jueves, 28 de febrero de 2013

LA MUJER DEL METRO



LA MUJER DEL METRO
A Eduardo Liendo

" esa mujer del Metro a la que has seguido, un fantasma anónimo que reaparece ahora de repente"
Henry Miller
"SEXUS 1"


Percibes el calor de su mano, mas sientes sorprendido que te empuja, imaginas sus dedos largos e intentas atraparlos y notas que se escapan sin remedio, los sentiste clavados en el pecho con el impulso de su cuerpo todo, su palma y dedos en tu costillar cuando esperabas tierna caricia tibia y ese tu asombro al inclinarte y trasponer la línea amarillenta que se pierde en la boca iluminada por el destello parpadeante de la máquina que crece prontamente.  Trataste de agarrarla, sí, mas ya vas torciéndote de angustia y tratas de voltear pero tu cuerpo cae antes de dar la espalda, sin posibilidad alguna de apoyarte, y entonces distingues aún su mano, pálida, sus uñas escarlata y hasta su rostro crees detectar entre el gentío, cuando ya has comenzado a descender iluminado todo tú por el monstruo creciente que emite su mugido agudo y te eclipsa el rumor y los gritos de la muchedumbre estática, petrificada en el andén.  Te alejas de ellos sin asidero, sin balance, sin remedio y sabes que era ella. Entiendes que es esa la mujer del metro, la que has seguido hasta la calle, hermosa y misteriosa, es esa joven, la del guiño amable, cuando colgabas de la abrazadera, tú, ser anónimo y te sonrió con su mirada cómplice, guindando tú con tantos otros cuerpos y aquel multiplicarse de su sonrisa reflejada en las puertas, ¡tantas!  Esa, la mujer del metro, la que casi se pierde entre el tropel a la salida de la calle y tropezarse y empujar y correr desesperadamente y la impotencia en la escalera atiborrada de figuras inermes, interminable la escalera eléctrica, ascendiendo. Esa, la mujer del metro que desapareció en el resplandor incandescente de la calle, colmado de empujones e improperios y en el espacio caes y casi ya no ves el brillar de sus ojos, mas otra vez, quizás muy al final logras atisbar su sonrisa. Esa, la mujer del metro, la que has seguido hasta la calle, la que has perseguido desde lejos sin entender porqué tenías que hablarle, se esfumó tras un auto antes de desaparecer tragada por la esquina, ¡es ella! Tú captaste el mensaje y corriste como loco escaleras abajo, ese fantasma anónimo se ha materializado, y carne y huesos, y sonrisa, y aquel guiño achinado y amable, estuvo por segundos a tu alcance, hasta tocarla casi, cuando ella colocó su hermosa mano con largos dedos de uñas esmaltadas de un rojo sangre sobre el pecho tuyo, y la sorpresa, el fuerte ramalazo y tu trastabillar en el asombro. Esa, la mujer del metro te entregó todo el peso de su hermosa figura y tú te fuiste más allá de la línea amarilla y no obstante, todavía lograste detectarla entre la gente, arriba, desde el abismo, sin retorno ya, ante la máquina que gruñe y pita y bufa encandilándote. Esa mujer del metro, seguro estás, proviene de esa tú pesadilla reiterada, la de un sinfín de madrugadas sudorosas, de tantísimos despertares crispados, corazón al galope tendido, de angustias sostenidas, toda una vida de búsqueda infructuosa, hasta encontrarla, ¡al fin!, ¿después de cuantos años?, ya casi de cabeza lo entiendes todo, ¡claro!, es tú fantasma anónimo que reaparece ahora de repente cuando la máquina acezante ruge casi encima de ti...

...de "El movedizo encaje de los uveros"




5:45 am         Desde el castillo de proa, frente a la cubierta, podía oír como gemía el maderamen. El mismo percibía su respiración febril y entrecortada y las olas le llegaban una y otra vez. Juancho respiraba con dificultad, se sentía suspirando, desde lo más profundo, trombas de agua le sacudían, pletóricas, ¿de miedo? No veía por ningún lado a los marineros y se preguntaba si sería posible que la tripulación hubiese desertado. ¿Es que acaso estoy presenciando un motín? ¿Estarán escondidos? ¿Quizás en la sentina? ¡Recontra rayos!  ¿Estaremos acaso a la deriva? Ante él irrumpió el cabello canoso, la frente arrugada y luego las cejas como un erizo de mar, de manera que él le reconoció prontamente. Era Don José García. Miles de trazos desdibujados en su rostro creaban surcos cambiantes de posición y de forma. Él notó muy de cerca la piel agrietada por el viento del mar, alrededor de sus ojos circunvalados por un halo gris opaco, limitando el perímetro de sus pupilas cenicientas, brillantes, y aquella especie de fulgor que se expandía en círculos concéntricos confundiéndolo. Luego apareció la boca diciéndole algo, moviéndose, lentamente, su lengua roja se le veía entre los dientes, un oscuro orificio que se dilataba, se abría, se cerraba y en aquel momento preciso, una por una fueron brotando las palabras. ¡Al pairo grumete, estamos al pairo! Lo dijo con toda la autoridad que le confería su rango, y Juancho asintió, es decir, lo hizo mentalmente, puesto que no podía movilizar el cuello ni la cabeza. Estaba pensando que, casi seguramente Don José era el contramaestre, y esa persuasión le tranquilizaba un tanto, al menos no tendría que ir corriendo a controlar el rumbo en el cuaderno de bitácora, tenía que estar fijado con toda precisión. Pero su cuello estaba rígido y la arboladura crujía, y mientras tanto él miraba desde su envarada posición los obenques tensados, los palos y las jarcias fijas, las firmes y las rebatibles, sacudiéndose en las gavias, sosteniendo a duras penas un velamen que parecía querer explotar con el chubasco. Esponjadas como pechugas de palomas. Juancho pensó en Martina mirando las velas, ellas se inflaban en el palo mayor, rechinaban en los obenques y ni hablar del trinquete, casi explotaba con el vendaval. Aquello era más que un golpe de viento, un verdadero chubasco y desde su incómoda situación, tendido en cubierta, logró ver cómo la vela se hinchaba, se combaba y crecía descomunal. Lo mismo ocurría con el velamen del bauprés. Era la señal que indicaba el cambio de rumbo de la nave, y él casi lo percibía desde la cebadera hasta sus manos, como si fuese él mismo el timonel y sin embargo, horizontalizado, ¡vaya que era difícil la cosa!  En su posición sobre la cubierta del castillo de proa, viendo tensarse las jarcias fijas y las rebatibles, con los obenques templados al máximo muy a pesar del ventarrón, él estaba considerando el caso, pues notaba una incongruencia más. El cielo era refulgente, con un azul indefinido, lo cual hacía imposible pensar en tempestades, pero tampoco estaban en calma chicha, no percibía chispas ni relámpagos y miraba hacia los palos en lo alto en una electrizante espera por fuegos de San Telmo. Azul esfera, azul pastel, añil indefectible, prusíaco, infinito, lapizlázuli ignoto, turquí, turquesa y como signo ominoso, masas algodonosas de nubes tumultuosas, cambiantes, ampulosas, formadoras de ogros, de perros y ¿de ratas?, sí ratas grises, pardas, plomizas... Un escalofrío lo estremeció. En su rostro inmóvil percibió un golpe húmedo y renovador y quiso pensar que era aire fresco. Entonces le llegó el momento de sentirse enfurecido por aquella incapacidad suya para moverse, por ese querer levantarse, incorporarse sobre el maderamen y no poder hacerlo. Allí mismo, en la cubierta del castillo de proa, sin lograr ni siquiera levantar la cabeza, desesperadamente su furia le llevó a hacer un gran esfuerzo. Lo último que percibió fueron las nubes en forma de grises roedores que descendían como motas de hollín. Juancho pensó, me asfixiarán, me ahogarán. Eso se dijo cuando sintió como un latigazo que le cruzara el rostro, el chasquido de sus lagañas al despegarse.  El tío Vicente sentado al lado de la cama, lo observaba con cara de preocupación. Juancho quiso preguntarle por ella, decirle, explíqueme usted tío, cuénteme, ¿dónde está Martina?, pero no pudo articular palabra alguna.  ¡Sé le antojó creer que estaba inmerso en un sueño! Tenía que ser así, y sin embargo se asustó al escuchar ronca su propia voz, diciendo... Me duele todo, tío, quiero ver a Martina, me siento muy mal tío Vicente...  Sus palabras terminaron en un susurro y cerró de nuevo los ojos.

5:55 am      Tulia le dice a Martina susurrante. Déme ahora el mechón de pelo y préndame otra vez este tabaco. Su cabeza está apretada por un rojo pañolón. Déme otro trago de ron. Desde un cromo desteñido Santa Lucía las mira sin verlas y a su lado Simón Bolívar con el indio Guaicaipuro se apoyan en el pretil del altar chorreado de masas de esperma alrededor de los candiles parpadeantes. ¡Otalá orichá!  La negra fuma un grueso tabaco, el humo es denso e impregna el aire. El arcángel Gabriel mira de reojo a María Lionza y suspira pensando... ¡Negra cumbamba! La danta los observa con sonrisa meliflua. Huele a sábila. ¡Obalá Ochum, aye! Suena la maraca. ¿Lo sientes palpitá? Está adentro. Se vuelve a untar el aceite en cruz entre las tetas péndulas y luego en la frente. Suena el ramaje agitándose para el ensalmo. Tulia se empina un trago en la botella de ron. Esto te curará del mal de ojo, la reina Onza me protege, un ensalmo de yerbas paque amarre. Se persigna mientras los invoca murmurando. Sanará, sana sana, culo de rana. Sana por el negro Felipe, sana saná. Sus dedos son huesudos, de uñas pálidas y amarillentas. ¡Ay! Bembelé, ay Ochúm, ¿sanará veldá? Se agitan las caraotas rojas y negras en el sonajero. Viene Ochúm a los brazos del Bendito, alabado sea Changó bendito, amén. Un buche de ron. Chorrea la vela de sebo en la mano, pero ella no siente las gotas que le corren hirviendo. Lágrimas de esperma ante el cristo cabeza abajo. Ahora ella se ha agachado en el suelo. El humo amostazado asciende. Tulia se agita como una gallina clueca. En la oscuridad del recinto, el negro atisba sus movimientos. Ella canturrea meneándose acompasadamente. Musita una especie de murmullo. La sigue con su vista el negro Miguel. En cuclillas espera el negro patas de araña y sus ojos amarillos brillan en la penumbra. Grillos y cucarachas van a la tapara, con el aguardiente, se mezclan con ramos de cadillos los pétalos malváceos de flores trinitarias y de puticas coquetas. Tulia bebe de la tapara y los rocía, después un hilo de ron corre desde las comisuras a la barbilla. Suenan las ramas del ensalmo y el sonajero y los collares de caracoles chasquean bulliciosos. Ella lanza los huesos y las piedras sobre la tierra apisonada. La puerta está trancada por dos inmensas caracolas opalinas. Ella pone las manos en la tierra y le dice. Persígnate mientras lo invoco. Miguel bañado en ron se sacude y plumas de gallo negro flotan en el aire. El humo del tabaco es amarillo y espeso. Ella sumisa bebe de la botella.  Empínatela. Se esponjan sus pechos, los siente crecer. ¿Será que será? Las plumas descienden oscilantes. ¿Será por el viento? Ella se los toca, los siente calientes. Los acaricia y suspira. ¡Tú vas a ve! Las hierbas caen en la tapara y el humo denso del tabaco le provoca náuseas. El negro Miguel la mira desde el suelo, está acurrucado, escuchando a Tulia. Negro Primero, negro Felipe. Orichú, Otalá, Obatalá, San Marcos de León. Ella respira anhelante. Se toca sus muslos suaves, acaricia su vientre tenso. Es la serpiente, es Ochúm, es la culebra, ¡es Changó! Ella suspira. ¿La sientes? Tulia regresa al sonajero que chasquea con estridor, escupe el ron rociándola. ¿Lo hueles? ¿Sí? Es Changó que ya viene. ¿Lo sientes? ¿Sí? Bébete el ron, empínatelo. Ella capta aquel fuego, es un hervor interno, hay algo en su cuerpo que crece, y se tuerce, algo que late, turgente. Ella lo percibe, es un calor extraño que le recorre las piernas y le quema el bajo vientre. Es la serpiente, es la onza y es el león. María Lionza los observa de reojo, la danta inmensa le sonríe otra vez desde el cromo y el negro le pela sus dientes manchados. Ella comienza a temblar, sus muslos se estremecen, sus caderas firmes esperan.  Las velas desplegadas hacen tremolar el palo mayor. Con el tabaco te se va a curá, tú vas a vé. Chocan las olas, la resaca hace ese ruido profundo, ¿hierven?, suenan las caraotas, ese sorber hondo, allí entre las piedras, la espuma asciende y ella la percibe en sus corvas, golpea en sus nalgas, ella recibe el embate de las olas y se balancea. Ochúm, no se le irá, lo abraza. Es él. Es mía. Ella gime. Es la serpiente. ¡Ochúm! La negra Tulia agachada escupe en la tierra.  Explotan las olas, se filtra el ron y la saliva entre las piedras, se los va chupando la arena. ¡Otalá! La están llamando. Ángeles, arcángeles, rugen en la espuma, Maria Lionza, en las piedras negras, sobre ella, es el ruido acezante del negro Miguel, la acaricia, querubines, la huele, serafines, ella con el golpe de la ola tiembla, súcubos, íncubos, la recorren cientos de burbujas fosforescentes, grifos, mandingas lucífugos, mientras ella sonríe y se deja hacer, rendijas, hendijas, grietas. Grita, y él la besa allí, con pasión, ronroneo, acezante, allí, es un gallo negro, aletea en el aire y cientos de plumas vuelan y salta el chorro de sangre. Se fue el gallo, se fue... ¡Ochúm bendito! Las gotas caen en la tapara, los caracoles y las piedras están en un círculo hecho en la arena apisonada, cascajos y cenizas, cual si estuviese frente al altar. Ahora repta la culebra...  Se escapa. ¡Se te va a curá mujé! Marina la escucha de lo más segura, mientras respira reposadamente, está confiada. Él va a saná Yo lo sé, le dice Tula… Tú lo va a ve...

Texto extraído de  “El movedizo encaje de los uveros”
Novela.
EDILUZ Edit 2003

Unas crinejas y dos lazos rojos



Unas crinejas y dos lazos rojos
Sentirás la sangre tibia en tu espalda y verás como se impregnan tus manos. Comprenderás que el asiento se te está transformando en un charco bermejo. Será entonces cuando concienciarás que tiene que haber sido tu arteria intercostal, la de la última costilla, la flotante. Fue allí donde sentiste el golpe, un toque suave, entre el gentío, al entrar al vagón, y casi ni percibes la herida que tiene que existir, pero no obstante sabrás que ha de ser una arteria intercostal, rasgada, y que ella misma se ha vuelto un tibio grifo abierto. Es como un río que fluye y se chorrea por tu costado derecho, y te calienta, y te mancha de rojo, que cubrirá tu espalda, tus nalgas y tus manos, las que te mirarás sin querer comprender que será lo que está sucediendo. Entonces, pensaste en la negrita de las crinejas, allá en el suelo, sin llorar pero mirándote, con sus ojos muy grandes y sus dos lazos rojos en el pelo. Demasiado rápido. Todo lo acontecido había sido sorpresivo, casi instantáneo e incomprensible. Sentirás que te ahogas mientras intenso, el dolor se concentra y se aprieta dentro de tu pecho. Comprenderás ya sin remedio, que todo se produce por el colapso de tu pulmón derecho. En la seguridad de que es una estocada lo que ha venido provocando todo aquello, preferirás creer que nada de cuanto ocurre es cierto, pues nunca pensaste que esta situación pudiese darse, es decir, en el primer momento... “Me empujaron”. Eso fue lo que imaginaste al momento de entrar, un leve golpe y ante la puerta, entre el gentío casi caíste sentado en el asiento, con tu morral encima.
Fue allí mismo cuando percibiste el calorcito que comenzó a inundarte por la espalda y las nalgas, por casi todo el cuerpo se te fue mojando y pronto comenzó a empegostarte de bermellón. En ese instante, observaste tus manos rojas por la sangre. Son estos los concretos hechos que te obligan de momento a examinar tu situación. La pleura estará rota. Se ha producido un neumotórax. Eso ya lo sabes y estarás consciente de que tibiamente, te desangras a borbotones por tu costado derecho. Comenzarás a temer que quizá no llegues a la próxima estación del Metro. Notarás como la gente que antes te rodeaba, se va apartando y ahora te hace un cerco. Algunos gritan, les ves sus rostros, demudados, ansiosos, y entonces volverás a recordar a la niña en el suelo. La negrita con sus crinejas y sus dos lazos rojos, la cara sucia, no lloraba, estaba allí sentada, y tú, casi te vas de bruces al tropezar con ella. Pero sucede que estarás en el vagón del Metro y ya quizá ha quedado lejos la estación de “Gato Negro”.
Aceptarás que te sientes muy mal, que estás disneico, que vas empeorando, y en ese instante, pensarás que ya casi nada, ni nadie podrá te salvar. Lo sabes, no habrá remedio... Escucharás nuevamente dentro de tu cabeza los alaridos de la madre, ”¡desgraciado, maldito!”, y te repites para ti mismo, tal vez en un intento por tranquilizarte, que fue ella, fue su propia madre quien la dejó en el suelo. Te lo dices y de nuevo la escuchas, “perro maldito, casi me la matas, ¿cómo que eres ciego?” Sucedió todo así, de lo más rápido, seguramente porque tú estabas muy cansado, estabas medio ido cuando comprabas el boleto, te habías puesto el morral sobre tu pecho, por delante, y tal vez esa decisión te impidió ver a la niña en el suelo. Te fue imposible detectarla. Estaba la negrita acurrucada allí a tus pies, y tú estuviste a punto de pisarla. Eso fue todo. Sufriste un tropezón con ella, en el momento imaginaste un bulto, una caja, un maletín, ¿quién sabe que pensaste? Dando traspiés, brincando como loco, casi cayéndote, mientras ella, ni lloriqueó, tan solo sorprendida por el golpe de tus zapatos, te miraba allá lejos, desde el suelo. Allí quedó sentada, con sus ojos muy grandes brillando en la carita sucia, con sus crinejas y los dos lazos rojos. Te fuiste de narices dando tumbos, puede que fuese el peso del morral, eso pensaste de momento y sin caerte, sobreponiéndote lograste equilibrar tu cuerpo.
Echaste a un lado tu morral y llegaste con una mano a sostenerte en el suelo y desde allí la viste, ella seguramente sorprendida te miraba, allí sentada, sin llorar pero el rugido de los usuarios en la línea de los boletos se hizo ensordecedor. “Maldito, desgraciado”, “por lo menos excúsate”, “so perro”, “escuálido maldito”, las voces se sumaban a los agudos alaridos de la madre, “¿no ves por donde vas coñoetumadre?”, y volteaba pidiendo apoyo a una turba que se arremolinaba rompiendo el orden de la fila. “¡Haz algo chico!”, “¡hey, desgraciado!”... Tu corazón se aceleró dentro del pecho. Estabas tan cansado, que te dio rabia la situación. Todo cuanto ocurría era tan absurdo que te dijiste sin más miramientos. “¡Váyanse todos bien largo al carajo!”, y por eso, pues nada más te diste media vuelta. “¡Excúsate maldito”, retumbó un vozarrón desde la fila. Al ya cruzar la valla, aceleraste el paso y decidiste descender al andén.
Mientras bajabas por las escaleras consideraste una excusa tal vez salvadora. “Es que vengo demasiado cansado, ya no doy más, y no la vi, eso fue todo, ni la vi y era que allá en el suelo a mis pies, ¿cómo iba a verla?... ¡Caray, es que cuando llegan vienen todas juntas!, las cosas malas, digo...” Lo pensaste y regresó a tu mente la interminable noche de la pasada guardia, otra vez te tocó de primer ayudante y cuan brillante era tu colega Antulio, el mejor neurocirujano de la ciudad, sin duda alguna, y, además, lo salvamos. En un segundo dentro de tu cabeza, reviviste las horas de tensión, allá, de pie, en el quirófano. Tal vez reconfortándote, recordaste como operaban una herida de bala en la cabeza. Pensaste que habían sido unos malandros... Así es el oeste de esta ciudad, todos se matan entre ellos, un disparate sin sentido, no hay Dios ni ley, solo nosotros que intentamos curarlos. Esta es la capital, ¡que vida! “La sucursal del cielo” le decían en tu tierra, cuando viniste desde tu pueblo, desde las tierras llanas, en La Pascua, a terminar con el bachillerato, a estudiar y estudiar, y al final te graduaste de médico, y aspiras  emular al gran Antulio... Llegaré a ser un neurocirujano. Repasaste los hechos, y quizá para exculpar tu tropezón con la negrita, recordaste como tintineó el plomo contra el metal de la bandeja... Le sacamos la bala. Lo hicimos, te lo repetirás al recordar cuando sentiste el suspiro de alivio de la instrumentista... La Petrica, que está más buena que comerse un pollito con las manos...
¡Que estupidez pensar en eso en estas circunstancias! Es cierto. Te lo dirás al regresar a aquel momento cuando volteaste para mirar hacia la boca del túnel por donde estaba apareciendo el tren. Si algo me consta, si algo sé, es que salvamos al malandro. Piensas que lo dejaste estable. El increíble Antulio, tu maestro te iba luego a decir... “¿Y que tal si vuelven los que le dieron el pepazo?, esos caifanes puede que lo masacren, que se lo echen al pico durante el postoperatorio”... Deben ponerle vigilancia, eso fue todo cuanto pensaste, mas sabías que no contaban con agentes del orden, ni Dios ni ley ni Santa María, pero te dio por recordar que estaba estable, buenos signos vitales, lo chequeaste antes de salir con tu morral a cuestas... Fue allí mismito donde te cacheteó la primera sorpresa del día. Eran tan solo las seis de la mañana y ya te habían robado el auto del estacionamiento. “Se lo palearon pana”. Fue todo lo que pudo decirte el vigilante. “Soy nuevo aquí,¿cómo voy a saber quien es el dueño de cada carro?” Estabas tan cansado que ni insististe, al fin y al cabo ya era la tercera vez que te robaban un automóvil y por eso tu Volswagen era un cacharro viejo, todo destartalado. “No respetan ya ni a los carros viejitos mi estimado!” Si lo sabrías tu mismo y el cuidador burlado todavía rezongaba. “¡Una mierda respetan!” ¿Qué podías añadirle para completar aquel cuadro? “Está bien chamo, yo me iré en el Metro”...
Entonces la localizaste por el celular y le pediste que te esperase en una estación... “¿En la estación de “Chacaito”?” Ella te preguntó y ya al estar de acuerdo se despidió de ti. “Adiós amor, adiós”, y tú pensaste, que si tomabas prontamente el Metro, en una hora podrías estar durmiendo a pierna suelta, y en tu casa... Pero ya el Metro raudo avanza y tú sigues sentado ahogándote, y ahora estás todo torcido, has resbalado y vas anegándote en la laguna de tu tibia sangre. Gritos en la estación de “Agua Salud”, pero el maquinista no debe saber nada porque se vuelven a cerrar las puertas y los carros avanzan y ves luz, un elevado, un traqueteo, y hay frío. Sentirás la disnea cada vez más intensa, la opresión en el pecho, con dolor, y pensarás si acaso se les ocurrirá tocar alguna alarma. Detendrán los vagones, seguramente, y entonces puede que nunca llegues a encontrarte con ella. No podrás verla. En vano te esperará, quizá aguardará por tu salida en la estación de “Chacaito”. Notarás como la gente ya se te está nublando y no puedes creer que todo sea por la negrita de las crinejas y los lazos rojos, más bien, te dices, pueden haber sido los malandros. Tal vez fueron los mismos que abalearon al chamo que operamos. Tal vez se desquitan conmigo. Me acuchillaron... Pero los ojos grandes de la negrita no se te olvidan, brillantes y  su carita sucia, con sus crinejas, y los dos lazos rojos, allá en el suelo y los rugidos de la gente que se te confunden con el agudo timbre de la alarma. Pueden ser gritos, y quizás son los insultos de la madre, recuerdas como volteaste antes de descender por la escalera del andén y les viste correr, eran muy grandes y agitaban los puños, no entendiste ya que te decían, que cosas te gritaban, pero ahora, todos comienzan a danzar en torno a ti. El mundo, los vagones del Metro, van girando, y lo hacen sin sentido alguno. El dolor en el pecho te obliga a doblarte sobre ti mismo y tienes que cerrar fuerte los ojos. Hay un pitido que se acerca desde muy lejos, suena como un silbato. Sabes que ella te esperará, sin encontrarte, ya en sus brazos no descansarás, hay frío y todo se oscurece, “...estas son las cosas que día tras día”, ¿por qué esa melodía viene a sonar dentro de tu cabeza?, que absurdo es todo, lo piensas con gran desilusión, sin furia alguna. Ya casi ni puedes ver la gente, “...me alejan de tu corazón, querida mía, amada mía”, ¿es la voz de Héctor Cabrera?, no, ¿será Cherry Navarro?, hay mucho frío y tengo seca la garganta, querida mía, amada mía...

08/10/03

lunes, 25 de febrero de 2013

Fernando C. Tamayo. Poeta tachirense.



  FERNANDO C TAMAYO, POETA TACHIRENSE

   Fernando Carlos Tamayo fue uno de los poetas líricos más firmes y expresivos del Táchira. Hijo primogénito de Don Lorenzo Tamayo de la Madriz y de Doña Albina García de Tamayo, Fernando, nació en Valencia el año 1890 y antes de cumplir el año se trasladó con sus padres a San Cristóbal.

            Tuve la suerte de conocer personalmente a mi tío Fernando,  en Maracaibo el año 1947. En aquel entonces yo era un niño de ocho años, pero recuerdo perfectamente su visita a nuestra casa, “Los Arrayanes”. Mis hermanos y yo, sabíamos que era el mayor de nuestros tíos, que era poeta y que había combatido en la guerra del catorce. Estuvo unos meses en Maracaibo, antes regresar a Los Estados Unidos, donde fallecería al año siguiente, en agosto de 1948.  No podía imaginarme, a la edad de ocho años, la importancia de mi tío como poeta, pero si comprendimos, mis hermanos y yo, que él era un personaje de esos que solo se encuentran en los libros de aventuras.
Fue en la revista literaria “La Idea” donde Fernando dio a la luz pública su primer poema titulado “Parábola”. Esta poesía con un cierto sabor bíblico, fue reproducida en 1908 en diversas publicaciones de los círculos literarios de Caracas, Maracaibo y de Quito.        
 Fernando Tamayo formó parte de un  grupo de jóvenes tachirenses, inquietos y talentosos, muchos de ellos agrupados en torno a la revista “Bloques”, escritores de poemas y de ensayos quienes mantenían viva la actividad cultural en la San Cristóbal de comienzos de siglo.  En aquellos duros días, en una Venezuela rural, acogotada por guerras y dificultades económicas, Fernando Tamayo, con José Abel Montilla, Ramón Leonidas Torres, Eduardo López Vivas, y su hermano Francisco Tamayo, comenzaban a descollar en la actividad literaria del Estado Táchira y del país nacional..
Se vivían los últimos años del régimen de Cipriano Castro y alboreaba la larga dictadura gomecista. En el año de 1907 tenía Fernando 17 años y un panorama imprevisto se abrió ante él. La posibilidad de abandonar el suelo nativo agitaría sin duda su corazón de soñador y poeta, seguramente él sopesaría la idea, posiblemente pensaría en sus padres, en sus hermanos, en Inés Dávila y decidiría aceptar el reto. A finales de ese mismo año, a lomo de mulas, en tren y luego embarcándose en varios vapores, marcharía lejos de su patria, para irse a estudiar en Norteamérica. 
En el Colorado College, de Colorado Springs habría de iniciar Fernando su periplo de personaje novelesco. Fue estudiante de ingeniería civil, profesor de español, deportista, dibujante, se fue a la guerra del 14 con sus compañeros y sus discípulos, y ya en el frente de batalla estuvo dirigiendo una compañía de Infantería siendo condecorado por servicios de guerra. Regresaría a Norteamérica y en el Colorado College volvería a ser profesor de español y se graduaría de Filosofía y Letras. Casó con una norteamericana, fue obrero en molinos para la extracción de oro, lavaplatos en un restaurante neuyorkino, actor de cine, cowboy, guionista de películas, director de Publicidad de la Columbia Pictures, asesor de Producción de la Fox, premiado con un Oscar de la Academia de Artes Cinematográficas en Hollywood por el guión de la película “Sombras de Gloria” en 1935, ejerciería el periodismo en Nueva York y con una sólida cultura humanística, se transformaría en un erudito, versado en literatura y filología. Hablaba y escribía en inglés y en francés con la misma perfección que en español, colaborador de numerosos periódicos y revistas de América Latina y España con los seudónimos de “Tom Ayala” y “El Conde de San Javier”, sus crónicas se titulaban “ Vistazos Neuyorkinos” y “Salpicón Cosmopolita”.  Escribía y publicaba poemas en inglés y en español y fue, en palabras de Cesar Casas Medina      
“ Un poeta de alcurnia. Un poeta de la más fina casta. Un poeta con voz propia. Con sello original. Con sustantiva y definida personalidad.”
Durante sus años de estudio en Colorado Springs y con los avatares de su existencia, el poeta siempre tuvo presente su tierra tachirense, las montañas andinas, sus gentes, su familia, y será esa nostalgia del terruño la que formará la médula de su poesía. “Romance del camarada muerto”, fue escrita en un pueblo de Francia tres días después de la firma del armisticio en noviembre de 1918.
“Romance del camarada muerto”,
Extraño que en mis recuerdos
de esta madrugada fría
no se agiten torvos cuervos
de pasiones agresivas;  
sino que en fugaces giros
las alegres golondrinas
de mi añoranza, pincelen
en raudas policromías,
paisajes inolvidables  
de mis lejanas campiñas.

La niebla durmió en la selva
y, acre, la humarada pícrica  
que a la neblina emponzoña  
nos sofoca. Mis pupilas  
se esfuerzan por cotejar
los “números” en las filas
con la voz que dice –Aquí
sin el timbre de sonrisa
que en mi mente conectaba  
la voz y fisionomía.
La humareda es una bruja
que artera, me tantaliza:
Mañanitas de mi tierra,
escalofríos de neblina,
oh, los cerros de Capacho
en mis montañas andinas!
Ansias de calor de nido...  
Dolor de esperanzas idas...
Broncas las bocas de acero  
lanzan “fuego de cortina”;  
los “Setenta y cinco” ladran
en bochinchera jauría;  
y silba muerte el aullido  
de granadas enemigas.  
Madrugadas de Capacho...  
escalofríos de neblina...
Hace frío en Bois-le-Prètre...
No puede ser cobardía.

Se han vestido los muchachos
para un día de revista
un “rendez vous” con la muerte  
amante a quien no la esquiva.
Sin delatar la emoción  
me fijo, al pasar revista,
en cada rostro. Quisiera  
grabarlos en la retina!  
Van en “misión especial”;
son miembros del “Club Suicida”
que han de cortar las hiladas  
en la alambrada enemiga  
al punto de la “hora cero”   
y a la señal convenida.”
-Al removerse y dejar  
el rollo de sus cobijas
-Si vuelven, aquí estarán  
para quien venga a pedirlas
I si no, pues... es...muchachos,  
que ya no las necesitan.
Good luck, boys, and give ém hell !
Después, la orden de partida.
(. . . )
Adjuntos los Ingenieros  
de Línea a la Infantería  
vamos en “segunda ola”.  
Somos como almas perdidas  
en una escena dantesca.  
La metralla nos fustiga;  
nos doblegamos, intensos;  
avanzar es la consigna  
y avanzamos... avanzamos...  
interrogaciones vívidas  
ante el dilema patente  
de la Muerte o de la Vida.
El castigo ineludible  
nos va raleando las filas  
pero, mecánicamente,  
gritamos: -Guardar la línea !  
“Keep the line” y proseguimos  
la marcha, marcha infinita  
torturante, interminable,  
puestas el alma y la vista  
en una mancha borrosa,  
en una línea indecisa
que nos dieron de “objetivo”  
de esta “operación sencilla”!
El shrapnel tamborilea
nuestro paso desde arriba  
y las granadas regüeldan  
insaciables, y vomitan  
con horripilantes bascas,  
tierras y entrañas y vidas.”

( . . .)

Y fue llegando al camino
chiquillo de la alegría,  
que te vi: tenías abierta
desgarrada, la camisa
y rojos hilos de sangre, al respirar, te salían  
de un arabesco bermejo  
que en tu pecho se encendía.
Con el semblante tranquilo  
reposando parecías,  
reclinado en el talud  
a la vera de la vía...
mientras que hilo tras hilo  
se deshilaba tu vida.
Fue un instante, nada más;
un trance de pesadilla,  
la impresión fugaz de verte,  
camarada, en la agonía;
mas en la mente, quemada,
la llevaré mientras viva.
Y maldije la crueldad,  
de la inflexible consigna  
de seguir...siempre seguir...  
dejándote en la agonía!  
Groseras interjecciones,
afiladas, asesinas,  
rebosaron en mis labios  
al maldecir, expresivas,  
la cáfila de vejetes,  
tahures de la política,
que así lanzan a los pueblos  
y a los hombres a la ruina!  
Fue un instante, nada más;  
pues cuando la Muerte grita
las impresiones más hondas
en un instante se olvidan.
Al atardecer sangriento,  
consolidada la línea,  
el relevo nos prestaba  
un nuevo jirón de vida.  
Regresamos cabizbajos,  
dilatadas las pupilas,  
hechas guiñapos las ropas  
y las almas hechas trizas.

Cuando te hallé, ya no eras.  
No había sol en tus pupilas  
y el lodo había mancillado  
el oro de tus espigas.
La medalla de la Virgen  
sobre tu pecho pendía  
y, compasiva besaba  
un hueco de tus heridas.
Casco en mano, los sollozos
mi oración enronquecían...  
Un instante, nada más,
y me sacudió la vida.
Para mí nunca habrás muerto, 
chiquillo de la alegría;  
había paz en tu semblante  
que enmarcaba una sonrisa:  
esa tarde, camarada,  
rendido por la fatiga,
te habías quedado dormido  
diciendo un Ave María.

                ( En un lugar de Francia, Noviembre de 1918 ).

      Con  su esposa, el poeta regresará a San Cristóbal el año 1935. De vuelta al terruño, ha ver a sus padres ya ancianos. A finales de ese año, morirá su padre Don Lorenzo Tamayo de la Madriz y pocos meses después en 1939 fallecerá su madre Doña Albina.  
      Treinta y dos años después de haber dejado su tierra, para  iniciar su vida de aventurero, Fernando, de vuelta en su casa recibe estos dos golpes del destino y se comporta  “como un viejo soldado”,  sin claudicar ante la vida y ante las letras...
      Continúa escribiendo poesía y acepta el cargo de  director de un liceo, el “Rafael María Morantes” en el barrio San Carlos en las afueras de San Cristóbal. En 1945  Fernando Tamayo, verá coronada una gran aspiración. A través de sus amigos del Grupo Literario “Yunke” se publicará su libro “Romances de mi Montaña”,
      Un año después, Katherine se caería accidentalmente sobre un rosal y moriría de tétanos en San Cristóbal. Con su hermana Mercedes, el poeta estará un tiempo en Maracaibo, allí deberá ser hospitalizado en el hospital Central varios días por su enfisema y fibrosis pulmonar.  Logró contactar con un Hospital de Veteranos en EUA. Tenía una gran ilusión para estar en un desfile de Veteranos de la II da Guerra que se daría en Miami, pero por motivos de salud no logró estar presente. El Hospital VE de Miami lo trasladó al Hospital de Veteranos de Nueva York donde moriría el 22 de agosto del año 1948.
       Sus restos mortales, traídos a Venezuela, reposan con los de sus padres y de su esposa, en el cementerio de San Cristóbal, ante las montañas de los Andes Tachirenses que tanto amó.



Jorge García Tamayo
Maracaibo, febrero del año 2013