domingo, 10 de marzo de 2013

Bajo el cielo del Venecia



Bajo el Cielo del Venecia
Jorge García Tamayo


Nada nos gustaba tanto como escuchar el grito de Tarzán, verlo lanzarse al agua desde lo alto y al nadar, poder uno sumergirse en las profundidades, con Jane, ¡sí claro!, y la mona Chita en la orilla saltando, escuchabas su chillidos, mientras el caimán daba coletazos y se percibía el gemido estridente, vibrante como una trompeta, el aullido de los elefantes, cientos de ellos, avanzaban levantando un polvero, paso a paso dirigiéndose bamboleantes hacia el cementerio donde todos iban a morir, en el sitio aquel, en la caverna repleta de colmillos de marfil. La oscuridad era total en la cueva, plena de estalactitas, estaba refrigerada y eso era por el aire acondicionado, el único, el del “Victoria”, el primero con aire acondicionado, por allá, en la calle Derecha, con sus puertas acolchadas de rojo brillante, con estalagmitas que uno imaginaba reflejadas en los ojos de buey dorados que adornaban las puertas, y dentro en la oscura caverna de los sueños, ese denso olor a humedad fría con sabor de chicle de fruta que vuelve, regresa y nos transporta hasta las calderas del planeta Mongo, paleando pavesas en blanco y negro, Buck Rogers y sus amigos prisioneros del terrible Ming, y nos lleva a las series de Tarzán, ¿y a las del Fantasma? Ah, las del Capitan Marvel… ¡Shazam! ¿Y las de Robin Hood?... Todas eran… ¡machetísimas! El cine “Victoria”, de la calle Ciencias, frente al edificio gris del orfanato, el de las monjitas, era incomparable, único, pero fue en el cine “Landia” en la época cuando era gallinero, donde las series terminaron en transformarse para todos casi en una obsesión. Desde la casa se oía la marcha que avisaba el comienzo de los noticieros y luego el timbre que indicaba el inicio de la película. Uno estaba al día, enterado de estrenos y de reposiciones. En el patio del “Cinelandia”, cada cual acomodaba su silla de tablitas a su antojo. Arriba en el cielo siempre se veían las estrellas y si había luna no se podía, o no se debía, orinar desde el balcón, porque lo podía cachear a uno el policía. Diagonal con American Bar, en las esquinas de Cinco de Julio y Bella Vista, bajo un cielo tachonado de estrellitas con una lucecita central, estaba el “Estrella”, la mitad del cine, como todos, estaba al descampado… ¡Ah!, cuantas noches cálidas con una hemorragia de estrellas en lo alto, y desde temprano, a buscar la Osa Mayor o el parpadeo rojizo de Marte, casi nunca Venus, siempre andaba bajito el brillante lucero, todo aquello antes de que comenzara la función… También tenía dos máquinas de refrescos, una a cada lado del telón y las sillas eran de madera en listones, más incómodas que el siruyo, y había que ver como llovían las botellas cuando se cortaba la película! Fue en el “Estrella” donde conocí a la hija del Corsario Negro y al Capitán Blood a quien le decíamos Blud, años después fue cuando supe que él era Errol Flyn, y es que para aquellos días, no sabíamos mucho, pero eso sí, todos queríamos ser piratas y nos la pasábamos hablando sobre Henry Morgan y El Olonés, y gritando, ¡al abordaje hijos del mar!, y soñando con cañonear a Gibraltar para luego asilarnos en la isla Tortuga... En realidad, fue varios años más tarde cuando el “Estrella” adquirió mayor prestigio, después de la famosa oportunidad del escándalo y de la poblada, un verdadero motín el que se produjo cuando en un delirio frenético, al show en vivo se le fueron las luces!, y el público, con el apagón, atacó a la Tongolele, y en aquel relajo que se formó, un rebullicio total, antes de destruir el cine por completo, los asistentes cuentan que la agarraron por donde quiera, se dieron el gusto los adoradores de la sacerdotisa del mechón blanco… Nosotros disfrutábamos con las historias del desorden del “Estrella” por las crónicas leídas en el Panorama, o las inventadas por algunos de los amigos más atrevidos, y lo demás lo dejábamos a la imaginación de cada cual. No era lo mismo el “Paraíso”, por el contrario, el “Paraíso, para empezar estaba más lejos que el cipote viejo, y por eso era bueno tan solo si uno podía irse a pie, desde la casa, caminábamos por la Cinco de Julio o por la Doctor Portillo, el cine era elegantón, estaba en Las Delicias, ¡que menguao de lejos era!, y en realidad era un cine para niños, mejor para matiné con vespertina, especial para un “festival infantil”. A pesar de todas esas cosas, nada era comparable con el “Venecia”. Siempre recalábamos en nuestro “Venecia”, el de la cañada atrás, y el último paga y yo?, nojó, yo no los conozco, y a correr tocan, a esmachetarse, dispérsense, a esmondingarse que van a prender las luces, y uno tenía que escaparse saltando por la ventanita del baño. El “Venecia” de la nouvelle vague y del neorrealismo italiano, el “Venecia” de Fernadel, de Totó y del increíble Fanfán La Tulipe, simpático espadachín para imitarlo luego, ¡en guardia!, y arremeter con el florete como un Scaramouche cualquiera, y… ¿como te digo?, es que todo aquello sucedía varias veces a la semana, ocurría en blanco y negro, bajo las estrellas, en las calurosas noches marabinas. Es que, ¡vos te tenéis que acordar de esa época!, era cuando jugábamos a Tarzán, con la casa de tablas montada en lo alto del pino, imaginate vos, tenéis que recordar como queríamos estar arriba todo el santo día y que ni siquiera queríamos bajar a comer. Así vivíamos, de rama en rama, en las matas, del almendrón pasábamos a la de guásimos, y a la de nísperos que tenía demasiadas ramas, como el rey de los monos, a menos, ¡claro está!, a menos que a uno lo enviaran a cumplir alguna misión, solamente así se descolgaba uno desde la casa en el pino, por los bejucos y ponía pie en tierra, mas nadie bajaba, solo uno, y cuando se daba el caso, había que ver lo que era atravesar la espesa manigua de grama, alta, verde, para verle la cara, avanzar, palmo a palmo, evadiendo animales feroces, rapaces, rastreros, gateando y claro, también a los humanos, escondiéndose hasta sentir que ya se podía levantar la cabeza y avanzar y buscar el arroyuelo, había que llevarles un poco de agua, y uno llegaba al sitio, casi siempre emergiendo de una manguera rota o de un tubo sin manguera goteando, fluyendo el precioso líquido, y al llegar, las libélulas siempre estaban danzando en el aire y las veías y entonces comprendías como era todo, y es que cuando la grama se te pega en la cara, contra la tierra mojada, en ese momento es cuando te encontráis con los grillos verdes, y ellos se quedan mirándote, y entonces saltan, altísimo… En lo alto del pino, Tarzán, Boy y Chita te esperan, siguen ahí, continúan columpiándose, como en el cine... Creo que fue “Con el Diablo en el cuerpo”, sí, estoy casi seguro de que ese era el nombre de la película, “Le diable au corps”, cuando la ví en el “Venecia”, y desde ese instante, pienso que fue cuando comencé a querer al cine francés. Era un drama de comienzos de los años cuarenta, con una impecable actuación de Gèrard Philipe, en blanco y negro, la pantalla era cuadrada, se veía ridículamente chiquita al lado del telón cinemascópico, el director era Claude Autant-Lara y la actriz, una jovencita, Micheline Presle, a mí me impresionó el drama y la fotografía. Unos días después nos tocó ver “Rififí entre los hombres” de Jules Dasin con el actor Jean Servais, la secuencia del robo, todos en silencio, duraba casi media hora, que jaiba tan buena, ¡machetísima!,los automóviles con su trompa larga, los efectos del blanco y negro se afianzaban en la temática tajante, rápida, cruda pero llena de un sentido tan humano que me impresionó. Era algo nuevo. Traté de explicarles, y creo que comencé a entender mejor el sentido de aquel cine, en francés, a entender el francés, y a percibir algo en esa cinematografía, tan diferente al cine gringo de los cincuenta. Así que poco a poco, fui tomándole el pulso y cada vez más y más, fui aficionándome al cine francés. Conocí poco a poco a los actores, el nombre de los directores, eso era importante, eran gentes de quienes antes nunca había oído hablar, pero me impresionaba saber de Jean Renoir quien era un señor ya mayor, Jan Luc Godard era genial y saber que Rene Clement y Rene Clair eran dos Renés diferentes, Alan Resnais, Claude Chabrol, Francois Truffat y Louis Màlle, y entre ellos, moviéndose entre estos nombres… ¡aparecían tantos personajes!, inolvidables caracterizaciones, cada uno con su estilo, tan particular, cada película para un papel brillantemente interpretado, Jean Gabin, Jean Pierre Aumont, Jean Marais, Jean Paul Belmondo y entre tantos Jeanes, pues Jeanne Moreau, el gesto de su boca inolvidable!, y como olvidar los ojos rutilantes de Michele Morgan? ¿Te acordáis cuando vimos “El salario del miedo”?, con aquellos camiones cargados de nitroglicerina conducidos por Ives Montand y por otro actor de quien no me acuerdo, a través de polvorientas carreteras y de tremendos precipicios, entonces si me creyeron mis amigos, la cosa valía la pena, y me acompañaron, y volvimos a verla de nuevo, y así fue como todos nos transformamos en fanáticos del suspenso del cine francés, y acuñamos la frase, “final de cine francés” para todo aquello que resultase absurdo e imprevisto. Después vino la película famosa del director Cluzot, el tipo se botó, se transformó en un reto, había que verla , y luego un compromiso para todos, regresar, pues no había como “Las diabólicas”, y pasamos noches de terror porque después de la película no podíamos dormir pensando en la maldad de Simone Signoret y en la cara del hombre aquel sumergido en la bañera, cuando abría los ojos, coño!, esos ojos no nos dejaban conciliar el sueño, y unos cuantos, después echándonolas de duros, tirándosela uno de queso duro y ni a cuajaita llegába, pero después nos atrevíamos y volvíamos a verla, regresábamos al Venecia para de nuevo sentir el nudo en la garganta, el embrujo de aquel suspenso, el del cine francés. Aquello era el non plus ultra, o mejor, era como aprendimos a decir con el lenguaje de las películas, era la cream de la merde!, y todo por una bagatela, un cine fantástico que solo se podía ver desde las sillas del Venecia, bajo las estrellas marabinas. ¿Te acordáis de lo que llamábamos nosotros, los juegos peligrosos?... Con ese nombre de película francesa, les jeux interdits, decíamos, “se arriesgan la vida solo por complacer al público”, y hacíamos de trapecistas, de equilibristas y éramos bastante buenos en la cuerda floja, aprendimos a caminar por los cordeles como monos, desde el árbol de Tarzán nos pasábamos a los trapecios y en ellos volábamos y espitaos después de la voltereta, caíamos de pie… ¿y en las argollas cuando nos descoyuntábamos?, y en la barra fija, girábamos sin parar, dábamos vueltas para salir por el aire y caer siempre de pie. También era arriesgado tener que escapar de los incendios. Cuando la escalera ardía y uno estaba allá arriba, se tragaba el humo hereje y las ramas y los papeles estaban ardiendo con kerosene o con gasolina, creaban una cortina de fuego, chamuscándole a uno hasta las pestañas, entonces hacían su aparición los bomberos, todos venían en pata y aullando como sirenas y portando una escalera y un balde de agua cada uno. La diversión era de película y residía en el peligro, como cuando corríamos ante el jardinero quien blandía su machete como un energúmeno al salir gateando de aquellos fosos de más de un metro de profundidad, llenos de agua y barro pero solapadamente cubiertos con un periódico, arenita y hasta grama, para simular la trampa y el esperar allí, cerca, detrás de las cayenas, hasta oír el grito y después a correr como locos, aterrorizados como si estuviésemos bajo la magia de Cluzot… ¡Cuantas cosas! Vos, por casualidad, ¿te acordaréis de la mirada de María Schell?, vos tal vez no, pero yo sí, y es que, era tan dulce la expresión en aquellos ojos claros, en blanco y negro, cuando hacía el papel de cojita, Gervaise, en una hermosa película de Renè Clement, era como ver todo lo descrito por Zolá en una paleta impresionista y lo más impresionante era, ¿como te digo?, era que a pesar del blanco y negro, las lavanderas tenían más colores que las de Degas y el vapor en el ambiente brillaba girando como el humo en la estación de San Lázaro de Monet, y las callecitas de los bajos fondos de Paris, parecían pintadas por Camile Pissaro, y no importaba para nada la sordidez de las escenas de Casque d´or ante la joven y suculenta Simone Signoret, o la pobreza y los olores que brotarían bajo los techos y chimeneas de tantas oscuras buhardillas, aquellas donde se desarrollaban los grandes dramas de amor, como la tragedia del mismo Zolá, la impresionante Teresa Raquin, con Raf Vallone y también con Simone Signoret, dramáticamente humana, terriblemente real, allá, hace más años que el cimborrio y con un puñado de estrellas titilando sobre nosotros, bajo el cielo del Venecia. 

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