domingo, 19 de julio de 2015

La cena



LA CENA

   No se hablaban y eso hacía que el ruido de  los cubiertos resultara demasiado fuerte  ”.
                                                                                                                 "La hora del desayuno"
                                                                                                                             Richard Wagner

           Ella le miró en silencio. Él masticaba con fruición los brotes tiernos de cuernos de ciervo fragmentados en minúsculos trozos, sazonados con laurel, ruda y comino. En el centro de la mesa, el jabalí asado se regodeaba entre los dátiles y setas que rodeaban la bandeja de plata. Sus ojillos parecían atender el movimiento de los cubiertos dorados. El silencio era ensordecedor en el instante cuando él creyó observar algo extraño en la pieza de caza aderezada con tocino en dados, uvas y algo de sal. Por la ventana abierta se veían temblar inclinados los techos de pizarra reflejados en el agua de los canales. Calladamente, entre la luz tenue y ambarina del atardecer, ella pensó en lo agradable que hubiese resultado vivir en Venecia ese momento. Es muy cierto que en Flandes hay grandes extensiones de amapolas bermejas, pero, ¡cuánto añoraba la luna veneciana rielando en los canales!... Entonces pudo percibir el tintineo del cuchillo al tropezar con el pie de su copa llena de rojo Beaujolais. Quizás fue en ese instante cuando ella también creyó ver un no sé qué curioso brillando en la mirada de aquella cabezota erizada de pelos. El jabalí les vigilaba, sí, ella podía jurarlo y pronto descubrió un parpadeo, tal vez un guiño que resultaba desagradable por demás, considerando la húmeda sonrisa enrojecida tras los curvos colmillos. Ellos no se hablaban y eso hacía que el ruido de los cubiertos resultase demasiado fuerte, casi estruendoso. Así lo captó él al colocar su tenedor en el borde de la escudilla dorada para poder pasar el cuchillo de su mano derecha a la izquierda. Cuando clavó su mirada en los ojos brillantes del jabalí, pudo notar sin proponérselo, como apretaba la mano empuñando el cubierto cual si fuese un arma de caza. Su actitud decidida no exenta de coraje era muy lógica dadas las circunstancias. Ella sorbió un trago del vino de Borgoña y desvió la vista hacia el ventanal. Los cristales emplomados dejaban ver las sombras rojas y negras de un vasto campo tachonado de tulipanes y amapolas. Al colocar su copa sobre el mantel tejido ésta rozó una cucharilla y el repique violento le provocó un desorbitarse al monstruo en la bandeja. Ella sin percatarse del extraño fenómeno, en realidad los ojos del animal giraban sin sentido, atisbaba el ventanal cuando se llevó suavemente la servilleta de encajes a su boca. Iba pensando como a pesar de todo, el sirocco apestoso de los canales venecianos se transformaba en perfume de azahares y aroma de azafrán en el atardecer de Flandes. Él si pudo captar la sonrisa meliflua de los colmillos curvos y creyó ver una especie de terror vidrioso en la mirada de la bestia. Era indudable que estaban fijos en la hoja y notaban como palidecía su mano, crispada, empuñando el cuchillo ante el silencio que orquestaba la escena. Con verdadero arrojo, hendiendo el aire espeso y ambarino de la tarde él se lanzó a la carga y lo atacó de frente, puñal en mano. De un solo tajo, sin demostrar temor alguno tasajeó sin detenerse la aromática carne del jabalí trufado. Lo hizo sin inmutarse, con suculentos cortes que bañó en un instante con una espesa salsa de limón y pimienta de Egipto, impregnándolos con extrañas especies de la lejana Alejandría, los perfumó con azafrán de España y grandes cantidades de mostaza con salsa de ajos y claro está, con mucho perejil. Él colocó en el plato de ella las rodajas de carne bañadas en la salsa entre perdices tiernas rodeadas por coles y tocino y le añadió amoroso y sonriente unas lonjas de manzanas salteadas. Ella dichosa suspiró, pues aunque no se hablaran era estridente el rumor del cariño que ambos compartían, capaz de despertar a un jabalí trufado, aun cuando el ruido de los cubiertos resultase demasiado fuerte durante aquella cena por la tarde, en Flandes.

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