jueves, 28 de febrero de 2013

...de "El movedizo encaje de los uveros"




5:45 am         Desde el castillo de proa, frente a la cubierta, podía oír como gemía el maderamen. El mismo percibía su respiración febril y entrecortada y las olas le llegaban una y otra vez. Juancho respiraba con dificultad, se sentía suspirando, desde lo más profundo, trombas de agua le sacudían, pletóricas, ¿de miedo? No veía por ningún lado a los marineros y se preguntaba si sería posible que la tripulación hubiese desertado. ¿Es que acaso estoy presenciando un motín? ¿Estarán escondidos? ¿Quizás en la sentina? ¡Recontra rayos!  ¿Estaremos acaso a la deriva? Ante él irrumpió el cabello canoso, la frente arrugada y luego las cejas como un erizo de mar, de manera que él le reconoció prontamente. Era Don José García. Miles de trazos desdibujados en su rostro creaban surcos cambiantes de posición y de forma. Él notó muy de cerca la piel agrietada por el viento del mar, alrededor de sus ojos circunvalados por un halo gris opaco, limitando el perímetro de sus pupilas cenicientas, brillantes, y aquella especie de fulgor que se expandía en círculos concéntricos confundiéndolo. Luego apareció la boca diciéndole algo, moviéndose, lentamente, su lengua roja se le veía entre los dientes, un oscuro orificio que se dilataba, se abría, se cerraba y en aquel momento preciso, una por una fueron brotando las palabras. ¡Al pairo grumete, estamos al pairo! Lo dijo con toda la autoridad que le confería su rango, y Juancho asintió, es decir, lo hizo mentalmente, puesto que no podía movilizar el cuello ni la cabeza. Estaba pensando que, casi seguramente Don José era el contramaestre, y esa persuasión le tranquilizaba un tanto, al menos no tendría que ir corriendo a controlar el rumbo en el cuaderno de bitácora, tenía que estar fijado con toda precisión. Pero su cuello estaba rígido y la arboladura crujía, y mientras tanto él miraba desde su envarada posición los obenques tensados, los palos y las jarcias fijas, las firmes y las rebatibles, sacudiéndose en las gavias, sosteniendo a duras penas un velamen que parecía querer explotar con el chubasco. Esponjadas como pechugas de palomas. Juancho pensó en Martina mirando las velas, ellas se inflaban en el palo mayor, rechinaban en los obenques y ni hablar del trinquete, casi explotaba con el vendaval. Aquello era más que un golpe de viento, un verdadero chubasco y desde su incómoda situación, tendido en cubierta, logró ver cómo la vela se hinchaba, se combaba y crecía descomunal. Lo mismo ocurría con el velamen del bauprés. Era la señal que indicaba el cambio de rumbo de la nave, y él casi lo percibía desde la cebadera hasta sus manos, como si fuese él mismo el timonel y sin embargo, horizontalizado, ¡vaya que era difícil la cosa!  En su posición sobre la cubierta del castillo de proa, viendo tensarse las jarcias fijas y las rebatibles, con los obenques templados al máximo muy a pesar del ventarrón, él estaba considerando el caso, pues notaba una incongruencia más. El cielo era refulgente, con un azul indefinido, lo cual hacía imposible pensar en tempestades, pero tampoco estaban en calma chicha, no percibía chispas ni relámpagos y miraba hacia los palos en lo alto en una electrizante espera por fuegos de San Telmo. Azul esfera, azul pastel, añil indefectible, prusíaco, infinito, lapizlázuli ignoto, turquí, turquesa y como signo ominoso, masas algodonosas de nubes tumultuosas, cambiantes, ampulosas, formadoras de ogros, de perros y ¿de ratas?, sí ratas grises, pardas, plomizas... Un escalofrío lo estremeció. En su rostro inmóvil percibió un golpe húmedo y renovador y quiso pensar que era aire fresco. Entonces le llegó el momento de sentirse enfurecido por aquella incapacidad suya para moverse, por ese querer levantarse, incorporarse sobre el maderamen y no poder hacerlo. Allí mismo, en la cubierta del castillo de proa, sin lograr ni siquiera levantar la cabeza, desesperadamente su furia le llevó a hacer un gran esfuerzo. Lo último que percibió fueron las nubes en forma de grises roedores que descendían como motas de hollín. Juancho pensó, me asfixiarán, me ahogarán. Eso se dijo cuando sintió como un latigazo que le cruzara el rostro, el chasquido de sus lagañas al despegarse.  El tío Vicente sentado al lado de la cama, lo observaba con cara de preocupación. Juancho quiso preguntarle por ella, decirle, explíqueme usted tío, cuénteme, ¿dónde está Martina?, pero no pudo articular palabra alguna.  ¡Sé le antojó creer que estaba inmerso en un sueño! Tenía que ser así, y sin embargo se asustó al escuchar ronca su propia voz, diciendo... Me duele todo, tío, quiero ver a Martina, me siento muy mal tío Vicente...  Sus palabras terminaron en un susurro y cerró de nuevo los ojos.

5:55 am      Tulia le dice a Martina susurrante. Déme ahora el mechón de pelo y préndame otra vez este tabaco. Su cabeza está apretada por un rojo pañolón. Déme otro trago de ron. Desde un cromo desteñido Santa Lucía las mira sin verlas y a su lado Simón Bolívar con el indio Guaicaipuro se apoyan en el pretil del altar chorreado de masas de esperma alrededor de los candiles parpadeantes. ¡Otalá orichá!  La negra fuma un grueso tabaco, el humo es denso e impregna el aire. El arcángel Gabriel mira de reojo a María Lionza y suspira pensando... ¡Negra cumbamba! La danta los observa con sonrisa meliflua. Huele a sábila. ¡Obalá Ochum, aye! Suena la maraca. ¿Lo sientes palpitá? Está adentro. Se vuelve a untar el aceite en cruz entre las tetas péndulas y luego en la frente. Suena el ramaje agitándose para el ensalmo. Tulia se empina un trago en la botella de ron. Esto te curará del mal de ojo, la reina Onza me protege, un ensalmo de yerbas paque amarre. Se persigna mientras los invoca murmurando. Sanará, sana sana, culo de rana. Sana por el negro Felipe, sana saná. Sus dedos son huesudos, de uñas pálidas y amarillentas. ¡Ay! Bembelé, ay Ochúm, ¿sanará veldá? Se agitan las caraotas rojas y negras en el sonajero. Viene Ochúm a los brazos del Bendito, alabado sea Changó bendito, amén. Un buche de ron. Chorrea la vela de sebo en la mano, pero ella no siente las gotas que le corren hirviendo. Lágrimas de esperma ante el cristo cabeza abajo. Ahora ella se ha agachado en el suelo. El humo amostazado asciende. Tulia se agita como una gallina clueca. En la oscuridad del recinto, el negro atisba sus movimientos. Ella canturrea meneándose acompasadamente. Musita una especie de murmullo. La sigue con su vista el negro Miguel. En cuclillas espera el negro patas de araña y sus ojos amarillos brillan en la penumbra. Grillos y cucarachas van a la tapara, con el aguardiente, se mezclan con ramos de cadillos los pétalos malváceos de flores trinitarias y de puticas coquetas. Tulia bebe de la tapara y los rocía, después un hilo de ron corre desde las comisuras a la barbilla. Suenan las ramas del ensalmo y el sonajero y los collares de caracoles chasquean bulliciosos. Ella lanza los huesos y las piedras sobre la tierra apisonada. La puerta está trancada por dos inmensas caracolas opalinas. Ella pone las manos en la tierra y le dice. Persígnate mientras lo invoco. Miguel bañado en ron se sacude y plumas de gallo negro flotan en el aire. El humo del tabaco es amarillo y espeso. Ella sumisa bebe de la botella.  Empínatela. Se esponjan sus pechos, los siente crecer. ¿Será que será? Las plumas descienden oscilantes. ¿Será por el viento? Ella se los toca, los siente calientes. Los acaricia y suspira. ¡Tú vas a ve! Las hierbas caen en la tapara y el humo denso del tabaco le provoca náuseas. El negro Miguel la mira desde el suelo, está acurrucado, escuchando a Tulia. Negro Primero, negro Felipe. Orichú, Otalá, Obatalá, San Marcos de León. Ella respira anhelante. Se toca sus muslos suaves, acaricia su vientre tenso. Es la serpiente, es Ochúm, es la culebra, ¡es Changó! Ella suspira. ¿La sientes? Tulia regresa al sonajero que chasquea con estridor, escupe el ron rociándola. ¿Lo hueles? ¿Sí? Es Changó que ya viene. ¿Lo sientes? ¿Sí? Bébete el ron, empínatelo. Ella capta aquel fuego, es un hervor interno, hay algo en su cuerpo que crece, y se tuerce, algo que late, turgente. Ella lo percibe, es un calor extraño que le recorre las piernas y le quema el bajo vientre. Es la serpiente, es la onza y es el león. María Lionza los observa de reojo, la danta inmensa le sonríe otra vez desde el cromo y el negro le pela sus dientes manchados. Ella comienza a temblar, sus muslos se estremecen, sus caderas firmes esperan.  Las velas desplegadas hacen tremolar el palo mayor. Con el tabaco te se va a curá, tú vas a vé. Chocan las olas, la resaca hace ese ruido profundo, ¿hierven?, suenan las caraotas, ese sorber hondo, allí entre las piedras, la espuma asciende y ella la percibe en sus corvas, golpea en sus nalgas, ella recibe el embate de las olas y se balancea. Ochúm, no se le irá, lo abraza. Es él. Es mía. Ella gime. Es la serpiente. ¡Ochúm! La negra Tulia agachada escupe en la tierra.  Explotan las olas, se filtra el ron y la saliva entre las piedras, se los va chupando la arena. ¡Otalá! La están llamando. Ángeles, arcángeles, rugen en la espuma, Maria Lionza, en las piedras negras, sobre ella, es el ruido acezante del negro Miguel, la acaricia, querubines, la huele, serafines, ella con el golpe de la ola tiembla, súcubos, íncubos, la recorren cientos de burbujas fosforescentes, grifos, mandingas lucífugos, mientras ella sonríe y se deja hacer, rendijas, hendijas, grietas. Grita, y él la besa allí, con pasión, ronroneo, acezante, allí, es un gallo negro, aletea en el aire y cientos de plumas vuelan y salta el chorro de sangre. Se fue el gallo, se fue... ¡Ochúm bendito! Las gotas caen en la tapara, los caracoles y las piedras están en un círculo hecho en la arena apisonada, cascajos y cenizas, cual si estuviese frente al altar. Ahora repta la culebra...  Se escapa. ¡Se te va a curá mujé! Marina la escucha de lo más segura, mientras respira reposadamente, está confiada. Él va a saná Yo lo sé, le dice Tula… Tú lo va a ve...

Texto extraído de  “El movedizo encaje de los uveros”
Novela.
EDILUZ Edit 2003

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