Mario Armando Luna.
Conocí
personalmente a Mario Armando Luna en octubre del año 1977 en la oportunidad de
las XXIII Jornadas de la Sociedad Venezolana
de Anatomía Patológica (SVAP) que se efectuaban en Maturín, ciudad capital del
Estado Monagas al oriente de Venezuela. Quienes para la época éramos jóvenes
patólogos, revoloteábamos como inquietos moscardones alrededor de los dos
invitados de honor al evento, y hoy todavía me parece ver al doctor Luna,
recién “aterrizado”, sentado entre nosotros, con Héctor Battifora, ante una
mesa cubierta de jarras de cerveza helada, mientras esperábamos por la
reconfirmación de las habitaciones en un nuevo y pequeño hotel que todavía
estaba en obras.
Había toda una
barahúnda de patólogos pugnando por precisar sus inexistentes reservaciones en
un reacomodo de espacios físicos, mientras como en un oasis nos sentíamos
quienes alrededor de Mario Armando disfrutábamos de su chispeante locuacidad
jalisqueña que nos sonaba tan divertida como si estuviésemos reviviendo una
película de Cantinflas. Él nos explicaba sonriente como al sumergirse una
copita de buen ron en su jarra de cerveza, ésta se transformaba en “un
submarino” y reíamos con asombro ante sus ocurrencias viendo como Héctor,
famoso patólogo peruano de bigote y con un aire itálico, parpadeaba escrutador
con una actitud bastante más circunspecta. Fue entonces cuando Mario Armando
aceptó el reto y tras probar un “ají chirel” (verde y pequeñito, muy común
entre los ajíes del oriente venezolano), sonriente y lagrimeando nos dijo…
“¡Pos sí que pica!”, y luego luego de pedir más “chireles” nos invitó a
acompañarle en la degustación.
Habrían de
transcurrir más de veinte años cuando en junio del 2001, en Morro Jable, ciudad
del sur de Fuerteventura, la más grande de las Islas Canarias, ante varios
platos repletos de verdes pimientos recordamos “los chireles” de Maturín, y
mientras intentaba yo que soy poco amigo del ají picante en una especie de
ruleta rusa acertar con el uno de cada tres, ¡ y es que picaban y mucho!, Mario
Armando hizo pública la historia completa de nuestro primer encuentro. Nos
había tocado en suerte, compartir una pequeña habitación hotelera donde todas las
madrugadas se levantaba Mario Armando y salía a trotar por el pueblo en
compañía de Héctor. En aquellos días estaba muy de moda el “jogguin” y Mario
Armando decía que ambos practicaban el ejercicio aeróbico “para mantenerse en
forma”. Él iba adelante y le tocaba ir espantando a los cochinos que se les
atravesaban y a los perros que les perseguían en aquellas caminatas a campo
traviesa. Al regresar, se encontraba conmigo, su compañero de cuarto quien
recién llegaba de una parranda nocturna. Lo que le parecía insólito nos
relataba, era como luego de un par de horas de sueño, un baño y un café, nos
viésemos en las conferencias donde él mismo recuerda como le sonreía, cómplice
a su nuevo “cuate” el recién conocido “patólogo maracucho”.
Lo cierto es
que desde hacía varios años, yo sabía de Mario Armando Luna. Le conocía como un
brillante patólogo mexicano, de Guadalajara, por tanto jalisqueño, quien estaba
radicado en Houston y a quien había visto en las reuniones de la Sociedad Latinoamericana
de Patología (SLAP) alternando con otros famosos patólogos mexicanos como Rui
Pérez Tamayo y Héctor Márquez Monter. El VIII Congreso de la SLAP del año 1971 que
se había realizado en Maracaibo, y el siguiente en 1973, que se dio en tierras
yucatecas. Fue allí en Mérida, donde con el Anfitrión Álvaro Bolio y con su
maestro Héctor Márquez, había vuelto a verle, hasta que al fin, el setenta y
siete lo pudimos invitar a Venezuela.
A partir de
aquellas inolvidables Jornadas de la
SVAP en Maturín, Mario Armando se convirtió en un invitado
muy frecuente a nuestras reuniones, no solo por su sapiencia sino por su
buhonomía que nos llevó a quererlo entrañablemente y a apreciar cada vez con
mayor respeto sus grandes cualidades humanas. Era Mario Armando un ser
especial, siempre afable y risueño, muy emotivo, capaz de hacer desternillarse
de risa a un auditórium pleno de oyentes o de mantenerlo en vilo con los datos
actualizados sobre ciertos tumores, o sus hallazgos en las autopsias de los
enfermos de SIDA. Mario Armando poseía una bondad muy particular que se
transmutaba en singular eficiencia al ejercer personalmente su papel de buen
samaritano.
Fue una especie
de servidor público a motus propio, a tiempo completo, y así, le resolvía
problemas personales a decenas de gentes. Muchos seres anónimos, familiares o
pacientes con cáncer, se favorecieron al escucharle conversar con ellos, darles
confianza y ánimo, ayudarles al agilizar un diagnóstico, presto y preciso,
muchas veces con costos mínimos cuando no podía lograr su exoneración, o para
facilitarles indicaciones sobre los protocolos de tratamiento más convenientes
a ser aplicados en cada caso, o la información sobre el pronóstico de los
mismos. Estas actividades de Mario Armando, efectivas y usualmente silentes,
beneficiaron a cientos de enfermos con cáncer de casi todos los países
hispanoparlantes, razón por la cual, el buen patólogo mexicano del MD Anderson,
se fue transformando en el más querido, admirado y respetado embajador de buena
voluntad para todos los habitantes de los pueblos de Latinoamérica y del Estado
español.
Así viajó Mario
Armando, de un país a otro por América y Europa, impartiendo sus conocimientos
que fueron publicándose, en más de 250 trabajos en revistas y en más de 30
libros, sobre la patología del cáncer, durante más de 45 años de ejercicio en
el Centro de Cáncer del hospital MD Anderson de la Universidad de Texas.
Simultáneamente nos ilustraba Mario Armando con su jovialidad característica,
sobre arte, literatura, música, cine, deportes e historia, especialmente sobre
la historia y la política que influye en el devenir de los pueblos de
Hispanoamérica, con sus problemas y desigualdades, que se acentuaban con las
variaciones de las presiones del norte y el sur y de este y del oeste antes y
después de la guerra fría.
Mario Armando
falleció en noviembre del año 2008; estos recuerdos ya casi a once años de su
partida aparecen aquí en lapesteloca.blogspot.com y corresponden
al inicio de un artículo que publicara en Avances en Patología en 2009 con el
título de “Semblanza de mi hermano mexicano Mario Armando Luna”. En la
fotografía que tomada en Corralejo, Fuerteventura el año 2008, aparece el Dr
Luna entre sus amigos y coeditores de Avances en Patología, Eduardo Blasco
Olaetxea y quien escribe Jorge García Tamayo.
Maracaibo, miércoles 3 de octubre del 2019
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