Al final: Saimadoyi (IV)
No sé si estaba aún dormido, o ya despierto, pero bien
que las recuerdo. Encandiladas con la luz de la linterna, en la oscuridad de la
noche, cientos de gordas cucarachas se mueven en el interior del gigantesco
bohío motilón. Se confunde el crujido de sus carapachos y el trepidar de sus
patas de sierra, con los ronquidos y los suspiros de los indígenas durmiendo en
sus chinchorros. Se mezcla todo con un olor efervescente a comida pasada y el hálito
que exudan cual gemidos los cuerpos de mujeres y de los niños descansando, y de
los ancianos y de los hombres de todas las familias que allí viven, envueltas todas
en un vaho sutil, y es humo lo que flota bajo el gran techo. Al remover algunos
utensilios de cacería y otros enseres conteniendo alimentos, ellas, luchan por
escapar, ellas se apretujan, se miran y rápidas, se van corriendo sobre los
petates, algunas son muy hábiles ocultándose en la arena, otras corren furtivas,
encaramándose sobre los niños, ellos duermen y las cucarachas parecieran ser de
lo más inteligentes, ellas si, las conchudas, corren desaforadas, y nunca jamás
se atreven a acercarse a los guácharos, aquellos pájaros de pico bigotudo, que
se encuentran en varios sitios del inmenso bohío, amarrados por las patas,
ellas frenan y los guácharos súbitamente retroceden, están espantados ante la
luz de las linternas nuestras.
Las aves rucias y veteadas, fueron cazadas en
las oscuras cavernas de la montaña azul, utilizando flechas de macana negra de
punta roma, aquellos pájaros que encandilados por nosotros, miran con ansiedad
hambrienta a las conchudas, han sido sorprendidos mientras ellas se escapan… Los
pajarracos bigotudos, son como las gallinas en los corrales de los hombres
blancos. Guácharos engordados con cucarachas. Los cazadores han venido preparando
sus carnes con proteínas de los insectos rastreros para ser degustadas en un
futuro banquete motilón...
Y al examinarlos uno a uno, con la paciencia aprendida
cuando estudiábamos Medicina, en la cabeza de los motiloncitos encontramos la
tiña circinada, y entre los cabellos vimos los gordos piojos caminando entre
bosques de liendres, los animalitos andaban mordisqueando cuanto podían sobre
las úlceras producto del rascado y claro está, escuchamos la tos perruna que estertorosa
sacude a muchos niños, la tos que en los adultos pide a gritos por rayos x, hay
que percibirla áspera, muy ronca, casi metálica, cuando resuena en las cavernas
en los ápices fibrosos y uno casi se queda esperando por la hemoptisis de un
momento a otro, e imagina como sembrar los tubos de cultivos para reproducir
millones de bacilos tuberculosos, y mientras tanto la cámara de fotos chasquea
constantemente, mientras José Luis va plasmando en celuloide las imágenes para
dejarlas presas. Algunos temen que se les vaya el alma, sus rostros quedan en
cada rollo que se llena con las imágenes impresionadas de las lesiones de tan
variadas patologías…
Los ojos azules de la monjita me han impresionado.
Inolvidable aquella casi niña, una joven, con los rasgos tan finos, delicados,
hermosa jovencita, una imagen de yeso, entre aquellos salvajes, la hermanita,
más de tres años sin salir de allí, sin regresar a casa, noches y días trabajando
duro, sin recursos, en medio de la selva enmarañada, tan solo por amor a
Jesucristo… Entretenía a los niños con canciones, por puro amor, enseñándoles a
rezar, con ellos, para ellos, por ellos, los olvidados primigenios habitantes
de la patria de uno y de aquella monjita, muy joven, casi una niña, de ojos
azules, blanca, de mejillas rosadas. Me encontré una virgen de yeso en
Saimadoyi, allá en la
sexta sierra. Dispara José Luis, quiero una foto de esta imagen sagrada, nadie
me va a creer si se lo cuento, una virgen de carne y yeso, joven preciosa,
niñita sonrosada, viviendo en Saimadoyi...
Y uno que se sienta a comerse una arepa, porque es la
hora del desayuno, recién está asomándose el sol por detrás de la montaña que
ha despertado sin una sola nube y tiene uno que salir corriendo, dando brincos,
por culpa de una delgada pero mortífera mapanare que dormía aún bajo la mesa, y
uno se tranquiliza después, porque no hubo consecuencias, nada que lamentar, tan solo el susto y la carrera y
la arepa que se enfrió, y un rato después, uno ve a Nerio, con la culebra ya muerta
allí en su mano, asustando a los motiloncitos, haciéndolos correr ante la risa
de los mayores y el temor indeciso de las mujeres y uno puede ver como algunos
adolescentes, se detienen, dubitativos, preguntándose sobre las intenciones del
doctor catire, quizás temiendo si será un juego o si renace la maldad del
blanco invasor, el agresor, depredador, el de los relatos de los viejos y las
ancianas en la oscuridad espesa del bohío cuando cae la noche...
En los ojos opacos por las cicatrices no se reflejó la
luz del oftalmoscopio. En la mucosa conjuntival uno no vio las úlceras
esperadas. Nerio no encontró el exudado en las cuencas vacías, ni siquiera
existía algún discreto signo de uveítis. Eso me dijo. Así se disipó la ilusión
del tracoma, como la del cuento aquel del árabe, como la sintieron los doctores
de la Salpêtrière ante la lección magistral del professeur Fernandés. No había
tracoma y hubo lepra. Tampoco hallamos el tracoma, pero para nosotros el
misterio se aclaró en un muy corto plazo.
Los hallamos clavados, eran decenas de pelitos rubios,
espinas pequeñísimas, como las que lucen las guasárabas, la sempiterna
pringamoza, existían esas finas agujas, cual alfileres naturales, protectores
de la piel delicada de los arbustos, la sedosa y urticante pelambre de las
hojas aterciopeladas, ellos eran causantes de todas las lesiones oculares, espinas
en la córnea provocadoras de aquella gama de lesiones, tan variadas, en tantos
ojos de muchos motilones, sin mediación de virus ni de otros gérmenes
sofisticados. ¡Nada de virus nuevos!, porque para microbios, ya bastaban el del
sarampión, la hepatitis, la gripe y otros virus nefastos, traídos por los
blancos hasta las tierras
motilonas, estaban más bien como sobrando, demasiados microorganismos pululando
entre los compatriotas, y al final uno sintió que fue mejor, ¡no hallar también
el famoso tracoma!
Una alegría, es lo menos que puede
sentir uno en esta situación. Afloja un poco la garra que me atenazaba del
corazón a la garganta, ante el dolor profundo, en aquella perdida soledad, viviendo
el desamparo de la selva, y la vida de los indígenas, de esta gente asediada,
invadida por nosotros, ¡los hombres blancos! Allá lejos en la sexta sierra, los
territorios de nuestros olvidados dueños de la patria, esta nación otrora
liberada para todos, ¿y ellos? Uno al final, entonces se convence de que valió
la pena haber estado en Saimadoyi. Siempre conviene compartir un poco ese dolor
de ser de verdad indígena, sobre todo si uno se siente realmente
hispanoamericano, es útil, tal vez ayuda a mitigar el desconsuelo, tanta
incapacidad, tanta impotencia, esa desgracia de ser tan sólo un ciudadano.
Ser nada más que un sencillo guarismo
en el censo del país, la tierra de uno, esa que sientes tuya, que quieres pero
que te desgarra, ese país que te obliga a enfurecerte cuando no encuentras en
tu mano el rayo positrónico, la flama que achicharra, descuartiza, desintegra, la
que desmiembra y pulveriza, y se te van entre las dendritas las ganas, buscando
los epítetos, al pensar en la calaña de esa eterna caterva de políticos. Uno
que sueña, uno que piensa en el mañana, ese “algún día”, uno que se imagina
quizás el rayo láser, ¿tal vez?, sobre la misma tierra, ya chamuscada y
arrasada, ¡tantos depredadores! Uno presiente que después de todo, algo
renacerá y tal vez la tierra, todavía esté húmeda por las gotas de una lluvia
caída desde un cielo muy limpio, ya sin nubes rojas, sin mostazas, ni sangre,
sin precipitaciones ácidas, de un cielo límpido y casi transparente, de un
firmamento que llore sobre todos para que retoñe y crezca un mundo donde se
haga justicia. Uno confía y espera, ¿tal vez será mañana?
(Texto ligeramente modificado, de mi novela "La Entropía Tropical"-Ediluz,2003)
Mississauga,
Ontario, el miércoles 1 de mayo del año 2019
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