UNA HISTORIA SOBRE LOS ORÍGENES DE LA PEQUEÑA VENECIA DEL
COQUIVACOA
"De mi pueblo, de
Cuenca, si, del pueblo donde naciera yo mismo, hace ya bastantes años, de allí
es también mi capitán, Don Alonso de Ojeda. Era mi señor y es mi amigo, hace
muchos años, hube desde muy joven, de vivir la fortuna de acompañarle, a él a
mi señor y mi amigo, en la ruta de las Indias. Cuando zarpa una nao, en la
corriente mansa del Guadalquivir, uno ni sospecha lo que habrá de depararle la
fortuna, o cuales han de ser los designios del Creador. Cuando me tocó ir con
el almirante Don Cristóbal Colón, era casi un niño y hube de aprender en uno de
sus barcos lo que significa la mar. Muy joven era, si, también así mi capitán y
mi señor, éramos jóvenes pero yo ni calificaba para grumete, mas debo deciros
que mi espíritu era como lo es hoy y tal y como lo será hasta que se calcinen
mis huesos, he sido siempre un apasionado del saber, porque desde siempre quise
tener a bien, conocer, descifrar, averiguar la verdad de todas las cosas,
interesarme por todo aquello que pudiese ayudar a orientarse a un marino en los
insondables caminos del mar, las rutas, los senderos, como detectarlos en los
pergaminos o sobre la rasa mar, en los laberintos de la mar tenebrosa, de esa
que se encrespa en gigantescas olas barriendo la cubierta de las naos, de la
que es capaz de arrastrarte para siempre hacia su abismo sin fin, o de la que
se pierde en la oscuridad de la noche y la sientes rugir, suspirar, temblar
bajo la arboladura, pero no puede ser alguno discernir si te acercas hacia un
cráter abrupto o si acaso se difuminan las aguas en el horizonte, como puede
ocurrir con la luz y el ancho lote denso de la mar océana en los amaneceres...
Cuando nos alejamos de España, quiso la buenaventura que fuera el mismísimo Don
Juan de la Cosa quien me aceptara para trabajar con él, como aprendiz y
dibujante sobre sus incontables cartas y pergaminos. El habría de instruirme en
los secretos de la soledad del cielo y del lenguaje de las estrellas, el latido
de las constelaciones y la posición de los astros celestiales al amanecer o a
la media noche, las cartas astronómicas eran el lenguaje del cielo, como el
destino pareciera ser el del viento que lleva la mar de un lado a otro, como la
luna con su influyente atracción en el pleamar y el subir y bajar de las aguas,
y la ubicación del sol, que es siempre capital y lo fui aprendiendo, todo, poco a poco, todo cuanto podía dibujarse e
indicarse en aquellas cartas marinas, en liencillos y telas burdas y en
pergaminos y sobre cueros de animales, mapas pintados durante horas para
señalar el curso de las naves y su relación con las islas, las márgenes de la
tierra, el uso de los instrumentos para medir la altura de las montañas en
tierra firme, la distancia de los recodos, la emergencia de ríos hacia el mar,
uno tras otro, como los días de mi vida, los secretos de las cartas marítimas
fueron traduciéndose para mí en los tiempos cuando era aún muy joven para ser
un grumete eficiente, cuando contaba con la amistad de mi capitán Don Alonso de
Ojeda y escuchaba las indicaciones de nuestro sabio cartógrafo de la Cosa...
Cuando levamos ancla en Santa Catalina, paréceme que fuese ayer, aquel veinte
de mayo, pero a fe mía que la fecha no es de mucho valor, pues ni Don Juan, ni
maese Amerigo, ni mi capitán hubo de preocuparse mucho en el momento cuando
zarpamos, quizás porque íbamos derecho hacia la gran Canaria y allá habríamos
de esperar un tiempo. Grande fue mi suerte pues estuvimos en tierra cuanto
quisimos mientras las naos se abastecían y fue en ese puerto donde comencé a
crecer, ahí hube de hacerme hombre en las tabernas, con mis nuevos amigos,
tenía que ser marinero, así mientras los pañoles se iban llenando, y
trabajábamos calafateando la sentina, hasta el día de zarpar, en aquella tierra
negra y pedregosa fui dejando atrás mi niñez, todos mis recuerdos y con ellos
hube de paladear el deguste de los primeros sabores del amor. Cuando las naves
henchidas de provisiones surcaron las aguas para lanzarnos hacia el mar
tenebroso, debo decir aquí que yo estaba más que tranquilo, iba feliz, pues
sabía que mi amigo estaba al frente, iba con nosotros mi capitán, él, Don
Alonso, habría de ser nuestro mejor guía, él era cual una tea ardiendo en las
tinieblas, un fanal, el capitán Ojeda demostraría ser la estrella que habría de
conducirnos en medio de un extraño mundo, por el rumbo correcto, y no nos
importó cuando al tronar la tempestad la lluvia escupiese dardos helados contra
el velamen rasgado, aunque el bajel se meciera de un lado al otro, aun cuando
hendiera la mar con su prora exponiendo nuestras vidas, a punto de ser tragados
por la furia de las aguas, en la mitad de aquellas ráfagas de agua salada y
viento, nuestro barco girando en completo movimiento circular, ante el huracán
iba arrastrando el mar sobre nosotros, las velas desprendidas, al momento de
ver las estrellas girando en el firmamento, era para imaginar que era una
ilusión el ir fabricando líneas de fuego, creando chispas en los mástiles,
refulgiendo aquellas conchuelas centelleantes y ver los fuegos arder sobre
trinquetes y mensana. Todo eso y más aconteció y sobrevivimos, los fuegos de
San Telmo se opacaron, todo hubo de ceder y tantos extraños acontecimientos
como hube de vivir, siempre fueron sucedidos por la calma, por el viento suave,
o el sol brillante, que seca, que hierve, que reconforta y que en la calma
chicha escuece y escalda la piel cuando la sed nos abrasaba, y el agua casi no
existía y la carencia de frutas y de comida fresca llagaba nuestras bocas, con
la tripulación aterrorizada, persiguiendo las ratas, ante el pánico de
quedarnos sin bastimento, todo fue remplazado por el verdor de la esperanza al
ver las costas esmeraldinas cuajadas por un exuberante renacer de brotes y
plumas con miles de tonos de verde y de amarillo y rojos centellantes, todo un
mundo nuevo con frutos dulces de plantas extrañas, gigantescas plenas de aves
canoras, con arboledas tupidas hasta crear impenetrables montañas de selvas
llenas de animales nunca antes vistos, así mi capitán Don Alonso de Ojeda, nos
condujo hasta esas tierras que vinieron a ofrecerse ante nuestros asombrados
ojos... Después regresamos a la mar.
Días y noches transcurrieron desde que nos separamos de la costa, despuntaba el
sol cuando desde las jarcias en la cofa gritó uno de los grumetes y desde ese
instante todo se transformó en un subir de foques y arriar el velamen, era la
mañana del veinticuatro del mes de agosto del año de gracia de mil
cuatrocientos noventa y nueve, cuando protegidos por nuestro santo patrono San
Bartolomé, en aquel amanecer, que no puede borrarse de mi mente, con nuestro
capitán en cubierta, oteando hasta ver como flotantes melenas, agitados
penachos de plumas azules en la costa y aceptar que aquellas cabelleras móviles
no eran otra cosa sino árboles de palmas y entre ellos, las viviendas sobre el
agua, las casas suspendidas en estacas, algunas muy en alto y bajo las
casuchas, cada vez más nítidas, do las olas iban lamiendo las retorcidas patas
de madera, iba y venía el agua entre las casas y sobre el oleaje, frente a las
palmeras, ascendían y descendían barquichuelos sin velamen, oscilando,
ondulando, sobre las tranquilas aguas, serenas, luego de tantas semanas de olas
tumultuosas y vientos silbando en tormentosos fragores, aquel era un remanso,
con tonos azules y verdes y de un índigo impreciso do brillaban acerados, los
destellos de luz solar que pincelaban las casuchas sobre las olas hendiendo los
penachos del palmar. Tal cosa vimos y mi señor y todos nosotros contemplamos
desde lejos a aquellos hombres y aquellas mujeres desnudos, como animalitos de
Dios, quienes seguramente nos miraban con tanto asombro como el que sentíamos
nosotros divisándolos a ellos, plenos de curiosidad...
Bordeando la costa,
con las velas al pairo, lentamente avanzábamos, cuando penetramos en una
estrecha boca donde el manso oleaje se transformaba en una laguna inmensa de
una quietud sorprendente, sus aguas eran tan tranquilas… Mi señor y amigo el
capitán Don Alonso de Ojeda, le dio a la laguna y a la población levantada
sobre las aguas por aquellas extrañas criaturas, el nombre de San Bartolomé,
para recordarles a todos, que fuera un
24 de agosto del año de gracia de 1499, cuando anclamos ante las casas
construidas sobre estacas hincadas en la tierra del fondo de la laguna do se
mecían continuamente las canoas y cuyo acompasado movimiento era seguido por el
vaivén de los penachos de las palmeras en la costa de arena blanca.
“Al hallarse de pronto con un lago de seda se quedó
sorprendido Don Alonso de Ojeda”... Así lo relataría Udón varios siglos
después.
Cuando el ancla se
afianzó en el fondo arenoso, los botes descendieron y buscaron apoyo en las
aguas en movimiento, frente a aquellas viviendas plantadas sobre estacas encima
de las aguas, vimos correr a las criaturas como animales asustados y algunas se
lanzaron chapoteando a las aguas... Desde el puente mi capitán señaló la costa,
era el momento para decidirse y descender de la nao, era el instante de poner
pies en tierra firme. Vive Dios, que las falúas a golpes de remo fueron
acercándose a las casuchas y bordeándolas, entre los agudos chillidos de sus
inquietos moradores, llegaron hasta la orilla de blancas arenas y mi capitán
hubo de mojarse hasta el pecho y su capa y su peto protector y sus largas botas
resudaban agua cuando comenzó a avanzar hundiéndolas en la arena, espada en
mano, y sus hombres descendieron y con curiosidad se fueron acercando a
aquellos seres desnudos, quienes también se les acercaban con extrañeza,
tranquilos, sin temor de que resultase un encuentro sangriento, mientras desde
el puente Don Amerigo y micer Juan de la Cosa, con este servidor les veíamos
con mucho miedo y asombro...
“El cacique de carne desde el vecino cerro vio salir de las aguas unos hombres de
hierro”.Así lo relataría Andrés Eloy unos siglos después...
En las cartas
dibujadas por el maestre Juan de la Cosa y por micer Vespucio, me tocó
perseguir el curso de las líneas que ellos iban creando, detalle por detalle,
con todas las irregularidades de la costa pedregosa, los márgenes de las
tierras arenosas, la confluencia de las aguas de ríos y de manglares y la
tierra y el cielo siempre limpio, hasta marcar allí, ante el horizonte, el
golfo de Venecia y un tanto más allá el poblado de Maracaybo y todo el contorno
de una inmensa laguna imposible de circunvalar totalmente porque habíamos de
regresar hasta el cabo de La Vela para zarpar hacia La Española... Al regresar del lago de las aguas tranquilas,
mi capitán Don Alonso de Ojeda tomó la sabia decisión de navegar hasta el cabo
de la Vela no sin antes tomar algunas hermosas nativas de belleza notable y de
muy buena disposición, quienes nos acompañaron en el viaje de regreso hasta la
Española, puerto al cual arribaríamos a finales del mes de agosto del año de
gracia de mil cuatrocientos noventa y nueve.
Hay quien ha querido
darle un entorno bíblico al hecho acaecido tantos siglos atrás, y en esa tónica
diría, quizás queriendo imitar al amigo del capitán Alonso de Ojeda: hete aquí que entre aquella recia estirpe
de conquistadores, venía un florentino soñador quien se quedó extasiado ante
las rústicas casas construidas sobre las aguas de la laguna, unidas por
puentes, habitadas por criaturas salvajes, sobre aquella masa líquida ondulante
y el hombre recordaría entonces a la Reina del Adriático, se acercaría a su
discípulo el joven cartógrafo Juan y entre ambos, allá, en aquel comienzo mismo
de los tiempos que vendrían a ligar a Europa con el Nuevo Mundo, los hombres
comenzarían a dibujar los perfiles de un continente que con los años y los
siglos habría de llevar su nombre, el del cartógrafo florentino, el amigo
italiano de Don Alonso de Ojeda, el capitán Ojeda, jefe de la expedición, quien
llevase su nao hasta aquella laguna de quietud sorprendente, la pequeña Venecia
del lago que los indios llamaban Coquivacoa, un puntito de tinta en los mapas,
un sitio preciso que con el correr del tiempo se extendería para regalarle su
nombre a toda una nación...
Yo te puedo poner al tanto de lo que dice algunos que se las dan de
historiadores, porque vos bien sabéis que de esa jaiba no todo el mundo sabe,
pero es mucho el que se las echa de gran cacao, veréis, algunos hay por allí
que dicen, afirman, que el capitán Don Alonso de Ojeda se metió en el lago y se
fue barloventeando hacia el sur. ¡Inmaginate vos lo que relampaguearía el
Catatumbo en esos tiempos!, bueno, dicen, ¿veis?, dicen que cogió pal sur, te
garantizo que no sería nada más venteandito por así decir, vos sabéis como son
los marullos del lago y pal sur con el cielo encapotao es como uno mejor lo ve,
en la noche, brilla y rebrilla el relámpago, toda la noche ese relampagueo y a
mí me parece, fijate que te digo así porque no me consta, ¡no puedo estar
seguro, faltaría más!, dicen que Ojeda, fue llegando hasta las bocas del
Catatumbo, dizque hasta allá llegó el capitán en su barco y se metió río arriba, por esa corriente terrosa en
contra del correr de las aguas, eso dicen, hay otros cristianos que niegan esa
jaiba, vos veis como siempre, es la corriente y la contracorriente, bueno te
decía que Ojeda dizque remontó el Catatumbo y la expedición iba río arriba, de
lo más tranquila, cuando de pronto les llovió una flechamentazón,¡flechas
primo!, flechas cortas de macana negra, las primeras flechas que los motilones
les mostraron a los hombres blancos y les venían lloviendo desde los dos lados
del río...
Resulta que, España tendría que hacerse cargo de la
región donde estaba aquella idílica Venecia chiquita, en el lago Coquivacoa, y
España decidió que fuesen otros quienes se encargasen de aquel territorio por
lejano, por misterioso, por extraño, en fin, porque les dio la gana y quiéranlo
o no, para la época era un decir común, nadie lo dudaba, el rey entro a
comerciar las nuevas tierras con banqueros alemanes: los Fugger habían
depositado cientotreintamil florines para garantizar las obligaciones del
soberano, aquel joven prognático que ni sabía hablar en castellano pero era su
majestad, el melancólico muchacho que recientemente había pasado a ser rey de
España y emperador de Alemania. Más
cierta aún era la especie de que el poder económico de Los Fugger tenía una
oposición muy grande por parte de la Casa de los Welsers, la de los ricos Welsers
denominados también los Belzares, señores banqueros de la misma ciudad de
Baviera, empeñados en hacer un gran negocio con el joven soberano. Y en tanto
que Los Fugger se enfrascaron en empresas políticas, los Welsers recibirían el
contrato de la Capitanía de Venezuela en tierras del Nuevo Mundo. Así que de
esta manera fue como Jorge Enhinger y su primo Ambrosius, con Enrique Sayler
fueron ricamente gratificados por el rey y ellos recibirían todo el poder para
hacer esclavos, levantar fortalezas, rescatar el oro de las tierras, descubrir
y conquistar y poblar ciudades, sin dar el quinto sino solamente un diezmo por
toda arroba de oro que pudiesen atesorar en el término de diez años... Fue
precisamente por ese entonces, cuando su serena majestad, el muchacho aquel de
la mandíbula prominente, el joven Don Carlos, les otorgaría plenos poderes a
Los Belzares para que gobernasen aquella provincia del Nuevo Mundo, en los
remotos tiempos cuando La Pequeña Venecia del Coquivacoa ya le había cedido su nombre a toda la
Capitanía General.
Habría de llegar a la ciudad de Coro como representante
de los banqueros germanos micer Ambrosius Enhinger, quien había nacido en Ulm,
a orillas del Danubio y venía desde Santo Domingo micer Ambrosius Enhinger el
día ocho de septiembre del año 1529, cuando decidió desembarcar en la costa
occidental del golfo, en una plácida playa bordeada de palmares cerca de los
linderos que dibujara Juan de la Cosa en
sus cartas, los que aparecían como las tierras a la entrada del lago de
Coquivacoa. Ambrosius Enhinger exploró
las riberas del lago y decidió levantar una pequeña fundación al lado de la
ranchería de los indígenas, la misma que conociera el capitán Don Alonso de
Ojeda cuando casi treinta años atrás descubriera aquel lugar que iba a darle el
nombre a un país. Ambrosius Enhinger, nombrado Adelantado en Venezuela por su
majestad Carlos V rey de España y emperador de Alemania, quien en realidad era
el dueño y señor de aquel territorio que se extendía desde Maracapana hasta el
cabo de la Vela en la Guajira. Más era Enhinger quien llegaba a la tierra de
gracia, era el alemán pelirrojo que vio transcurrir su infancia ante las aguas
del Danubio, Enhinger uno de los más aguerridos conquistadores de los Welser o
Belsares, el arrojado micer Ambrosius.
Habría de llegar micer Ambrosius Enhinger, a la ciudad de
Coro como representante de los banqueros germanos y en aquella pequeña que era
ciudad cabeza del Obispado de la región, él tras haber ordenado los oficios
religiosos y poder empaparse de la vida y padecimientos de los pobladores de la
ciudad, decidió marcharse, cambió sus planes para irse hacia Maracaybo decidido
a establecer por allá, en La Pequeña Venecia del Coquivacoa su cuartel general.
Ya en Maracaibo, el temido capitán
Enhinger, haría edificar varias casas para proteger a las mujeres y los
infantes que acompañaban su expedición, y se mostró alarmado micer Ambrosius
cuando observó el trato que los indígenas varones les dispensaban a sus
mujeres, y defendió airadamente a las indígenas del lugar, de manera que quiso
prohibirles el ejecutar los duros quehaceres que sus maridos les requerían, y
sacudió de sus chinchorros a los indígenas quienes reposaban sonrientes,
conversando y bebiendo chicha fermentada en medias taparas, descansando de sus
labores tradicionales de caza y pesca. Cuando los indígenas de la ranchería de
Maracaybo comenzaron a entender a micer Ambrosius y a quererlo y a plantear
ante él las calamidades que se les venían encima, entonces el alemán pelirrojo
transformó las edificaciones mayores en un hospital pues el clima ardiente y
las aguas contaminadas habían enfermado a una buena parte de sus gentes, y
dispuso que se tratase bien a los enfermos aunque fuesen indígenas. Desde ese
entonces, Enhinger no dejaba de pensar
en la ciudad del oro e indagaba sobre su paradero, preguntaba por las rutas
para llegar hasta ella, averiguaba entre los pobladores de aquellas tierras
bordeadas de palmeras quienes habitaban en casas sobre las aguas de la laguna
que los indios llamaban Coquivacoa, la misma que Don Alonso de Ojeda y Américo
Vespucio descubrieran a la entrada del golfo de Venezuela, pero solo historias
inverosímiles escuchadas por algunos indígenas a los ancianos de la tribu logró
extraer de ellos micer Ambrosius, relatos confusos sobre ciudades en lejanos y
montañosos parajes, señalados siempre hacia el sur, o hacia el brumoso y
relampagueante poniente ignoto. Así un mal día decidió micer Ambrosius
Enhinger seleccionar ciento ochenta
hombres de armas y dejar aquellas tierras para internarse en las montañas y serranías
hacia el sur y hacia el oeste. Cuando partieron, él esperaba llegar al menos
hasta los fértiles valles de la región de Upar. Micer Enhinger y sus hombres
cruzaron los valles y se aproximaron hasta las riberas del gran Magdalena el
año de 1531 pero los zancudos y las fieras, las diarreas y las fiebres, en
aquel calor sofocante ya había diezmado a más de la mitad de la expedición. Fue
entonces cuando enrumbaron hacia el sur adentrándose entre montañas hasta el
páramo de Rivachá donde micer Ambrosius atacado por los indios habría de morir
tres días después de ser flechado en el cuello.
Micer Ambrosius esperaba lanzarse a la búsqueda de las
riquezas que decían existir más allá… Seguramente fue también en aquel entonces
cuando escuchó Ambrosius Enhinger de boca de algunos indios la historia del
país de los Chibchas, los salvajes indígenas que fundían el oro en fraguas
especiales, quienes tenían su reino en las serranías, más allá de unos picachos
nevados, al oeste de Maracaybo. En ese
entonces, micer Ambrosius se entusiasmaría con los relatos fantasiosos y tomaría
la decisión de partir hacia el sudoeste para adentrarse en la selva y cruzar
montañas y ríos porque estaba seguro de que iba en pos de algo muy grande, de
que iba persiguiendo un imperio dorado fuera de la comprensión de quienes le
rodeaban, algo jamás soñado por sus amigos allá lejos, aquellos quienes
habitaban el mundo civilizado, quienes vivían cruzando la mar oceána, en su
patria ... Sudoroso, Ambrosius recapitulaba sus andanzas a través de la
intrincada selva, vadeando ríos, chapoteando en las ciénagas, aguijoneado por
nubes de mosquitos arribando ya a las orillas del caudaloso Magdalena, cuando
el dolor de aquella flecha que le atravesaba el cuello de un lado a otro era
espantoso, pero él respiraba y sudaba frío y pensaba en las serpientes y en los
indios que se acercarían de nuevo y en tantos hombres como ha visto caer en su
peregrinación, su búsqueda infructuosa, su obsesionante ciudad del oro, el
dorado metal que él no la ha visto nunca, tal vez oculto entre la enmarañada
selva, detrás las montañas, desde los fríos páramos, nunca ha vislumbrado un
destello dorado, y escupe sangre, el alemán pelirrojo maldice en silencio,
guturalmente y sus ronquidos semejaban los estertores de una fiera herida de
muerte. Tres días después, su cuerpo se
ha hinchado por el veneno de la flecha, tres días después todavía se retuerce
de dolor pero ya ha dejado de gritar micer Ambrosius quien agoniza como un
condenado...
Transcurrirían diez años cuando ya muerto el Adelantado
Jorge Spira, vendría a ser el Señor Obispo Rodrigo de Bastidas en su condición
de nuevo gobernador de Venezuela, él precisamente, habría de ser quien le daría
a Pedro de Limpias la orden de acabar con todos los indios del sector. Después
de la masacre de Pedro de Limpias, con el correr de los años, vendrían Don
Alonso Pacheco en 1569 y Pedro Maldonado en 1564 para refundar otra vez un
poblado y unas casas y una iglesia, sobre el mismo sitio donde dejara micer Ambrosius a sus hombres y mujeres
enfermos antes de irse desesperado a buscar la ciudad del oro, estas cosas son
las que dice la historia sobre los orígenes de la ciudad del fuego junto al
lago de cristal. Y no sería sino muchos años después, quizás la mañana del día
veintiséis de junio de 1607 cuando los españoles lograsen dominar a los caribes
que poblaban la laguna y las inmediaciones de Maracaybo. El capitán Urtiazola
tras las dunas esperaba la señal y en la oscuridad de la noche cercó a la tribu
de los indios zaparas por orden de su jefe el capitán Don Pedro Maldonado y
tras la señal fue un solo griterío y humo de mosquetes y sangre hasta la salida
del sol. Desde ese triste momento, culminarían las guerras con las tribus
indígenas de la gran laguna.
El 23 de diciembre del año 1642 llegaron en once bajeles, más de mil soldados
de su Majestad capitaneados por William Jackson y penetraron en la boca del
lago de Maracaibo. En un arcón, el
capitán inglés guardaba la carta con un gran sello lacrado en la cual se
estipulaba que se le confería toda la autoridad del gobierno de las Islas
Británicas y todas sus habilidades de avezado pirata, para atacar, saquear,
incendiar y expoliar hasta donde le fuese posible a la ciudad de Maracaibo en
la costa occidental del Golfo de Venezuela. Hacía un fresco agradable pero
había poca gente en las calles aledañas a la plaza frente a la iglesia de los
frailes cuando un grupo de más de cuarenta hombres del mar comandados por el
propio Jackson, desembarcaron a un par de kilómetros del puerto y se acercaron
por calles laterales hasta la plaza fuerte.
La sorpresa fue tal que la guarnición casi los deja entrar sin disparar
un mosquete. Aquel tropel de fieros
marineros blandiendo sables y escupiendo fuego, penetraron violentamente en el
patio y en un santiamén tomaron posesión de los cañones para hacer volar varios
barriles de pólvora y pasar a cuchillo a todos los soldados del rey. La
explosión y el tañer de las campanas alertó a la población que escapó
desesperadamente hacia los bosques vecinos y se refugió en los hatos lejanos
presintiendo la pesadilla que se iba a dar porque no era la primera vez que los
maracaiberos tenían que escapar del acoso de los feroces piratas. Las crueles torturas en la plaza mayor se prolongaron
hasta el día primero de febrero del siguiente año, cuando cargando con diez mil
ochocientos patacones, las campanas de la iglesia, piezas de cobre y de bronce
y cuarenta piezas de artillería, los bajeles del pirata Jackson zarparon hacia
el sur, rumbo a Gibraltar.
Juan Daniel Nauss apodado el Olonés estuvo en tierra tan
solo quince días. Desembarcó al norte de Maracaibo y atacó por tierra el
castillo de San Carlos para someter a sus defensores después de tres horas de
fuego cerrado. Luego vendría la
operación de desmantelar los dieciséis cañones y llevarlos hasta la playa para
desde allí, destruir la fortaleza a cañonazos para evitar represalias cuando
después de visitar y saquear a la ciudad, abastecido con la carne tasajeada de
500 vacas gordas, el Olonés zarpó hacia Gibraltar en busca de más oro y más
sangre. Al volver de regreso a la ciudad, casi todos los habitantes habían
escapado, muchos de ellos por el lago hacia Gibraltar y desde allí hasta los
Andes. Los que se quedaron, fueron
torturados para que revelasen donde estaban los dineros y las prendas propias y
de los vecinos, ellos presenciaron el saqueo de las casas y de las iglesias,
sacaban a la calle los ornamentos, las estatuas, los arcones, sillas, cuadros,
camas y armarios se apilaban en la plaza mayor ante la iglesia y con las bancas
y las imágenes de los santos ardieron en una inmensa pira mientras desde la torre caían con estruendo
las campanas... El botín fue de más de un millón de patacones en monedas y en
joyas y minuciosamente los 150 hombres registraron todos los hatos y caseríos
cercanos a la ciudad y fueron trayendo muchos prisioneros. La mayoría eran ancianos, mujeres y niños
pequeños y el feroz francés no tuvo piedad, los torturó a todos por igual,
inmisericordemente para conseguir hasta la última moneda escondida en la
ciudad, antes tranquila rodeada de apacibles palmeras, ahora ensangrentada y de
luto luego de dos semanas de horror.
Un año después, el día 17 de junio del año 1643, el
soberano de la Corona Española firmó una Real Cédula, por la cual autorizaba la
construcción de una fortaleza, para la defensa de la ciudad de Maracaibo, a la
entrada del lago, necesidad creada ante el acoso de los piratas y de los
indios. El puerto podría así ser
visitado por bajeles y naos procedentes de Cartagena en su ruta hacia la
Española y en especial, para que las embarcaciones que venían desde Gibraltar
en el sur del lago, pudieran tener seguridad para descargar en el puerto el
cacao de las montañas, el tabaco de más allá de las cumbres nevadas, venido
desde Barinas y la harina y la sal y tantos otros productos de tan feraces
tierras. Las bodegas de las embarcaciones se iban llenando en el puerto donde
además se podían calafatear y reparar los barcos en la tranquilidad de las
aguas de la mansa laguna. Protegido el puerto y la ciudad por la fortificación
en la entrada del lago, sería más fácil repeler los ataques de los fieros
quiquiriquíes a quienes luego habrían de llamar los indios motilones. Temor no
infundado sentían especialmente quienes sobrevivieron a los desastres de año de
1600 cuando Gibraltar fuera arrasada por más de quinientos salvajes, quienes se
presentaron por el lago en más de ciento cincuenta canoas, para atacar, saquear
y reducir a humeantes escombros lo que hasta ese momento fuera una ciudad
próspera. Sus moradores, sometidos a sangre y fuego, vieron como los indios se
llevaron cautivas a muchas de sus mujeres, por lo que poco tiempo después se
armó una expedición para castigar a los fieros salvajes, pero todo fue en vano,
tan solo en 1606, 1608 y mucho más tarde en 1617 fueron provechosas para los
blancos estas incursiones castigadoras debido a la fiereza de los indios,
quienes con el tiempo se fueron retirando al comprender que era un atrevimiento
invadir los territorios ocupados por los blancos españoles invasores. Cosas
casi todas estas cosas fueron conocidas a través del cronista Fray Pedro Simón
quien en 1612 estuvo en Trujillo de Venezuela y pudo entrevistar algunos
sobrevivientes de la tragedia del año 1600 y relataría la historia de la Santa
Reliquia del Cristo que fue asaeteado por lo fieros quiriquires y que ha sido
objeto de un detallado estudio publicado en la Editorial Universitaria de
Maracaibo por Luis Alberto Unceín Tamayo en 1969.
Parcialmente
modificado de la novela “La Entropía Tropical”
de J. García Tamayo, EDILUZ, Eds, 2003