miércoles, 13 de febrero de 2013

Derecho Romano



Derecho Romano
Jorge García Tamayo

La cena había sido copiosa, no podría llamársele opípara, pero fue suculenta y muy bien escanciada. Al momento de saludarlo, ella sonrió tímidamente y él captó algo, un no se que en la oscura profundidad de su mirada, tras las pestañas densas, bajo sus cejas tan pobladas. Seguramente fue un gesto, cierto mohín de niña malcriada, mas a pesar de los años, se le revolvió el ayer. Ahora él estaba en la primera posición, en situación privilegiada. Había llegado al tope de su carrera política y lucía investido de todos los poderes, listo para sentarse en la silla presidencial. Había venido encaneciendo y engordando progresivamente, pero con todo y lo parsimonioso de su circunspecta imagen, le bastó una mirada de la jovencita y allí se quedó, preguntándose que como podía ser, diciéndose que quién sabe de donde habían surgido aquellos lejanos recuerdos que él juraba estaban ya perdidos en el tiempo.
Precisamente venir a sucederle cosa tal aquella noche, la primera que pasaba en Estambul, era un desaguisado, y era tal el absurdo, que pensó achacarle todo a una severa dispepsia post prandial. Se daban todas aquellas cosas durante uno de esos eventos de la democracia europea. Amigos todos, de paseo, luego de la reunión de uno de los Clubs internacionales, cuando desde Praga se fueron a Belgrado y luego pasaron a Bucarest, y por los Dardanelos hasta ver el Bósforo con la luna rielando para admirar detrás, allá a los lejos, envueltas en la bruma del atardecer, las torres, minaretes y las cúpulas de la antigua ciudad capital del Imperio de Oriente. Ponerse a pensar entonces en el mismísimo Constantino era plausible, pero tras aquella mirada de la jovencita, fue su profesora de Derecho Romano, corpus iuris civilis, quien destelló en su mente como un rayo en sordina.

Desde que comenzara a estudiar Leyes, el Derecho Romano había sido su asignatura preferida. Esta se le mezcló irremisiblemente con la voz y el perfume de Mayra. Muchos años habían transcurrido y estar en el propio Bizancio y soñar con la ley de las doce tablas, era un asunto casi de lógica cartesiana, pero ¡carach!, ciertamente no era ortodoxo, que a esas alturas a él le diese por pensar en Mayra. Anocheciendo en Estambul, en la soñada Constantinopla, la misma urbe cuajada de milenios de historia... ¡Y yo dizque recordando a Mayra, que carach! Eso se dijo él mismo, y así, desatendiéndole a la música sinuosa y envolvente, quiso insistir en extasiarse atisbando a lo lejos la inmensa cúpula de la gran catedral. Estar regurgitando sus recuerdos lejanos con la cena, y simultáneamente, era ya un oprobio, mas sin remedio rumió y se relamió en la imagen de su maestra de Derecho Romano.

Se sintió entonces digiriendo lo que llegaba hasta su mente. Las pandectas y el digesto, y  Mayra, ¡claro está! Estaba atortajado. Lo dijo para si. Se hallaba sin poder evadir en ese instante la imagen del sin par Justiniano, y lo quiso pensar coronado con hojas de laurel y tomillo, ¿tal vez de eneldo?, luciendo egregio con su manto malva, y ahora él, investido también y en tan simbólico momento, sin saber por qué rayos pero a su mente quien estaba regresando era Mayra. ¿Podría envolverse en ella?, ¿con ella?, ¡que clase de hembra había resultado ser!, ella, su profesora de Derecho Romano. Y quiso pensar en ambos dos, come involtini, en sábanas de seda, cual tortellini, mas bien  ahora seguramente tortelloni, come una cotolette a la piazzola, ahora sí, bien revueltos, como tequeños enrrollados en la mismísima toga purpurina... ¡Que locura! ¿Y por qué ahora? Se dijo pensativo... ¿Quizás será por algo singular?

Por encima de todas las cosas, de su ascenso en pos de nobilitia, del fas y el ius, venían hasta su mente cual cuentos de camino y como en olas, los recuerdos. Debe ser por el viaje. Así se dijo él mismo. Es por tantos, tan variados eventos, ¿será por el cansancio? Por toda aquella agitación de los contactos, o quien quita y no vaya a ser per il risotto que si duda estuvo un poco pasado de azafrán... Como en una polenta, todo viene a ser parte de lo mismo. Mas para él todas aquellas disquisiciones pseudoculinarias no eran fortuitas, eran partes de un todo y por demás imprescindibles, en verdad de lo más necesarias, para su futura proyección política. Ya estaba casi listo para ejercer el mando.

Ahora le llegaba en oleadas una marejada de recuerdos. Se le mezclaba con la vida de unos viejos amigos que había visto nuevamente en el viaje. Repasó mentalmente, la mirada de la jovencita y el perfume de Mayra y obligadamente percibió en sus narices el cote de boeuf con las pommes de terre. Comí más de la cuenta y mucho vino. Seguramente demasiado. Esto se dijo al regresar al entrecôtte bourdellese, admirando las cejas, las pestañas, y el brillo de sus ojos. Eres cual hurí de un profeta.  Así mismo había piropeado una vez a su bella maestra de Derecho Romano. Él era solo un jovenzuelo imberbe y ella era, suculenta, solo por pensar algo, mas ahora, tras recordar el símil, nuevamente regurgitó. Todo se estaba dando por la mirada de una niña parcialmente velada, bailarina del vientre… Era una cosa de lo más absurda.

Por instantes creyó sentirse joven nuevamente. Se halló tumbado, oteando un cielo arrebolado, conticinio al final de una arcana velada cultural, retrotrayéndose casi hasta su niñez, ¡que disparate!, volver ahora a su primera infancia allá en Barquisimeto, ¡desde Estambul!, ¡no juegue! ¿Por qué a través de Mayra su profesora de Derecho Romano?… Rebuenaza que estaba. Y la pensó, sonriendo para si... Sabrosona, se dijo él mismo relamiéndose, charlote de pomme, o mas bien una crostata di pesche. Denso y profundo, un cierto aroma de amareto casi logró anegar en los brumosos humores de su mente el tintineo de su risa loca. ¡Que cosa más disparatada! Quiso poner en orden sus desquiciados pensamientos. En aquel sitio resultaba completamente inadmisible tal comportamiento, era un desvío, un desafuero, seguramente relacionado con las ya escanciadas botellas de vino borgoñón.

Era cómo mezclar aquella su misión sagrada, su rol, representando a su país ante las embajadas, y los arreglos de la chancillería, con sus chanchullos, sí, y hasta un par de pendejos tours, por que esta vez, si los había tomado. Sí, todo aquello regurgitando, y confundiéndose con la mirada de la joven del velo, su vientre terso, ojos tan grandes y el calorcito de la piel de Mayra. Regresó a la visión de sus nalgas turgentes, las de ella, las veía cimbreando, oscilando, y creyó percibir como iban y venían con él, ese vaivén, el de ella, y era que no podía despegar su mirada de la sinuosa jovencita. Ya suspiraba al verla regresar sin dejar de mirarla, y ella se acercaba oscilante, velada su sonrisa, lo envolvía entre las tersas y pobladas pestañas y abría grandes sus ojos bajo las cejas negras muy espesas. Ella volteó la cara y la eclipsó una nube desgranando sonidos de timbal y de flautas hasta girar, y de nuevo regresó a su pupila. Odalisca rendida a mis pies yo Sultán… Eso pensó poético.

Oscilaba toda ella, muy amplias sus caderas se movían suavemente mientras serpenteando se acercaba tachonada de lentejuelas plateadas que relucían, y él sentía cual si fuese para él solo todo el relampagueo de su mirada tras el velo. Él podía reconocer en sus pupilas los destellos del fuego aquel que alimentara en su pecho su profesora de Romano Derecho. Ella hacía sonar unas diminutas castañuelas de metal. Las tocaba muy quedo, e iban destellando, ahora sonando más brillantes, con sus manos, ondulantes, en sus delgados dedos, tintineantes. La música era lánguida, encantada, era una música soñada. De las mil y una noches… Entonces él pensó que quizás Mayra había sido realmente la dama de los cuentos interminables, su Scherezada. Esta niña, la odalisca del vientre, tal vez ahora, ¿puede que haya nacido turca?, ¿luce apariencia cierta de morisca?, ¿será una joven berebere?, ¿quizá escapada de un harén?, ¿la mujer de un jeque árabe?, ¿quizá ella profesará alguna religión?, ¿será la mahometana?, ¿tal vez ella es egipcia?... Entretanto el vientre terso se movía, y las caderas iban y venían, oscilando, y se mareaba en tanto que ondulando hasta él envuelta en tules ella regresaba. Era como un mar con oleaje agitado, con gaviotas y espuma, sí eso era, y su ombligo, era una de las cosas más hermosas que él hubiese visto, tanto que era de esas cosas que le obligaban a recordar a Mayra...

Hacía sonar las campanillas que en sus pies relucían cual diminutos cascabeles ciñiendo los tobillos y estaba toda envuelta en una especie de celofán, ¿con mil hojuelas?, destellaba en un halo de luz que la rodeaba, espeso, cual etérea gelatina envolvente, translúcida… Él la veía blanca como una diosa misteriosa, atornasolada, y su vista se aferraba a sus muslos níveos, y a su mirada, y pensó... ¡Oh es una odalisca irreal! No puede ser. Gimió, y se sintió yaciente, mientras ella reptante, iba serpenteándole en derredor. Su cabecita y sus ojos aleteaban sin despegarse del entorno mientras él sentía correr a chorros el sudor que anegaba su rolliza humanidad. Somos ambos, se decía convencido de que ahora era ella quien le miraba fijamente y él la veía, de frente, más al instante ella se volvía y girando se le perdía entre nubes.

¡Ay Mayra! Eran sus ojos cálidos unos pozos profundos, de un verde denso, jade, magenta, hermosos, y ahora… Tras el velo que cubría su rostro, él adivinó una sonrisa pícara, ¿un guiño cómplice? La música espesaba sus flotantes velos y entre vueltas, ellos oscurecían sus formas opalescentes, e iban destellando con el salpicar de la pedrería y su vaivén, en la densa penumbra. ¿Y él? Abierta la boca, seca la lengua, anhelante, mirándola extasiado. En aquellos instantes, se sintió reaccionar y pensó que era el propio Califa de Bagdad, se creyó un Simbad el Marino, más importante que el mismísimo Harum al Raschid, se sintió reencarnado en el propio Solimán el Magnífico. Más al verla girar y al comenzar a desaparecer alejándose de él, prefirió creer que tal vez fuese más prudente considerarse cual simple Blackamán, con su turbante rojo y la pepa brillante en la frente, tal y como llegó al mismísimo Barquisimeto de sus mocedades, y es que siempre había sido, realmente era, ¡su ilusión primigenia! ¡Que carrizo!

Creyó estar inmerso en un cuadro de Eugene Delacroix. Sensación muy extraña, pues hacía ya tantos años de aquellas cosas, del perfume de Mayra, y el Derecho Romano, de modo que era necesario preguntarse, ¿por qué ahora? Una mirada le había bastado y las nalgas de Mayra habían venido a darle funciones en Constantinopla. ¿Cómo aceptar aquel vainero?, ¿Cómo?, y  ¿Cuándo?, si eran ya olvidados, casi huraños y tristes sus recuerdos de un pasado remoto. ¿Por qué ahora, precisamente en su importante situación, y ellos venían a transformase en una sola inconveniencia. Ciertamente, pensó que todo aquello era para engrincharse, y sin dudarlo se sintió machorreado. ¿Por qué venir ahora a pensar estas zaparapandas? En el tope de su misión sagrada, venir ahora a sentirse como… ¿El ladrón de Bagdad? ¿Cómo Sabú? Él con su papada y su barriga bien cuidada, ¿podría pasar por ser un Tamakúm moderno? ¿Alí Babá? ¡Vade retro! ¿Dónde se estaba entonces ubicando? Rodeado de tantísimos amigos, sus subalternos, aláteres, sus secuaces y comilitones, él, cada vez más rodeado de felicitadores, futuros jalabolas, ¿era acaso tan solo un criollo Alí Baba?¿Y los cuarenta ladrones? Es que de repente, como se encontraba al otro lado de la tierra, bien lejos de su patria, paseando rico, ¡un bolón iba gozando!, por esos predios, representando el papel de un sultán de La Arabia Saudita venezolana, y… ¿Que tal? Estaba atortajado, ¡carach!, y los precios del crudo fluctuando, habían subido, pero ahora iban bajando. Todo lo que sube baja. Él había escuchado ese axioma. Iban cayendo, nunca le había dado crédito a los rumores, ¡decreciendo! Se le ocurrió pensar… ¡Se me está yendo el roto por el descosío! ¡Ay coño Mayra! Entonces consideró la posibilidad de estar en un aprieto y de que tal vez había tenido la manga demasiado ancha. Una manga de coleo, un caballo, camello, estrecha la manga, y más apretado el ojo de la aguja y...  Se dijo para sí ¡que caracha! y qué ¿quien sabe que vendría después? ¿La piedra de molino atada al cuello? ¡Naguará! Tranquilo y sin nervios, se dijo afónico a sí mismo, y conteniendo un breve eructo au oignon con un rescoldo de pesto, se sintió devuelto al mundo de su odalisca quien ya para aquel momento y finalmente desaparecía del salón.

Modificado de “La Peste Loca”, Novela.

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