sábado, 23 de marzo de 2013

Cantos Gregorianos



Cantos Gregorianos
Jorge García Tamayo
-“Yo mismo puedo contártelo todo, por qué, de mí es de quien todas y todos hablan mal, de mi se dice que soy un sinvergüenza, es cierto, pero, ella, ¿es una santa? Yo si lo sé, yo la conozco, ¿quién mejor que yo?, ¿acaso no es ella mi mujer?, ¿acaso no me casé con ella con todo un ceremonial en la Catedral y por la Santa Madre Iglesia? ¡Velo, corona y toajaiba! ¿Quién mejor que yo puede conocer a mi gorda merluza, mi doctora, mi pelota angelical?
 
Por eso mismo te lo digo yo, ¿quién más? Yo, el propio, yo el mismo, yo el tipo que la enamoró cuando era una virgencita pura y dulce. Yo mismo soy quien te lo dice, fijate en la clase de guayacán en que se me ha transformado. ¡Pacogerle cría! ¡Ahora, es una cuaima raboamarillo! ¿Por qué creéis vos que yo vivo tan lejos? Vos ni te lo imagináis, pero pensá, discurrí y veréis que a las dos pasadas yo tengo razón y ella misma, sí, ella puede haber sido la que me ha separado de todo lo que era mío... Ella se cuaimatizó. Pero bueno chico, ultimadamente, esta jaiba te la cuento, porque me sale del forro. Esto te lo digo yo, mi hermano, te lo digo de verdad, sinceramente, no son vainas de palos, no... Hace años… ¡Birrrsia! Una pila de años hace… Calculá vos, te hablo de cuando yo fui a su casa por primera vez, y te digo que no me acuerdo si olía a incienso o a humito de vela de sebo, te digo que no recuerdo bien, pero te puedo jurar por mi madre santa que sonaba un fondo música de órgano, no, no te riáis, no, ¡a vaina chico!, de esa música, la sacra que llaman… Ajá, de iglesia. La que mientan canto gregoriano, creo... Maginate vos que Sara tenía una tía monja, un primo en el Seminario Diocesano, un hermano en Roma, la familia entera era supercurera. Ella había estado toda la vida ligada a la parroquia de la Santa Catedral y eran todos de misas y de rosarios, los rezaban como arroz picao, ¡eran unos ratones de iglesia, o ¿de sacristía será como los llaman? Calculá vos, que eran tan beatos que llegaban hasta un punto tal, que veneraban como santos a unos antepasados que estuvieron sepultados en el piso del templo, bajo las lápidas, debajo del suelo que todo el mundo pisaba todos los días. Bueno, de esa golilla precisamente es que te quiero hablar, porque la he estado recordando ahora, ni sé por qué, y esto es, si vos queréis oírme, ¡de bola!, Okey, porque si no me callo. ¿Sí? Bueno atendeme pues y ya mismo te cuento. Es sobre un mal rato que me tocó pasar...  Nos casamos con todos los hierros, ¡tremenda boda!, y cuando regresamos de la luna de miel para instalarnos en la ciudad de fuego, hace muchos años, claro está, todo fue antes de que mi mujer engordara y se cuaimatizara, en esa época…

Ajá, bueno, es que chico, no es de ahora de lo que te estoy hablando, es de la época bonita, de cuando mi Sara era Sarita, la de los ojitos azules, no era esta piazoevaina agresiva que actúa con una violencia reprimida, la de ahora...  Yo se que pa vos, que no más me estáis conociendo ahoritica, es difícil imaginarte estas cosas. Yo sé que para cualquiera tiene que serlo. Puede que yo ahora viva fuera del país y que me dedique a hacer otras vainas, ¡soy un catador de vino bien arrecho!, siempre fui bueno en eso, y en otras vainas también. ¡Oohjjh!  Bueno, pero lo que te voy a contar es una jaiba familiar, como el refresco de botella grande, sí, familiar, es decir, una historia personal, pero vivida en el recinto mismo de la santa iglesia Catedral. Te lo cuento a vos, no solo para que veáis mi aguante, si no para que vos tengáis una idea de los religiosa y tradicional que era la familia de Sara. Para que la podáis comparar con esa gorda rabiosa que acabáis de conocer y que si te descuidáis te dice de mí todo lo malo que se le pueda ocurrir. Se ha vuelto un demonio. No sé si me lo vais a creer, pero todo esto que te voy a contar, fue antes de que ella se parapeteara contra mí, antes de volverse así, como vos la conocéis en la actualidad. ¿Vos ya habéis hablado con ella, verdad? ¿No? Bueno, cuando la conozcáis de cerquita te acordaréis de mí. ¿Te dije ya que sus familiares, tenían a unos difuntos bajo tierra en la iglesia? Bueno, pues figurate vos que  un día me avisaron que tenía que ir con urgencia al templo, y no era a rezar, ¡no joda!, me llamaban para que estuviese presente en el momento de mover las tumbas de los parientes de Sarita...  Se había roto una tubería y estaban quitando las lozas del piso de la iglesia para evitar una inundación, o no se que verga sería, pero necesitaban testigos de la familia, en realidad no se para que coños me llamaron a mí, pero fue Sara la que pidió que me ubicaran, y allá fui a parar. Teníamos que testificar ante el obispo y las autoridades de la policía y de la municipalidad durante la movida de los féretros. ¡Como si nosotros hubiéramos conocido a los difuntos! Yo con mi católica y apostólica mujer...

¿Fue en la época de la Colonia?, pues ni lo se...  De repente y tal, esta jaiba comenzó por allá por los tiempos de Venancio Pulgar, o ni tan siquiera sé si fue en el siglo XIX... Pues bien. Vivía este señor en una hacienda, y tenía unas tierras, un hato, por allá, por los predios de La Concepción, al sur oeste de la ciudad de fuego, y era muy rico, el tipo dizque tenía montones de peones y cabezas de ganado y se sabe que el hacendado era muy amigo de los curas. Era no sé si de origen catalán, o vasco francés… Medio musiú era ese coño, pero el cuento es que se cayó de un caballo y se fracturó la parte baja de la columna vertebral. Quedó en cama y lo fueron a ver varios doctores y curanderos sin conseguir su mejoría. No sé de donde salió la idea, pero alguien le dijo que solo un doctor en París podía repararle la chocozuela y que solo así podría volver a caminar y a orinar por su cuenta. Tal vez, sobretodo, a cumplir con sus funciones de macho, pues el hombre que era muy rico, y era joven, se había casado hacía muy poco tiempo con una linda mujer. Muy sufrida ella, debo decírtelo, pues el tipo había quedado rejodío después del accidente. Así fue como su joven esposa le acompañó hasta el muelle, al malecón, y le despidió en el puerto una mañana cuando lo vio partir en una goleta, rumbo a la lejana Europa. Pasaron meses, las noticias se recibían con retraso, y al fin se supo que lo habían operado y que no mejoraba, había empeorado y padecía  por su condición de lisiado, en el frío invierno parisino... Un día, el hombre se decidió, se dejó de pendejeras y le escribió a su mujer. Dicen que le ordenó que dejase la hacienda y que viajara para hacerle compañía en el difícil trance de su penosa enfermedad. Para resumir te diré que la joven y valiente mujer se embarcó en otra goleta, cruzó los mares y al llegar a París, en Francia, su marido ya había fallecido. Le entregaron el cadáver embalsamado para que se lo llevara de vuelta a su tierra. Nunca pude averiguar si fue como consecuencia de una depresión, con esa historia de pesares, ¡pues no era para menos!, o si fue, como creo, un víctima más de una epidemia de la gripe española que azotaba el mundo para aquella época, pero la joven viajera enfermó y en otra goleta regresaron los dos, los dos cadáveres embalsamados, para ser sepultados en la Catedral.

Estos eran pues los antepasados de Sarita, los mismos que estaban siendo zarandeados en sus catafalcos por aquellos obreros guajiros semidesnudos y sudorosos en medio del infernal calor de un mediodía en la ciudad de fuego. Estábamos el obispo y las autoridades, Sarita y yo mismo presenciando lo que estoy tratando de contarte, todo como consecuencia no sé si de unos tubos rotos o de una decisión de la Curia para mover los esqueletos de sitio, cuando se escuchó como un silbido. Fue una especie de gemido surgido desde el foso y de inmediato se produjo una corriente de aire helado, como de un congelador, no se si la sentí yo solo, pero en ese instante, ya habían sacado y limpiado la tierra de los dos ataúdes, los habían despejado ante nosotros cuando la pica de uno de los obreros se clavó en la madera de uno de ellos. En ese preciso instante, aquella especie de gemido nos estremeció mientras comenzábamos a respirar una pestilencia de los mil demonios y los guajiros saltaban hacia afuera de la fosa, horrorizados y se largaban corriendo. Uno de ellos, el más valiente sin duda alguna, se atrevió a destapar el féretro... Elegantemente vestido, el cadáver de un individuo joven, muy pálido, de grandes mostachos, comenzó a hacer muecas. Digo, su piel cambiaba de colores del rojo al violeta y rápidamente ante nuestros ojos y en medio de una fetidez insólita comenzó a descomponerse. Mientras esto ocurría, una nube de moscas verdes hacía su aparición zumbando y envolviéndonos a todos. Espantados retrocedimos un paso pues la pudrición era inaguantable. El obispo rociaba agua bendita sacada de una ponchera plateada que sostenía a su lado un aterrorizado monaguillo, mas pronto también se echó para atrás. Los policías se largaron corriendo y rezongando, y mientras tanto, nosotros observábamos como el cadáver se transformaba en una licuefacción de olores, humores y colores, en tanto que el guajiro más valiente comenzó desesperado a echarle puñados de cal al difunto. En la otra urna no se dio el fenómeno. ¡Ah!, por qué pasado el susto, nosotros mismos pedimos que la abrieran, y de la linda joven, cuya fotografía está en un camafeo que Sara rescató, ¡del cuello de la difunta!, a pesar de mis protestas, ¿podréis imaginarte tal cochinada?, pues de la difunta tan solo quedaban los huesos, el pellejo reseco y la ropa ya deshecha.

En realidad ni sé para que te estoy contando todas estas vainas, quizás tan solo para decirte que hubo un época, supongo que sí, hace muchos años, cuando Sarita y yo, me imagino que éramos felices, ella no era gorda ni se había cuaimatizado, y yo... Bueno, yo no era un santo pegado a la pared, es cierto, pero era un marido complaciente. ¡Como sería mi devoción y mi cariño hacia ella, que hasta pude ir a la Catedral y desenterrar sus muertos, unos difuntos que para mí eran ajenos!  Así también fui con ella, a acompañarla muchos domingos, a la misa, del brazo, como todo un buen padre, con bendición papal en casa y demás... Todo eso fue antes de la cuaimatización. Por eso te digo que no hay derecho, porque por muy putañero que haya sido yo, siempre existió una especie de, ¿cómo te digo?, de respeto. ¿Será? ¡Es que no puede ser! Si es que, imaginate vos, que mi hijo mayor, el que estudia ingeniería, me aseguró estar convencido de bola de mi maldad, y claro está, ¡es lógico!, es que lo han embullao, es que le han hecho una especie de lavado cerebral. Mi hija me ha dicho que con su madre está todo el tiempo rezando para que yo me empareje, para que me componga. Ella cree que ni en coco me compongo, dizque ni con carburo voy a madurar, así pues… Estoy en salsa. Está mi nombre, como una ofrenda en la lista de un tal Monseñor Balaguer, que, ¿qué sé yo quien será?, pero mi otra hija, la que aspira a meterse a monja, tiene una beca y se va a ir a un sitio a hacer penitencia para que yo no me condene. ¿Habréis visto una vaina más arrecha? ¡Que no me jodan más! Vos ya sabéis que en la ciudad de fuego corro peligro, segurito que voy y me aparezco y como un mismísimo bolsa me zampan en la cárcel. Estoy más rayao que billete de Zulia, pero lo que no termino de entender es por qué esta bendita gorda del carajo, ¡mi mujer pues!, que ya no es mi Sara de antes. ¿Por qué será, digo yo, que ella no acaba por aceptar que yo soy su oportunidad?, la mejor chance que tiene, para que todos ellos se ganen un mollejero de indulgencias, para que, se purifiquen, ¡njoda! Yo soy el mejor ejemplo de que se pueden casi beatificar con la buena obra de mi regeneración. Deberían rezar que jode por mi salvación, pero la del cuerpo, por mi salud, ahora que el hígado está echándome vainas. Pero no, no es así. Rezan para que no me vaya con el diablito. ¿Habréis visto? Lo peor del cuento es que, con los años, me pareciera cada vez más ver en mi cuaima a una Otelo femenina, ella, me cela... ¡A vertica!, no me pongáis esa cara. Así en la distancia, segurito que se muere por volver. Así como en la ranchera, esa no es gregoriana, no ¡que va! ¡No es cualquier pendejera tener a este caramelito riiiico! ¡Ay virsia! Sara todavía me cela, yo estoy seguro, y eso es porque donde fuego hubo, hay cenizas, ¿o tizones más bien será?, diría yo que quedan... De que quedan, quedan. Si te cuento, que hasta me amenazó una vez, pero no con pegarme un pepazo, no... ¡Con caparme! ¿Te dais cuenta? Así que a mí no me vengan con el Opundei, ni el cuento del popus nai, ni del raspinflay. Tantos padecimientos y sufrimientos como dicen que han aguantado y ahora dizque todos tienen que purgar por mis escapadas y mis borracheras del pasado. Tantos rezos, pero nada de rockolas, purito canto gregoriano sonando, y aquella devoción con una pila de santos de por medio, ¿y para que? Vos veis. Yo ahora, soy una víctima de la intolerancia. Yo, ahora tengo que vivir en el exilio, si regreso hasta voy preso... Pero es ahora sí, ahora cuando ya estoy viejo y cansado, con el hígado vuelto cenefa, ¡viurga chico!, ¿sabéis que?, creo que por lo menos sirvo para algo... Soy bueno para que otros busquen su salvación a las costillas de mi mala vida. ¿Cómo te parece? 

Con algunas modificaciones, "Cantos Gregorianos" es parte de la novela "Ratones desnudos" recientemente Editada por elotro@elmismo Eds, y actualmente distribuida en librerías de Venezuela.

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