sábado, 19 de mayo de 2007

La Noche Mesopotámica

La Noche Mesopotámica
Jorge García Tamayo

Tomábamos cerveza en aquel botiquín cuando mi entrañable Alonso se empeñó en que teníamos que irnos a que las putas. Estábamos en una taguarita tranquila, popular, como casi todas las de nuestro sector preferido de Babilonia, una covacha no visitada por mujeres, un cubil creado estrictamente para beber y beber tarros con cerveza espumosa mientras conversábamos interminablemente, sin atenderle al tiempo... Así era Alonso, y además allí estaba Clavelo, siempre listo para secundar sus ideas locas. Ambos andaban en la misma temática, tranquilizate, aguantate, esperate, andate, parate de una vez y todas esas esdrújulas no acentuadas rematadas en ate y que uno dice tan solo para dilatar el momento y que parecían no valer de mucho en esa noche Ninibiones estaba inspirado... Levantó su jarra y nos miró fijamente mientras decía. ¡Coño, Toño! Tu lucha por el Santo Grial es una pérdida de tiempo asquerosa y no te llevará a nada bueno. Yo pensé que ya estaba en trance, como era su costumbre inveterada, tan reiterativa como la putería en mi entrañable Alonso. Nini prosiguió su discurso. Me recuerdas a Gilgames, el que buscó la planta de la inmortalidad con mucho afán, pero nunca pudo hallarla. Mas vaina vamos a echar a que las putas, insistió Alonso interrumpiendo a mi inspirado amigo quien como si estuviese sordo continuó. No obstante, en su vano empeño, Gilgames nos dejó una muestra de lo que vale el hombre, la amistad, la lealtad... Bueno, si somos realmente amigos tendremos que acompañar a Alonso a que las putas, insistió Clavelo tapándole la boca a Ninibiones. Mi entrañable me miró sonriente. Vai pues Toño, tenéis que ser un leal y buen amigo... ¡Vamonós par co ño pues! Lo cierto era que todos sabíamos que Ninibiones con un par de cervezas tomaba el tema filosófico y eso era tan preciso como el número de tarros que ameritaba Alonso antes de ponerse a decir, tengo que matar a mi mujer y me quiero ir pa que las putas y de allí en adelante tendríamos que complacerle o soportar ese sonsonete toda la pea. Pero me parecía a mí que ese momento no había llegado aún. Silente insistí en escuchar a Ninibiones, quien sonriendo prosiguió como si nada. Lo terrible es que la muerte es lo único que tenemos por seguro, ella es ineludible, inexorable, tan segura es como decirles que en las manos de cada uno de nosotros está la posibilidad de ser inmortales... Alonso y Clavelo se pusieron de pie, le informaron a Nini que ni media bola más le pararían, y nos conminaron a seguirles. Así fue como de repente me encontré apoyándome en aquella pared de mosaicos azules y blancos, sin que lo hubiese presentido ni un instante, ni tan siquiera cuando comenzábamos a beber cerveza y estábamos lúcidos, pues percibí como mis sandalias se adherían a la tierra cenagosa de aquella calle oscura encerrada entre muros rústicos de arcilla, y si hubieras sido vos, te lo juro por Dios y mi madre que no hubieras podido entender la situación, porque era como un sueño, pero de esos donde te interesa el desarrollo de la trama por lo que en el fondo vos mismo ni te queréis despertar, ¿me entendéis? Sin embargo, a la vez era estar seguro de que no hubieras podido hacerlo, y estaba en esa especie de confusión cuando me llegó de pronto como una hedentina y vos, estoy seguro, la hubieras captado allí mismo, era el olorcito ese que exudan las sombras cuando hay basura pudriéndose, porque era un olor demasiado obvio como para imaginarte andar brincando entre una zamurada, y es que en la oscuridad se podía oír el aleteo de los avechuchos girando y el zumbido de miríadas de moscas tropezándose entre los canales putrefactos y vos, porque vos sois machete en eso, estoy tan seguro que te lo puedo jurar, vos a ese mosquero te lo imaginarías en los ojos de tus enfermos o rodeando a los leprosos, en las afueras de la ciudad, cuando te los tropezáis en grupos, vos sabéis, pero como te digo, yo estaba que no sabía con exactitud donde andaba y solo veía aquella pudrición circulando por los canales en medio de la oscurana, entre las casas de paredes de arcilla y entonces me ubiqué. ¡De bola que yes mijo!, eso me dije y pensé... Puede que vos no reconozcáis el sitio, pero yo me dije, ¡bértica!, tengo que estar en Babilonia, en el mero centro, este tipo de jaibas solo se ven cuando bajáis pal centro... Así pues, yo tenía ese rebulicio en la cabeza pensando que había sido un error táctico, que no debía haber cambiado mi turno de la guardia, que quien sabe como estaría en ese momento la emergencia de niños, repleta de alaridos y oliendo a berrenchín y trapitoechina, que si aquello, que si esto, que si lo otro, que si acaso eso sería lo que llamaban, el concepto de la responsabilidad, y yo en ese desideratum, dando más vueltas que un perro paecharse pero ¿que podéis hacerle?

A eso de las diez de la noche él abrió la puerta del Mercedes Benz de Gisela y se despidió de ella con un sonreído hasta lueguito. Desde que puso pie en tierra se esmachetó como si lo persiguieran mil demonios escapados del control de Marduck y esmondingadamente corrió para penetrar al edificio por una pequeña entrada lateral al lado de la emergencia de niños. El portero con su peto de escamas plateadas le vio pasar sin atreverse a soltar su lanza ni siquiera para mirar la hora y se quedó pensando que ya se acercaba el cambio de guardia y a él también le tocaría irse a descansar en su casa. Como rumor viajero, se dijo acariciando esas ideas mientras vio como en el fondo del pasillo se lo tragaba el gigantesco ascensor... El carro con la comida venía descendiendo desde el sexto piso y llenaba casi todo el ascensor de carga. Arelis metida en su uniforme verde lo arrinconó hacia atrás y él sonrió como quien no quiere la cosa. Así quedaron pegados a la pared de hierro, semiocultos detrás del carro metálico lleno de bandejas de acero inoxidable, con tazas de aluminio chorreadas con las sobras del café con leche, migas de pan y conchas de guineos. El miró el arroz en los platos, le quedaba en las narices y lucía desparramado sobre los restos de fritas de plátano maduro y todo teñido de una salsa grasienta y los cabellos lacios, ante él, pintados de amarillo, salían como flechas tras la cofia verde sobre su oreja blanca. El dulce apretón apasionado duró los largos segundos, iban ascendiendo, la lengua penetrando, irguiéndose ante la sonrisa pícara de Arelis, ricamente carnosa, con olor a talco de nene, en el rápido ascenso al quinto piso, y él se puso de acuerdo. Sí, de aquí a un ratico, en la central de suministros nos vemos, chau, chao pues, ¡uf! Él salió de las entrañas de aquel monstruo de acero en una suspiradera y se fue pensando en lo mullidas que resultarán las sábanas, los paquetes de gasa, los campos quirúrgicos y las rumas de monos verdes, para acomodar a la misma Arelita, tan blanda, allí acolchada, entre el trapero, otra vez, de aquí a un ratico, en la central de suministros...
Por la puerta abierta se metía el sol de los venados. Brillaba anaranjeando el piso de cemento pulido. La brisa vespertina penetraba por la ventana través de multicolores cilindros de madera, venía desde el patio, un tierrero cundido de matas de mango. Ante la mesa llena de botellitas ambarinas, de nuevo hablaba el Toño. Volvía a la carga. Discutía con Ninibiones, enfrascado en su empeño de relacionar el arca de Noe, con la Nave construida por Upnapistin. Su amigo quizás no le comprendía pues replicaba en voz alta. Pero Toño, ¡retoño del coño! Entendeme que no habría podido ser de otra manera, de no haber sido por el Dios Ea se rejoden, y te dejo dicho de paso, los traicionó par coño, el plan de los Dioses nunca le hubiera sido develado a Upnapistin, entonces la simiente de los seres humanos no hubiese podido ser llevaba a la gigante nave y todas las criaturas habrían muerto ahogadas y punto final. Eso es lo que yo mismo te vengo diciendo, le respondió Antonio. Para mí esa jaiba no es más que el mismo Diluvio Universal de la Biblia, ¿me entendéis? Toño y Clavelo admiraban los conocimientos histórico-literarios de su compañero, pero Clavelo no era amigo de seguirle todo el tiempo la corriente a Ninibiones, sobretodo cuando se enfrascaba en aquellos temas esotéricos, especialmente cuando habían salido tan solo a beber cerveza y cuando ya lo que le estaba provocando a Alonso era matar a su mujer. Clavelo para ese momento estaba en una onda erótica empeñado en que debían conocer una casa de placer recomendada por unos primos. En realidad, las historias de como Gilgames el rey de Uruk había derrotado al demonio usurpador Kunibaba, no le interesaban en lo absoluto. Por eso y por bastante más, todos dejaron la taguarita ya anocheciendo. Cuando enfilaron por el callejón del Amparo hacia la casa de Astarted estaban sin duda alguna, parcialmente confundidos por la cerveza. Al trasponer el zaguán oscuro, revestido de mosaicos azules con dibujos amarillos se encontraron en un cálido y reconfortante ambiente. Blandas alfombras se hundían suavemente bajo sus sandalias, grandes lámparas en el techo que emitían una tenue luz amarillenta con destellos rojizos, en una de las esquinas se adivinaban varias jóvenes mujeres semidesnudas con los brazos teñidos de púrpura, ellas tocaban flautas y cítaras y reposaban entre grandes cojines y almohadones tapizados con seda roja. Los amigos con la alegría del hígado provocada por los incontables tarros de cerveza casi no percibieron el aroma de los dulces ungüentos que despedían los incensarios y se dejaron conducir en la penumbra ambarina del recinto. Tomaron asiento en una de las mesas mientras eran rodeados por las mujeres. Ellas se movían en una bruma amostazada y ellos quedaron atendiéndole a sombras que emitían voces. Desde todos los ángulos les llegaban ruidos con risas y comentarios soeces de borrachos, se iban repitiendo y multiplicando entre las columnas, los jarrones con palmeras y los incensarios ocultos en algún lugar secreto. De la base misma de cada columna, se desprendía aquel olor característico, fluía de braseros con la imagen de Ishtar con muchos pechos trabajada en bronce, emergía con un picor denso y el aroma se extendía por todo el ambiente, les penetraba en la piel y les impregnaba sus túnicas...

Él pensaba aún, mientras iba enjabonándose, en su camarera preferida, la misma a quienes todos los residentes apodaban tachuela, siempre clavada, buen sobrenombre para Arelis, la rica catiramalbañada... Después del baño rápido, escasamente tuvo tiempo para secarse y ponerse el pantalón y una inmaculada bata de tela de blanca sábana. Estaba listo para la guardia, y ya iba casi saliendo, cuando, ¡bértica!, sí, ¡seguro que es Nora! Lo presintió cuando la sintió divertirse tamborileando con sus uñas muy cortas en la puerta. Esperate un minuto, ay Norita, mirá, fijate, puede que venga el otro residente, mi doctora, ay Nora. ¿Ya terminó tu guardia? ¿Sí?, ¡te adoro!, vai bersia, vos si me estáis gustando, chico ve que yo si te quiero, ¡cuidado! Nora, esperate un momento, ay sí mijito, ¡cuño!, yo estoy pendiente, sí, ¿caliente?, un poquitico solamente, detrás, ¿por detrás?, chico aquí atrás de la puerta, ¡ay berta! Arrecostándola así, él estaba espachurrando a Nora. Que sabroso es así. El besando a Nora la de rápidas manos, y le cachea mejor que experto policía de aeropuerto, y él la deja, ella anda buscando un arma oculta, hasta que al fin la encuentra. ¡Ay Nora! Ahora sí pues, atendeme mijito. Que ya es la hora, mi Nora. Tené paciencia, ve que me esperan en la emergencia... Un momento después él se embala, va corriendo por el pasillo, rápido y se desliza luciendo feliz sonrisa, porque justamente ya es hora y atrás quedó la doctora. Mientras baja saltando por la escalera, él recuerda que esa noche, el turno será de Luisa, la más hermosa enfermera, la bella que está durísima, ya la puerta se divisa, mas sin querer en su mente, reaparece, un pensamiento demente, Gisela, su novia eterna, lo bien que la pasaron esa tarde, no es posible que quiera casarse con Froilán, ella por ese tipo está de a toque, pero ¡como tiene de cobres el patán!, siempre en su coche, de día o de noche, pica y se extiende, ella es un bonche y cuando al autocine van... Gisela porqué decime vos, tanta imaginación y qué tragedia, cristiana, vos continuáis empeñada en casarte con Froilán. ¡Las mujeres son una jaiba seria! El lo piensa y abre al punto la puerta de la emergencia. Tarde pero seguro, les dice. Aquí estoy yo y se acabó el carburo.

La mirada brillante de Clavelo escrutaba entre las sombras de un lado a otro mientras en su rostro se pintaba una sonrisa de tonto. Alonso ya se había aferrado a un muslo y a una cintura y no la quería soltar mientras en voz baja mascullaba ininteligibles disparates a la muchacha. En la penumbra, Antonio admiró sus ojos rasgados de extraño fulgor y notó como su larga cabellera lacia le tapaba los pechos. Ninibiones ya había ordenado las cervezas y comenzaba de nuevo a hablar sobre Gilgames cuando ella con gestos felinos se acercó hasta la mesa. Sus ojos eran muy grandes y muy verdes, alrededor de ellos se había pintado líneas de color azul y violeta, los dientes parecían blancas perlas en su boca carnosa color sangre. Iba vestida con una túnica adornada con hilos de plata que llegaban hasta sus pies y que parecía nacer desde sus pechos descubiertos, como es costumbre en las mujeres cretenses, los pezones estaban pintados de rojo púrpura y la piel recubierta con fino polvo de oro, la cintura ceñida por dos correas con cientos de campanitas de plata que tintineaban quedamente y ante ellos inclinó su cabeza tocada con un extraño peinado lleno de cintas de colores que recogían su cabellera negra, sedosa y abundante. Todos habían enmudecido. Soy Astaned, les dijo y se acercó hasta Antonio para tomarle la cara entre sus manos con largas uñas pintadas de azul. Mirando profundamente sus ojos ronroneó. Tú me gustas, vente conmigo ahora y dame tus frutos, sé mi hombre y yo seré tu hembra, yo te regalaré un carro de oro y lapislázuli, con ruedas de plata y ejes de diamante, yo soy la hija de Anú y si entras en mí, serás el más sabio, el más dichoso y el más afortunado de los hombres. Ninibiones quien conocía el curso de todas las historias, sintió miedo porque estaba seguro de que el Toñito con su ridícula manía de la castidad y demás vainas que continuamente constreñían sus acciones, ante la propuesta del sexo débil rehusaría el pedido amoroso de la diosa Ishtar y al final como siempre y eso le constaba a él quien era su amigo de verdad verdad, les tocaría a él y a los demás compañeros de palos, padecer los horrores de los maleficios demoníacos y así sufrirían como Enkidu, y se verían arrojados al reino arcano, la región donde todos van y de donde nadie vuelve y entonces, en aquel momento supremo, seguro estaba de que se cumpliría el designio de los Dioses cuando vieron regresar a la serpiente con la planta y luego sin escapatoria volvería a suceder la misma cosa, ella se iría, desaparecería par coño al igual que la serpiente, sí, ella sonrió y se sumergió ante todos en las profundidades del abismo, ella como la culebra también habría de esfumarse y así, presos del destino cruel e inextricable todos envejecerían y morirían.

Vos sentís entonces como un escalofrío al salir el chorro y te quedáis mirando como los orines van mojando poco a poco la pared y entre tanto leéis las cosas que están inscritas en el muro de arcilla, y Ninibiones que mea a tu lado insiste en que podéis conquistar la inmortalidad con tu actuación en vida y habla mirando el techo sobre enfrentar los designios de Marduck. Tendréis que vivir jugueteando con cientos de demonios, te dice. Al salir si miráis hacia el cielo veréis montones de estrellas y al fondo del patio, si queréis vos mismo podéis ver a Clavelo, está apoyado sobre la capota de su Volswagen vomitando como un coñoemadre... Entonces fue cuando se tropezaron con nosotros aquellos tres hombres que entraban tambaleándose al urinario y vos, estoy seguro, hubieras captado rápidamente su perfume, como un tufito raro, emanaba de sus barbas con rizos recortados y de sus pelos aceitosos y ondulados, los marditos ni apartaron sus túnicas de algodón para mear y entonces yo veo dos más que se acercan y vos, ya te digo, reconocerías fácilmente sus fachas, en todo caso por el olorcito, como a sándalo, especie de pachulí maluco o puede que sobre todo por las pelucas, se me ocurre que en tu tierra los tacharían de maricones, desde lejos, por salir a la calle con esa pinta y además ¡llenos de afeites y abrazados! Un poco más allá en luces de neón vos podéis leer bien el letrero, dice, "El León Dorado". Entonces se me acerca una negra grandísima y brillante y me restriega sus tetas en la cara y entre ellas, solo puedo ver a Clavelo quien ya se ha repuesto y se ahoga de la risa y sentís la mano de Alonso quien también huele a vómito, pero igual es, pues te pone unas monedas en el bolsillo y te dice, vai cogé los cobres, y en el fondo vos sabéis que no te vais a atrever, y por eso vos tratáis entonces de ponerte de pie, pero la negrota te hace trastabillar pues se mueve y se restriega como si estuviera sobre un hormiguero y las risotadas terminan por volcar los tarros y luego cae la mesa, así que vos te encontráis en el suelo y quedáis casi como espaturrao.
El siempre trabajaba con más ganas en la emergencia, lo hacía cuando estaba inspirado, despejado, empepado o emperrado, era igual, pero se volvía un alfandoque al estar cerca de Luisa. Suspiró entonces y le dijo al guajirito... Vai, botá el aire. Mientras auscultaba al tachoncito, él aspiraba el aire que envolvía a la enfermera. De esta manera, él hubiese podido pasar en vela madrugadas enteras, auscultar millones de pulmones oyendo el rumor del aire entrado y saliendo por los bronquios, ensimismado en ella, mientras chorrean los mocos, pringan los estornudos y las toses quintosas arrullan la sonrisa de Luisa. Por eso la invita a tomar entre sus manos la cabecita coronada con flechas de pelo negro mientras él con paciencia revisa unas costras detrás de la oreja derecha y los berridos se hacen más agudos... No lloréis coñito, no lloréis. Ella lo abraza y le dice... Callate niñito. Pero se lo dice muy pasito tal vez, de tan quedo que el tachoncito no le escucha o no la entiende, quizás porque berrea con unos alaridos que plenan la emergencia. El está decidido y le quita las costras y lava la sanguaza para dejar que vayan brotando los pequeños gusanos. En un instante se ha dormido. Cesó el dolor. El se lo dice a Luisa sonreído y ella sin soltar la criatura le acerca la riñonera de metal. El los va sacando uno por uno. Me da una grima, le dice ella al observar como reptan amontonándose. El niño ronca ahora. El le va limpiando la brecha en carne viva hasta no ver más larvas, y entretanto imagina que será de la mosca que decidió poner sus huevos en una roncha o una picada de zancudo, ¿un rasguño?, quién sabe como comenzaría esta gusanera... Vale la pena este trabajo y respirar su aliento, sentir a Luisa tan cerquita, casi escuchar su corazón, latiendo rápido, no creo que sea por mi, quizás ¿por los gusanos del carajito? Tampoco sabe Luisa que él se está derritiendo por ella, que muere por ser abrazado como el tachoncito, con ternura, con el mismo cariño con que como a un tequeño le envuelve en la toalla deshilachada que le entregó su joven madre, la guajirita que los observa desde el quicio de la puerta. El niño ronca mientras Luisa canturrea... Que tengo que hacer, lavar los pañales y hacer de comer, duérmete niñito. Ella le mira con ternura y en ese momento vos levantáis tu rostro del fanguero y te restregáis tus ojos ya sin vista, pues te encontráis de nuevo frente al muro de mosaicos amarillos y de malaquita con pedacitos de lapislázuli y entonces te percatáis de que tenéis que estar frente al palacio o por lo menos ante el zigurat de Marduck. Vos mismo te podéis fijar como hacia un lado está la gran avenida bordeada por gigantescos leones de cerámica que relucen bajo los rayos de la luna y más allá entre las columnas y sobre los muros podéis ver como se alzan y descienden los jardines que cuelgan y que desaparecen en la oscuridad de la noche, ahora que la luna está otra vez detrás de espesas nubes. Entonces, vos queréis levantarte, porque ya casi habéis comenzado a decirte que es el colmo, que no puede ser, pero no veis a Clavelo ni a los demás, percibís eso sí, el resplandor de unas antorchas que se acercan, y notáis que son cuatro mujeres, se cubren con túnicas, ellas las recogen con una mano y no se tapan la cabeza por lo que vos les podéis ver el rostro y todas llevan un hombro afuera y lucen cintas y muestran cuentas que adornan sus cabellos, tienen collares y brazaletes, son altas y elegantes, llevan finas sandalias y vos, te digo, las hubieras reconocido rápidamente, porque vos sabéis que así solo andan las vestales, las del templo de Ishtar, cuantas veces vos mismo me habéis echado el cuento, el de las prostitutas, las finas vírgenes de la diosa luna, expertas en la recaudación de oro y plata a través de sus habilidades, ellas son instruidas desde muy jóvenes, con las mujeres de templo, las viejas sacerdotisas... Bueno vos sois el que sabéis, y así pues, todo giraba al brillo resplandeciente de las antorchas, cuando el parpadear del aviso en luces de neón te recuerda que estáis nada menos que en "El León Dorado" el sitio preciso, el lugar de la zona donde los hombres acuden desde todos los confines del país, llegan para satisfacer sus más rebuscados deseos al templo de Ishtar, allí donde las putas son las mejores del pabellón del pueblo, acrecientan su dote con el goce de los hombres y todo está amparado por ella, por Ishtar, la que controla los demonios, y regula el acceso de los guardias de caqui y los tombos azulencos en la zona, porque ni Gula, ni Ninázu, ni Ninib pueden darles el talismán que posees para protegerte de esos seres con cabeza de ave de rapiña y plumas que dominan a los Siriushy y los Mushrus, los mismos que vos habéis tenido la suerte, o tal vez la desgracia, de conocer en tu momento, cuando ascendiste hasta lo alto del zigurat con el sumo sacerdote... En tus oídos retumba un ruido ensordecedor y vos, te lo aseguro, te volverías completamente loco con el estruendo que sale de la monstruosa e infernal máquina llena de reflejos de colores. Así que en un instante, te encontráis calculando las posibilidades, considerando que es sin duda la mejor manera de sacarte el cansancio de la emergencia, de sacudirte el marasmo de las guardias, de olvidarte de todo, hasta de Luisa y los gusanos, para beber con ellos toda la cerveza helada que se pueda, hasta ubicarte allí en tu esquina, ante ellos quienes parecieran estar más prendíos que arbolitos navideños, pero organizados, eso sí, frente a los demás, ante el botellero, y todos como si el ruido de la máquina les pusiera otra vez en sus sitios, ordenadamente, haciendo un círculo, todos como vos, que estáis sobre tu taburete de cuero de chivo, en tu taguara más conocida, con los demás, opinando lo mismo, al fin estamos todos muy de acuerdo en algo, y nos parece infame y a esa hora!, con todas las cervezas que llevamos, tener que dejar de escuchar a Estelita para calarnos a la Sonora Matancera que nace con estridor furioso desde la rockola multicolor.

Nota: Este relato forma parte de “La Entropía Tropical” una novela editada por EDILUZ el año 2003.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Elipse



Elipse
6/27/2002

Jorge García Tamayo

La figura del hombre escinde el aire denso del atardecer. Silenciosamente se escurre de su choza y perseguido por el ruido de sus pisadas sobre los apergaminados cadáveres de las hojas, corre hasta perderse en la intrincada ramazón. Su mirada aletea entre los árboles, secciona lianas y bejucos encontrando siempre el camino más corto. Alas de cuervo parpadeantes en sus hendiduras atisban husmeando, degustando casi los últimos reflejos de luz olvidados entre los espesos helechos y bajo los troncos leñosos. Saltan brillantes las chispas del río persiguiendo sus pasos, y él se apresura un poco, haciendo gemir la arena limpia entre las grandes piedras, y se detiene escuchando atento en la penumbra predecesora de la noche mientras permite que su cuerpo se dibuje en las charcas. En lo alto, los araguatos gritan imitando los perros. El suelo húmedo cubierto de vegetación exuda un vaho tibio que enturbia sus pensamientos y lo convida a descansar. Fluye el aliento de la tierra por sus poros y alumbra con pequeños relámpagos de fuego la oscuridad de la selva. En la lejanía se percibe el trepidar del cielo, entre los árboles, sobre la arena, contra las piedras, hasta estremecer bullicioso el silencio adormecido bajo la verde maraña. Súbitamente se detiene. Sus oídos han separado del chirrido impenetrable de las mil chicharras confundidas ante el rojo sangrante del atardecer, un murmullo profundo y distante. Trazos jaspeados de violeta y carmesí asoman entre el follaje. Arena y musgos parecen empapados de sangre viscosa teñida de un azul magenta que empegosta la hojarasca entre los árboles inmensos. Salpicadas sus piernas por el agua que baja por el cauce, su piel toda parece pringada con gotas bermejas. Percibe entonces los retorcijones del cielo más allá de la cima de las montañas. Husmea indeciso y su rostro se contrae. Va a llover. Un par de garzas cruzan la espesura ante sus dilatadas pupilas y van a perderse entre la bruma azul. De pronto, clavado en la arenisca del río observa angustiado en la oscuridad purpurina de la selva el parpadear de las miríadas de cocuyos, y todo estalla, como si le hubiesen golpeado en la nuca. Las garzas han desaparecido en la penumbra, centelleantes, pero allí está. El atisba la figura pálida de una mujer... Le observa, y él se imagina que el alma blanca de las aves le reclama, y se ahoga, se ahoga, sólo un instante, el tiempo necesario para creer que ha visto algo hasta sentir dentro de su pecho un salto helado que sin poder huir se escapa corriendo por su cuerpo. Casi enterrados sus pies en el cauce del río, él percibe en su rostro la caricia de un hálito espeso y su cuerpo todo se estremece violentamente... Ya no ve nada pero el golpeteo dentro de su pecho le martilla en las sienes. Su mirada ha quedado fija en un punto vacío en la temblorosa penumbra del anochecer impregnada de cocuyos titilantes. Piensa entonces en su chinchorro, cautelosamente recuerda a su mujer, casi puede ver la siembra de maíz, y uno a uno repasa a sus cinco hijos barrigones y sucios hasta sentir que confunde la realidad con sus recuerdos. Hendidos, sus ojos olisquean ascendentes por los helechos manchados de azul. Prendido de los bejucos va subiendo hasta las ramas más altas y en eso está, cuando el recuerdo del amargo sabor del hambre aplaca el latir de su corazón. Inspirando profundamente prosigue su rumbo, hundiéndose en la tupida maleza.
El aire está saturado de agua. Desde lo alto de la montaña, el viento trae el soplo frío de la lluvia; allá arriba, sobre las incontables hojas repiquetea una fina llovizna. A su alrededor sólo se ven las chispas intermitentes y él horada la penumbra, pero no logra ver las estrellas. Densos nubarrones han enrarecido el ambiente, filtrándose entre los árboles. El olor de la tierra mojándose gota a gota y la espesa oscuridad adormecen su mente. Cansado, reposa sobre una gran piedra del río mientras escucha el monótono sonido del agua. Un murmullo que ríe apretándose entre las peñas a sus pies, un suspiro cuando el viento riega las gotas silbando en sus oídos, un chapoteo a lo lejos, burbujeos en las charcas, un tono aflautado en lo alto... Rítmicamente los golpecitos desiguales de las gotas de lluvia en las bóvedas oscuras se van fundiendo en su cabeza, y confunde los tonos agudos del canto del agua con los timbres brillantes del repique en las piedras, el gorgoteo grave bajo las grandes hojas y entre las ramas, con el trepidar del barro que desciende buscando el cauce del río. Resuena musical gota a gota, infiltrando la arena, gota a gota, se confunde el silencio con el eco sonoro de la lluvia lejana, gota a gota...
Al entreabrir los párpados, una serena quietud le rodea. Ha cesado la lluvia y el gemido del viento. Las hojas han dejado de llorar. Entre el espeso follaje, vislumbra el parpadeo de las estrellas. A sus pies, el río turbulento y crecido arrastra desde la cima de la montaña troncos y ramas de los gigantes, que se hundieron, doblegados al debilitarse sus cimientos de barro. Lentamente se yergue, entumecido se estira, y procura espantar sus pensamientos. Su anciano padre... Suspira, aspirando en el sombrío recinto de la selva, lejanos y olvidados aromas, hasta sentir que la tierra comienza a danzar en derredor. El paisaje transformado por la claridad de la luna es un cambiante espectro de sombras separadas por finas pinceladas de plata. Del suelo humedecido emana una transparente neblina sucia y gris que se le enrosca entre las piernas. Toma el arco y las flechas largas, y su rostro siente la caricia del viento nocturno. El frío le hace pensar en sus hijos y en ese momento desde la profunda oscuridad azul logra escuchar el triste canto de un ave quejumbrosa... El no quiere regresar jamás a su conuco, ni dormir más en su chinchorro, ni pensar en la tierna y sumisa mirada de su mujer. Sacude la cabeza sin lograr ahuyentar los pensamientos. Sólo cuentos y tal vez unos trozos de metal en una pierna, como su padre... Más allá del río y de la gran montaña, más allá... ¿Tan solo para traer historias increíbles? El no regresará jamás.
Transformado por la luna en una sinuosa estela de plata, el río camina a su lado, acompañándolo un rato, desciende con él, y recorta su sombra silenciosa entre la irreal claridad. Las lianas y los bejucos dejan colar trémulos destellos que permanecen fundidos en la superficie del espeso musgo protector de los árboles. El chasquido del agua en las piedras del río despide un olor extraño. En algún momento la brisa le trae el aliento de un animal herido. Sus pies se hunden en la arena mojada y él se siente incómodo. En la soledad callada de la noche, bañado por la luz espectral de la luna, a pie por el húmedo cauce del río, se detiene un instante para mirar cautelosamente a su alrededor. Frunce el ceño y respira hondo. Cree haber visto pasar, herida por un rayo de plata, un ave de plumas blancas, flotando en el aire, lentamente, hasta desaparecer entre los árboles de la margen opuesta del río. Una mancha de luz, quizás dentro de sus ojos, ¿o en la oscuridad violácea de la noche? Y allí se ha quedado, de pie, sin sentir el agua fría que lame sus tobillos, sin pensar ni moverse, con su mirada clavada en la impenetrable penumbra azul, tan densa que desbarata su silencio y su misterio dentro del negro temblor de sus pupilas, esperando... Sus oídos sólo perciben el eco de los latidos rápidos dentro de su pecho. En la lejanía, el aleteo de algunas aves que abandonan sus nidos le distrae por unos segundos, y estos le bastan para encontrar entre las sombras la blanca figura. Inmóvil. Su cuerpo se estremece como queriendo salir de un sueño. Sus ojos no se apartan de la mancha blanca entre las ramas, respira rápidamente y siente algo caliente corriendo bajo su piel. Tiemblan los reflejos en el río y un soplo helado de carroña recorre su cuerpo. Sin saber si está fuera o dentro de él ese aroma de miedo, desvía su mirada en el momento mismo cuando las entrañas de la selva emiten un grito, ¿el canto de un ave?, ¿el gemido de algún animal?, él no lo entiende pero retumba dentro de su ser. En ese instante el rayo de la luna se le escapa, saltando entre los helechos y las piedras del río. Su figura, multiplicada en las charcas, tarda aún unos segundos en decidirse y emprende veloz carrera provocando una irreal aureola que le persigue envolviéndolo en encajes hasta la margen opuesta. Precipitadamente se lanza entre la maleza, corriendo desesperado, sin entender porqué va tras esa sombra brillante que él mismo no sabe dónde está, ni qué es, pero que él siente como lo atrae con un impulso irracional. El corre como una bestia enloquecida, se enreda, cae, se levanta y prosigue en la telaraña azul.
Perdió irremediablemente la cuenta de las veces que entre el barro y las hojas creyó atraparla. No es capaz de moverse, ni quiere recordar como creyó tenerla entre sus brazos. Sus manos ahora se clavan como garras en la tierra mojada. Está seguro de que al levantar la cabeza, ella estará allí, entre el tenue resplandor lunar, riéndose de su mirada de animal cansado. Completamente derrumbado, siente latir su pecho contra la arena y sus manos oprimen la tierra misma que golpea su cuerpo, una y otra vez, comunicándole su calor, llenándole con ese aire verde y espeso que rodea las hojas bajo los troncos y que se filtra entre las piedras. Inmóvil percibe como ese latido de la tierra se va fundiendo con su ser. Las garzas, la luna, una mujer, la caricia del viento, la lluvia, la carrera sin fin... Su cabeza parece querer estallarle. Lejos de su mujer y de sus hijos se siente invadido por una terrible y angustiosa soledad. Tendido en el barro, oculto entre la bruma amostazada del amanecer, percibe el amargo sabor del desamparo. El observa cansado cómo paulatinamente el aire negro se ha ido disolviendo entre el ruido luminoso de las aves y el trepidar de los insectos entre las hojas. Cuchillos de luz se filtran entre los árboles seccionando lianas y multiplicando puntos brillantes llenos de colores en la espesura, en cada piedra, en las gotas que finamente cubren las islas de musgo, sobre las capas verdes de helechos... El no necesita ponerse de pie para verlo todo. En un claro de la selva frente a sus ojos y entre la bruma rojiza que parece nacer del suelo, está su choza. En la puerta, atisba la cálida y triste sonrisa de su mujer, y uno a uno, van saliendo los hijos, el último a gatas, cuando ya no puede ver más que sombras porque el sol ha emergido frente a él, transformándolo todo en un líquido dorado y tembloroso que se agolpa en el ángulo de sus ojos rasgados.



Este artículo fue publicado en la edición número 22 de El Gusano de luz del año 2002

viernes, 13 de abril de 2007

*Siniestro*

Siniestro

Jorge García Tamayo

Veníamos bordeando la cinta del mar desde Paraguaipoa cuando el helicóptero decidió depositarnos en aquella playa infinita. Finalmente habían precisado el sitio y era necesario recomenzar la búsqueda, quizás desde la falda de la lejana montaña. Mientras esperábamos por la Comisión, recordé su imagen en la pantalla chica. Esa gestualidad tan suya, y su sonrisa de oreja a oreja. ¡El quería ser presidente! A lo lejos se perdía el añil en la bruma caliza. ¡Les va a hacer un macuare! No hacía ni una semana que me lo habían pronosticado. Ahora la situación era preocupante.
Contemplando el mar recordé sus planteamientos sobre la importancia estratégica del Golfo. Ese era uno de sus temas favoritos por el cual los politiqueros lo acusaban de un exceso de nacionalismo. Eran muchos los intereses en su contra. El oleaje gris parecía orlado de azahares. ¿Un nuevo líder? No era un político de esos de partido, pero era carismático! El sabía como llegarle al pueblo y desde luego eso lo hacía muy peligroso. El encaje del mar era absorbido en segundos por los tornasolados gránulos de arena cubiertos cadenciosamente por el inexorable regreso de las olas.
Llegó la guardia, al fin!, y nos encaramamos en dos grandes camiones. ¡Yo estaba tan seguro de que seríamos los primeros! Cuando todavía en el aire escuchamos la funesta noticia radiada por la guardia fronteriza, estábamos convencidos de que nadie podría llegar hasta el sitio adelantándose a nosotros. Muy pronto los camiones se metieron tierra adentro. Penetramos en el espesor caluroso de la tarde. La brisa hirviente lamía las piedras y arañaba los cardones con un gusto salobre, como si quisiera encender en chispas los resecos pajonales que emergían tercos entre las dunas.
Era un asunto delicado. Sin duda alguna, el candidato venía diciendo demasiadas cosas y en el fondo, yo estaba convencido de que había sido amenazado... Dejamos muy atrás la playa, entre nubes de polvo y traqueteando fuimos cogiendo el monte. Después de un par de horas saltando y dando tumbos y bandazos descendimos al pie de las montañas. El lebrel y los hombres bien entrenados comenzaron a hollar la maleza y todos fuimos penetrando en la intrincada ramazón. Grandes resoplidos acompañaban al animal husmeante entre la cada vez más espesa vegetación. Una humedad salvaje parecía haber conquistado los secos pastos de la yerma Guajira e iba espesándose y multiplicando sus enredaderas tentaculares hasta transformar el encalado infierno de arena en un retorcerse de brotes tiernos. La vegetación agigantándose emergía sobre una húmeda hojarasca de esmeraldas amarillas y jades burbujeantes. Envueltos en una blanda y rastrera neblina gris avanzábamos respirando el soplo denso y asfixiante de la selva que iba empegostándonos hasta sofocarnos.
Nosotros los intrusos, insistíamos mancillando paso a paso las capas superpuestas de humus y detritus, buscando el sitio señalado. Yo iba íntimamente deseando no llegar a encontrarlo jamás. Recordé su expresión sonreída en la pantalla chica cuando nos proponía las soluciones lógicas. Hacía solo dos días al desaparecer la nave y declararla en emergencia, todos hicieron conjeturas. Se dijo entonces que el país no soportaría más marramucias.
Paso a paso íbamos avanzando durante horas con una exasperante lentitud. El lebrel se detenía por segundos olisqueando e instantes después, perseguido por nosotros continuaba adelante. Pensaba en sus mensajes por la tele, ellos le granjearon el respeto y el cariño del pueblo, él estaba sin ninguna duda desenmascarándolos. Un país de televidentes no soportaría otro cuento chino, era evidente, un siniestro nunca podría considerarse un accidente...
En lo alto, el cielo estaba fragmentado en hojas acuchilladas por la luz. El aliento ácido de la tierra emanaba como un vaho denso y fosforescente. Destellos de arco iris seccionaban las lianas multiplicándose entre los troncos leñosos y bajo los inmensos helechos llenos de silentes recovecos umbríos, salpicados de turquesa, con trazos de celestes ignotos e índigos indescifrables. El lebrel inquieto, atendía a un lado y al otro, levantaba su testa negra y brillante, alzaba su hocico mojado y su jadear constante nos contagiaba con una desesperante incertidumbre. Se detenía, husmeaba y proseguía su búsqueda incansable. Las piedras eran negros espejos arropados con líquenes y musgo blando. Rollizos hongos bermejos, amarillos y grises lloraban gotas nacaradas aplastados por nuestras botas.
Comenzaba ya a caer la tarde cuando los lagartos decidieron todos asomarse entre los montones de florecillas malva, campánulas purpúreas, clavellinas moradas y violetas magenta. Ellas se separaban y les dejaban ver el sol revolcándose entre las cenizas del atardecer. Se agitaron inquietos los machorros y los gordos tuqueques silbadores al percibir el intenso chirriante estridor de las chicharras creando una sinfonía increscendo. Ensimismado como estaba en su olisqueante búsqueda, el lebrel no parecía prestarles la menor atención.
El día se estremeció agonizando entre los últimos candiles del sol de los venados. El animal súbitamente se detuvo. Su cola tensa, una pata delantera en el aire, parecía una sombra chinesca presintiendo lo irremediable. Mariposas cansadas regresaban a posarse en la tibia humedad de las grandes hojas, aleteando suavemente, sin querer despertar a los cocuyos durmiendo aún entre parásitas y helechos. Abejorros plateados y libélulas orladas de un halo azul eléctrico zumbaban fijando su posición ante el astro incandescente.
Haces de fuego se colaban entre las ramas impregnadas por una bruma de naranjas pasadas. Sentíamos ulular el viento sobre los árboles centenarios. Estrías rosadas y manchones violáceos remplazaban la luz empapando los cenicientos algodones de la noche inminente. Ya no veíamos ni nuestras propias manos. Yo solo percibía el brillo de las pupilas del lebrel y podía escuchar su incesante jadeo cuando súbitamente ladró. Fue un estruendo horroroso que provocó decenas de ecos centuplicados en la oscuridad de la selva.
Decidimos acampar en aquel sitio, porque la noche inmisericorde se nos había arrojado encima. Yo casi no dormí a pesar del cansancio. Las horas se me confundieron y pensando en la imagen de nuestro candidato y en sus proyectos, temía elucubrar sobre el próximo día. La madrugada todavía transpiraba un azul de maleza y rocío y se podía vislumbrar un titilar de estrellas entre las hojas, arriba, muy en alto, cuando percibí una vaharada de carroña y gasoil.
Estaba aún despertándome pero podía sentir la hedentina en mis narices y supongo que fue entonces cuando escuché los gemidos del lebrel. Era un quejido sordo, doliente, sonaba muy lejano. Me levanté en silencio y me dejé conducir por el eco lastimero del animal aullando. Así fue como casi sin darme cuenta llegué hasta el sitio. La cabina de plexiglas brillaba herida por los primeros destellos del amanecer. Habíamos acampado casi a un tiro de piedra del sitio del siniestro y podía ver las aspas de uno de los motores Allison y una parte de un ala.
Entonces los pude detectar bastante bien, lucían sus boinas terciadas, e iban uniformados de camuflaje, algunos descendían en rapell desde los árboles, otros se desplazaban silenciosamente en el claro abierto en medio de la verde maraña. En ese instante, desde el fondo de la maleza vi el fogonazo y abruptamente cesó el aullido del lebrel. Todavía humeaba su arma cuando de la espesura surgió el comisario. Venía rodeado por sus subalternos e iban todos de lo más pertrechados. Pude incluso, notar el brillo de sus prótesis dentales e imaginé la Escarpa Mutia, no sé porqué pero pensé en el marfil de los colmillos de los elefantes cuando iban a morir al propio sitio donde Tarzán y yo nos conocimos en mi infancia.
Un hilo blanco todavía emergía en la boca del silenciador de su magnum. Se acercaron hasta las retorcidas piezas del aparato y él, aún sonriente, le asestó una patada a la mancha negra e inerte del lebrel desmadejada sobre la tierra llena de sangre. Pronto los hombres sacaron entre aquella chamusquina de hierros y de planchas metálicas, lo que andaban buscando. Entonces se alegraron. Pude notarlo, lo percibí en los gestos y el eco de las risas. Ellos usaban guantes, simulando ser títeres en la escena de un macabro teatro.
El dio la orden: nos largamos! Los guoquitoquis creaban ruidos muy extraños dentro de aquel aterrador paisaje donde como un dinosaurio herido emergía entre el follaje, terso y plateado el fuselaje de la nave. El comisario señaló el camino. Misión cumplida se dijeron, estoy seguro de que logré escucharlo! Se dieron media vuelta, a rastras se llevaron la sombra ensangrentada del lebrel y desaparecieron en el acto. Allí quedé, tan solo a una pedrada de distancia, maniatado de furia nuevamente y además convencido de que todos los hechos estaban irremediable y tristemente consumados.

Este artículo fue extraido de la edición número 9 año 2001 de “El gusano de luz”

*El Brujo*

El Brujo
Jorge García Tamayo

Nos acercamos a la entrada del área clave, corazón vital, el centro mismo de la gigantesca edificación tachonada con pequeños ladrillos rojizos y avanzamos confiados. Sorteamos el foso por el puente levadizo, más vamos seguros, nos pesan las cotas de malla pero caminamos tranquilos, pues nos acompaña él, el mago, el gran brujo, el sumo sacerdote. Marchamos con él paso a paso, sobre la nieve, contra el viento que soplaba endemoniadamente en la mañana y ambos, mi compadre y yo, ya en la fortaleza, bajo techo, al abrigo del cierzo y la ventisca, nos vamos paulatinamente tranquilizando, más temeroso está él, es lógico, yo francamente estoy más apaciguado, ansiando ver lo soñado, conocer el secreto de su poder, la máxima expresión de su genial capacidad creadora. Avanzamos con rapidez bajo las bóvedas ojivales, sabemos que él es el non plus ultra de la alquimia, el supremo hechicero, el summun, él es nada más y nada menos que aquel quien fuera denominado otrora, una vez y para siempre jamás, el brujo de la montaña...
El hombre camina con pasos ágiles, elásticos. Ya hemos dejado atrás la pesada puerta de hierro que descendió con estrépito al trasponer el puente y ahora marchamos bajo ojivas tan altas que se tornan azules. El se adelantó. Se le notaba decidido y nosotros le seguimos dando traspiés por un túnel interminable. Entonces notamos como van chispeando todas las bifurcaciones, se ha tornado el camino en una especie de laberinto, suerte de caverna donde resplandecen líneas de una blancura esplendorosa y detrás de ellas, en cada socavón, creemos divisar covachas retorcidas, iluminadas espasmódicamente por un aura incandescente. En la profundidad de cada brecha, a través de cada resquicio podemos ver reflejos espectrales, intermitentes, chispas que fluyen y parecen chorrearse por las cóncavas paredes. Vemos resplandecer la figura del sumo sacerdote caminando delante de nosotros, descendiendo bajo un fulgor violáceo, una iridiscencia magenta que pareciera provenir de ciertos artefactos tubulares, simulando serpentines, ubicados precisamente a la entrada de los habitáculos. Cada vez nos acercamos más hacia una sima, es evidente, pues vamos cuesta abajo y seguimos tras él hacia sitios más apartados dejando atrás cruces e intersecciones, absurdos vericuetos con sus muros de piedra que contrastan con las banderolas, picas y alabardas que opacan el brillo de las piedras pulimentadas. Los aperos de guerra se ven mohosos y oscurecen el fulgor de los destellos espasmódicos, no obstante en ciertos sectores todavía nos encandilan los reflejos ígneos sobre las piquetas y los mandobles y los escudos protectores acerados, guindando allí a lo largo del túnel. Noto como algunas espadas lucen diferentes, parecen verdaderos cilindros repletos de luciérnagas, reverberantes, cual si dentro de ellas existiesen corpúsculos brillantes, seguramente vivos, tal vez cocuyos girando, cual si hubiesen nacido en matraces o en fiolas ocultas a nuestros ojos pero seguramente destinadas a reproducir en pequeños bichos fluorescentes las vibraciones moleculares, con el cometido de impedir la penetración de seres nefastos, o quizás de gérmenes insospechados, microorganismos aún no totalmente desestabilizados, en un esfuerzo evidente, por acercarnos limpios, suficientemente purificados, descender impolutos, para llegar al eje mismo del movimiento perpetuo, al punto de confluencia de todas las fuerzas, en el centro mismo de la fortaleza aquella de ladrillos rojizos...

Después de reptar detrás de nuestro maestro en la zona de las ramificaciones vermiformes y luego de serpentear hasta llegar casi a arrastrarnos tras él para atravesar los segmentos más densos de aquella pulverización cosmogónica, dejamos de correr y estábamos ya agotados pero todavía en pie, cuando el brujo con un gesto nos detuvo. Nos encontrábamos ante el espectral magma de la cortina flamígera. Habíamos llegado. Mi compadre parecía estar al borde del colapso. Podía ver su rostro demudado, sudaba copiosamente y afortunadamente, lo pensé en aquel momento, nos habíamos despojado de nuestras cotas de malla en el camino y así también abandonamos escudos y mandobles para poder acompañar al hechicero en su caminata sin desfallecer, pero veía a mi compadre realmente agotado, suspiraba con la boca abierta, su nariz aleteaba y pensé que era evidente como de un momento a otro se desmayaría, o se echaría a llorar. Ni él ni yo podíamos correr pues francamente hablando, estábamos paralizados por el miedo. El brujo me dio entonces su mano, fría como garra de acero, y yo me aferré con la siniestra a mi compadre y fue tan solo así como en un santiamén atravesamos la barrera del fuego helado, acto este que, por curioso que parezca, tan solo logró provocarnos una sensación extraña de bienestar interior. Ante nosotros, se hallaba un maremagnun de cilindros y tubos de vidrio con destellos multicolores, ellos crecían en las direcciones más absurdas, emergían desde una masa rectangular de piedra y de metal, con ventanillas en muchos sitios donde iban intermitentemente refulgiendo destellos que parecían absurdos dada la variabilidad del colorido. Al brujo se le iluminaba el rostro de manera tal que su figura toda parecía latir en un sin fin de tonalidades de abigarrados colores. Nosotros estábamos parcialmente ocultos, detrás del brujo, guarnecidos en las sombras y envueltos en una ponzoñosa neblina que no nos dejaba ver donde pisábamos. Se me antojó que aquella masa gris era producida por los vapores helados del nitrógeno líquido. En ese preciso momento, meditaba yo sobre la firmeza del suelo oscurecido por la espesa niebla más acá de la cortina de fuego congelado, cuando él se volteó y nos sonrió.

El brujo se hallaba ante una especie de tablero astronómico, era un verdadero mapa de constelaciones ignotas, señaladas con chispas azules, amarillas, rojas, verdes, magenta, surgiendo de un gigantesco rectángulo de piedra y de metal disparado hacia arriba, pletórico de tubos, cual verdadera filigrana de luces y relámpagos cruzados a un lado y al otro, una mole guarnecida a su vez por cientos de cilindros que parecían revestidos de nácar, sobre un pedestal perlado de azulejos. Todo este artilugio y nosotros mismos estábamos siendo salpicados constantemente por extrañas partículas, sin duda espículas elitroides, eso pensé y además rotando?, cada una por separado giraban incandescentes y se inscrustaban en las piedras cual millares de libélulas horadando aquella argamasa de hierro y de piedras, zafiros algunas, circón probablemente y pensé en el carbón pulimenta! do al máximo, fragmentos de jade y lapislázuli y vuelta a pensar en la conocida kriptonita, pero obligadamente nuestras miradas habrían de converger sobre él y ascendieron con su vista hacia la torreta, hasta la cima, buscando las ojivas de aquel templo, cual mole imponente que nos mostraba en lo alto la adusta, seria, silenciosa y maligna esfinge...
El sumo sacerdote, estaba casi envuelto en la neblina gris. Una masa viva se extendía a nuestros pies y comenzaba a moverse creando remolinos. Un curioso viento tibio inducía minúsculas tolvaneras e iba dejándonos ver los azulejos del piso en la cámara sagrada. Parecíamos detenidos en el espacio cual si aguardásemos el momento preciso para cruzar nuestras miradas con las del brujo quien desde hacía un rato había cerrado sus ojos y mantenía una rígida y expectante postura. Entonces notamos como la esfinge comenzó a entreabrir sus párpados, resquicios pétreos, en todo lo alto, muy lentamente y cual lava ardiente, los electrones seguramente iban organizándose en el ánodo del ángulo de sus ojos, eso fue lo que pensé en aquel instante, los corpúsculos giraban desordenadamente y descendían chispeándonos, las partículas fosforescentes nos tocaban y resbalaban sobre nosotros hasta que comenzaron a cubrirnos, provocándonos un hormigueo terrorífico, y mi compadre y yo, salpicados por aquellos chisguetes de lava percibíamos la incongruencia del frío del nitrógeno que nos helaba la piel a través de la ropa y parecía adormecer nuestros pies. En aquellos momentos supremos, con tantas sensaciones asaeteándome, no lograba entrar en razón, porque en ese instante, lo recuerdo bien, solo quería saber con precisión si estaba realmente en Chicago, y si acaso afuera el viento helado del lago Michigan silbaría sobre las gentes, como lo habíamos sentido temprano, sobre nosotros mismos, entre las ramas peladas de los árboles?, o si acaso la gente, en el momento mismo cuando nos encontramos con él en la superficie, corría espantada por alguna otra razón desconocida totalmente para nosotros, imberbes, pasmados primo-visitors, y Wisconsin?, ¿y el lago Monona?, ¿y el 1112 de Mound Street?, en donde llegáramos una mañana de algún día de esta vida, ¡carajo!, todo se me hacía cada vez más lejano mientras los ojos de Marduck refulgían como queriendo recordarme el astro rey de mi tierra caliente, la ciudad de fuego, ¿la deseada por el sol?, ¿no estaba allí yo como un simple invitado?, un convidado, había bajado por los vericuetos pétreos de la mano de Hyeronimus, no andaba acaso transitando las décadas finales del medioevo, vivíamos con el terror de la peste, la noticia venía ya circulando de boca en boca, ¿y las ratas y los gordos piojos?, ¿Hertogenbosch?, ¿Chicago o Babilonia?, aquello era todo un espantoso desaguisado, ¿acaso no lucíamos orondos nuestras cotas y portábamos pesados mandobles sobre nuestras pellizas de burda lana cuando ingresamos en la fortaleza?, ¿y que rayos andaba yo haciendo con mi compadre?, alucinando ambos, estúpidamente viajando por helados predios, y ahora bajo tierra!, el sol era negro y la luz espesa, y el chorro de electrones fluía con homogénea incandescencia desde arriba precisándonos la ubicación exacta de las pupilas del monstruo...
Tan profundamente situados en el laberinto estábamos que al respirar el aire se percibía diferente, quizás era por el incienso que emergía haciendo volutas desde la fuente de los rayos plateados, o por las emanaciones de las miríadas de partículas que descendían latentes e iban siempre girando hasta caer entre la niebla y desaparecer bajo el manto que cubría ahora las espaldas del sumo sacerdote. Las esférulas ígneas aun se estrellaban rebotando contra los muros blancos e iban empegostándose y aplastándose en derredor como motas sulfurosas, nos ponían a brillar y mi compadre con una palidez cetrina me abrazaba bajo las espectrales sombras. Era el miedo lo que iba confundiendo nuestras mentes, claro está, eso me dije, pues se hacía cada vez más evidente como era la rotonda pétrea que nos circundaba, una bóveda alrededor de la maquinaria aquella, pudimos divisar mejor los bajorrelieves, ver los toros alados, los de las gigantescas cabezas con cuernos y los fornidos cuerpos emplumados de los aguiluchos, gavilanes, cóndores y halcones, zopilotes y cuervos, todos cincelados en piedra, o en arcilla quizás, graznando estaban, chillaban vociferantes hasta aturdirnos, vibrando desde la piedra con sonidos acerados cual puntas de lanzas, al final rugiendo por los efectos del conjunto de aquellas piezas electrónicas que iban disparando las partículas ígneas y a la vez zumbando como abejorros enloquecidos. Por unos segundos, todo aquel barullo se detenía ante el toque prodigioso de la mano del mago en los controles, estático iluminado al máximo u oscuro en un momento, para reiniciar el proceso y rugir inmediatamente como leones. Así pudimos verlo todo, sucedió ante nosotros, ejércitos enteros, luchando frente a los carros de guerra trepidantes, estridentes, sus ruedas torciéndose y angustiados, ambos, mi compadre y yo en el centro mismo de la cámara sagrada logramos mirarnos por un momento fugaz sin entender muy bien de lo que se trataba para quedar nuevamente flotando entre los destellos y las chispas pulverizantes de los positrones que emitía la máquina endemoniada. Habíamos comprendido que con tanto artilugio estábamos atrapados, irremisiblemente perdidos y casi con resignación nos veíamos englobados en el vítreo humor de los ojos del brujo, les veíamos girar y sus pupilas cual negro diafragma se abrían y se cerraban mientras se desplazaban de reflejo en destello hasta fijarse en la cámara fosforescente, y mi compadre y yo patas arriba en los destellos de la conjuntiva, casi flotando en la cámara sagrada, ubicados todos en el centro mismo, en el eje del movimiento, tan suspendidos como nuestra respiración, para un instante después al posar la mano en los controles lograba que todo volviese a recomenzar, de nuevo...

El brujo ejecutaba un ritual, para él quizás rutinario, científico, religiosamente, rigurosamente aprendido, repetido por él, posiblemente por instrucciones precisas de la NASA, eso pensé, mas era todo desconocido para mí e ignorado totalmente por mi atribulado compadre, pero creí comprender que los electrones con los positrones y los ciclotrones provenían de los filamentos de zirconio y de meibonio estratégicamente ubicados detrás de los ojos de Marduck, en el mero ánodo de sus hirvientes lagrimales. Para tranquilizar a mi compadre, o no sé si para dármelas de erudito le dije, tranquilo cumpa, que ellos son calentados con una corriente de alto voltaje que les llega por cables superconductores refrigerados con todo ese helado líquido que reverbera en moléculas blandas alrededor de la máquina. Es sencillo, puedes verlo...

Mi compadre prefirió no responder mis comentarios. Desde el cañón del monstruo en todo lo alto, creí ver nuevamente el inicio de la incandescencia y presentí que habíamos ido demasiado lejos. Aterrados, y un poco tarde a mi modo de ver, comprendimos ambos la verdad de los hechos. Aquellas pupilas irradiaban todo el terrible poder destructor y eran esos mismos mandos los que el brujo tocaba acariciando casi sus clavijas, sobando en círculos el botón percutor, suavemente amagando exprimir esa tecla, así nos miró a los ojos cuando nos dijo con frialdad. Así será, habrá de producirse el hecho, y llegará la noche para cubrirnos con su manto de cenizas, tarde o temprano, bien lo sabemos, esa suerte de hongo maligno logrará a la postre acabar con toda la humanidad y ha de vengar a los demonios subyacentes. El hecho era por demás muy evidente, el brujo bien lo sabía, estaba persuadido del devenir en la historia, categórico e indubitable para él... Todos ellos se levantarán sacudiéndose la tierra. Sí, es cierto, aun aún yacen bajo el polvo del desierto, entre las piedras, mas la verdad es que están listos para saltar de nuevo y avasallarnos hasta que solo existan otra vez los muros de la derruída Babilonia ...

11/13/2001
“el gusano de luz”