viernes, 13 de abril de 2007

*Siniestro*

Siniestro

Jorge García Tamayo

Veníamos bordeando la cinta del mar desde Paraguaipoa cuando el helicóptero decidió depositarnos en aquella playa infinita. Finalmente habían precisado el sitio y era necesario recomenzar la búsqueda, quizás desde la falda de la lejana montaña. Mientras esperábamos por la Comisión, recordé su imagen en la pantalla chica. Esa gestualidad tan suya, y su sonrisa de oreja a oreja. ¡El quería ser presidente! A lo lejos se perdía el añil en la bruma caliza. ¡Les va a hacer un macuare! No hacía ni una semana que me lo habían pronosticado. Ahora la situación era preocupante.
Contemplando el mar recordé sus planteamientos sobre la importancia estratégica del Golfo. Ese era uno de sus temas favoritos por el cual los politiqueros lo acusaban de un exceso de nacionalismo. Eran muchos los intereses en su contra. El oleaje gris parecía orlado de azahares. ¿Un nuevo líder? No era un político de esos de partido, pero era carismático! El sabía como llegarle al pueblo y desde luego eso lo hacía muy peligroso. El encaje del mar era absorbido en segundos por los tornasolados gránulos de arena cubiertos cadenciosamente por el inexorable regreso de las olas.
Llegó la guardia, al fin!, y nos encaramamos en dos grandes camiones. ¡Yo estaba tan seguro de que seríamos los primeros! Cuando todavía en el aire escuchamos la funesta noticia radiada por la guardia fronteriza, estábamos convencidos de que nadie podría llegar hasta el sitio adelantándose a nosotros. Muy pronto los camiones se metieron tierra adentro. Penetramos en el espesor caluroso de la tarde. La brisa hirviente lamía las piedras y arañaba los cardones con un gusto salobre, como si quisiera encender en chispas los resecos pajonales que emergían tercos entre las dunas.
Era un asunto delicado. Sin duda alguna, el candidato venía diciendo demasiadas cosas y en el fondo, yo estaba convencido de que había sido amenazado... Dejamos muy atrás la playa, entre nubes de polvo y traqueteando fuimos cogiendo el monte. Después de un par de horas saltando y dando tumbos y bandazos descendimos al pie de las montañas. El lebrel y los hombres bien entrenados comenzaron a hollar la maleza y todos fuimos penetrando en la intrincada ramazón. Grandes resoplidos acompañaban al animal husmeante entre la cada vez más espesa vegetación. Una humedad salvaje parecía haber conquistado los secos pastos de la yerma Guajira e iba espesándose y multiplicando sus enredaderas tentaculares hasta transformar el encalado infierno de arena en un retorcerse de brotes tiernos. La vegetación agigantándose emergía sobre una húmeda hojarasca de esmeraldas amarillas y jades burbujeantes. Envueltos en una blanda y rastrera neblina gris avanzábamos respirando el soplo denso y asfixiante de la selva que iba empegostándonos hasta sofocarnos.
Nosotros los intrusos, insistíamos mancillando paso a paso las capas superpuestas de humus y detritus, buscando el sitio señalado. Yo iba íntimamente deseando no llegar a encontrarlo jamás. Recordé su expresión sonreída en la pantalla chica cuando nos proponía las soluciones lógicas. Hacía solo dos días al desaparecer la nave y declararla en emergencia, todos hicieron conjeturas. Se dijo entonces que el país no soportaría más marramucias.
Paso a paso íbamos avanzando durante horas con una exasperante lentitud. El lebrel se detenía por segundos olisqueando e instantes después, perseguido por nosotros continuaba adelante. Pensaba en sus mensajes por la tele, ellos le granjearon el respeto y el cariño del pueblo, él estaba sin ninguna duda desenmascarándolos. Un país de televidentes no soportaría otro cuento chino, era evidente, un siniestro nunca podría considerarse un accidente...
En lo alto, el cielo estaba fragmentado en hojas acuchilladas por la luz. El aliento ácido de la tierra emanaba como un vaho denso y fosforescente. Destellos de arco iris seccionaban las lianas multiplicándose entre los troncos leñosos y bajo los inmensos helechos llenos de silentes recovecos umbríos, salpicados de turquesa, con trazos de celestes ignotos e índigos indescifrables. El lebrel inquieto, atendía a un lado y al otro, levantaba su testa negra y brillante, alzaba su hocico mojado y su jadear constante nos contagiaba con una desesperante incertidumbre. Se detenía, husmeaba y proseguía su búsqueda incansable. Las piedras eran negros espejos arropados con líquenes y musgo blando. Rollizos hongos bermejos, amarillos y grises lloraban gotas nacaradas aplastados por nuestras botas.
Comenzaba ya a caer la tarde cuando los lagartos decidieron todos asomarse entre los montones de florecillas malva, campánulas purpúreas, clavellinas moradas y violetas magenta. Ellas se separaban y les dejaban ver el sol revolcándose entre las cenizas del atardecer. Se agitaron inquietos los machorros y los gordos tuqueques silbadores al percibir el intenso chirriante estridor de las chicharras creando una sinfonía increscendo. Ensimismado como estaba en su olisqueante búsqueda, el lebrel no parecía prestarles la menor atención.
El día se estremeció agonizando entre los últimos candiles del sol de los venados. El animal súbitamente se detuvo. Su cola tensa, una pata delantera en el aire, parecía una sombra chinesca presintiendo lo irremediable. Mariposas cansadas regresaban a posarse en la tibia humedad de las grandes hojas, aleteando suavemente, sin querer despertar a los cocuyos durmiendo aún entre parásitas y helechos. Abejorros plateados y libélulas orladas de un halo azul eléctrico zumbaban fijando su posición ante el astro incandescente.
Haces de fuego se colaban entre las ramas impregnadas por una bruma de naranjas pasadas. Sentíamos ulular el viento sobre los árboles centenarios. Estrías rosadas y manchones violáceos remplazaban la luz empapando los cenicientos algodones de la noche inminente. Ya no veíamos ni nuestras propias manos. Yo solo percibía el brillo de las pupilas del lebrel y podía escuchar su incesante jadeo cuando súbitamente ladró. Fue un estruendo horroroso que provocó decenas de ecos centuplicados en la oscuridad de la selva.
Decidimos acampar en aquel sitio, porque la noche inmisericorde se nos había arrojado encima. Yo casi no dormí a pesar del cansancio. Las horas se me confundieron y pensando en la imagen de nuestro candidato y en sus proyectos, temía elucubrar sobre el próximo día. La madrugada todavía transpiraba un azul de maleza y rocío y se podía vislumbrar un titilar de estrellas entre las hojas, arriba, muy en alto, cuando percibí una vaharada de carroña y gasoil.
Estaba aún despertándome pero podía sentir la hedentina en mis narices y supongo que fue entonces cuando escuché los gemidos del lebrel. Era un quejido sordo, doliente, sonaba muy lejano. Me levanté en silencio y me dejé conducir por el eco lastimero del animal aullando. Así fue como casi sin darme cuenta llegué hasta el sitio. La cabina de plexiglas brillaba herida por los primeros destellos del amanecer. Habíamos acampado casi a un tiro de piedra del sitio del siniestro y podía ver las aspas de uno de los motores Allison y una parte de un ala.
Entonces los pude detectar bastante bien, lucían sus boinas terciadas, e iban uniformados de camuflaje, algunos descendían en rapell desde los árboles, otros se desplazaban silenciosamente en el claro abierto en medio de la verde maraña. En ese instante, desde el fondo de la maleza vi el fogonazo y abruptamente cesó el aullido del lebrel. Todavía humeaba su arma cuando de la espesura surgió el comisario. Venía rodeado por sus subalternos e iban todos de lo más pertrechados. Pude incluso, notar el brillo de sus prótesis dentales e imaginé la Escarpa Mutia, no sé porqué pero pensé en el marfil de los colmillos de los elefantes cuando iban a morir al propio sitio donde Tarzán y yo nos conocimos en mi infancia.
Un hilo blanco todavía emergía en la boca del silenciador de su magnum. Se acercaron hasta las retorcidas piezas del aparato y él, aún sonriente, le asestó una patada a la mancha negra e inerte del lebrel desmadejada sobre la tierra llena de sangre. Pronto los hombres sacaron entre aquella chamusquina de hierros y de planchas metálicas, lo que andaban buscando. Entonces se alegraron. Pude notarlo, lo percibí en los gestos y el eco de las risas. Ellos usaban guantes, simulando ser títeres en la escena de un macabro teatro.
El dio la orden: nos largamos! Los guoquitoquis creaban ruidos muy extraños dentro de aquel aterrador paisaje donde como un dinosaurio herido emergía entre el follaje, terso y plateado el fuselaje de la nave. El comisario señaló el camino. Misión cumplida se dijeron, estoy seguro de que logré escucharlo! Se dieron media vuelta, a rastras se llevaron la sombra ensangrentada del lebrel y desaparecieron en el acto. Allí quedé, tan solo a una pedrada de distancia, maniatado de furia nuevamente y además convencido de que todos los hechos estaban irremediable y tristemente consumados.

Este artículo fue extraido de la edición número 9 año 2001 de “El gusano de luz”

*El Brujo*

El Brujo
Jorge García Tamayo

Nos acercamos a la entrada del área clave, corazón vital, el centro mismo de la gigantesca edificación tachonada con pequeños ladrillos rojizos y avanzamos confiados. Sorteamos el foso por el puente levadizo, más vamos seguros, nos pesan las cotas de malla pero caminamos tranquilos, pues nos acompaña él, el mago, el gran brujo, el sumo sacerdote. Marchamos con él paso a paso, sobre la nieve, contra el viento que soplaba endemoniadamente en la mañana y ambos, mi compadre y yo, ya en la fortaleza, bajo techo, al abrigo del cierzo y la ventisca, nos vamos paulatinamente tranquilizando, más temeroso está él, es lógico, yo francamente estoy más apaciguado, ansiando ver lo soñado, conocer el secreto de su poder, la máxima expresión de su genial capacidad creadora. Avanzamos con rapidez bajo las bóvedas ojivales, sabemos que él es el non plus ultra de la alquimia, el supremo hechicero, el summun, él es nada más y nada menos que aquel quien fuera denominado otrora, una vez y para siempre jamás, el brujo de la montaña...
El hombre camina con pasos ágiles, elásticos. Ya hemos dejado atrás la pesada puerta de hierro que descendió con estrépito al trasponer el puente y ahora marchamos bajo ojivas tan altas que se tornan azules. El se adelantó. Se le notaba decidido y nosotros le seguimos dando traspiés por un túnel interminable. Entonces notamos como van chispeando todas las bifurcaciones, se ha tornado el camino en una especie de laberinto, suerte de caverna donde resplandecen líneas de una blancura esplendorosa y detrás de ellas, en cada socavón, creemos divisar covachas retorcidas, iluminadas espasmódicamente por un aura incandescente. En la profundidad de cada brecha, a través de cada resquicio podemos ver reflejos espectrales, intermitentes, chispas que fluyen y parecen chorrearse por las cóncavas paredes. Vemos resplandecer la figura del sumo sacerdote caminando delante de nosotros, descendiendo bajo un fulgor violáceo, una iridiscencia magenta que pareciera provenir de ciertos artefactos tubulares, simulando serpentines, ubicados precisamente a la entrada de los habitáculos. Cada vez nos acercamos más hacia una sima, es evidente, pues vamos cuesta abajo y seguimos tras él hacia sitios más apartados dejando atrás cruces e intersecciones, absurdos vericuetos con sus muros de piedra que contrastan con las banderolas, picas y alabardas que opacan el brillo de las piedras pulimentadas. Los aperos de guerra se ven mohosos y oscurecen el fulgor de los destellos espasmódicos, no obstante en ciertos sectores todavía nos encandilan los reflejos ígneos sobre las piquetas y los mandobles y los escudos protectores acerados, guindando allí a lo largo del túnel. Noto como algunas espadas lucen diferentes, parecen verdaderos cilindros repletos de luciérnagas, reverberantes, cual si dentro de ellas existiesen corpúsculos brillantes, seguramente vivos, tal vez cocuyos girando, cual si hubiesen nacido en matraces o en fiolas ocultas a nuestros ojos pero seguramente destinadas a reproducir en pequeños bichos fluorescentes las vibraciones moleculares, con el cometido de impedir la penetración de seres nefastos, o quizás de gérmenes insospechados, microorganismos aún no totalmente desestabilizados, en un esfuerzo evidente, por acercarnos limpios, suficientemente purificados, descender impolutos, para llegar al eje mismo del movimiento perpetuo, al punto de confluencia de todas las fuerzas, en el centro mismo de la fortaleza aquella de ladrillos rojizos...

Después de reptar detrás de nuestro maestro en la zona de las ramificaciones vermiformes y luego de serpentear hasta llegar casi a arrastrarnos tras él para atravesar los segmentos más densos de aquella pulverización cosmogónica, dejamos de correr y estábamos ya agotados pero todavía en pie, cuando el brujo con un gesto nos detuvo. Nos encontrábamos ante el espectral magma de la cortina flamígera. Habíamos llegado. Mi compadre parecía estar al borde del colapso. Podía ver su rostro demudado, sudaba copiosamente y afortunadamente, lo pensé en aquel momento, nos habíamos despojado de nuestras cotas de malla en el camino y así también abandonamos escudos y mandobles para poder acompañar al hechicero en su caminata sin desfallecer, pero veía a mi compadre realmente agotado, suspiraba con la boca abierta, su nariz aleteaba y pensé que era evidente como de un momento a otro se desmayaría, o se echaría a llorar. Ni él ni yo podíamos correr pues francamente hablando, estábamos paralizados por el miedo. El brujo me dio entonces su mano, fría como garra de acero, y yo me aferré con la siniestra a mi compadre y fue tan solo así como en un santiamén atravesamos la barrera del fuego helado, acto este que, por curioso que parezca, tan solo logró provocarnos una sensación extraña de bienestar interior. Ante nosotros, se hallaba un maremagnun de cilindros y tubos de vidrio con destellos multicolores, ellos crecían en las direcciones más absurdas, emergían desde una masa rectangular de piedra y de metal, con ventanillas en muchos sitios donde iban intermitentemente refulgiendo destellos que parecían absurdos dada la variabilidad del colorido. Al brujo se le iluminaba el rostro de manera tal que su figura toda parecía latir en un sin fin de tonalidades de abigarrados colores. Nosotros estábamos parcialmente ocultos, detrás del brujo, guarnecidos en las sombras y envueltos en una ponzoñosa neblina que no nos dejaba ver donde pisábamos. Se me antojó que aquella masa gris era producida por los vapores helados del nitrógeno líquido. En ese preciso momento, meditaba yo sobre la firmeza del suelo oscurecido por la espesa niebla más acá de la cortina de fuego congelado, cuando él se volteó y nos sonrió.

El brujo se hallaba ante una especie de tablero astronómico, era un verdadero mapa de constelaciones ignotas, señaladas con chispas azules, amarillas, rojas, verdes, magenta, surgiendo de un gigantesco rectángulo de piedra y de metal disparado hacia arriba, pletórico de tubos, cual verdadera filigrana de luces y relámpagos cruzados a un lado y al otro, una mole guarnecida a su vez por cientos de cilindros que parecían revestidos de nácar, sobre un pedestal perlado de azulejos. Todo este artilugio y nosotros mismos estábamos siendo salpicados constantemente por extrañas partículas, sin duda espículas elitroides, eso pensé y además rotando?, cada una por separado giraban incandescentes y se inscrustaban en las piedras cual millares de libélulas horadando aquella argamasa de hierro y de piedras, zafiros algunas, circón probablemente y pensé en el carbón pulimenta! do al máximo, fragmentos de jade y lapislázuli y vuelta a pensar en la conocida kriptonita, pero obligadamente nuestras miradas habrían de converger sobre él y ascendieron con su vista hacia la torreta, hasta la cima, buscando las ojivas de aquel templo, cual mole imponente que nos mostraba en lo alto la adusta, seria, silenciosa y maligna esfinge...
El sumo sacerdote, estaba casi envuelto en la neblina gris. Una masa viva se extendía a nuestros pies y comenzaba a moverse creando remolinos. Un curioso viento tibio inducía minúsculas tolvaneras e iba dejándonos ver los azulejos del piso en la cámara sagrada. Parecíamos detenidos en el espacio cual si aguardásemos el momento preciso para cruzar nuestras miradas con las del brujo quien desde hacía un rato había cerrado sus ojos y mantenía una rígida y expectante postura. Entonces notamos como la esfinge comenzó a entreabrir sus párpados, resquicios pétreos, en todo lo alto, muy lentamente y cual lava ardiente, los electrones seguramente iban organizándose en el ánodo del ángulo de sus ojos, eso fue lo que pensé en aquel instante, los corpúsculos giraban desordenadamente y descendían chispeándonos, las partículas fosforescentes nos tocaban y resbalaban sobre nosotros hasta que comenzaron a cubrirnos, provocándonos un hormigueo terrorífico, y mi compadre y yo, salpicados por aquellos chisguetes de lava percibíamos la incongruencia del frío del nitrógeno que nos helaba la piel a través de la ropa y parecía adormecer nuestros pies. En aquellos momentos supremos, con tantas sensaciones asaeteándome, no lograba entrar en razón, porque en ese instante, lo recuerdo bien, solo quería saber con precisión si estaba realmente en Chicago, y si acaso afuera el viento helado del lago Michigan silbaría sobre las gentes, como lo habíamos sentido temprano, sobre nosotros mismos, entre las ramas peladas de los árboles?, o si acaso la gente, en el momento mismo cuando nos encontramos con él en la superficie, corría espantada por alguna otra razón desconocida totalmente para nosotros, imberbes, pasmados primo-visitors, y Wisconsin?, ¿y el lago Monona?, ¿y el 1112 de Mound Street?, en donde llegáramos una mañana de algún día de esta vida, ¡carajo!, todo se me hacía cada vez más lejano mientras los ojos de Marduck refulgían como queriendo recordarme el astro rey de mi tierra caliente, la ciudad de fuego, ¿la deseada por el sol?, ¿no estaba allí yo como un simple invitado?, un convidado, había bajado por los vericuetos pétreos de la mano de Hyeronimus, no andaba acaso transitando las décadas finales del medioevo, vivíamos con el terror de la peste, la noticia venía ya circulando de boca en boca, ¿y las ratas y los gordos piojos?, ¿Hertogenbosch?, ¿Chicago o Babilonia?, aquello era todo un espantoso desaguisado, ¿acaso no lucíamos orondos nuestras cotas y portábamos pesados mandobles sobre nuestras pellizas de burda lana cuando ingresamos en la fortaleza?, ¿y que rayos andaba yo haciendo con mi compadre?, alucinando ambos, estúpidamente viajando por helados predios, y ahora bajo tierra!, el sol era negro y la luz espesa, y el chorro de electrones fluía con homogénea incandescencia desde arriba precisándonos la ubicación exacta de las pupilas del monstruo...
Tan profundamente situados en el laberinto estábamos que al respirar el aire se percibía diferente, quizás era por el incienso que emergía haciendo volutas desde la fuente de los rayos plateados, o por las emanaciones de las miríadas de partículas que descendían latentes e iban siempre girando hasta caer entre la niebla y desaparecer bajo el manto que cubría ahora las espaldas del sumo sacerdote. Las esférulas ígneas aun se estrellaban rebotando contra los muros blancos e iban empegostándose y aplastándose en derredor como motas sulfurosas, nos ponían a brillar y mi compadre con una palidez cetrina me abrazaba bajo las espectrales sombras. Era el miedo lo que iba confundiendo nuestras mentes, claro está, eso me dije, pues se hacía cada vez más evidente como era la rotonda pétrea que nos circundaba, una bóveda alrededor de la maquinaria aquella, pudimos divisar mejor los bajorrelieves, ver los toros alados, los de las gigantescas cabezas con cuernos y los fornidos cuerpos emplumados de los aguiluchos, gavilanes, cóndores y halcones, zopilotes y cuervos, todos cincelados en piedra, o en arcilla quizás, graznando estaban, chillaban vociferantes hasta aturdirnos, vibrando desde la piedra con sonidos acerados cual puntas de lanzas, al final rugiendo por los efectos del conjunto de aquellas piezas electrónicas que iban disparando las partículas ígneas y a la vez zumbando como abejorros enloquecidos. Por unos segundos, todo aquel barullo se detenía ante el toque prodigioso de la mano del mago en los controles, estático iluminado al máximo u oscuro en un momento, para reiniciar el proceso y rugir inmediatamente como leones. Así pudimos verlo todo, sucedió ante nosotros, ejércitos enteros, luchando frente a los carros de guerra trepidantes, estridentes, sus ruedas torciéndose y angustiados, ambos, mi compadre y yo en el centro mismo de la cámara sagrada logramos mirarnos por un momento fugaz sin entender muy bien de lo que se trataba para quedar nuevamente flotando entre los destellos y las chispas pulverizantes de los positrones que emitía la máquina endemoniada. Habíamos comprendido que con tanto artilugio estábamos atrapados, irremisiblemente perdidos y casi con resignación nos veíamos englobados en el vítreo humor de los ojos del brujo, les veíamos girar y sus pupilas cual negro diafragma se abrían y se cerraban mientras se desplazaban de reflejo en destello hasta fijarse en la cámara fosforescente, y mi compadre y yo patas arriba en los destellos de la conjuntiva, casi flotando en la cámara sagrada, ubicados todos en el centro mismo, en el eje del movimiento, tan suspendidos como nuestra respiración, para un instante después al posar la mano en los controles lograba que todo volviese a recomenzar, de nuevo...

El brujo ejecutaba un ritual, para él quizás rutinario, científico, religiosamente, rigurosamente aprendido, repetido por él, posiblemente por instrucciones precisas de la NASA, eso pensé, mas era todo desconocido para mí e ignorado totalmente por mi atribulado compadre, pero creí comprender que los electrones con los positrones y los ciclotrones provenían de los filamentos de zirconio y de meibonio estratégicamente ubicados detrás de los ojos de Marduck, en el mero ánodo de sus hirvientes lagrimales. Para tranquilizar a mi compadre, o no sé si para dármelas de erudito le dije, tranquilo cumpa, que ellos son calentados con una corriente de alto voltaje que les llega por cables superconductores refrigerados con todo ese helado líquido que reverbera en moléculas blandas alrededor de la máquina. Es sencillo, puedes verlo...

Mi compadre prefirió no responder mis comentarios. Desde el cañón del monstruo en todo lo alto, creí ver nuevamente el inicio de la incandescencia y presentí que habíamos ido demasiado lejos. Aterrados, y un poco tarde a mi modo de ver, comprendimos ambos la verdad de los hechos. Aquellas pupilas irradiaban todo el terrible poder destructor y eran esos mismos mandos los que el brujo tocaba acariciando casi sus clavijas, sobando en círculos el botón percutor, suavemente amagando exprimir esa tecla, así nos miró a los ojos cuando nos dijo con frialdad. Así será, habrá de producirse el hecho, y llegará la noche para cubrirnos con su manto de cenizas, tarde o temprano, bien lo sabemos, esa suerte de hongo maligno logrará a la postre acabar con toda la humanidad y ha de vengar a los demonios subyacentes. El hecho era por demás muy evidente, el brujo bien lo sabía, estaba persuadido del devenir en la historia, categórico e indubitable para él... Todos ellos se levantarán sacudiéndose la tierra. Sí, es cierto, aun aún yacen bajo el polvo del desierto, entre las piedras, mas la verdad es que están listos para saltar de nuevo y avasallarnos hasta que solo existan otra vez los muros de la derruída Babilonia ...

11/13/2001
“el gusano de luz”