jueves, 17 de marzo de 2022

Nocturnal guajiro (II)

 Nocturnal guajiro (II)

La llanura arenosa luce manchada de sombras bajo el manto negro salpicado de estrellas. Ha adquirido una brillantez azulada entre las tunas, cardones y cujíes. Desde lejos, él escudriña entre las sombras. La vieja, el cacique, los alijunas y más sombras. Se mueven de un lado a otro. Van y vienen. La vieja llora y él siente sus gemidos, que parecen resonar dentro de su cabeza. Tamare seguramente tendrá frío, en el fondo del mar, enredado entre las algas... Una vida entera sobre las rocas parece haber transcurrido y él se mantiene quieto, inmóvil, petrificado. Las sombras todavía se cruzan buscando rastros en el caney abandonado. De pronto se siente invadido por un frío extraño. Su cuerpo se estremece. ¿Miedo? Tras de sí, escucha el quejido de la arena al ser apretada por un pie descalzo. Gira rápidamente, uno, dos, tres, cuatro segundos. Se escucha el quejido de su respiración contenida. Únicamente sombras en la vasta soledad que se pierde en los linderos de las estrellas. El hombre ha comenzado a sudar. Es una transpiración fría y pegajosa. ¿Será miedo? ¡Él no puede tener miedo! Aprieta los dientes, pero no logra impedir su ruido trepidante. El mar allá, a lo lejos es como una mancha negra, tumultuosa, con un movimiento ondulante que le llama, que lo atrae, le susurra cosas... ¿Otra vez? Ahora se voltea más lentamente. Por dentro siente el olor de la sangre, corre golpeándole las sienes... Es alguien en la oscuridad y él siente la necesidad desesperada de gritar. Se contiene... Los alijunas hablan con el cacique y el Jefe Civil. El viento casi permite oír lo que ellos dicen. La sombra de un cují indeciso se ensancha. Él la reconoce. Es Gunía. Vuelve a ser el hombre.  Es el hombre que odia. 

-¿Anshí piá? Con toda frialdad le hace la pregunta, y Gunía le mira de reojo, tal vez ofuscada... -¿Casachiqui? El hombre achica los ojos como queriendo penetrar en sus pensamientos. Acaso no lo sabes, piensa para sí mismo y decide preguntarle directamente. -¿Has venido para ver lo que me has hecho, o lo que le hiciste a Tamare? -¿Que te ha hecho Gunía? ¿Lo mataste? El hombre cree adivinar una vaga sonrisa en el rostro de la guaricha. -¿No era eso lo que vos querías? La pregunta está cargada de rencor y él se la hace mientras la observa llenándose de furia. Gunía comenzará a retroceder asustada, con pánico, sus ojos reflejan borrosa la figura del guajiro.

Él entonces, sin poder contenerse le dice a gritos. -Gunía, contestame, estame, stame, tame, ame... Resuena el eco contra los farallones. Los alijunas y el Jefe Civil corren tras el eco, de un lado a otro, tropezándose.  -Gunía respondeme, deme, eme, me, me engañaste?, me engañaste?, aste, ste,te... -¿Quién anda allí? Silencio, jadeo, el estruendo de una gota de sudor que corre sobre su piel. -¡Deténganse! Egansé, ansé y sé y sé... Un restallido de cólera alumbra las pupilas del hombre. Casi inmediatamente se escuchan las detonaciones. Él siente como si estallaran dentro de su cabeza. Gunía se desploma ante él manchada de sangre. El hombre se abalanza hacia ella y la toma por los brazos. -¡Coño, Gunía, tenéis que contestarme! Decime, vai ¡decime!  Boqueando ella le mira, y le pregunta ... -¿Shiata outá? I él piensa que acaso puede ser posible... ¿Será la muerte? Sí, es la muerte. Ella le mira y suspira sonriendo, pues ya no siente miedo. Ensaya una mueca de alegría y tan solo musita, casi pegándole la boca a su oreja...  Preguntale a Tamare, él es quien debe de saber... Andá, preguntaselo a él...

Vacío, oscuridad, amargo sabor y el olor de la sangre otra vez empegostando sus manos. Era la muerte. Sin duda alguna... El hombre retrocedió. Se dio media vuelta. La claridad de las antorchas le dejó ver las sombras de los alijunas que se acercaban. Preguntarle a Tamare. ¡Claro! A Irúa nunca. A él le faltaría valor, pero… ¿a Tamare? ¡Claro que sí! Se rio de sus temores. Las sombras se detuvieron. En la vasta extensión arenosa resonó su carcajada metálica. El eco despertó a las lechuzas y expulsó de sus cuevas entre las piedras y los troncos a cientos de murciélagos. Se quebró el encanto azul y la luna se escondió tras las nubes al ver la arena impregnarse de sangre alrededor del cuerpo de Gunía.

El hombre llegó corriendo por la orilla. Sobre unas piedras estaba su cayuco. Corría sin dejar de mirar hacia atrás. Le perseguían sombras negras como fantasmas. Agarró el canalete, puso el arco a su lado, afincó los pies en el suelo y en un momento sintió el suave balanceo. Era libre otra vez. Arenas hirvientes y extensiones desoladas solo pobladas por cujíes, cardones y tunas, tierra yerma y salobre que no resiste al embrujo del aire negro y diáfano de la noche estrellada, ni a la caricia del rayo plateado de la luna. Se iba alejando impulsado por los golpes de su canalete. No quería saber más nada de nadie. Lejanos sonidos, el llanto de un tachón en el chinchorro, el canto de la madre guajira, el lamento del ganado flaco que deambula buscando agua... Muy lejanos. No regresaría a las lagunetas cuajadas de nenúfares ni a los eneales verdes, oscilantes, rumorosos cuando el viento los peina, ni a las salinas inmensas, como el plumaje de las garzas reflejadas en el jagüey orlado de limo. La tierra quedaba atrás. Comenzó a percibirse libre, lejos del suelo arenoso, él sentía que había escapado…



El mar parecía tener vida. Ondulaba suavemente. El cayuco parecía querer irse por un camino distinto al exigido por el canalete. El mar, azul o verde casi siempre, ahora estaba muy negro y salpicado de espuma gris tejiendo encajes en la cresta de cada ola. Por un momento él creyó sentirse feliz. Había burlado a todos. La justicia le había ayudado y Gunía, quién todo lo sabía, ahora estaba durmiendo para siempre sobre el medanal azul impregnado de sangre. Tal vez al regresar, él tendría que volver a verla... Sonrió pensando en Irúa. ¡Entonces quizás! ¡Él no se atrevería a decirle nada! Se conocían bien, él era un cobarde... Volvería a morir de celos y de odio cada vez que algún indio joven le dirigiese la mirada. Se retorcería de nuevo cuando los ojos de almendra mirasen a la gente. Tal vez, si acaso ella le mirase a él... No. Ella no voltearía a mirarlo... ¡Nunca! Pero, él era humano... En su interior, él también sentía.  No era un cobarde, no...  Sucede que... Su mirada se perdía en la oscuridad del mar. Su aspecto, su cuerpo, su maldita contrahecha figura que le daba el aspecto asqueroso de un sapo, sus miembros cortos y combados, su piel viscosa y arrugada y esos, sus dos ojos grandes y saltones. Se quedaron abiertos, dilatándose las pupilas, mirando fijamente hacia el extremo opuesto del cayuco donde estaba el chinchorro rojo que él mismo había echado al agua por la tarde. Parecía envolver algo. La bocaza grande se abrió lentamente mostrando unos dientes desiguales y amarillentos. Su saliva escapaba filtrándose en el rostro poroso.

El chinchorro comenzó a moverse. Se abrió lentamente, con sacudidas leves. Primero apareció la cacha y luego todo el machete negro y oxidado. Luego la cara de Tamare con sus ojos abiertos. Le miraba... El hombre replegó su espantosa figura en un esfuerzo supremo por reanudar la respiración cortada. Tamare sonrió. Una sonrisa roja de sangre, blanca de dientes marmóreos, una sonrisa negra de sangre, negra de noche, negra. Desesperadamente el hombre trató de hablar, quiso decir algo, gritar para detener lo inevitable, mas no logró su cometido. Pudo ver como Tamare iba irguiéndose, mirándole, levantándose lentamente y entonces sin remedio, él se apoyó en uno de los lados del cayuco y por su propio peso cayó al latente elemento. El mar burbujeó un instante y regresó a su ondulante estado natural cubriéndose de encajes grises.

La luna se dejó ver de nuevo entre las nubes y su claridad plateada volvió a pintar los cujíes, los cardones y las tunas. El medanal parecía recobrar la vida. Las dunas poco a poco fueron perdiendo los tonos violáceos y negros y tenuemente se disiparon las sombras. Aparecieron las gaviotas sobrevolando el promontorio rocoso, revoloteaban anunciando con sus gritos la llegada del alba. En el caserío la fiesta había terminado y los indios regresaban a sus salinas, a pie, creando nubes y sombras sobre los arenales, e iban con sus guarichas y sus tachones y sus burros cargados de maruzas, caminaban levantando el polvo salobre. Los gallos habían comenzado a cantar, seguramente sabían que de un momento a otro surgiría del mar la gran esfera incandescente.

Fin del cuento Nocturnal guajiro.

Maracaibo, jueves 17 de marzo del año 2022

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