CASTAÑAS ASADAS
A la hora nona las castañas se tostaban
en el fuego de la gran chimenea. La lozana posadera secó sus manos en el
delantal y atendió a los fuelles, iba soplando para que el pan caliente
estuviese a punto. Su marido retiraba un plato con fiambres de la mesa del
prelado. Él se dio media vuelta, notó como los cristales esmaltados del
ventanal crujieron y pensó que posiblemente era el viento provocando el roce de
las ramas de los árboles. El vitral emplomado impedía que se colase la helada
brisa. El hombre imaginó como seguramente el cierzo recorrería los campos esa
la noche impidiéndole a cualquier ser humano el arribar hasta los senderos que
penetraban en el bosque del Duque. Es
una noche de mil demonios, lo dijo para si y al recapacitar sobre su invocación
se santiguó rápidamente. Sentado en un sillón de cuero, el prior de los
franciscanos captó el gesto, hizo una mueca y frunciendo el entrecejo torció la
boca. La mujer cesó de atizar el fuego y trató de interpretar desde lejos el
movimiento de los labios del prebendado. ¿Tal vez el prelado está mascullando
letanías? Eso pensó ella al notar como el fraile, todavía envuelto parcialmente
en una colcha de retazos, hacía pucheros mientras entrecerraba los párpados.
Está muerto de sueño se dijo ella y luego miró hacia el fondo de la gran sala
donde su robusta hija batía sobre el mesón en una gran escudilla los huevos
para hacer una tortilla con setas y habichuelas... Su marido, Iñigo el tabernero
se acercó a los cordeleros que tenían un rato alborotando y les ofreció un vino
fuertemente especiado. Ya estaban más calmados, y ellos, unos gustosos y los
otros a regañadientes pues tenían un rato discutiendo, aceptaron su invitación.
Después el hombre se dirigió hacia otro de los mesones. Los dos sujetos
aquellos eran desconocidos para él. El mayor, ya entrado en años, tenía la
barba poblada y entrecana y su apariencia era la de un campesino. Eso pensó él,
al notar su rostro curtido por el sol y sus manos cuarteadas. Empuñaba una
jarra de cerveza ante su compañero, quien seguramente era, al parecer del
acucioso tabernero, un actor, o un estudiante, quizás un bufón retirado, o tal
vez ambos eran un par de juglares desempleados. Hasta médicos podrán ser, pensó
Iñigo frunciendo el ceño interpretando el color bermejo de una hopalanda que
vestía el más joven. El franciscano abrió sus ojos y se bebió de un solo trago
un cubilete de agrio vino tudesco. Parecía haber despertado. Acariciaba la
botella sobre la mesa y de soslayo atisbaba el corpiño entreabierto de la moza
que batía los huevos. La boca del fraile se abría y su lengua sobresalía
repasando los labios de izquierda a derecha. Se diría que se relame el
desgraciado, pensó el hombre molesto, notando como el religioso dejaba caer al
suelo la colcha y al retirar su capuchón de estameña se asomaba su calva
sudorosa. El posadero se acercó a su mujer y ambos fueron hasta el mesón de la
cocina donde la jovencita había vertido el contenido de la escudilla en un caldero
que burbujea rumoroso. Los rescoldos de la chimenea arrojaban destellos
gualda sobre todos los presentes. La faz
abotagada del prelado se contrajo al beber otro trago de vino. Sus ojillos
migraron de las redondas formas de la jovencita hasta la mesa vecina donde los
parroquianos habían nuevamente comenzado a alborotar. Varios artesanos
empleados de una cordelería reiniciaban su cháchara con un joven comerciante de
especies. El hombre nunca antes les había visto, más le habían dicho que venía
desde la lejana Renania y al parecer pretendía cruzar el bosque para pernoctar
en la ciudad. Los cordeleros intentaban disuadirlo. No será posible si quieres
seguir con vida, le decían mientras el joven se reía a carcajadas. Todos
hablaban al unísono haciendo ininteligible aquella jerga flamenca en la cual
restallaban interjecciones y palabrotas obscenas entre una retahíla de dimes y
diretes para convencer al comerciante del disparate que cometería si se
adentraba solo en el bosque. El tabernero creyó atisbar que el joven tenía en
sus ojos claros, un curioso tono amarillento. Pensó que algún problema tendría
con la bilis, mas sin duda estaría obligado a darle cobijo. Tendría que
quedarse a dormir con los cordeleros y todos los demás en la posada. Ante el
comerciante insistía un sujeto corpulento que portaba un zurrón en banderola. A
su lado otro hombretón obeso y sonreído, sostenía una cornamusa sobre su hombro
izquierdo. Sin inmutarse infló sus carrillos soplando su chirimía. La gaita
emitió un gemido profundo. El joven viajero volvió a soltar una risotada. El
prelado se llevó la manga a la calva y tras secarse el sudor volteó a mirar al
grupo que simulaba estar discutiendo. La cerveza y el vino parecían haber
encendido sus rostros. Afinó el sonido el gordinflón y aplicándose estuvo
resoplando por el caramillo unido al odre de cuero. El ambiente ambarino plenose al instante con
quejumbrosos sonidos musicales. En ese momento la puerta se entreabrió y el
aire helado rechinó entre los goznes para dejar entrar sobre un remolino de
hojas secas a un sujeto desgarbado vestido con un blusón azul y protegido
por un jubón y un sombrero de cuero,
ambos muy lustrosos. En un instante, el desgarbado personaje ya despojado de su
sombrero de cuero, pareció saludar rumoroso y huraño, mientras estremecido se
acercó hasta la mesa más cercana donde los dos extraños individuos bebían
cerveza. Sin ambages le preguntó al hombre de la roja casaca si acaso conocía
algún remedio para la erisipela. El interpelado
volteó a mirar el rostro surcado de arrugas del pintor y le pidió que le
mostrase la piel enferma pues no cualquier pócima o brebaje que él le indicase
podría resultar el más apropiado. Le explicó entonces que algunos efectos
contraproducentes estaban descriptos cuando no eran utilizadas para curar el
mal requerido. El posadero y su mujer presenciaban con interés la escena. El
pintor se despojó de una de sus calzas y pudo notarse como al remangarse el
pantalón, encendido sobre una pierna y parte del pie, apareció su piel luciendo
el rubicundo fuego de San Antonio. El joven de la hopalanda bermeja quien decía
ser un experto en purgas y en eméticos, era además especialista en aplicar ventosas para extraer
humores corrompidos, y sin rubor alguno hizo alarde de su destreza con la
lanceta. No sólo para las sangrías soy bueno. Esto le aseguró al pintor quien
con su pierna al aire le escuchaba. Le oyó decir entonces que él era uno de
aquellos médicos de batalla, de los que tasajeaban las heridas, para limpiar
los trayectos dejados por las hojas filosas de cuchillos o espadas, siempre
lavadas antes con vino tinto especiado y con vinagre, cosas que prefería él
hacer seguramente antes de usar el escalpelo como cauterio. Pues, le
explicó, ya con las quemaduras las cosas
pasan a ser muy diferentes. En esas circunstancias, hasta en el campo de
batalla, él se las ingeniaba para aplicar compresas empapadas en agua de rosas
y siempre contaba con algún bálsamo, quizás como el que pudiese recomendarle
para la piel de aquella, su pierna enrojecida, por el fuego de San Antonio.
Súbitamente Hyeronimus le atajó su perorata. El fuego de San Antonio era otra
cosa y él lo sabía. No. El ungüento, si así usted lo desea, puede ser preparado
en su casa, terció el joven barbero e insistió. Usted mismo lo fabricará con
cera de abejas y con miel y habrá de humedecerlo con vino de hipocrás, y es
que, Micer, escúcheme, funcionará mucho mejor si usted le añade alguna
raspadura de cuerno tierno de un unicornio, puedo garantizarle que con esto
podrá lograr un doble efecto… Hyeronimus se cubrió la pierna y se rió con un
estremecimiento gangoso. ¡Cuerno de unicornio tierno! No era un afrodisíaco lo
que él deseaba. Quiso explicarle al joven de la roja casaca que a su edad, él
no podría aceptar aquel despropósito. ¡Unicornio tierno, murmuró para sí y le
dijo que sencillamente, él pintaba, y lo hacía de pie, y el fuego de San
Antonio ardiendo en su pierna derecha hacía ya un tiempo que venía
interfiriendo con su diaria labor. Las explicaciones del arrugado artista del
blusón azul, parecieron convencer al joven de la hopalanda bermeja quien trató
de infundirle confianza hablándole nuevamente sobre sus ungüentos. Le explicó
cuán efectivos eran, y tras informarle que él era discípulo de la prestigiosa
Escuela de Salerno insistió en que sus conocimientos no eran en absoluto
producto de la magia ni de la improvisación, él leía en latín y conservaba un
ejemplar de El Antidotarium de Nicolás Prepósitus donde podían buscarse todos
los récipes existentes en el mundo. Sirven para todas las enfermedades. Así se
expresó el joven médico, quien también había leído muchas veces el libro de
Rogelio de Palermo sobre la curación de los males por el escalpelo. Los
cordeleros quienes le escuchaban silenciosos, habían suspendido la charla con
el joven comerciante viajero empecinado en atravesar el bosque esa misma noche.
Había cesado la música de la cornamusa y todos volteaban para mirar al
desgarbado sujeto. Aquel rostro surcado de arrugas era conocido por algunos de
ellos. Él es, le dijeron al joven viajero, quien miró con curiosidad al enteco
personaje. ¡No puede ser!, exclamó. El pintor se había ido a sentar muy cerca
de la cocina y saludó amigablemente al posadero y a su mujer. Es él, insistió
el gordo de los pantalones rayados y la bragueta verde. Es el mismo de quien te
hemos hablado. Él es Hyeronimus… Esto se lo comunicó sigiloso el del zurrón en
banderola al terco viajero, quien sonrió de una manera extraña. Aquello era
como si todavía quisieran bromear con él. Se puso de pie. Parecía decidido cuando
se dirigió hacia la mesa donde conversaban los tres. La jovencita del corpiño
entreabierto, estaba de pié ante él y levantó la vista cuando le vio levantarse
y paso a paso avanzar hacia ellos. Venía caminando, acercándose, y el prior de
los franciscanos, de reojo, creyó notar algún destello febril en su mirada.
Todo habría de sucederse de manera muy rápida. El cálido y ambarino ambiente
del establecimiento que albergaba a los viajeros en la posada a la vera del
camino de Bois Le Duc pareció condensarse de momento alrededor del hombre que
marchaba decidido hacia la desgarbada figura de Hyeronimus quien distraído
conversaba con el posadero y con Ligia. Su pelambre lacia llena de hilos
platinados contrastaba sobre su blusón azul, y todas y cada una de las hebras
de su cabello brillaban lanzando destellos rojizos y anaranjados por efecto del
fuego que ardía en la gran chimenea. Ligia estaba de espaldas al viajante pero
observó la expresión de su hija, un súbito abrirse de sus ojos azules, con gran
asombro, o susto, exageradamente, ante la inminencia de lo que habría de
acontecer, mas ella no podía entender nada pues estaba dándole la espalda a las
mesas, escuchando las explicaciones que el viejo pintor le ofrecía a su marido.
Tan solo un rictus en la expresión y ciertas chispas en la mirada de su niña,
la hicieron presentir lo inevitable. Iñigo pareció notar algún signo en el
rostro de Ligia pues cuando levantó la vista fue para cruzarse con las lanzas
de fuego que emergían de las pupilas verticales y amarillentas del viajero. Ya
no había nada que hacer, puñal en mano se abalanzaría sobre el pintor. Brilló el acero en la mano del joven viajero,
e iba ascendiendo con el puño cerrado cuando el posadero se irguió empujando la
mesa y a Hyeronimus quien trastabilló en la silla. El prior de los franciscanos
manoteaba queriendo alertarlos, los cordeleros estaban petrificados. El puñal
se hundió en medio del pecho de Iñigo quien en ese instante notó algo que era
incongruente, en realidad, el pintor del blusón azul y las greñas encanecidas
no parecía ser Hyeronimus, eras tú, mismo tú, un muchacho sin las arrugas en el
rostro, y a Iñigo le pareciste en ese instante más joven que nunca, con una
tonalidad cetrina, ciertamente, pero lo más notorio era que en tan difícil
trance, lucías tus ojos amarillentos verticales, con una amplia sonrisa y le
mirabas a tu padre mientras estabas casi a punto de carcajearte. Iñigo
comprendió que ya era demasiado tarde. Sin proferir ni un quejido, aunque
sintió la violencia del golpe, pudo notar como emergía desde su tórax un chorro
de sangre negra, como un surtidor. El mismo se miró y vio que tenía un gran
agujero, como una caverna profunda en el lado izquierdo de su pecho, desde
donde fluía en vetas violáceas y rojas un líquido tibio. Salían chorritos
espasmódicos, como si emanaran de una gran fuente e iba empapándose todo,
mientras estático, tú lograba escuchar sus carcajadas y percibías unos gritos,
ya muy lejanos. Iñigo llegó a pensar en poder comunicarle al cirujano médico
barbero su inquietud, pues sentía un dolor intenso en el pecho, y supo que iba
desangrándose y le dolía tanto que pensó en Alí y en las serranías de Falcón,
aquel juglar que cantaba lo de siento un gran dolor en el costillar, tal cual
lo percibía él, pero notó que no era capaz ni tan siquiera de articular una
sola palabra. Tú estabas sonriendo, allí, viéndole doblarse, admirando la cara
risueña de Hyeronimus el pintor, quien también no hacía más que reírse, allí,
ante Iñigo quien ya se resbalaba hasta el piso sintiéndose desfallecer y quiso
buscar a Ligia y su mirada giró por el recinto de la posada pero no vio a
nadie, ella ya no estaba, su hija también había desaparecido. En ese momento
cuando todo comenzó a oscurecerse, y a pintarse de rojo, como el fuego de la
chimenea, mientras iba ahogándose, él sentía como su corazón cambiaba del
galope tendido al trote y se hacía cada vez más lento. Al escuchar restallar
las castañas en el fuego deseó estar en una playa de oleaje tibio, muy larga,
quizás brumosa, al atardecer…
No hay comentarios:
Publicar un comentario