lunes, 27 de julio de 2015

"Castañas asadas" el décimo relato de los 12 "siniestros"




CASTAÑAS ASADAS

              A la hora nona las castañas se tostaban en el fuego de la gran chimenea. La lozana posadera secó sus manos en el delantal y atendió a los fuelles, iba soplando para que el pan caliente estuviese a punto. Su marido retiraba un plato con fiambres de la mesa del prelado. Él se dio media vuelta, notó como los cristales esmaltados del ventanal crujieron y pensó que posiblemente era el viento provocando el roce de las ramas de los árboles. El vitral emplomado impedía que se colase la helada brisa. El hombre imaginó como seguramente el cierzo recorrería los campos esa la noche impidiéndole a cualquier ser humano el arribar hasta los senderos que penetraban en el bosque del Duque.  Es una noche de mil demonios, lo dijo para si y al recapacitar sobre su invocación se santiguó rápidamente. Sentado en un sillón de cuero, el prior de los franciscanos captó el gesto, hizo una mueca y frunciendo el entrecejo torció la boca. La mujer cesó de atizar el fuego y trató de interpretar desde lejos el movimiento de los labios del prebendado. ¿Tal vez el prelado está mascullando letanías? Eso pensó ella al notar como el fraile, todavía envuelto parcialmente en una colcha de retazos, hacía pucheros mientras entrecerraba los párpados. Está muerto de sueño se dijo ella y luego miró hacia el fondo de la gran sala donde su robusta hija batía sobre el mesón en una gran escudilla los huevos para hacer una tortilla con setas y habichuelas... Su marido, Iñigo el tabernero se acercó a los cordeleros que tenían un rato alborotando y les ofreció un vino fuertemente especiado. Ya estaban más calmados, y ellos, unos gustosos y los otros a regañadientes pues tenían un rato discutiendo, aceptaron su invitación. Después el hombre se dirigió hacia otro de los mesones. Los dos sujetos aquellos eran desconocidos para él. El mayor, ya entrado en años, tenía la barba poblada y entrecana y su apariencia era la de un campesino. Eso pensó él, al notar su rostro curtido por el sol y sus manos cuarteadas. Empuñaba una jarra de cerveza ante su compañero, quien seguramente era, al parecer del acucioso tabernero, un actor, o un estudiante, quizás un bufón retirado, o tal vez ambos eran un par de juglares desempleados. Hasta médicos podrán ser, pensó Iñigo frunciendo el ceño interpretando el color bermejo de una hopalanda que vestía el más joven. El franciscano abrió sus ojos y se bebió de un solo trago un cubilete de agrio vino tudesco. Parecía haber despertado. Acariciaba la botella sobre la mesa y de soslayo atisbaba el corpiño entreabierto de la moza que batía los huevos. La boca del fraile se abría y su lengua sobresalía repasando los labios de izquierda a derecha. Se diría que se relame el desgraciado, pensó el hombre molesto, notando como el religioso dejaba caer al suelo la colcha y al retirar su capuchón de estameña se asomaba su calva sudorosa. El posadero se acercó a su mujer y ambos fueron hasta el mesón de la cocina donde la jovencita había vertido el contenido de la escudilla en un caldero que burbujea rumoroso. Los rescoldos de la chimenea arrojaban destellos gualda  sobre todos los presentes. La faz abotagada del prelado se contrajo al beber otro trago de vino. Sus ojillos migraron de las redondas formas de la jovencita hasta la mesa vecina donde los parroquianos habían nuevamente comenzado a alborotar. Varios artesanos empleados de una cordelería reiniciaban su cháchara con un joven comerciante de especies. El hombre nunca antes les había visto, más le habían dicho que venía desde la lejana Renania y al parecer pretendía cruzar el bosque para pernoctar en la ciudad. Los cordeleros intentaban disuadirlo. No será posible si quieres seguir con vida, le decían mientras el joven se reía a carcajadas. Todos hablaban al unísono haciendo ininteligible aquella jerga flamenca en la cual restallaban interjecciones y palabrotas obscenas entre una retahíla de dimes y diretes para convencer al comerciante del disparate que cometería si se adentraba solo en el bosque. El tabernero creyó atisbar que el joven tenía en sus ojos claros, un curioso tono amarillento. Pensó que algún problema tendría con la bilis, mas sin duda estaría obligado a darle cobijo. Tendría que quedarse a dormir con los cordeleros y todos los demás en la posada. Ante el comerciante insistía un sujeto corpulento que portaba un zurrón en banderola. A su lado otro hombretón obeso y sonreído, sostenía una cornamusa sobre su hombro izquierdo. Sin inmutarse infló sus carrillos soplando su chirimía. La gaita emitió un gemido profundo. El joven viajero volvió a soltar una risotada. El prelado se llevó la manga a la calva y tras secarse el sudor volteó a mirar al grupo que simulaba estar discutiendo. La cerveza y el vino parecían haber encendido sus rostros. Afinó el sonido el gordinflón y aplicándose estuvo resoplando por el caramillo unido al odre de cuero.  El ambiente ambarino plenose al instante con quejumbrosos sonidos musicales. En ese momento la puerta se entreabrió y el aire helado rechinó entre los goznes para dejar entrar sobre un remolino de hojas secas a un sujeto desgarbado vestido con un blusón azul y protegido por  un jubón y un sombrero de cuero, ambos muy lustrosos. En un instante, el desgarbado personaje ya despojado de su sombrero de cuero, pareció saludar rumoroso y huraño, mientras estremecido se acercó hasta la mesa más cercana donde los dos extraños individuos bebían cerveza. Sin ambages le preguntó al hombre de la roja casaca si acaso conocía algún remedio para la erisipela.  El interpelado volteó a mirar el rostro surcado de arrugas del pintor y le pidió que le mostrase la piel enferma pues no cualquier pócima o brebaje que él le indicase podría resultar el más apropiado. Le explicó entonces que algunos efectos contraproducentes estaban descriptos cuando no eran utilizadas para curar el mal requerido. El posadero y su mujer presenciaban con interés la escena. El pintor se despojó de una de sus calzas y pudo notarse como al remangarse el pantalón, encendido sobre una pierna y parte del pie, apareció su piel luciendo el rubicundo fuego de San Antonio. El joven de la hopalanda bermeja quien decía ser un experto en purgas y en eméticos, era además  especialista en aplicar ventosas para extraer humores corrompidos, y sin rubor alguno hizo alarde de su destreza con la lanceta. No sólo para las sangrías soy bueno. Esto le aseguró al pintor quien con su pierna al aire le escuchaba. Le oyó decir entonces que él era uno de aquellos médicos de batalla, de los que tasajeaban las heridas, para limpiar los trayectos dejados por las hojas filosas de cuchillos o espadas, siempre lavadas antes con vino tinto especiado y con vinagre, cosas que prefería él hacer seguramente antes de usar el escalpelo como cauterio. Pues, le explicó,  ya con las quemaduras las cosas pasan a ser muy diferentes. En esas circunstancias, hasta en el campo de batalla, él se las ingeniaba para aplicar compresas empapadas en agua de rosas y siempre contaba con algún bálsamo, quizás como el que pudiese recomendarle para la piel de aquella, su pierna enrojecida, por el fuego de San Antonio. Súbitamente Hyeronimus le atajó su perorata. El fuego de San Antonio era otra cosa y él lo sabía. No. El ungüento, si así usted lo desea, puede ser preparado en su casa, terció el joven barbero e insistió. Usted mismo lo fabricará con cera de abejas y con miel y habrá de humedecerlo con vino de hipocrás, y es que, Micer, escúcheme, funcionará mucho mejor si usted le añade alguna raspadura de cuerno tierno de un unicornio, puedo garantizarle que con esto podrá lograr un doble efecto… Hyeronimus se cubrió la pierna y se rió con un estremecimiento gangoso. ¡Cuerno de unicornio tierno! No era un afrodisíaco lo que él deseaba. Quiso explicarle al joven de la roja casaca que a su edad, él no podría aceptar aquel despropósito. ¡Unicornio tierno, murmuró para sí y le dijo que sencillamente, él pintaba, y lo hacía de pie, y el fuego de San Antonio ardiendo en su pierna derecha hacía ya un tiempo que venía interfiriendo con su diaria labor. Las explicaciones del arrugado artista del blusón azul, parecieron convencer al joven de la hopalanda bermeja quien trató de infundirle confianza hablándole nuevamente sobre sus ungüentos. Le explicó cuán efectivos eran, y tras informarle que él era discípulo de la prestigiosa Escuela de Salerno insistió en que sus conocimientos no eran en absoluto producto de la magia ni de la improvisación, él leía en latín y conservaba un ejemplar de El Antidotarium de Nicolás Prepósitus donde podían buscarse todos los récipes existentes en el mundo. Sirven para todas las enfermedades. Así se expresó el joven médico, quien también había leído muchas veces el libro de Rogelio de Palermo sobre la curación de los males por el escalpelo. Los cordeleros quienes le escuchaban silenciosos, habían suspendido la charla con el joven comerciante viajero empecinado en atravesar el bosque esa misma noche. Había cesado la música de la cornamusa y todos volteaban para mirar al desgarbado sujeto. Aquel rostro surcado de arrugas era conocido por algunos de ellos. Él es, le dijeron al joven viajero, quien miró con curiosidad al enteco personaje. ¡No puede ser!, exclamó. El pintor se había ido a sentar muy cerca de la cocina y saludó amigablemente al posadero y a su mujer. Es él, insistió el gordo de los pantalones rayados y la bragueta verde. Es el mismo de quien te hemos hablado. Él es Hyeronimus… Esto se lo comunicó sigiloso el del zurrón en banderola al terco viajero, quien sonrió de una manera extraña. Aquello era como si todavía quisieran bromear con él. Se puso de pie. Parecía decidido cuando se dirigió hacia la mesa donde conversaban los tres. La jovencita del corpiño entreabierto, estaba de pié ante él y levantó la vista cuando le vio levantarse y paso a paso avanzar hacia ellos. Venía caminando, acercándose, y el prior de los franciscanos, de reojo, creyó notar algún destello febril en su mirada. Todo habría de sucederse de manera muy rápida. El cálido y ambarino ambiente del establecimiento que albergaba a los viajeros en la posada a la vera del camino de Bois Le Duc pareció condensarse de momento alrededor del hombre que marchaba decidido hacia la desgarbada figura de Hyeronimus quien distraído conversaba con el posadero y con Ligia. Su pelambre lacia llena de hilos platinados contrastaba sobre su blusón azul, y todas y cada una de las hebras de su cabello brillaban lanzando destellos rojizos y anaranjados por efecto del fuego que ardía en la gran chimenea. Ligia estaba de espaldas al viajante pero observó la expresión de su hija, un súbito abrirse de sus ojos azules, con gran asombro, o susto, exageradamente, ante la inminencia de lo que habría de acontecer, mas ella no podía entender nada pues estaba dándole la espalda a las mesas, escuchando las explicaciones que el viejo pintor le ofrecía a su marido. Tan solo un rictus en la expresión y ciertas chispas en la mirada de su niña, la hicieron presentir lo inevitable. Iñigo pareció notar algún signo en el rostro de Ligia pues cuando levantó la vista fue para cruzarse con las lanzas de fuego que emergían de las pupilas verticales y amarillentas del viajero. Ya no había nada que hacer, puñal en mano se abalanzaría sobre el pintor.  Brilló el acero en la mano del joven viajero, e iba ascendiendo con el puño cerrado cuando el posadero se irguió empujando la mesa y a Hyeronimus quien trastabilló en la silla. El prior de los franciscanos manoteaba queriendo alertarlos, los cordeleros estaban petrificados. El puñal se hundió en medio del pecho de Iñigo quien en ese instante notó algo que era incongruente, en realidad, el pintor del blusón azul y las greñas encanecidas no parecía ser Hyeronimus, eras tú, mismo tú, un muchacho sin las arrugas en el rostro, y a Iñigo le pareciste en ese instante más joven que nunca, con una tonalidad cetrina, ciertamente, pero lo más notorio era que en tan difícil trance, lucías tus ojos amarillentos verticales, con una amplia sonrisa y le mirabas a tu padre mientras estabas casi a punto de carcajearte. Iñigo comprendió que ya era demasiado tarde. Sin proferir ni un quejido, aunque sintió la violencia del golpe, pudo notar como emergía desde su tórax un chorro de sangre negra, como un surtidor. El mismo se miró y vio que tenía un gran agujero, como una caverna profunda en el lado izquierdo de su pecho, desde donde fluía en vetas violáceas y rojas un líquido tibio. Salían chorritos espasmódicos, como si emanaran de una gran fuente e iba empapándose todo, mientras estático, tú lograba escuchar sus carcajadas y percibías unos gritos, ya muy lejanos. Iñigo llegó a pensar en poder comunicarle al cirujano médico barbero su inquietud, pues sentía un dolor intenso en el pecho, y supo que iba desangrándose y le dolía tanto que pensó en Alí y en las serranías de Falcón, aquel juglar que cantaba lo de siento un gran dolor en el costillar, tal cual lo percibía él, pero notó que no era capaz ni tan siquiera de articular una sola palabra. Tú estabas sonriendo, allí, viéndole doblarse, admirando la cara risueña de Hyeronimus el pintor, quien también no hacía más que reírse, allí, ante Iñigo quien ya se resbalaba hasta el piso sintiéndose desfallecer y quiso buscar a Ligia y su mirada giró por el recinto de la posada pero no vio a nadie, ella ya no estaba, su hija también había desaparecido. En ese momento cuando todo comenzó a oscurecerse, y a pintarse de rojo, como el fuego de la chimenea, mientras iba ahogándose, él sentía como su corazón cambiaba del galope tendido al trote y se hacía cada vez más lento. Al escuchar restallar las castañas en el fuego deseó estar en una playa de oleaje tibio, muy larga, quizás brumosa, al atardecer…



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