Nocturnal
guajiro (I)
Este
es un cuento que escribí en mis años mozos y está como muchos otros en un libro
inédito intitulado “Trípticos” con 39 relatos, o ejercicios narrativos y 13
dibujos en tinta china para cada tríptico.
El
hombre avanzaba guiado por una firme determinación. Iba dejando sus huellas
indecisas en el vasto arenal reverberante, bajo un cielo sin nubes. El sol
guajiro había quemado los secos pastos que nacieran entre la arcilla con las
lluvias de agosto y los cujíes y las tunas empolvadas dibujaban tímidas sombras
sobre el medanal cambiante. Llegó al fin y se detuvo sobre la duna. Aspiró el
soplo fresco que el mar traía hasta la tierra seca. Su rostro curtido, escrutó
el horizonte. Temía hallarlo manchado, más la yerma y salobre extensión era
toda soledad. Hacia el oeste, el calor del mediodía había creado una densa capa
de vapor que emborronaba el paisaje. Frente a él, el mar se confundía con el
cielo. El hombre clavó el arco y las flechas en la arena. Sin prisa ninguna,
sacó debajo de su ancha camisa la cacha y la hoja del machete que llevaba
siempre pendiendo de su guayuco. Brilló la hoja negra de óxido, pero afilada al
hundirse en la arena. Se sentó entonces.
Había llegado.
Al
otro lado, tras las rocas, estaba la casa. Había tenido que dar toda una vuelta
desde el caserío. Ahora estaba a menos de un tiro de piedra de la casa. Su cara
tostada vislumbró una tenue sonrisa. Él vivía siempre pensando en Irúa. Irúa
con Tamare, lejos, en el playón... Se lo había dicho Gunía unos días atrás, al
atardecer, y desde entonces tan solo los veía a ellos, los imaginaba a toda
hora, revolcándose en la orilla de arenas blancas... Cuando lo supo le hirvió
la sangre. Las gaviotas volaban sobre el acantilado pedregoso. Él con furia,
los pensaba felices... No volvería a suceder. El hombre estaba seguro y
determinado. El arco y las flechas continuaron clavados en la arena y sus
sombras se fueron alargando lentamente sobre la duna, en la marca dejada por la
hoja del machete oxidado.
El
sol quiere esconderse entre el chirrido de las chicharras y el ulular de las
lechuzas. Los negros cujíes se perfilan trémulos ante el cielo ensangrentado.
El hombre arrastra un chinchorro que a juzgar por el hondo surco que deja en la
arena roja pesa más de lo normal. El sol insiste en ocultarse escurriéndose
tras los cardones. El cayuco se mece al compás de las olas. Ha subido la marea
y el hombre tiene que mojarse hasta la cintura para traerlo hasta la orilla. El
mar está tibio. Brillan sus piernas bermejas cuando chispas de luz las toca.
Arrastra el chinchorro y haciendo un esfuerzo lo mete dentro del cayuco. Corre
hasta la duna, saca el arco y las flechas y borra las sombras ya demasiado
largas. Cuando regresa hasta la orilla, deja impresas sus huellas en la arena,
se mete en el cayuco y se hace a la mar. Rema, de un lado y del otro.
Desdibujado por los tenues rayos del sol poniente se aleja lentamente de la
costa empapada de sangre.
La
noche ha infiltrado el caserío y la fiesta guajira recién comienza. Han venido
muchos amigos, indígenas de las áridas planicies, colombianos, venezolanos, es
igual, pero todos se esponjan con el orgullo de ser guajiros. Celebran el
nacimiento de otro hijo del cacique Teijiro. Se bebe aguardiente, güisqui y
chirrinche. Se baila la chichamaya al golpe rápido del tambor. Varios alijunas
conversan con el cacique. El Jefe Civil está también presente. Hablan y beben todos con los piaches y con varios
hijos mayores de Teijiro. La luna hace esfuerzos por llevar su embrujo azul al
interior de la fiesta. La claridad de las fogatas ahuyenta las sombras dulces.
El tambor resuena, tam tam, tum tam. Templado el cuero bajo la mano firme, tam
tam. La pareja se adelanta, tum tam, la india envuelta en su amplia manta, tum
tam, el indio impedido por sus armas, tam tam, saltando al compás, tum tam, le
pone la pierna a su joven pareja, tam tam, la esquiva ágilmente, tum tam,
saltando otra vez, tam tam, más allá, tam tam, resuena la risa en la oscuridad,
se adelanta la joven, tum tam, se le acerca más, tum tam, se le acerca más, tam
tam, le pone una traba, se inclina, tam tam, la pareja cae, tum tam, en el
suelo yace, tam tam, tum tam, salta otro a bailar...
Allí
estaba Irúa. Guajira de perfil fino, de sonrisa triste y ojos de almendra. Ella
miraba bailar las parejas. Sus pensamientos volaban perdiéndose en un horizonte
dudoso. El hombre la veía desde lejos. ¿Podría no ser verdad? Ya de nada vale.
Todo ha terminado. En el cerebro del hombre germina la duda. El baile continúa
y él siente que danzan sus pensamientos. No puede espantar una idea, una
impresión creciente... Puede que Gunía le haya engañado. Mientras piensa y
desea regodearse en los dos cuerpos envueltos por la espuma sobre la arena del
playón, el rostro sereno de Irúa no le ayuda a coordinar sus ideas. Buscó
ansioso un rostro entre las indias, allí estaba ella, también, sentada
alrededor del fuego, esperando turno para la danza. Sonriendo está Gunía... El
hombre apretó los dientes. La sonrisa de la joven guajira se ensanchó, creció,
fue aumentando, tam tam, tum tam, se hizo grande, gigantesca, tam tam, tum tam.
El hombre apretó el cabo del machete y afianzó sus pies en la arena. Volteó a
mirar a Irúa y creyó ir comprendiéndolo todo. Envuelto como un tonto... El
hombre se sintió idiota. Los alijunas charlaban con el cacique cuando
atribulada una anciana se acercó. El Jefe Civil fue el primero en levantarse
del petate. Los piaches y los hijos del cacique se pusieron de pie. Un alijuna
sacó su revolver. Él le vio contar las balas. El hombre desapareció detrás delas
chozas. Al salir del caserío, la luna lo pintó de azul.
Desde
el acantilado, él puede ver lo que ocurre. Silencioso respira profundamente
mientras lo observa todo. El Jefe Civil examina las manchas, recuerdos de la
tarde. Los alijunas registran la choza minuciosamente. Teijiro consuela a la
vieja. Él, desde lejos ve sus arrugas, profundas, sombreadas por la luz de las
antorchas. Ella gimotea. Llora quedamente por su hijo. El joven Tamare. Él no
llora, él tiembla de odio, tiembla de miedo, tiembla de frío, tiembla. ¡Todo
por esa guaricha! Él, nunca fue capaz de confesarle su amor. Muerto Tamare,
ahora quizás... Tamare en el fondo del mar. ¿Para ocultar su cobardía? Ahora él
está muy seguro. Tamare era inocente. Irúa nunca los vio en el playón... Él se
estremece. Se siente invadido por el
temor.
Fin
de la primera de 2 partes en las que he dividido este cuento muy antiguo que
finalizará mañana.
Maracaibo, miércoles 16 de marzo del
año 2022
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