LA CENA
“ No se hablaban y eso hacía que el ruido
de los cubiertos resultara demasiado
fuerte ”.
"La hora del desayuno"
Richard
Wagner
Ella le miró en silencio. Él
masticaba con fruición los brotes tiernos de cuernos de ciervo fragmentados en
minúsculos trozos, sazonados con laurel, ruda y comino. En el centro de la
mesa, el jabalí asado se regodeaba entre los dátiles y setas que rodeaban la
bandeja de plata. Sus ojillos parecían atender el movimiento de los cubiertos
dorados. El silencio era ensordecedor en el instante cuando él creyó observar
algo extraño en la pieza de caza aderezada con tocino en dados, uvas y algo de
sal. Por la ventana abierta se veían temblar inclinados los techos de pizarra
reflejados en el agua de los canales. Calladamente, entre la luz tenue y
ambarina del atardecer, ella pensó en lo agradable que hubiese resultado vivir
en Venecia ese momento. Es muy cierto que en Flandes hay grandes extensiones de
amapolas bermejas, pero, ¡cuánto añoraba la luna veneciana rielando en los
canales!... Entonces pudo percibir el tintineo del cuchillo al tropezar con el
pie de su copa llena de rojo Beaujolais. Quizás fue en ese instante cuando ella
también creyó ver un no sé qué curioso brillando en la mirada de aquella
cabezota erizada de pelos. El jabalí les vigilaba, sí, ella podía jurarlo y
pronto descubrió un parpadeo, tal vez un guiño que resultaba desagradable por demás,
considerando la húmeda sonrisa enrojecida tras los curvos colmillos. Ellos no
se hablaban y eso hacía que el ruido de los cubiertos resultase demasiado
fuerte, casi estruendoso. Así lo captó él al colocar su tenedor en el borde de
la escudilla dorada para poder pasar el cuchillo de su mano derecha a la
izquierda. Cuando clavó su mirada en los ojos brillantes del jabalí, pudo notar
sin proponérselo, como apretaba la mano empuñando el cubierto cual si fuese un
arma de caza. Su actitud decidida no exenta de coraje era muy lógica dadas las
circunstancias. Ella sorbió un trago del vino de Borgoña y desvió la vista
hacia el ventanal. Los cristales emplomados dejaban ver las sombras rojas y
negras de un vasto campo tachonado de tulipanes y amapolas. Al colocar su copa
sobre el mantel tejido ésta rozó una cucharilla y el repique violento le
provocó un desorbitarse al monstruo en la bandeja. Ella sin percatarse del
extraño fenómeno, en realidad los ojos del animal giraban sin sentido, atisbaba
el ventanal cuando se llevó suavemente la servilleta de encajes a su boca. Iba
pensando como a pesar de todo, el sirocco apestoso de los canales venecianos se
transformaba en perfume de azahares y aroma de azafrán en el atardecer de
Flandes. Él si pudo captar la sonrisa meliflua de los colmillos curvos y creyó
ver una especie de terror vidrioso en la mirada de la bestia. Era indudable que
estaban fijos en la hoja y notaban como palidecía su mano, crispada, empuñando
el cuchillo ante el silencio que orquestaba la escena. Con verdadero arrojo,
hendiendo el aire espeso y ambarino de la tarde él se lanzó a la carga y lo
atacó de frente, puñal en mano. De un solo tajo, sin demostrar temor alguno
tasajeó sin detenerse la aromática carne del jabalí trufado. Lo hizo sin
inmutarse, con suculentos cortes que bañó en un instante con una espesa salsa
de limón y pimienta de Egipto, impregnándolos con extrañas especies de la
lejana Alejandría, los perfumó con azafrán de España y grandes cantidades de
mostaza con salsa de ajos y claro está, con mucho perejil. Él colocó en el
plato de ella las rodajas de carne bañadas en la salsa entre perdices tiernas
rodeadas por coles y tocino y le añadió amoroso y sonriente unas lonjas de
manzanas salteadas. Ella dichosa suspiró, pues aunque no se hablaran era
estridente el rumor del cariño que ambos compartían, capaz de despertar a un
jabalí trufado, aun cuando el ruido de los cubiertos resultase demasiado fuerte
durante aquella cena por la tarde, en Flandes.
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