domingo, 17 de febrero de 2013

Oficio de escribir



Oficio de escribir
   Él cerró los ojos y comenzó a recapitular. Se confundía con viejas historias, las escuchadas brotando de las cavernas edéntulas de tristes ancianas apergaminadas, ¿hacía cuantos años?, otras tal vez relatadas por los habitantes de aquellos desolados pueblos. Los cuentos eran cotejables con los documentos que él aún poseía. Durante la última semana se había empeñado con afán febril en armar de nuevo todo el rompecabezas. Tenía que llenar cuartillas en blanco, extraer las ideas, ¿de su imaginación?, o quizás, se trataba de dejar constancia ciertos datos, fechas, notas, lugares y personajes. Lo lamentable, pensó, es que nadie sabe donde comenzó todo esto. ¿Cómo era aquello de un pueblo sin historia? ¿Tradiciones o traiciones?  Cerró los ojos y con el balanceo del chinchorro creyó ubicarse sobre una mula, como si hubiese sido él mismo uno más del grupo, y espantó las moscas con el cabestro. ¿Era un jueves o un viernes? Un viernes era…

   Ante el aparato que había caído fulminado desde el cielo, les vio descender. Los apodados felinos llegaron chapoteando en un barrizal sangriento, con el comisario al frente, otros descendían, en rappel e iban reptando. Dirigiendo el grupo estaba el hombre de las planchas de marfil, y él, oculto, desde la hondonada, le vio sonreír en medio de la selva. Atisbó como acariciaba la cacha de su machete.  Después, volvió a sentir las riendas de cuero en su diestra poco diestra, rugosas, un paso y otro, la cincha rozaba su entrepierna, volteó a mirarles, todos iban bien pertrechados, armados hasta los dientes. ¿Hasta la cacha? Con suficiente bastimento. Entonces fue cuando se acercaron hacia los árboles, bajo la colcha movediza y ondulante de los cujíes, y mientras la brisa refrescaba, se metieron hombres y bestias bajo las ramas, en el monte. 

   En oleadas le llegaban los recuerdos. Todos dirían que había sido un accidente. Era más fácil, así… Sin querer abrir los ojos, él se meció en el chinchorro hasta sentir el leve soplo colándose deliciosamente entre la urdimbre. Hojitas de cují, verdes, amarillas, infinitas, flotando, en el suelo, secas, enanas, delgadas, con su nervadura individual, partidas, un minúsculo encaje vegetal tembloroso. Después de andar toda la mañana sobre las mulas, la aridez del terreno iba desapareciendo y el ramaje sombreaba denso, más azul si andaban bajo los cedros y las ceibas. Pasaron entre frondosos guásimos, luego debajo de gigantescos matapalos, copudos cotoprices, mamones cargados, nísperos impregnados de miel y leche. Disminuían poco a poco los cujíes y ya casi ni se escuchaba el tintineo de los entorchados platanicos dorados cargados de semillas entre los millares de hojitas verde tierno, ellos colgando sonoros, o las negras cimitarras de las cañafístolas golpeando en el aire o crujiendo bajo los cascos de las bestias, entre las sombras de los caimitos. Avanzaban. En un claro el sol les deslumbró. A un lado grandes aceitunos y guásimos, les rodeaba un bosquecillo con arbustos que les cerraban el paso entre guayabales e hicacos y más lejos aún, parecía existir una selva infinita de mangos. Entonces fue cuando llegaron hasta ellos como una nube de plumas, piando y aleteando, cientos de pájaros bulliciosos. Volaban desde el bosque de mangos y el aleteo o quizás los trinos alborotaban el perfume dulzón de las frutas. Cercados por aquella nube revoloteante, pudieron salir de entre los hicacos y bajo los guayabales dejando atrás con el bullicio el olor de las guayabas que impregnaba el confín de las tierras llanas. 

   Estaban frente a las imponentes montañas violáceas de la serranía cuando él se quedó mirando a los pequeños arbustos cuajados de gomosos y brillantes caujaros. Frutillas de murciélagos, pensó. Esperan por las ratas aladas, esto dijo y sonrió al recordar a Yoleida y su pasión por los desarrollados quirópteros degradados en roedores alados por efecto de la tomadera de pelo, cuantos recuerdos vividos en aquellos días de las investigaciones sobre los reservorios de la rabia paralítica. Las ratas salvajes eran los reservorios de la peste loca, pero nunca fueron hallados. Las de la peste bubónica urbana fueron ratas guaireñas, las combatidas por el bachiller Rangel. Ratas aladas, eso simulaban ser los vampiros de la rabia. No más ratas, no más vampiros chupasangre, ni murciélagos comecaujaros, ¡qué rabia! Todo aquello se había paralizado, estaba perdido para siempre jamás... Mientras él tan solo rememoraba ante las cuartillas en blanco, miraba las páginas, una tras otra, para ser llenadas, garrapateadas, él pensó... Aparecerán rasantes, crepusculares y quizás entonces ellos con vertiginosos giros, regresando en un atardecer sangriento, les señalarían la entrada de la caverna infernal. Un fragor debajo de la tierra les detuvo. Se miraron entre ellos y descendieron de sus cabalgaduras. Esperaron un rato hasta escuchar un nuevo rugido. Estaban en el Paso del Diablo. 

   El leve balanceo del chinchorro le distrajo por un momento. Hizo memoria. Cuando de la espesura surgió el comisario. Venía rodeado por sus subalternos e iban todos de lo más pertrechados. Pudo notar el brillo de sus prótesis dentales e imaginó la Escarpa Mutia, no sé porqué pero él pensó en el marfil de los colmillos de los elefantes cuando iban a morir al propio sitio donde Tarzán y yo nos conocimos en mi infancia. Entristec por un momento. No era para menos, yo me puse nostálgico. 

  La lluvia estaría arreciando. Un vapor de tierra húmeda lo impregnaba todo. Los guásimos, los aceitunos y hasta los caimitos de la plazoleta simulaban dormir bajo la llovizna. Más allá, los almendrones lavados tremolando bajo el soplo de la lluvia fina mostrarían tiznes rojizos entre las hojas verde tierno. Los goterones fueron pesando cada vez más, desgajándose de las nubes. Arrastrándose casi, los uveros se retorcían bajo el peso del aguacero. La lluvia se había precipitado aquella vez antes de que él decidiera regresar a su covacha y no había tenido más recurso que refugiarse bajo el alero. Hacia el poniente se notaba desleída una banda oleaginosa, color caramelo, y él recordó la mirada de la gringa. Los reflejos ambarinos siempre le revolvían la bilis y regresaba inexorablemente a los ojos seductores de la rubita. 

  Es por la humedad, pensó él. Luego se meció nuevamente y estremeciéndose cerró sus párpados. Al sentir las gotas salpicando su rostro desde el alero los abrió de nuevo para mirar hacia abajo y notó como su pantalón iba empapándose con el escupiteo pringante desde las charcas grises. Oía el repiqueteo saltarín, agudo, asincrónico y mirando a lo lejos imaginó como brincarían las gotas de lluvia en el techo de zinc. La llovizna arreciaba lavando la plaza. Fue entonces cuando él recordó los tiempos de su vida rural, en Casigua del Cubo, con aquella pluviosidad inclemente de las tierras al sur del lago, la corriente encrespada del Gran Catatumbo, grandes troncos flotando río abajo, una curiara, cargada de plátanos verdes. Las gotas reventaban como piedras en el techo de latón corrugado y para no mojarse, él se incrustaba en el vano de la puerta. Nadie le abría. Ni una hendija. Si por lo menos se hubiese podido refugiar en un zaguán. 

   Su mirada se perdió borrosa muy lejos. Entonces suspiró. De nuevo creyó olisquear su presencia. Como quisiera poder nuevamente amanecer abrazado a ella. Se había acostumbrado a escuchar el rumor de la lluvia en la madrugada, tantísimas veces, ellos fundidos en un solo ser. Suspiró muy hondo queriendo creer que ella regresaría y quiso extasiarse admirando los hilos de agua que espiralados descendían del alero. Chorritos, eso son, se dijo a sí mismo e intentó sonreír. Añoraba el calor de su piel morena. ¡Oh Me he vuelto un viejo! Lo musitó, pensando en sus adoloridas coyunturas e imaginó que sus huesos eran unas esponjas que absorbían y acumulaban la lluvia, una garúa helada de siglos y siglos. El agua lentamente había disuelto el color de todas las cosas. Comenzaba a soplar una brisa gélida cuando él salió del refugio. Emergió entumecido y se dirigió a su casa sintiendo cuchilladas de frío en las costillas. El rumor del viento creaba aullidos entre los vidrios rotos de las casas vacías. Cuando entró en el jardincito del frente, a pesar del chubasco y de la lluvia prolongada, percibió el vapor de los nardos. Huele a muerto, rezongó para sí mismo y luego guiñando los ojos miró por última vez hacia la plaza. Entonces se dijo en voz baja. Estas son las vainas de llegar a viejo. 

   Lo recordaba perfectamente. Cuando había cesado la lluvia, una brisa comenzó a soplar refrescando una madrugada de calma chicha, los zancudos venían desde las ciénagas buscando alimento, sangre tibia las hembras, polen de flores y mieles de frutos los machos con sus palpos engalanados de pelos y de plumas. En la quietud silenciosa, a él le dio por pensar en Ramos Sucre, en Blanco Fombona, en Bello y en Simón Rodríguez. Después su mente se detuvo en El Cabito, el presidente capachero de los sesenta y de los nuevos ideales. ¿Era acaso otro Ulises aquel diminuto andino que jamás pudo regresar? Sin volver a Itaca. Su imaginación relinchaba viajando hasta San Pedro Alejandrino con la imagen ojerosa y enflaquecida de Simón Antonio, después fueron los rascacielos neoyorquinos y José María enfermo y decepcionado, también estaba José Antonio, tocando violín, ¿un centauro anciano trastocado en músico?, luego percibió el amargo sabor de un pulque hirviente y se sintió en un recodo del camino hacia Cuernavaca, ¿un auto transformado en amasijo de hierros para Andrés Eloy?

  Volvió a pensar en la avioneta y los felinos del hombre de las planchas de marfil. Los hombres sacaron entre aquella chamusquina de hierros y de planchas metálicas, lo que andaban buscando y entonces se alegraron. Pude notarlo, lo percibí en los gestos y el eco de las risas. Ellos usaban guantes, simulando ser títeres en la escena de un macabro teatro. El hombre de la risa sardónica dio la orden, ¡nos largamos! Los guoquitoquis creaban ruidos muy extraños dentro de aquel aterrador paisaje donde como un dinosaurio herido emergía entre el follaje, terso y plateado el fuselaje de la nave. El comisario señaló el camino. Misión cumplida se dijeron, estoy seguro de que logré escucharlo. Se dieron media vuelta y desaparecieron en el acto. Allí quedó, tan solo a una pedrada de distancia, maniatado de furia nuevamente y además convencido de que todos los hechos estaban irremediable y tristemente consumados. 

    Esto, era siempre lo mismo, o era otra cosa, ¿o siempre había sido lo mismo?, la sonrisa y los lentes del que quiso ser presidente lo acechaba, su imagen pujante había sido un paradigma de esperanza. Así al querer regresar al hilo perdido, nuevamente el fantasma de Ulises lo estremeció. Entonces, él mismo se vio sobre su mula y pensó que todo era un absurdo pues a él no le correspondía estar jugando ningún papel, aquella no era su historia. Es un asunto serio esto de ponerlo todo por escrito. Es un oficio, como otro cualquiera, escribir, escribir, escribir... Parecía como si La verborrea exagerada y los delirios de escritor de su amigo posiblemente eran culpables de aquel disparate. Seguramente él escribiría sobre Penelope. Sí, ambos eran amantes de la mitología, pero, él leía a Joyce. ¿Qué demonios podía saber él mismo sobre esas cosas?, si él era, escasamente un médico con pretensiones de ser  investigador. Recordó a Mike Nelson, y entonces se dijo a si mismo que él nunca podría imaginarse como su amigo, leyendo a Proust, a Elliot y menos a Ezra Pound. 

   Él era diferente. Él era un tipo normal, uno que casi tan solo conocía aquello de "cuando venga el hombre de las sillas negras", y esto porque lo había leído hasta aprenderlo caletreado cuando era niño. ¿Cómo se iba a ver escribiendo ahora? Muy capaz era sí, de mezclar a Hegel con Rama, o al maestro Cabrujas con Bretch. En su silencio obligado, pobre y carcomido de recuerdos, ahora ¿iba a ponerse a reunir trazos y deshechos para relatar viejas historias? ¡Ese no era él! ¿Qué diablos hacía queriendo transformarse en un escribidor de oficio? ¿Interpretando el papel de algún pobre exilado? ¿Acaso había sido él un político? ¿Un hombre de partido? ¿Un banquero o un testaferro haciendo grandes negocios? ¿Un claretero metido a redentor? Ni siquiera eso. No poseía lo que llaman, un verbo encendido, ni era un luchador social como otros... 

   Era más que ridícula la obligada situación que le mantenía en el destierro, que lo acogotaba todo el tiempo y lo envolvía transmutándolo en un Cipriano Castro de pacotilla sin haber nunca disfrutado ni de sus poderes ni de sus placeres. ¿Él? Precisamente él, quien se había apropiado por motus propio del rol de Rangel, intentando dedicar su vida a la investigación. ¿Él? ¿Escribano de oficio? Amanuense gratuito, quizás. Era absurdo encontrarse ahora, por obra y gracia de su curiosidad morbosa, en esta lejanía, enfrentando cuartillas. En absoluta soledad. En un pueblo costero, de la tierra de nadie, donde no pudiesen hallarlo... ¡Escondido! ¡Cobarde situación! ¿Por qué no enfrentar la muerte buscando la verdad de frente? ¿Por qué no ir tras la verdad y abrazarla con guadaña, mortaja y todo? Aquel afiche que tuvo durante tantos años en su cuarto de joven lo expresaba bien, “morir de pie o vivir arrodillado”. 

   Se es o no se es, decía Marcos Vargas. ¡Como era uno de iluso! Niñez, juventud, años sesenta, una década, dos décadas, ¿tres? ¿Cuántos años? ¿Qué edad tendría el año dos mil veinte? Cada quién posee una verdad diferente. ¿Conveniencias? Cabeceó y creyó dormirse. ¿Falsedades? Estaba decidido. Estaba conminado a ser escribidor, formal y decidido. Se meció nuevamente impulsándose con el pie que colgaba fuera del chinchorro. Dormir, soñar, morir… 

   Se le confundían las ideas. Cuando despertó en la madrugada pudo percibirlo sin dificultad alguna. Lo husmeaba y estaba debajo de su lengua. Era almizcle. El frío viento del norte le traía el aroma de ella. Ha vuelto, pensó él, y vacilante se levantó acercándose a la ventana. Los penachos de las palmeras azules se mecían con suave y susurrante vaivén. Todavía el titilar de escasas estrellas mortecinas chispeaba sobre el escaldado pueblo costero. Temprano estuvo recordándola mientras degustaba la noche persiguiendo el periplo lunar. Ahora sentíase obligado a creer en lo irreal de aquel sutil aroma, tan incongruente como el viento fresco que le estremecía al amanecer. Regresó al chinchorro. Pronto la luz se encargaría de transformarlo todo. Volvería ser entonces uno más de los sudorosos moradores de aquel caserío frente al mar. Abrasado de sal, el pueblo estaba circundado por ciénagas infinitas, por manglares inmensos cubiertos de pistias, bora, nenúfares y eneales que se perdían a lo lejos. Sus márgenes saladas estaban demarcadas por miríadas de medusas nacaradas y brillantes, como gigantescas perlas. Anémonas rosadas y aguasmalas violáceas con estrías sangrientas que difuminaban sus gelatinosos límites hacia el poniente. Las casas se habían dejado envolver en una bruma fosforescente que se extendía más allá del mar hasta los confines del horizonte. Tan lejos de su suelo nativo estaba, y no obstante, nuevamente pensó en ella. Recordó el olor dulzón de su cabellera, el perfume cálido de sus axilas y creyó sentirla al alcance de su mano, más no se atrevió a abrir los ojos. Permaneció en la oscura y silenciosa penumbra de sus recuerdos. Daba rodeos jugueteando, por el temor de ser incorporado a la terrible y desoladora realidad. Cuando sintió el frío penetrando sus huesos decidió levantarse y encender el quinqué. Disfrutó entonces con las imágenes del humo, haciendo volutas desde la pita y la vaharada a infancia lejana que le traía el kerosene. Se puso los lentes y sus manos temblorosas acariciaron las hojas de papel. Entonces tomó asiento frente al abultado manuscrito. El cielo comenzaba a impregnar las motas algodonosas con un tinte rosado purpurino.

Con algunas modificaciones, este texto ha sido extraído de “La Peste Loca”, novela publicada por la Secretaría de Cultura de la Gobernación del Estado Zulia en 1997, recientemente por Windmills Edts, está en en Amazon books.


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