes en el decir de su propia madre. Años apacibles los de la adolescencia, le regalaron amigos y compañeros de escuela y todo un vecindario de gentes con sus afanes y sus pesares en sus casas, y en las calles asoleadas donde al mediodía se podía freír un huevo en el enlozado y en las noches, sacaban las mecedoras y los taburetes a la calle para alejar, abanicándose, el calor de la tierra. Poco tiempo después llegó el petróleo y rompieron todo el barrio para empotrar las cloacas y de nuevo abrieron grandes zanjas cuando metieron las tuberías del agua y  entonces fue cuando los chinos de la lavandería abrieron un restorán donde colgaban los gatos en la cocina que se veían sin tripas desde el copudo guásimo, y asfaltaron las calles, y la choza de la esquina, donde el señor Servio Tulio vendía conservitas de maduro de a cobre y terminó por transformarse en una panadería. La palmeta del maestro Aguirre fue reemplazada por la enseñanza también estoica de otro maestro apodado "cuarto emajarete" y así pasó él su adolescencia, viviendo en aquella ciudad amada por el sol, donde el cariño entre ambos, él y su tierra fue floreciendo en vínculos y aferrando sus raíces más profundas al suelo nativo. En la ciudad de fuego, también llovía torrencialmente…
Aún recordaba el eco de los truenos en las noches de lluvia de su infancia, interminables, y en la mañana él veía nacer los ríos, las cañaítas en el barro, los riachuelos, los afluentes, los torrentes de lodo, los lagos y más atrás un mar que se insinuaba costeando las raíces del tamarindo inmenso... Las mañanas de los días lluviosos eran especiales porque entonces se podía jugar a los barquitos de papel. Antes de que escampara, ya la muchachera estaba construyendo la flota con el señor Rubén, quien con toda seriedad impartía las instrucciones y enseñaba con ejemplos manuales los secretos de su ingenio naviero. Cuando ya solo pringaba, entonces todos estaban listos para buscar los ríos más caudalosos, y fabricar un velamen especial con las hojas más tiernas del anciano y retorcido uvero, las tablitas con las grandes hojas para llegar hasta la mar del inmenso y anegado solar, tan solo con una vela de venas que circunscribían membranas rojo amarillentas. Flotaban aquellas barquichuelas de cartón con su hoja impelida por la tibia brisa, se deslizaban singlando entre las cañaítas, y más allá, y al llegar al solar, iban dejando atrás las desiguales cercas laterales de tunas y cardones. Lejano aquel patio sin fondo que durante muchos días terminaba alfombrado de limo y se transformaba en un gran jagüey... Te tenéis que callar Américo, ¿qué remedio te queda?, esperá tu momento... ¿Pero, cómo esperar? En la oscuridad de la madrugada, ante el volante de su escarabajo, él pensó de nuevo en la pesadilla cuando despertara esa madrugada, sin poder recordarla bien. Ahora iba a encontrarse con el fuego, lo sabía, pero pensaba en los días del agua. Se imaginaba la lluvia, repiqueteando en el techo sobre su hamaca de niño, escuchando los sapos croar en el jagüey... Sabroso era el irse a dormir arrullado por ellos, sin soñar con espantos, ni brujas, ni con ciempieses, escuchando el sonido musical de los sapos y el tamborileo de la lluvia, un concierto de la mejor sinfónica. Los sapos del jagüey siempre lo hacían soñar, entonces volaba por el aire y conversaba con ellos quienes le llevaban hasta el fondo, bajo el mantel de limo, desde donde podía mirar a algunos niños flotando en sus bateas, y descendía suavemente bajo el agua hasta tocar con los pies el barro gredoso, atisbando como brillaba a lo lejos el agua, cabrilleando allá arriba, hasta sentirse atascado en el fondo, otra vez, anclado en la arcilla para encontrarse un ratico después libre y en la orilla y poder sentarse entonces a jugar, a hacer la fila larga de bolitas de barro muy redondas, para usarlas con la honda. El resplandor crecía con tonalidades malva y fucsia; más cerca destacaban las luces rojas de algunas patrullas. Las llamas se alzaban con destellos anaranjados, lengüetas bermejas y torbellinos de humo negro que ascendían entre crujidos, chasquidos y pequeñas explosiones. ¡Los frascos!, él pensó en los animales de sus experimentos. ¡Se producía otra explosión! Los bomberos recién llegaban preparando las mangueras. Arribó un camión cisterna. Después de jugar en el jagüey, se pensó acostado en el piso de cemento helado, ante el cielo sin nubes, él se ponía a admirar el encaje verdoso de los cujíes luciendo gotas en cada una de sus hojas partidas, sin que pudieran ellas mismas saber que iban a hacer, si decidían quedarse allí, secándose, tal vez para morir, o si iban a evaporarse antes de llorar hacia el suelo... El fuego se crecía con el viento. Ellas se acercaron a él, ambas hermanas estaban llorando. Rolando daba órdenes. Acaso se podían recuperar algunos microscopios en la parte trasera, ¿pero como llegar hasta allí? Más explosiones. Los ojos claros de María Pilar eran un mar de lágrimas. Juan Carlos indignado se acercó hasta llegar frente a su atribulado Jefe y conteniendo la furia le dijo. Américo, esto no se puede quedar así... ¡Lo juro! Él le miró abatido y tan solo musitó. No jures en vano muchacho...  Entonces fue cuando él pensó en Dulce María y en sus tres hijos, repasó en segundos su niñez en Palmarejo, mirando las luces de Maracaibo, revivió sus estudios de Medicina en la Central, y los años de médico rural en la Cañada, recordó la adaptación de su mujer, la dulce niña bien, a la medicatura, en el monte, a la vida rústica. Ella, su dulce esposa, la niña de sus ojos. Otra explosión y lenguas de fuego lo estremecieron. Se casaron en contra de sus padres. Es que él siempre había sido tan pobre, tan solo le sobraba la riqueza de espíritu y sobretodo, siempre, ¡su Universidad! Desde que pudo acercarse para habitar en la ciudad de las luces, la misma que durante años divisó desde su pueblo, él se entregó a la Universidad, Instructor, profesor Asistente, viajaron al Brasil, regresaron después de que la democracia renaciera en el país, profesor Agregado, antes de tener treinta años ya él era un parasitólogo de fama internacional con publicaciones serias y poseía un tesoro, un selecto grupo de jóvenes médicos que lo rodearon para crear el Centro. Hay un problema le dijeron: tienen que definirse. El humo negro cambiaba con el viento, de momentos era sofocante... ¡Hay que estar en el güiro de la política porque sino se los lleva quien los trajo! Fue en ese entonces cuando él quien no aceptaba a priori la obligación de mezclar la gimnasia con la magnesia... Empezó a hablar...
Aferrándose al podium les miró inquisitivo, taladrando con sus pupilas de fuego por igual a colegas y a estudiantes. Suspiró por un par de segundos y prosiguió: -"Muchos son los que viven diferentemente a como hablan, son los demagogos, son los farsantes." Llovió copiosamente hasta que se inundaron las calles, los zanjones, los basureros y los patios traseros de las casas, entonces cuando el día comenzó a despuntar otra vez, todo era como un jagüey inmenso y apareció como una bola de fuego incandescente el sol y su luz fue filtrándose entre el ramaje trémulo de los cujíes... -"El fuego y la violencia templaron nuestro espíritu de lucha y como el ave Fénix renacimos de las cenizas. Nuestro Instituto con el apoyo de tantos colaboradores, de un equipo humano incomparable, alzó el vuelo hacia firmamentos de verdades eternas". Llegó el mediodía con un sopor de humedad densa e hirviente y se fue explayando la tarde de naranjas pasadas, anegándose en el sol de los venados. Así al acercarse la noche guajira con aquel calor sofocante llegaron los jejenes... -"Desde esta tribuna, cuando ya mi edad sobrepasa el medio siglo, puedo mirar a los enemigos de las Instituciones serenamente, puedo hablar de ellos sin tenerles odio ni sentir rencor, pero entiéndanlo, sobre todo ustedes los más jóvenes, comprendan que hay peleas que deben darse aunque se pierdan, no siempre se puede ganar, pero se lucha y hay que convencerse de que mientras más ardua es la lucha más meritorio es el triunfo. La pasividad ante la injusticia y el abuso es más vergonzosa que la derrota".  Llenas de agua las cabeceras de los ríos cargaron los cauces con despojos como si las ciénagas eructaran todos sus pensamientos turbios y a pesar del sol y del hirviente clima, la lluvia no cesó de traer en oleadas a los millares de zancudos. Solo cuando comenzaron a morirse los burros, los guajiros se miraron entre ellos preocupados, demostrando cierta inquietud, pero ya en ese momento ellos sabían lo que les esperaba... -"¿Y es que acaso la Universidad puede seguirse llamando Universidad? Acorralada como está, en vez de crecerse en la crisis se ha transformado en casa de beneficiencia, es una Institución maniatada porque depende del gobierno de turno y está mediatizada porque no puede seleccionar a su personal ni eliminar a los incapaces, ni enfrentar a los delincuentes que se infiltran bajo su techo. Así señores míos no se pueden señalar rumbos ni cumplir los cometidos que le corresponden a nuestra Alma Mater. Nuestra Universidad se encuentra descarrilada y alienada". Llegaba junto con la epizootia la onda epidémica,  incontrolable, especie de colchón de zancudos insaciables que se ensañaban en la gente. Lentamente descendía el nivel de las aguas. Más allá de Paraguaipoa y de Sinamaica, entre los eneales y los manglares, correteaban chapoteando las ratas de monte mientras miríadas de zancudos se cargaban de sangre. A punto de reventar y a pleno sol, los burros muertos se iban macerando entre el agua, floreciendo en moscas y en gusanos. Espantando mariposas, sacudiendo los zancudos o dejándose picar por ellos a su antojo, los niños guajiros jugaban sudando su hambre febril... -"Nosotros hemos abrazado con fervor los problemas del pueblo; y hemos demostrado que la Universidad es, tiene que ser siempre, la vanguardia en la defensa de la Salud Pública".  Llenando de cadáveres de burros y mulas, la peste loca de las bestias iba progresivamente diezmando los animales de la península Guajira. Casos de encefalitis en humanos fueron uno a uno detectados, considerándoseles clínicamente irrefutables. Cientos de guajiros enfermos con fiebre y cefalea comenzaron a llegar a los dispensarios... -"Da pena pensar que el Zulia produce las tres cuartas partes del dinero que le da vida al país, pero cuando necesitamos conseguir dinero para nuestros hospitales, para nuestros dispensarios, para nuestros Institutos de investigación, donde estamos diciendo a gritos que hay epidemias que diezman al pueblo que padece hambre y sed, entonces tiene uno que irse a Caracas a pedir porque es allí donde está concentrado el dinero y el poder".  Llenando el salón de reuniones en el octavo piso del Ministerio de Salud, en la Torre Sur del Centro Simón Bolívar, estereotipo capitalino de la Venezuela de los años cincuenta, recuerdos arquitectónicos remanentes de la dictadura perezjimenista, allí estaban todos los jerarcas de la Sanidad. Los sanitaristas, enquistados seres, verdaderos sanitarios albergando sus pupas y capullos, ejército de coleópteros con cerebros holgadamente funcionando entre sus antenitas, se reunieron alrededor de la mesa y al comenzar la reunión, como era lo habitual, se retiró el Ministro de Sanidad. Él sin miedo alguno habló. Dijo todo lo necesario… Después vendría el incendio.


Texto levemente modificado de “La Peste Loca” novela publicada por la Secretaría de Cultura de la Gobernación del Estado Zulia en 1997 2da Edición 2011 Wildmills Edts USA

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