domingo, 5 de mayo de 2019

Pucu tucu pucu tucu en el Catatumbo (2)





Pucu tucu pucu tucu  en el Catatumbo (2)

Hemos desembarcado y penetramos en la densa selva tropical que rodea uno de los manglares del río Catatumbo. El sitio será el que escogieron los tramperos para colocar sus jaulas. Uno se asombra ante el coraje de Hernando Drott. ¡A su edad! El sanitarista colombiano salta entre las piedras y sobre los troncos derribados de gigantescos árboles, pisa con mucho cuidado pero va tan rápidamente que pareciera volar sobre los charcos, sobre las hondonadas, sin aferrarse a las lianas, sin tocar la corteza de los añosos gigantes de madera que descuelgan sus bejucos podridos y fabrican enredaderas como crinejas listas para sostenerse sin caer, mas él no las toca, ni trastabilla, es un veterano, incansable y va entre la maraña rodeado de un enjambre de mosquitos que parecieran salir de todas partes para envolverlo e inmediatamente dispersarse hasta hacernos sangrar a los demás.

Hernando se detiene. Parece emerger entre un vaho tibio y denso, sobre una espesa capa de helechos de un verde muy tierno. Voltea y sonríe entre grandes hojas azules de inmensas uñas de danta sobre las que gotea el agua. Resbala sobre hojas en una ramazón que desciende desde los árboles hasta penetrar la tierra gredosa y negra, embebida de agua, repleta de pozos tapizados por una hojarasca que ya no es crujiente desde donde emergen retorciéndose  nervudos troncos, abrazados por parásitas y recubiertos de musgo verde y apretado. Henri Fossaert ha guardado su pitillera negra con anillo de oro, la mete en uno de sus bolsillos junto a su libreta de anotaciones. El microbiólogo de la Sanidad suda copiosamente, la tela de su camisa se le pega al cuerpo. Karl se rasca la barba y por un momento espanta los zancudos con su sombrero de jipi japa que ya se ha manchado de sudor.

Sonrío yo también entonces, al recordar cuando conocí a Karl, en su laboratorio, de Panamá. Desde el aeropuerto de Tocumen me atreví a visitar expresamente su laboratorio de arbovirus de la Zona del Canal. En auto llegué al Instituto Gorgas, y desde entonces habían transcurrido varios años, pero el virólogo gringo estaba igualito, no había cambiado un pelo, y parecía disfrutar como el que más las inclemencias de la selva tropical. Andrés, el corpulento asistente del doctor Fossaert parece ser una sombra detrás de su jefe, su cuerpo de gigante moreno se hunde profundamente en las ciénagas sin que él parezca inmutarse por ello. Henri, perlada la frente de sudor, me mira haciéndome un gesto de admiración y sonríe al señalarme mi pierna enyesada. Soy un patólogo, y supuestamente ando cazando virus, con una bota de yeso que me aprisiona la pierna derecha y ando con un garrote de madera que me sirve de bastón. Debo ser una visión grotesca en medio de la selva.

Hora tras hora siento como el yeso me está pesando cada vez más, como si fuese de plomo y sin poder avanzar, medio enredado, sin dar otro paso, detengo la marcha. En un momento me quedo rezagado. Toda la inmensidad de la selva oscura, veteada de misteriosos trazos violáceos y azul verdosos con destellos fosforescentes me rodea, y se me llena de ruidos la cabeza. Siento extraños crujidos, chirridos, agudos sonidos que se confunden con el trepidar de cientos de insectos y voy respirando un aire cada vez más espeso, escaso, impregnado de maderas podridas y de gran humedad. Sudo, y toda la ropa pareciera absorber un helado y misterioso líquido que se confunde con la respiración acezante de la selva.


Miro hacia arriba, y en la tupida arboleda, enredada entre lianas y bejucos, mi vista va tropezando con orquídeas y lirios como estrellas albas entre parásitas, se desprenden luengas barbas y descienden y yo aprovecho para mirar mis pies, el yeso embarrialado, las grandes hojas de los helechos bordeadas por miles de puntitos negros, algunas encrespadas, otras queriendo enroscarse en los troncos, enrollarse en las raíces de los monstruos sarmentosos que emergen del suelo. Doy unos pasos, piso en falso, y la pierna sana se entierra hasta la ingle en un profundo hoyo lleno de hojas y de barro. Como un cañón disparando hacia arriba, queda la pierna enyesada y el dolor me hace gritar. Me han oído y me buscarán. Lo pienso...

Un rato después, en el sitio de las trampas, estoy sentado en un lodazal, y me interrogan pero insisto en que no me duele. Me río del dolor. Observo sorprendido como Henri se inyecta insulina en una pierna. Pálido y sudoroso, el doctor Fossaert también sabe sonreír, mientras veo como Andrés trata de espantar una nube de mosquitos que lo rodea. Mi agotamiento está acercándose al límite, pero en realidad ya no siento dolor en el esguince, el tobillo está tan hinchado que ya se ha vuelto insensible, y el yeso, a pesar del barro que lo cubre, allí, estando sentado en el suelo, pareciera no pesar tanto. Si tan solo hubiese un soplo de aire puro, un hálito fresco, eso pensaba mientras al pasarme la mano por la cara, siento las irregulares protrusiones de las incontables picaduras de los feroces zancudos. La sed es insoportable y el agua de la cantimplora parece una sopa caliente. Creo que sobreviviré. Si logro salir de esta selva maldita, podré sobrevivir a cualquier contingencia que me depare el destino. Recuerdo que así lo pensé observando mi pierna adormecida dentro del cascarón de yeso.               

Uno que tan solo vino para acompañar a los expertos internacionales, con esa sensación de cucaracha en baile de gallinas, medio asomado, patólogo con grillos de investigador. Uno en ese merequetén, revuelto con sanitaristas y microbiólogos, con una pata tiesa, enyesado por esguince. Uno, va río abajo, en un cayuco, flotando sobre un afluente del Catatumbo, con un yeso sí, por quedarme dormido en la madrugada, remontan vuelo cientos de garzas blancas frente al manglar, dormido con los pies puestos sobre la mesa, mala educación, roncando, dormido ante los papeles del manuscrito de un interminable trabajo de investigación sobre la ultraestructura del sistema nervioso de ratones lactantes inoculados con el virus de la EEV, y la lancha que es de aluminio con motor fuera de borda, va rauda y veloz, pucu tucu, y despertar a las cuatro y media de la madrugada, medio dormido aún, puu tucu, dormido desde la punta del pie hasta la espalda, puu tucu, solo se escucharía el crack del tobillo y la pierna parecería comenzar a llenarse de hormigas, luego el dolor intenso, pucu tucu, pucu tucu, es el motor de la lancha y el cayuco que pasa a un lado oscila peligrosamente, no pasó nada, el yeso embarrialado se ventila con el aire, y uno está feliz al hacer lo que la gente de Malariología denomina, trabajo de campo, pucu tucu, pucu tucu y se pierde la estela del río plena de espuma entre los caños, pucu tucu…

Con la gente de Malariología me he sentado a saborear un plato de sopa con delicadas presas que parecen pechugas de gallina y que resultarán ser gordas y jugosas iguanas. Luego en un plato de peltre floreado, degustaremos un mojito de mana mana, un sabroso pescado de río y el chivito en coco ya viene humeando en una bandeja sobre la rústica mesa. Después de haber tomado tantas muestras de sangre de caballos y de mulas, luego de haber desandado tantos potreros y hierbazales cuajados de garrapatas, miro el yeso y siento que la pierna está hinchada dentro de una porquería de cascarón que me aprieta el tobillo.

Él está sentado ante una mesa de tablones, en la ribera del río Catatumbo, frente a más de veinte cueros de babas que se secan al sol y frente a una troja donde también se salan grandes pescados muy blancos. Él admira sombreada de un azul violáceo la tierra lejana que deja crecer grandes platanales con sus hojas verde tierno. Mientras mastica el gustoso chivito en coco, él levanta la mirada y recorre uno a uno a sus nuevos amigos, los hombres de Malariología y sin saber por qué, se encuentra pensando en Marcos Vargas, el personaje de don Rómulo, el de Canaima, y entonces él repite para sí la frase: “se es o no se es”. Los mira nuevamente y no le cabe un ápice de duda que valió la pena haber venido. Mientras observa como Karl devora su presa de iguana y Hernando saborea una cucharada del caldo y nota como Henri diseca cuidadosamente su chivito, él piensa de nuevo en lo lejos que se hallan tantos jerarcas de la Sanidad, en lo poco que se sabe y en lo mucho que tienen que aprender todos sobre la peste loca de las bestias, valió la pena, dice para sí y en su mente retumba como un eco “se es o no se es”.
(Con modificaciones puntuales, el texto es de mi novela “La Entropía Tropical”(Ediluz 2003).

Mississauga, Ontario, domingo 6 de mayo del 2019.

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