BAR “LA LOCA”
La pared amarilla tenía una
franja ocre sobre el enlozado de cemento pulido. Brillaba reluciente con el sol
del mediodía. Detrás de ella estaban los orates, docenas, cientos de ellos.
Algunos eran ya viejos locos, presos desde la época cuando él era estudiante de
Medicina... Aún conservaba vivos los recuerdos de aquella larga y desquiciante
pasantía por el manicomio; curas de sueño, catatonia espástica, rejas y más
rejas, aullidos y excrementos lanzados una vez contra los bachilleres, en un
paroxismo de furia incontrolable. Habían transcurrido meses en la época de
estudiante, cuando fue apasionándose desinteresadamente por aquellos extraños
seres cautivos, por saber más sobre sus vidas trágicas, truncadas, por escuchar
sus palabreos y sus curiosas aproximaciones al mundo de los que estaban afuera.
Meses de un diario discurrir con la locura, para terminar con un temor larvado
de mirar en los ojos de los demás, miedo por no querer detectar en ellos las
desnudeces del alma que exhibían ante los bachilleres los pacientes del
manicomio. Días de análisis y de silenciosa introspección en la búsqueda de
motivos, de pistas, de interpretaciones para cada caso, para concluir en
explicaciones banales sobre la herencia, la sífilis cerebral, las manías y las
depresiones de los más accesibles, y siempre la impenetrable sordidez
incomprensible de la esquizofrenia, llena de alucinaciones y con delirios sin
sentido alguno. Años de años, habían transcurrido y las tapias estaban allí
todavía, altas, las mismas paredes pintadas de amarillo, las que separaban los
dementes de adentro de los cuerdos de afuera, ellos y los demás, todos los que
están, los que estuvieron, ¿cuantos habrían fallecido?, no estaban allí todos
los que eran, sin duda alguna no son todos los que están, y entre los de afuera
quedarían unos cuantos, no están todos los que son, esos, ¡tantos!, llenos de
problemas, de preocupaciones... Muchos
años atrás, como en una máquina del tiempo, allí estaban las mismas tapias
amarillas, existía el manicomio con sus calles de arena y el viento cálido iría
soplando nubes de polvo, en las inmediaciones del matadero municipal, el
edificio siniestro, sangriento, rodeado de zamuros que parecían esperar
olisqueando el vaho de la carroña, en el techo, pero también se les veía formando
hileras sobre el borde de la cerca del manicomio, ¿quizás la carroña de alguien
de allá adentro? Ahora, ante el incandescente resplandor de las tapias,
desde la
barra, él está sentado ante una botella de cerveza helada y escucha en
la rockola un tango. Aquello de, “descolado un mueble viejo y no tengas
esperanzas en tu pobre corazón” trajo a su mente, la enteca figura de Akai
Ishida... Son cosas locas, se dijo y sonrió al recordar a los japoneses y la
perrera de la policía frente a aquel botiquín en Altamira, en plena capital de
la República. Lejos estaban del sol de la ciudad del lago y los palmares y del
manicomio con sus altas tapias... Por
aquellas trillas de arena, en el automóvil Chysler, del año 48, su padre los
llevaba, a él y a sus hermanitos, a oír a los locos. Ocurría casi siempre los
sábados por la tarde, casi anocheciendo y todos se miraban con temor adivinando
escuchar los alaridos de allá adentro. Era un ritual mágico, un juego, que
servía para estimular la imaginación y a los hermanos les provocaba un larvado
terror. La costumbre era una diversión establecida por su padre, un paseo que
durante años él mismo había repetido, cuando era joven, un marabino, de
comienzos del siglo XX, iniciándose en el comercio, en su “cucarachita
plateada”, un pequeño auto DeSoto, y llevaba a pasear a sus amigas por las
tardes y en las noches de luna, tan solo para oír los alaridos tras las tapias,
y ellas aterrorizadas, o muertas de la risa, abrazaban al galante protector y
risueño, quien las protegía con apasionadas caricias. Akai des ka, kom ban guá,
arigato gozaimas, ahhhiss. Disparatadas lenguaradas llegaban a su conciencia.
El negocio era pequeño, parecía tener más ficheras que sillas, y había también
como en “La Loca” una rockola gigante. Él estaba en la capital invitado por los
señores Ishida, Nakamura y Watanabe para negociar la adquisición de un equipo
científico sofisticado y así, sofisticados parecían sus amigos nipones. Después
de cenar pescado crudo, lame, beber sake y comer espaguetis japoneses, ellos
habían decidido llevarlo a ver un strip-tease en aquel socavón de luces rojas y
azules, cerca de la plaza de Altamira, bebiendo whisky seguramente yodificado
pero que ellos decían estaba “ontoni oishi” y coreando, ¡campai, campai!... Era
un ambiente extraño, para él, sin duda. Las cosas cambiaban con los tiempos...
Los paseos de su padre alrededor del manicomio eran las máximas emociones, pero
aquellos eran los tiempos del tranvía de mulas, cuando el psiquiátrico era una
prisión rodeada de arena por todas partes en el vecindario del matadero, con
zamuros salpicando el cielo y algún buchón, o unas gaviotas desperdigadas, pues
un poco más allá, estaba el muelle, con las aguas del lago chapoteando, en el
mismo sitio donde una vez llegó en un hidroavión el Águila Solitaria. ¡Eran
recuerdos olvidados! Más perdidos que el hijo el Águila misma. Fundidos ya por
el calor y el sol, en la maraña de las neuronas de algunos habitantes de la
ciudad de las palmas y del lago... Ahora, desde el Bar “La Loca”, él estaba sentado ante su cervecita helada y
recordaba el humo, los efluvios del alcohol, sus amigos nipones y la
aglomeración de la gente que querían ver de cerca el show. Aquella noche se
iban impregnando de pachulí, de humedad mohosa y de olor a aguardiente adulterado.
Las mujeres circulaban restregándose y sentándose en las piernas de los
chinitos, y las cosas ya comenzaban a verse borrosas cuando todo se oscureció.
Un chorro de luz lechosa atravesó el denso colchón de humo. Muy pronto fueron
surgiendo La Leona de Fuego, La Diosa de Oriente, La Salvaje Blanca y un par de
féminas adicionales emergieron por una puerta mínima en el fondo del local y
comenzaron a contorsionarse y a moverse cumpliendo con el ritual de ponerse en
cueros. Los japoneses distendían sus pliegues epicánticos y reían diciendo
cosas ininteligibles. La rockola había enmudecido ante la estridencia de una
banda sonora en competencia con los chillones comentarios de un afeminado
animador quien iba describiendo en detalle los atributos de cada una de las
exuberantes y regordetas vedettes. Habían comenzado a alebrestarse los
japoneses, y eso era evidente para él, a quien le decían cosas en un lenguaje que le sonaba a “cuti”, y sonreídos
decían, ¡mucha mujele! ¡Oishiii! ¡Ahhhhss!... Todo aquello era bien diferente
al sol reverberante en el enlozado y a las tapias amarillas fosforescentes
brillando al otro lado de la calle. El calor del mediodía era infernal. Como el
infierno que dibujaba aquel loco... Desde “La Loca”, la canícula parecía haber
reblandecido el petróleo que sustituía la trilla arenosa de antaño. Él
rememoraba aquellos días de estudiante, vividos detrás de la muralla amarilla.
¿Cómo poder olvidar la mirada del mulato Pedro? Con su calvicie incipiente,
Pedro quien sabía hacer muñequitos de papel crepé, Pedro el jovencito que vivió
con las monjas de clausura, Pedro el pintor, víctima de la parálisis general
progresiva, atacado por el treponema pallidum, probablemente en su
adolescencia, en alguna aventura amatoria, avatares de lupanar, cuando solapadamente
a través de su piel morena o de sus mucosas rosadas le penetraron las
espiroquetas, esas que habían destruido su sistema nervioso. A Pedro solo le
quedaba la locura con ataxia, un andar vacilante por la degeneración de los
cordones posteriores de su médula espinal. Pedro plasmaba en hojas de papel sus
delirios místicos usando lápices y creyones para recrear un mundo de santos,
ángeles en las nubes y demonios ardiendo en llamas multicolores, y encima de
todas las escenas, siempre dibujaba un ojo. Aquel que lo miraba a él y nos
miraba a todos, dentro de un triangulito... El cielo, el ojo, los de adentro y
los de afuera, lejos... ¿Por qué de los locos y de la mirada de El Señor,
pasaba a la mirada rasgada de su amigo japonés?
Cuando el show terminó en un revuelo de plumas y en gritos y chiflidos
de la concurrencia sazonados con un sartal de obscenas proposiciones nacidas de
voz en cuello por la mayoría de los asistentes. Llegó la hora de pagar y en la
madrugada entre el whisky y el humo, la cuenta no se veía muy bien, por cosas
de fallas en las pilas de una linternita, así fue como sacaron fósforos y
yeskeros, necesitaban luz, dale luz al señol Ishida, quien súbita pero
palsimoniosamente, ¡dice que, no tiene lial! Les informan que el negocio se está
cerrando. ¡Caballeros por favor! No lial, uno me lobó caltela. Lobalono
caltela... Los nipones protestan. Lobalon catelas. Estos chinos no quieren pagar la cuenta. La
policía se hace presente. Habrá una requisa. Cédula. Al amigo japonés se le
perdió la cartera. Cédula ciudadano. ¡Ay viirsia! Al chinito lo robaron. ¿No
tiene papeles? ¡A la perrera! Lo aclara en la Jefatura. ¡Pero hey! ¡Cuño! ¡Que
le robaron la cartera! Era la torre de Babel... Arca de la Alianza, Puerta del
Cielo... Con el correr de los años, todavía las altas paredes amarillas con su
orla ocre estaban allí, brillando, con ese tono chillón bajo el sol inclemente
del mediodía. Pero ahora, enfrente, casi diagonal y haciendo esquina, existía
el bar “La Loca” y definitivamente, era una buena “taguara”. La cerveza estaba
helada, como “siesoepinguino”... Él
volvió a recordar el lío vivido con sus amigos japoneses... ¿Guatiyusei? No conprinfais. Déjeme a mí.
Tienen que pagar. ¡Hey, esperate! Dejame oime, hey, agente, perdón, señor
agente, esperate, oime, viirsia! ¿Pero cómo te lo vais a llevar? ¡Ve que
molleja chico! Esperate, no entendéis que este es un señor extranjero, se te va
a prender un mollejero en la Jefatura. ¿La cartera? ¡Miarma, si se la robaron!
¿Que quien soy yo? Soy su abogado, el de los chinos sí, ¡chinos no! ¡Vértica
chico! Ellos son, ja po ne ses ¿Cómo va a ser la misma vaina, chico? ¡Que
extranjero voy a ser yo, chico! Bueno,
casi, del Zulia, sí. ¡A jaiba pues! ¡De Maracaibo chico! ¡Ajá sí! Tenéis que
dejarlos ir, si no, viiirtica, va a ser un atropello. ¡é lase de mollejero se
les va a armar! Internacional sí, a vaina, yo que se los digo, yo... Al fin se
escucha una voz con la orden para poner el punto final a todo aquello. Suélteme
a esos ciudadanos. ¡Sí vale! Son una cuerda de chinos rascaos y un abogado
maracucho que habla puras pendejeras. Suelte a los chinos y al hijoesumadre
ese, que anda jurando por una Chinita, y si no se va rápido me lo mete en la
perrera. ¡Que se vayan pal carajo! ¡Desaparézcanse, ya, njoda! Antes de que nos
termine de volver locos a todos. Locos a todos, sí, locos, y es que no están
todos los que son, definitivamente... ¡Dame otra cervecita, que me tenéis a pan
y agua, como a los locos, sí, haceme la
caridad!
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