Vacaciones en Los Andes ( 2 )
El Tocuyo
del terremoto, que mencionaba ayer, se conoce como como “el Tocuyo de Lara”.
Una pequeña ciudad que había sido un enclave muy importante en los años de la
Colonia, un sitio a detenerse dejando las ciudades andinas y acceder desde la
carretera trasandina hacia el centro y las otras regiones de Venezuela. El
Tocuyo era la ciudad donde habían nacido mis antepasados por vía materna, don
Fernando Tamayo de Gómez de Lucerna y Juana Paula Escalona, padres de Lorenzo
Tamayo Escalona mi bisabuelo casado con Amalia de La Madriz y Ribas, los padres
de Lorenzo Fernando Tamayo de la Madriz (1858-1939) mi abuelo materno quien se
casaría en San Cristóbal con María Cecilia Filomena Albina García
Galavis
mi abuela. Son cosas
de la historia familiar que para aquellos días y hasta muchos años después,
eran para mí, absolutamente desconocidas.
Más de
treinta años atrás, tuve la suerte de conocer a una sobreviviente de aquel
sismo. Conversando un día con amigos patólogos en el Colegio de Médicos del
estado Lara en Barquisimeto, surgió el tema del terremoto de El Tocuyo. Estaba
presente la madre de Dilcia, una muy joven y hermosa aspirante a patóloga,
quien luego se graduaría y se casaría con quien estudiaba con ella, ambos anatomopatólogos
egresados del curso de IAP-UCV en Caracas; la señora mamá de Dilcia nos que
relataba su rescate, ahora era una prestigiosa abogado y juez de la República y
sería ella, personalmente quien contó como la sacaron debajo de los escombros de
su casa durante el sismo, ¡cuándo era una niña, de dos años de edad!
Regreso a
la historia del temblor de tierra durante mis vacaciones andinas. Entre la
emoción y el susto de sentir el prolongado sacudón telúrico, todos los
vacacionistas en aquel hotel de La Puerta quienes estaban disfrutando del clima,
parecieron de momento estar muy afectados. Para aquel entonces yo era un niño
de diez años, y me tocaría compartir comentarios y temores con los huéspedes
del hotel. Dormir esa noche afuera de la habitación, envueltos en frazadas
pensando tener que salir corriendo al frío y al descampado. Para aquellos días,
recuerdo que estaba leyendo “Los verdes
años” de A. J. Cronin, el autor de “La
ciudadela”, libro sobre la medicina,
el cual leería un par de años después donde Cronin relata la vida de un médico
idealista luchando en una población de mineros de carbón. Mis lecturas de
aquellos días, eran esa y David Copperfield de Dickens, Había leído otras menos
clásicas, como Alegre de Hugo Wast, que para la época podrían no parecer
adecuadas para un niño de diez años, pero las había leído, gracias a una sana
costumbre inculcada tempranamente por mi mamá, quien era una buena lectora.
Debo
destacar algo más, que desde aquella vacación andina pasó a convivir conmigo, y
lo tengo al alcance de mi subconsciente,
allí, siempre muy presente. Curiosamente, es la música. En casa había muchos
discos de música clásica, pero sucede que la música de la rockola del hotel me
ofreció la oportunidad de escuchar cantar por primera vez a Daniel Santos y a
Toña La Negra, y sonaba “Juancito Trucupei”, en la época de “La múcura” y de
decenas de canciones y de registros musicales desde guarachas, porros y cumbias
colombianas, donde también recuerdo que oí a Jorge Negrete entonando aquello de
“voz de la guitarra mía al despertar la
mañana”, e igualmente una buena cantidad de boleros románticos se quedarían
incrustados en mí memoria.
Existió también,
en aquella vacación, un accidente. La explosión de una caldera y un señor
italiano, empleado del hotel, sufriría quemaduras de segundo grado y debió ser
trasladado de emergencia al hospital de Valera. Una semana después me tocó
acompañar a quienes desde el hotel fueron a visitar al señor quemado y pude
verlo envuelto de vendajes, la piel escaldada, e inolvidablemente empapado con
el amarillo del ácido fénico, en un hospital que recuerdo con un jardín
interior el cual en mi mente se parece demasiado a la pintura del patio del
manicomio de Vincent vanGogh... Estos recuerdos del hospital en Valera, ignoro
cómo ni en cual medida, me permitieron comprender a tan temprana edad, la
importancia de la vida y la posibilidad de la muerte, percibida en la angustia
de aquel trabajador salvado gracias a haber sido atendido a tiempo y hospitalizado
en la ciudad trujillana de Valera al pie de la vía trasandina. Quién sabe, si
aquello sirvió para estimular de alguna manera mi interés por la medicina…
Podría
ubicarlo como “the last but not least”
lo cual vale para decir que por haberlo dejado de último no sería el episodio menos
importante en esa vacación, cuando por primera vez me había enamorado. Era ella
una niña pequeñita y morenita, a quien también le gustaba la lectura. Ella tendría
tan solo ocho o nueve años, por lo que todo esto aunque casi que a mí mismo me suene
a “cuento chino”, puedo volver a vernos ambos cabalgando, al paso o al trote,
en el mismo caballo, hacia el río, al trapiche, o caminando de la mano por las
calles del pueblo, un cariño envuelto en girones de neblina nacido en medio de
una inocencia absoluta, en aquel año cuando aún creía que estaba destinado a
ser misionero para salvar almas y llevarlas al empireum... Aquel amor sin haber
sido nunca revelado tampoco fue jamás correspondido.
Con este
final de película romántica, termino mis vivencias vacacionales andinas.
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