martes, 30 de abril de 2019

Llegando a Saimadoyi (III)



Llegando a Saimadoyi (III)

Tampoco logro olvidar el brillo de los cañones aceitados. La escopeta estaba siempre en el armero, las armas no osábamos tantearlas, cajas repletas de cartuchos rojos con la tapa dorada, la espoleta, y ¡ojo!, ni soñar con tocarla, el rifle veintidós, la escopeta con un solo cañón cuajada de arabescos, las armas, relucientes por el aceite de la alcuza y también el cuchillo de caza, allí llenando las cajitas verdes, balas del veintidós y debajo, los utensilios para la limpieza. Más abajo aún, está la crema de un marrón rojizo, el trapo y el cepillo para lustrar las botas y brillantes dejarlas. Así, en la bruma de todas las cavilaciones con las rugientes oleadas de recuerdos, preciso la vigencia de aquella vieja historia asimilada para nunca olvidarla, de cuando flecharon a fray Primitivo, de la campaña pacificadora de los capuchinos, de las avionetas que estuvieron lanzando aquellas cajas… Comida y utensilios para los fieros motilones…

¿Y la aventura de fray Saturnino por el río de Oro?, ¿Y la guerra implacable que iniciaron contra los indios Motilones los peones del hato Santa Rosa? Aquella lucha terca de los indios por defender sus territorios y los intentos, cuando uno dice intento es un acto fallido, y eso algunas veces desencanta, pero en fin, ¡que carrizo!, vanos intentos fueron los de mi padre, trató de convencer a sus amigos los frailes capuchinos, y yo pensé en el gesto del hermano Francisco de Asís, por convencerlos, él les decía  a los capuchinos, la importancia que podría resultar si construyeran un hotel de turismo en la Sierra, uno que estuviese ubicado en la zona fresca del río Negro, creo que fue una especie de alegría de tísico, perdida prédica convenciendo al hermano Francisco, no funcionó con sus discípulos.

Fueron intentos fallidos, resultaría en permanente y persistentes negativas, un no rotundo. Habría de ser negada la injerencia del blanco corruptor. Fuera los colonizadores. Se me ocurrió pensar que aquello había sido mejor así. Mientras voy descendiendo en mi mula regreso a los recuerdos de una historia que varias veces me relataron. Un cuento sobre una noche oscura, cuando no había ni luz de luna, al grupo le tocaría vivir un pavoroso escape, huyendo sobre el lomo de sus mulas, dos mujeres y cinco hombres blancos, ellos eran intrusos, los invasores de la motilonía, y descendieron trotando en sus mulas, resbalando por tortuosos senderos, en la oscuridad de la montaña, iban siendo perseguidos por los motilones, los indígenas azuzados por quienes se decían defenderlos de los hombres blancos, las órdenes eran sacarlos fuera, ellos representaban el asqueroso mundo civilizado, maldad del aguardiente y de las putas, cosas malas que llevarían la destrucción moral de los motiloncitos, aspirantes a encontrar el camino en el reino de Dios, serían contaminados.

¡Fuera colonos!, esa era la consigna, y en medio de la noche, aquel terrible miedo, de poder morir flechados como otros hombres blancos, flechados en la sierra, en aquel que parecía un viaje sin regreso... Las mulas venían bajando, mientras trotaban casi desbocadas, y en la oscuridad de mis lucubraciones, recordé aquella historia en la voz de mi padre. Escaparon dejando atrás la sierra, y abandonaron los proyectos, ilusiones perdidas. Ahora, voy descendiendo más lentamente, llevo el cabestro apretado en una mano, todo es rojizo, quizás un poco anaranjado, el sol nos ilumina, el sol de los venados. Las mulas ya caminan al fin, en tierra llana, ya no trotan ni se hunden en lodazales, creo que hemos llegado.

¡Al fin!, he logrado descender de la silla y me tiemblan las piernas cual si fuesen machorros asustados, y es que no puedo más, y me parece lógico, uno casi se abraza con aquellas bestias, sudando, aún ensilladas, fieles cabalgaduras, ¡hermosa está mi mula!, desde tan temprano en la mañana de aquel interminable día, ella y yo encima, como un centauro. Agotamiento físico extremoso, y es que el cansancio resulta ser tan grande que he olvidado el miedo, ya no recuerdo historias sobre blancos flechados, ni pensar en mi primo y en mi padre, no quiero recordar aquel famoso viaje endemoniado, aquel escape y el no volver jamás a las montañas, ¡hace ya tantos años!

Ahora uno no puede, ni quiere recordar la fiereza de los motilones, ciertamente que es tradicional pero, supongo que por el cansancio, ya, en el atardecer de los venados, con la esfera que se hunde tras la sierra y enciende los bohíos, aquella tarde, ya entrando en Saimadoyi, finalmente lo he averiguado. Saimadoyi es el nombre de los primeros habitantes que llegaron del sol, eso creen los nativos, ellos descienden de los propios “tesmadoyis”, vinieron mucho tiempo atrás hasta la tierra, llegaron a través de una larga liana, y descendieron para colonizar los Montes de Oca. Así lograron darle origen a las indómitas tribus de los motilones. Sé que llegaron para fundar un pueblo, este de nombre musical, la aldea de Saimadoyi.
( Continuará mañana el día que cesará la usurpación...)
Mississauga, Ontario Canadá, martes 30 de abril del año 2019

lunes, 29 de abril de 2019

Rumbo a Saimadoyi (II)


Rumbo a Saimadoyi (II)

La trocha verde se va cerrando y la maleza cada vez más intrincada se abre a golpes de machete. Machetazos a la derecha y a la siniestra. El baquiano los descarga sin consideración. ¿Por qué tenerla? Los árboles inmensos se enredan muy arriba oscureciendo el terreno y la luz penetra solamente a través de pequeñas hendiduras. Rayos del sol descompuestos en sus colores pincelan los troncos cubiertos de parásitas, los bejucos retorcidos, la superficie aterciopelada de musgos y líquenes e innumerables hojas con los más variados tonos de verde  ondulan, se van moviendo. Las mulas avanzan otra vez, van descendiendo montaña abajo y entonces tienes que afincarte en el pomo de la silla.

Ya se acercan a otro río donde la tierra es blanda y el capitán que va adelante ha decidido bajarse y llevar a su mula. No anda, y él la arrea, la toma del cabestro, suavemente lo tironea y sus botas se hunden en el fango. El barro muy gredoso es amarillo, y crees ver desaparecer al hombre. Se hunde hasta las rodillas. La mula de José Luis parece querer sentarse a cada rato sobre el terreno embarrialado. Se levanta, piafa y se sienta de nuevo, relincha y continúa después marchando. Desciende al lado de la mula de Nerio pero súbitamente ésta se le adelanta rompiendo la fila india. Entonces te tropieza, golpea tu espalda, sientes húmedo el morro del animal, te salpica en el rostro. A lo lejos lograrás divisar al colombiano. A los guardias que se han adelantado, se les oye gritar. Están bastante más abajo, ya casi van llegando al río.

Era algo inevitable, Nerio no puede dominar la prisa de su mula mañosa y ves cómo va tropezando y  te rebasa. Cuando se le desliza la silla de montar, la cincha cede y Nerio cae arrastrando sobre si al animal. En un instante los dos están chapaleando en el barro, hasta que se incorporan ambos, bufando. Los ves embarrialados hasta los ojos mientras escuchas los gritos de los hombres. Andan buscando un vado, y tú los oyes, los percibes cada vez más lejanos, se confunden sus ecos con el ruido del agua, y el graznido de aves entre el follaje y más lejano aun, crees percibir gruñidos, quizás fieras ocultas... Ahora es el sol. Ves como penetra a raudales, brilla en el agua, desciende y baña las piedras gigantescas, las enciende de luz. Más allá la corriente es cristalina, muy suave, con tonos helados de azul aguamarina y de esmeralda. En un remanso se dibujan patas arriba los inmensos árboles.

Te has mojado ya hasta la cintura, que remedio te dices, cruzar el río era necesario. Preocupado, revisas el envase con el fijador, lo aprietas con cuidado, sin él no  habrá como captar los soñados microbios. ¿Vivirán en los ojos de los motilones? Un estruendo sobresalta a tu mula. Es uno de los guardias, ha resbalado en una piedra revestida de limo y ha caído en el agua. El máuser se le ha disparado. El capitán lo mira explotando y cientos de imprecaciones llueven sobre su humanidad, del hombre que está emparamado, el barro de sus botas y de los pantalones se ha lavado en el río. Después el militar te dice que tan solo faltan tres montañas y vadearán dos ríos más. Ves cómo se ríe el colombiano quien te dice. Despreocúpese compa, la última vez, se ahogó un guardia viniendo a Saimadoyi, y uno de los baquianos en el último paso se nos fue con la carga, pero eso fue tan solo, purita mala suerte. Luego se voltea y grita. ¡Upa mula! Seguimos avanzando…

Desde la cima de la sexta sierra y entre el follaje de los inmensos árboles, al fin logro ver lo que nos señala el baquiano. Allá abajo, me dice, allá está Saimadoyi. Yo sólo diviso en el azul lejano, unas chozas y cuatro bohíos que lucen gigantescos. Descansan como monstruos rectangulares, grises dinosaurios de paja, están petrificados, parecen carapachos lanudos echados sobre la tierra y circundados por un halo de turgente verdor. Desde el centro del sitio, diviso una columna de humo que se eleva y me doy cuenta de que uno puede ver como hormiguitas a los indios que se mueven entre los bohíos.

Poquito a poco, inadvertidamente las mulas comienzan el descenso y entretanto yo repaso en mi mente toda la información acumulada desde mi niñez. Está codificada en mis neuronas, y todo se refiere a los indios motilones. Hago cortocircuitos eléctricos, ellos vienen estimulando una súbita activación de las sinapsis, mis neuronas, supongo van vomitando impulsos que ensamblan con la nueva información, son datos que penetran por los ojos, los oídos y hasta el olfato. Mi conciencia las registra, asimila y las coteja con recuerdos y con ideas perdidas en la maraña dendrítica. La imagino fluyendo entre una estopa de astrocitos, los impulsos me imagino se imbrican y se van tejiendo, entrelazándose, como las trenzas de las botas de cuero de mi padre.

Botas de cacería, las botas de ir a Perijá. Mis impulsos eléctricos las registran con mirada de niño y están llenas de barro. Súbitamente se hace presente el olor a loción mentolada, puedo ver a mi madre, sus manos delicadas, frotándole el mentol en las picadas. Es por las garrapatas. Lo sé, y las miro hinchadas por la sangre. Barro seco, trenzas, mentol y garrapatas muy gordas. Las garrapatas de Perijá, fueron las compañeras inseparables en los viajes de cacería de mi padre. Todo regresa en la distancia a mi infancia lejana. Viajes a las haciendas de sus amigos, y mientras descienden las mulas montaña abajo yo percibo como un olor a moho, a cordón franciscano, ¿acaso las visitas a los capuchinos?, o más bien huele a incienso, un olor religioso…

En mi cabeza se mezcla todo con las historias sobre los motilones… Cuentos de tierras muy fértiles, perdidos y feraces valles entre las montañas, con temperaturas increíbles, lo que la gente llama un clima de montaña, más allá del río Negro, muy lejos del Tukuko, y sobre el lomo de mi mula revivo algunos cuentos. Rememoro la expresión adusta y arrugada del viejo obispo de Machiques, el día de la sonora cachetada, el anciano con su luenga barba y uno esperando recibir aquella bofetada confirmadora antes de irse de regreso a la casa.  Me confirmaron, en la iglesia de los capuchinos, un templo gótico, bóvedas ojivales, nunca terminaban de construirlo, como las catedrales medievales, eternamente, y así, siempre recuerdo la barba gris de fray Cesáreo…
( Continuará mañana)

Mississauga, Ontario Canadá, el lunes 29 de abril del año 2019

domingo, 28 de abril de 2019

¿Hay tracoma en Saimadoyi?



¿Hay tracoma en Saimadoyi?

Lejanas están la Sierra de Perijá y los Montes de Oca, lejanos, sí. ¿Y uno? Uno con afición a la investigación. Uno, resulta que se encuentra aspirando encontrar el virus del tracoma en las ulceradas córneas de los indios motilones, y esto espera lograrlo más allá del Aricuaizá, cerca de la frontera con el denominado hermano país, en lo que llaman la sexta sierra...

Uno se encuentra soñando con meter bajo el lente del microscopio el exudado fibrinopurulento extraído de los ojos de los indígenas motilones, y espera ver los cuerpos de inclusión que identificar al germen del tracoma. Sí, y más aún, uno está considerando la posibilidad de examinar con el microscopio electrónico las muestras de las conjuntivas y de los raspados corneales, o las muestras de la linfa de nuestros motilones...

Tal vez bastará con la linfa, sí… Uno piensa... La linfa… Como la que rezumaba en la oreja de aquel árabe… Una oreja perdida en la bruma del tiempo. Oreja anécdota, escuchada en boca de mi padre varias veces… Entretejida historia que viene con recuerdos de mi infancia, sobre aquel amigo, su coterráneo, el doctor Arquímedes, con ese nombre griego de maracucho autóctono, Arquímedes Fernández, siempre con una lanceta en la mano y la oreja del árabe… ¿El año? 1923. El sitio. Una de las salas del hospital La Salpêtrière, en París, ciudad luz, pero fría y distante del suelo marabino. Entonces uno, que es niño aún, cree escuchar al galeno, el avezado clínico de la ciudad del lago y las palmeras, uno cree oírle contradecir al famoso Professeur Tellier, e insistir que aquel paciente berebere, con las córneas ulceradas por las arenas del desierto, por el sol y la infección con el microbio del tracoma como decían todos, es otra cosa… Se hace silencio y uno casi le oye las explicaciones al morenito galeno maracucho, ante las ventanas, de pie, frente la cama y al profesor Tellier. Él está mirando a sus colegas y a los estudiantes...

-Es un leproso, monsieur le professeur. Así veía él al árabe, con sus orejas gruesas, la faz leonina, con aquella frente nodular y prominente. Un leproso. Era un enfermo fácil de diagnosticar para le docteur extranjero. Él había visto muchos en el ejercicio de su apostolado, en la isla de Providencia, un pedazo de tierra frente a la ciudad de las palmeras azules, en aquel leprocomio conocido como la isla de los Lázaros, un islote de tierra flotando entre Palmarejo y Maracaibo, en la mitad del lago de cristal, el mismo sitio frente a la ciudad donde yo había nacido, sobre la misma tierra, la del doctor Fernández y la de mi padre, quien tenía todo el crédito de la historia, pues era él mismo quien se la había relatado a uno…

Uno se lo imagina… Es fácil entender la curiosidad, el asombro, la risa, la incredulidad de los colegas y estudiantes parisinos, todos situados alrededor del árabe enfermo y del terco, pequeño morenito galeno marabino. Allí, atentos todos, atisbando risueños la cara del berebere leonino, y uno hasta sonríe, pues le es fácil escuchar en un francés de intenso acento maracucho, sus palabras… ¿Aguántense un momento? O quizás diría… ¡Deteneos! Todos estaban asombrados cuando escucharon al peculiar galeno pedir los colorantes, solicitar unas láminas de vidrio, y preguntar por una lanceta.

 Él tomó la lanceta con la diestra y con la izquierda presionó el lóbulo de la oreja para luego provocar un fino corte, superficialmente, y haciendo suave expresión esperó que fluyese la linfa... Entonces secó la oreja y luego como si fuese un malabarista, se dio vuelta y tiñó las láminas con los colorantes y… ¡Voilà!  El asombro de los franceses fue genuino. Atónitos quedaron ante el microbio colorado quien les miraba desde el microscopio. El bacilo de Hansen, pululando en la linfa de aquel árabe, hospitalizado por tracoma, en la sala 8 del Hospital La Salpêtrière. En el mismo sitio donde las grandes histèrie hicieran muy famoso al maestro Charcot, era el mismo escenario, pero ahora con aquel paciente africano con úlceras corneales que todos creían afectado por el microbio del tracoma, y era tan solo un leproso.

Hay un frío otoñal que estremece la capital francesa, y casi que nos enfría el relato... Arquímedes Fernández, tan lejos de su tierra, le docteur extranjero por su acierto diagnóstico, ganó prestigio y reconocimiento. Por eso, uno recuerda el final de la historia, y casi puede escuchar los pasos del morenito médico, sobre las hojas secas, frente a la puerta del hospital y percibir cuando él se acerca y se detiene al escuchar la voz del viejo portero, saludante… Bonjour monsieur le professeur Fernadés…

Así pues, uno, con estos recuerdos en el subconsciente se encuentra ahora, pensando en las córneas de los motilones, a más de noventa y cinco años de aquel episodio, regresa otra vez para discurrir sobre el microbio del tracoma. Otra vez con los recuerdos de aquel deseo de mirar a través de un microscopio. Pero no estábamos en la ciudad luz, en aquel otro entonces se trataba de ascender a la sexta sierra, para conocer a los feroces salvajes motilones, los pobladores de una lejana misión de frailes franciscanos capuchinos, una aldea motilona con el nombre musical de Saimadoyi… Uno que no ha ido más allá del pueblo de Machiques, uno que ni siquiera conoce la misión del Tukuko, uno que pocas veces se ha adentrado en la selva, recuerda como soñaba y divagaba, antes de decidirse, pensando en motilones ciegos, en motilones feroces que flechan a los blancos, en motilones tuertos con úlceras corneales y leucomas en el blanco del ojo, y uno siempre pensando en las muestras que habría de tomar…

Luego, uno pensaría si acaso podría hacerles la tinción negativa y mirar las muestras con el ojo mágico que dispara electrones y detectar la ultraestructura del virus del tracoma, y uno quizás podrá decir, no es ese un virus, y preguntarse si será una bacteria, es un microbio raro, y en realidad uno no sabe ni como es, pero confía en hallarlo, porque a uno la idea le ha calado y la roe día tras día y hace planes, construye imágenes con sus amigo José Luis el fotógrafo de verborragia incontrolable e ímpetus juveniles, y con Nerio, oftalmoscopio en mano, el colega que dice ser experto en ojos… 

Uno, al final se convence de que somos tres socios en una aventura proyectada a corto plazo, en una expedición ya programada, en un viaje hacia la selva, para hallar algo desconocido. Uno sueña con ubicar un foco infestado de tracoma en las montañas de Perijá, en los Montes de Oca, en la vecindad con la frontera del país hermano, en la sexta sierra, en Saimadoyi...
   
Con algunas modificaciones, texto parcialmente extraido de mi novela "La entropía tropical"(Ediluz:2003)

  Hoy en Mississauga, Ontario, Canadá, el 28 de abril de 2019

sábado, 27 de abril de 2019

Thomas Clayton Wolfe



Thomas Clayton Wolfe

Thomas Clayton Wolfe (1900-1938). Fue un estadounidense escritor de cuatro novelas largas, muchos cuentos, poesía y obras dramáticas. Su prosa, muy descriptiva, destila poesía, y sus libros son un reflejo de la cultura y costumbres de los Estados Unidos  en el primer tercio del siglo XX. Realizó varios viajes a Europa, y en sus obras descubriría interesantes aspectos usualmente para la época desapercibidos, señalando en 1936 la persecución de las personas por sus razas o ideas que estaba desarrollando el nazismo. Hoy día, Wolfe sigue siendo uno de los más importantes escritores de la literatura estadounidense moderna y su influencia se extiende a las obras del escritor beat Jack Kerouac y de Philip Roth, entre otros.  

Thomas Wolfe estudió en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill y en 1919 se inscribió en un curso de dramaturgia. Editó el periódico estudiantil de la universidad, escribió teatro y ganó un Premio al Mérito en Filosofía. En septiembre de 1920 ingresó en la Escuela de Graduados de Artes y Ciencias de la Universidad Harvard, y en 1922, Wolfe recibió su maestría de Harvard. Se instaló en Nueva York en noviembre de 1923; y, en febrero de 1924, empezó a enseñar inglés como instructor en la Universidad de Nueva York, posición que mantuvo durante siete años. En 1917 se publicó su primer escrito. Poesía, dramas y relatos se fueron publicando durante los periodos de sus estudios en las dos universidades. Con el dinero ganado siendo profesor en una universidad de Nueva York viajó a Europa en 1926. 

Volvió a Nueva York y ocupó otra vez su puesto de profesor en la universidad. Wolfe escribía durante la noche, en Brooklyn, y dos años y medio después, al haber terminado un manuscrito, consiguió que la editorial Charles Scribner'Sons, a través de su lector jefe, Maxwell E. Perkins, lo aceptase. Perkins comenzaría pacientemente a cribar con el autor el texto, que era excesivamente voluminoso. Aunque a Wolfe no le satisfacían los recortes pues consideraba que los textos suprimidos eran indispensables, el trabajo de Perkins para convencerlo de que lo eliminado no era esencial, a pesar de tener gran calidad, fue arduo. El novelista reconoció: "Mi defecto principal es que escribo demasiado, no solamente ese poco que es lo esencial sino que me dejo llevar por mi entusiasmo para realizarlo extensamente y bien contado." 

El ángel que nos mira se editó finalmente en 1929 y causó una profunda impresión en los medios literarios estadounidenses y británicos. En 1930, en su discurso al recibir el premio Nobel de Literatura, Sinclair Lewis citó a Thomas Wolfe. William Faulkner, dijo de Wolfe, que era el mejor escritor de su generación (Faulkner se puso segundo). Sus relatos, en gran parte eran capítulos excluidos de las novelas se fueron publicando en revistas hasta 1938, cuando se editó su segunda gran novela, Del tiempo y el río, que lo consagró definitivamente como uno de los más importantes novelistas de Estados Unidos del siglo XX.  A F. Scott Fitzgerald, que le había criticado su libro Del tiempo y el río porque lo consideraba demasiado extenso y le había puesto como ejemplo que admirase a Gustave Flaubert, que había eliminado de sus manuscritos muchos temas por no considerarlos importantes, le dijo después, que otros muchos grandes escritores, como William Shakespeare, Miguel de Cervantes y Fiódor Dostoyevski, habían aumentado considerablemente sus manuscritos y que precisamente por haber realizado obras con tanta temática se habían hecho inolvidables.

En julio de 1938 Wolfe enfermó de neumonía en Seattle. Surgieron complicaciones y le diagnosticaron una tuberculosis miliar. Fue enviado a tratarse al Hospital Johns Hopkins, en Baltimore el 6 de septiembre, pero una operación reveló que la enfermedad había invadido todo el lado derecho del cerebro. Sin recobrar la conciencia, Wolfe falleció 18 días antes de cumplir 38 años.  En su lecho de muerte, Wolfe escribió una carta conmovedora a su editor, Maxwell Perkins, en la cual reconoció que lo había ayudado a realizar su trabajo y había hecho su obra posible. Luego de su muerte se editaron las novelas The web and the rock en 1939 y You can't go home again en 1940, así como The hills beyond en 1941, una colección de relatos, algunos de ellos ya publicados en vida del autor. En su obra You can't go home again, el último capítulo está dedicado a la confesión que hace George Webber sobre su vida a su editor, aquí con nombre ficticio, agradeciéndole la amistad y la ayuda prestada, capítulo que puede ser considerado como su testamento literario. Thomas Wolfe está enterrado en el cementerio Riverside en Asheville. También O. Henry, otro escritor norteamericano famoso (https://bit.ly/2ZCorYp ), está enterrado en el mismo cementerio.


Genius (en España: El editor de libros, en Latinoamérica: Pasión por las letras) es una película británico-estadounidense, biográfica sobre el editor literario Max Perkins. La película está basada en un libro (Max Perkins: Editor of Genius) de A. Scott Berg que fue ganador del Premio Nacional del Libro de 1978. Dirigida por Michael Grandage y escrita por John Logan, la película está protagonizada por Colin Firth, Jude Law, Nicole Kidman, Dominic West y Guy Pearce. Utilizando como recurso narrativo la voz en off se narran fragmentos de la novela de Wolfe, Grandage consiguiendo dar un toque sublime y romántico al filme, donde su gran mérito es hacer sentir al espectador que se encuentra en un viaje literario, sumergido en una de las novelas que está editando, transmitiendo una verdadera pasión por las letras.  Hay una óptima adaptación a la época, y los roles están muy bien caracterizados. La interpretación de Filth (El discurso del Rey, 2010) es impecable, y por su parte, Jude Law (The Talented Mr. Riplay, 1999; Alfie, 2004) imprime la chispa de un joven apasionado, acelerado por su obsesión por escribir y con una personalidad explosiva, característica común de algunos artistas que viven la vida intensamente.

Mississauga, Ontario, 27 de abril, de 2019