Sergio Ramirez se pregunta por Nicaragua
La
primera pregunta que escucho acerca de Nicaragua, es en qué se parece
esta segunda etapa de la revolución a la primera. Es lo que he oído a
los estudiantes de la Universidad Nacional Autónoma de Madrid, y a los
de la Universidad de los Ozarks, en Arkansas, en los últimos días. Mi
repuesta es que no hay tal segunda etapa de la revolución. La revolución
comenzó con el derrocamiento de la dictadura de la familia Somoza en
1979, y terminó con las elecciones de 1990, que el Frente Sandinista
perdió, hace ya veinticinco años, frente a una coalición de partidos de
oposición que llevaba como candidata a doña Violeta Barrios de Chamorro.
La
pregunta es justa, porque se basa en el hecho de que Daniel Ortega,
presidente sandinista de los años ochenta, lo es hoy otra vez, a partir
de las elecciones de 2006, cuando ganó por el 38 por ciento de los
votos, y luego fue reelegido en 2011. Ahora no sabemos si será candidato
de nuevo, o lo será su esposa, que gobierna junto con él.
El
poder actual pretende envolverse en la misma retórica revolucionaria de
aquellos años. Pero se trata de un discurso que suena a imitación, o
falsificación. Imperialismo, burguesía, soberanía nacional, socialismo,
son palabras de ese viejo diccionario que perdieron su significado,
porque el mismo poder se lo ha quitado. O hay que leer ese discurso al
revés, como si fuera todo lo contrario.
Lo
que existe es un régimen familiar que busca perpetuarse de manera
indefinida. Los pobres siguen igual de pobres, desorientados por las
políticas populistas del gobierno. Hemos regresado al viejo caudillismo,
que ha sido la tradición política de Nicaragua desde el siglo
diecinueve, una sola persona en el poder que junto con su familia lo
controla todo.
No
hay ningún traslado real de la riqueza a manos de los más desamparados.
El 48 por ciento de la población subsiste con menos de 2 dólares al
día, y de entre ellos, la mitad subsiste con menos de 1 dólar al día.
Nicaragua ocupa uno de los tres últimos lugares en los índices de
miseria de América Latina, junto con Haití y Honduras.
El
discurso de defensa a ultranza de la soberanía nacional en contra del
imperialismo yanqui no es más que humo. Los intereses de la seguridad
nacional de Estados Unidos en Centroamérica y el Caribe no tienen ya
nada que ver con la antigua guerra fría, como lo demuestra el inicio de
la normalización de relaciones con Cuba.
En
un artículo publicado recientemente en Blomberg, se cita a William
Brownfield, subsecretario de Estado para Narcóticos, diciendo que “los
esfuerzos del gobierno de Nicaragua para proteger a su pueblo y su
territorio de las actividades de los traficantes de droga han sido muy
positivos”, lo cual es más importante, afirma, que los “diversos
elementos complicados” en las relaciones de Estados Unidos con
Nicaragua. La cooperación para detener cargamentos de drogas es lo
estratégico en estas relaciones, no la democracia.
Esta
posición demuestra que la progresiva desaparición del sistema
democrático en Nicaragua no es motivo de preocupación de Estados Unidos,
ni tampoco de ningún país relevante, en un mundo conmocionado por la
amenaza del terrorismo yihadista y el Califato Islámico, igual que por
el creciente poder de los carteles internacionales de la droga.
El
credo del general Sandino, que inspiró la lucha del Frente Sandinista,
estuvo basado en tres principios básicos: soberanía nacional,
democracia, y justicia económica. En su resistencia contra las tropas de
ocupación de Estados Unidos hasta que logró su salida de Nicaragua, la
defensa de la soberanía nacional fue lo más relevante. Y ahora ha sido
entregada a China.
La
idea de la construcción de un Canal Interoceánico ha gravitado sobre
nuestra historia desde los tiempos de la colonia, y Estados Unidos le
impuso a Nicaragua un tratado en 1914 para construir ese Canal, algo que
nunca hizo. Ahora, Wang Jing, un desconocido millonario de Beijing,
cien años después, es el nuevo amo y señor de la soberanía nicaragüense,
como concesionario del Canal a través del Tratado Ortega-Wang, con
duración de cien años.
Ortega
ha sabido tocar un resorte de esperanza muy antiguo en el alma de los
nicaragüenses. Cuando la construcción del Canal se anunció en 2013, se
prometió la creación de un millón de nuevos puestos de trabajo, una
cifra estrafalaria.
Ahora
ha sido reducida a 30,000 empleos de baja categoría, mientras los
puestos mejor calificados serían para los chinos que llegarían
masivamente al país para hacerse cargo de las obras.
La
revista The Economist, en un análisis del estado democrático en el
mundo, divide a los países entre democracias plenas e imperfectas, y
regímenes autoritarios e híbridos. Nicaragua es enlistada entre los
“regímenes híbridos”. En estos sistemas, afirma el análisis, existen
irregularidades sustanciales en las elecciones que usualmente las alejan
de ser libres o justas, y serias debilidades institucionales, mayores a
las que tienen las democracias imperfectas. En este mismo grupo
estarían también Ecuador, Honduras, Guatemala y Bolivia. Solo dos países
de América Latina, Uruguay y Costa Rica, califican como “democracias
plenas”.
Pero
la frontera entre regímenes autoritarios y regímenes híbridos es muy
tenue, y ya Nicaragua ha avanzado no pocos pasos para adentrarse en ese
oscuro territorio de la ausencia de democracia. Ortega, o su esposa, se
impondrán de cualquier manera en las elecciones presidenciales de 2016.
Pero
los gobiernos familiares han terminado siempre en grandes desastres
políticos. Las tensiones empezarán a manifestarse y crecerán en la
medida en que las esperanzas creadas por el discurso populista de Ortega
se agoten, sobre todo con el final de la cooperación de Venezuela, que
debe enfrentar los bajos precios del petróleo, el desabastecimiento, la
inflación, y una crecida deuda externa de corto plazo.
Y
otro punto importante de inflexión será el fracaso del proyecto del
Canal, percibido hoy como una gran esperanza, y que se convertirá en
frustración cuando el tiempo demuestre que no era sino un invento
desalmado.
El autor es escritor. Cartagena de Indias, marzo 2015.
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El poder incesante y soberano de la
imaginación
Por: Sergio Ramírez
El Premio Internacional Carlos
Fuentes a la Creación Literaria, que he recibido de manos del presidente
Enrique Peña Nieto, pone al maestro delante de su discípulo, porque de Fuentes
aprendí lecciones de escritura desde mis primeros viajes a México, cuando
bajaba ansioso las escaleras de la librería El Sótano para encontrarme con sus
libros.
Siempre admiré en él esa ambición
ecuménica de tocar todos los temas y todos los registros, y ver siempre en la
historia una fuente de imaginación que nunca se agota. Desde su investidura de
novelista supo que la historia debe estar sujeta a una revisión crítica
incesante. No solo exponer la realidad, también enfrentarla y juzgarla, nunca
quedarse en testigo pasivo.
Desde La muerte de Artemio Cruz,
a Los años con Laura Díaz, a La silla del águila, la historia de México vuelve
siempre a ser expuesta con una calidad profética. Vio con lucidez que la
historia de su país estaba compuesta por planos superpuestos: arriba la
pirámide azteca de los sacrificios, el cuchillo de obsidiana y la sangre
humeante en la piedra: abajo el oscuro inframundo que gobernaba las
existencias, y donde el mal escondía sus dientes y sus garras; y luego, sobre
las ruinas, los edificios coloniales, conventos y cabildos de la parafernalia
virreinal, que también estaba hecha de las mismas piedras del poder.
Pero al pintar la historia de
México con los colores de la imaginación, que nunca desprecia la realidad,
pinta también a América Latina y nos enseña que somos un organismo vivo de
vasos comunicantes, realidades compartidas, sueños y derrotas también
compartidos, desilusiones y esperanzas. Que nuestra identidad está en la
diversidad.
Compartimos la múltiple
exploración de temas en los que nos descubrimos, la multiplicidad del lenguaje,
la experimentación como un desafío de la escritura; las maneras en que cada uno
de nosotros, como escritores, asume la realidad de su propio país, y convierte
a la escritura en una permanente expresión de inconformidad y advertencia.
Antes, los temas literarios
comunes de nuestra América fueron los dictadores engalonados, el infierno verde
de los enclaves bananeros, las intervenciones militares, las revoluciones y las
guerras civiles; y otro, aún hoy no dilucidado, el de la lucha permanente entre
civilización y barbarie; y otro, tampoco dilucidado todavía, el de la
marginación y la miseria, los abismos de la desigualdad que no terminan de
cerrarse, y que llevan a la angustiosa odisea de las emigraciones masivas hacia
la frontera con Estados Unidos.
En nuestro mundo contemporáneo
real, del que la literatura no es sino un espejo irisado, las viejas parcas se
visten hoy de sicarios. Vista en su conjunto, la anormalidad de nuestra
historia es en el presente una macabra fotografía de cuerpos regados en un
baldío, un titular en letras rojas sobre alguna masacre. Pero en la vida y en
la muerte de cada uno de esos seres, hay una historia que contar. Y la novela
es eso, descender al infierno de cada vida, de cada cuerpo mutilado, de cada
cuerpo incinerado. Porque la literatura no se ocupa de lo general, como los
titulares de los periódicos, sino de lo específico, que son los seres humanos,
vistos en singular.
Hemos buscado siempre indagar en
la sustancia de la realidad para nutrir la imaginación. Porque nuestra historia
ha vivido en un estado de anormalidad permanente, y esa anormalidad se
transmuta a la literatura. Las anormalidades varían, pero sus inclemencias
persisten. Y nos fijamos en ellas porque asombran, y porque son, antes que
nada, anormalidades éticas.
En América Latina sufrimos aún la
incongruencia de que los principios que inspiraron las luchas por la
independencia siguen escritos en la letra de las constituciones pero no
terminan de abatir la desigualdad, allí donde el crimen y el terror, y también
la demagogia, se incuban en la pobreza.
Los novelistas también hemos sido
cronistas de la violencia de las revoluciones. Fui protagonista en mi patria de
una revolución triunfante, y puedo decir que la de hoy no es una violencia que
busca transformar la sociedad para hacerla más justa, sino una violencia
criminal, para envilecerla. Pero tiene la misma raíz, porque se alimenta de la
pobreza. Para entrar en el siglo veintiuno, debemos dejar atrás primero el
siglo diecinueve.
Los escritores latinoamericanos
somos cronistas de los hechos, y debemos registrarlos, exponerlos. Iluminarlos.
Somos testigos privilegiados de la vida cotidiana trastocada por la violencia,
el miedo, la corrupción, las grandes deficiencias del estado de derecho. Somos
testigos de cargo. Mi oficio es levantar piedras, decía José Saramago; no es mi
culpa si debajo de esas piedras lo que encuentro son monstruos que quedan al
descubierto. El escritor no es otra cosa que un cazador de monstruos.
La palabra siempre ha luchado por
defenderse de los autoritarismos mesiánicos, de los sectarismos religiosos, de
los nacionalismos extremos, de las veleidades del poder económico, de las
ideologías totalizantes que pretenden imponer un pensamiento único, lo que
significa también imponer la mediocridad.
La literatura no existe para
convencer a nadie sobre credos ideológicos, sino para hacer preguntas. Cuando
el escritor se expresa como ciudadano desde la tribuna que le da la literatura,
su voz se multiplica porque es escuchado. Está ejerciendo entonces su primer
deber cívico, que es el de nunca callarse. Puede ser que un libro no cambie el
mundo, pero sí que cambie a quien lo ha escrito, y que cambie también a quien lo
lee, porque la imaginación tiene un poder soberano.
Pero un libro debe ser para un
escritor un territorio libre de imposiciones, libre de la cobardía de la
autocensura, y al mismo tiempo libre de la pretensión de imponer verdades. La
verdad siempre estará sujeta a revisión, porque las creencias eternas se
vuelven inmóviles, y la inmovilidad significa la muerte. La creencia de que el
mundo puede ser cambiado desde los libros es una arrogancia. Más bien el mundo
debe ser interrogado una y otra vez desde los libros.
Es allí donde reside ese poder
incesante y soberano de la imaginación.
El autor es escritor.
Ciudad de
México, febrero 2015