Crinejas y dos lazos rojos
Sentirás la sangre tibia en tu
espalda y verás cómo se impregnan tus manos. Comprenderás que el asiento se te
está transformando en un charco bermejo. Será entonces cuando concienciarás que
tiene que haber sido tu arteria intercostal, la de la última costilla, la
flotante... Fue allí donde sentiste el golpe, un toque suave, entre el gentío,
al entrar al vagón, y tú casi ni percibes la herida que tiene que existir, pero
no obstante sabrás que ha de ser una arteria intercostal, rasgada, y que ella
misma se ha vuelto un tibio grifo abierto. Es como un río que fluye y se
chorrea por tu costado derecho, y te calienta, y te mancha de rojo, que cubrirá
tu espalda, tus nalgas y tus manos, las que te mirarás sin querer comprender que
será lo que está sucediendo. Entonces, pensaste en la negrita de las crinejas,
allá en el suelo, sin llorar pero mirándote, con sus ojos muy grandes y sus dos
lazos rojos en el pelo.
Demasiado rápido. Todo lo
acontecido había sido sorpresivo, casi instantáneo e incomprensible. Sentirás
que te ahogas mientras intenso, el dolor se concentra y se aprieta dentro de tu
pecho. Comprenderás ya sin remedio, que todo se produce por el colapso de tu
pulmón derecho. En la seguridad de que es una estocada lo que ha venido
provocando todo aquello, preferirás creer que nada de cuanto ocurre es cierto,
pues nunca pensaste que esta situación pudiese darse, es decir, pensaste en el
primer momento... “Me empujaron”. Eso fue lo que imaginaste al abrirse las
puertas, justo al momento de entrar, un leve golpe y entre el gentío casi
caíste sentado en el asiento, con tu morral encima.
Fue allí mismo cuando percibiste
el calorcito que comenzó a inundarte por la espalda y las nalgas, por casi todo
el cuerpo, que se te fue mojando y pronto comenzó a empegostarte de bermellón.
En ese instante, observaste tus manos rojas por la sangre. Son estos los
concretos hechos que te obligan de momento a examinar tu situación. La pleura
estará rota. Se ha producido un neumotórax. Eso ya lo sabes y estarás
consciente de que tibiamente, te desangras a borbotones por tu costado derecho.
Comenzarás a temer que quizá no llegues a la próxima estación del Metro.
Notarás como la gente que antes te rodeaba, se va apartando y ahora te hace un
cerco. Algunos gritan, les ves sus rostros, demudados, ansiosos, y entonces
volverás a recordar a la niña en el suelo. La negrita con sus crinejas y sus
dos lazos rojos, la cara sucia, no lloraba, estaba allí sentada, y tú, casi te
vas de bruces al tropezar con ella. Pero sucede que estarás en el vagón del
Metro y ya quizá ha quedado muy lejos la estación de “Gato Negro”.
Aceptarás que te sientes muy mal,
que estás disneico, que vas empeorando, y en ese instante, pensarás que ya casi
nada ni nadie te salvará. Lo sabes, no habrá remedio... Escucharás nuevamente
dentro de tu cabeza los alaridos de la madre, “¡desgraciado, maldito!”,
y te repites para ti mismo, tal vez en un intento por tranquilizarte, que fue
ella, que fue su propia madre quien la dejó en el suelo. Te lo dices y de nuevo
la escuchas, “perro maldito, casi me la matas, ¿cómo que eres ciego?”
Sucedió todo así, de lo más rápido, seguramente porque tú estabas muy cansado,
estabas medio ido cuando comprabas el boleto, te habías puesto el morral sobre
tu pecho, por delante, y tal vez esa decisión te impidió ver a la niña en el
suelo. Te fue imposible detectarla. Estaba la negrita acurrucada allí a tus
pies, y tú estuviste a punto de pisarla. Eso fue todo. Sufriste un tropezón con
ella, en el momento imaginaste un bulto, una caja, un maletín, ¿quién sabe que
pensaste? Dando traspiés, brincando como loco, casi cayéndote, mientras ella,
ni lloriqueó, tan solo sorprendida por el golpe de tus zapatos, te miraba allá
lejos, desde el suelo. Allí quedó sentada, con sus ojos muy grandes brillando
en la carita sucia, con sus crinejas y los dos lazos rojos.
Te fuiste de narices dando
tumbos, puede que fuese el peso del morral, eso pensaste de momento y sin
caerte, sobreponiéndote lograste equilibrar tu cuerpo. Echaste a un lado tu
morral y llegaste con una mano a sostenerte en el suelo y desde allí la viste,
ella seguramente sorprendida te miraba, allí sentada, sin llorar pero el rugido
de los usuarios en la línea de los boletos se hizo ensordecedor. “Maldito,
desgraciado”, “por lo menos excúsate”, “so perro”, “escuálido maldito”,
las voces se sumaban a los agudos alaridos de la madre, “¿no ves por dónde vas?,
coñoetumadre”, y volteaba pidiendo apoyo a una turba que se
arremolinaba rompiendo el orden de la fila. “¡Haz algo chico!”, “¡hey,
desgraciado!”... Tu corazón se aceleró dentro del pecho. Estabas tan
cansado, que te dio rabia la situación.
Todo cuanto ocurría era tan
absurdo que te dijiste sin más miramientos. “¡Váyanse
todos bien largo al carajo!”, y por eso, pues nada más te diste media
vuelta. “¡Excúsate maldito”, retumbó un vozarrón desde la fila. Al ya
cruzar la valla, aceleraste el paso y decidiste descender al andén. Mientras
bajabas por las escaleras consideraste una excusa tal vez salvadora. “Es que vengo demasiado cansado, ya no doy
más, y no la vi, eso fue todo, ni la vi y era que allá en el suelo a mis pies,
¿cómo iba a verla?... ¡Caray, es que cuando llegan vienen todas juntas!, las
cosas malas, digo...” Lo pensaste y regresó a tu mente la interminable
noche de la pasada guardia, otra vez te tocó de primer ayudante y cuan
brillante era tu colega Antulio, el mejor neurocirujano de la ciudad, sin duda
alguna, y, además, lo salvamos.
En un segundo dentro de tu
cabeza, reviviste las horas de tensión, allá, de pie, en el quirófano. Tal vez
reconfortándote, recordaste como operaban una herida de bala en la cabeza.
Pensaste que habían sido unos malandros... Así es el oeste de esta ciudad,
todos se matan entre ellos, un disparate sin sentido, no hay Dios ni ley, solo
nosotros que intentamos curarlos. Esta es la capital, ¡qué vida! “La sucursal
del cielo” le decían en tu tierra, cuando viniste desde tu pueblo, desde las
tierras llanas, en La Pascua, a terminar con el bachillerato, a estudiar y estudiar,
y al final te graduaste de médico, y aspiras emular al gran Antulio... Llegaré
a ser un neurocirujano... Repasaste los hechos, y quizá para exculpar tu
tropezón con la negrita, recordaste como tintineó el plomo contra el metal de
la bandeja... Le sacamos la bala. Lo hicimos, te lo repetirás al recordar
cuando sentiste el suspiro de alivio de la instrumentista... La Petrica, que
está más buena que comerse un pollito con las manos...
¡Que estupidez pensar en eso en
estas circunstancias! Es cierto. Te lo dirás al regresar a aquel momento cuando
volteaste para mirar hacia la boca del túnel por donde estaba apareciendo el
tren. Si algo me consta, si algo sé, es que salvamos al malandro. Piensas que
lo dejaste estable. El increíble Antulio, tu maestro te iba luego a decir... “¿Y
qué tal si vuelven los que le dieron el pepazo?, esos caifanes puede que lo
masacren, que se lo echen al pico durante el postoperatorio”... Deben
ponerle vigilancia, eso fue todo cuanto pensaste, mas sabías que no contaban
con agentes del orden, ni Dios ni ley ni Santa María, pero te dio por recordar
que estaba estable, buenos signos vitales, lo chequeaste antes de salir con tu
morral a cuestas...
Fue allí mismito donde te
cacheteó la primera sorpresa del día. Eran tan solo las seis de la mañana y ya
te habían robado el auto del estacionamiento. “Se lo palearon pana”.
Fue todo lo que pudo decirte el vigilante. “Soy nuevo aquí, ¿cómo voy a saber quién es
el dueño de cada carro?” Estabas tan cansado que ni insististe, al fin
y al cabo ya era la tercera vez que te robaban un automóvil y por eso tu
Volswagen era un cacharro viejo, todo destartalado. “No respetan ya ni a los carros
viejitos mi estimado!” Si lo sabrías tú mismo y el cuidador burlado
todavía rezongaba. “¡Una mierda respetan!” ¿Qué podías añadirle para completar
aquel cuadro? “Está bien chamo, tranquilo, que yo me iré en el Metro”...
Entonces la localizaste por el celular y le pediste que te esperase en una
estación... “¿En la estación de “Chacaito”?” Ella te preguntó y ya al estar
de acuerdo se despidió de ti. “Adiós amor, adiós”, y tu pensaste,
que si tomabas prontamente el Metro, en una hora podrías estar durmiendo a
pierna suelta, y en tu casa...
Pero ya el Metro raudo avanza y
tú sigues sentado ahogándote, y ahora estás todo torcido, has resbalado y vas
anegándote en la laguna de tu tibia sangre. Gritos en la estación de “Agua
Salud”, pero el maquinista no debe saber nada porque se vuelven a cerrar las
puertas y los carros avanzan y ves luz, un elevado, un traqueteo, y hay frío.
Sentirás la disnea cada vez más intensa, la opresión en el pecho, con dolor, y
pensarás si acaso se les ocurrirá tocar alguna alarma. Detendrán los vagones,
seguramente, y entonces puede que nunca llegues a encontrarte con ella. No
podrás verla. En vano te esperará, quizá aguardará por tu salida en la estación
de “Chacaito”.
Notarás como la gente ya se te
está nublando y no puedes creer que todo sea por la negrita de las crinejas y
los lazos rojos, más bien, te dices, pueden haber sido los malandros. Tal vez
fueron los mismos que abalearon al chamo que operamos. Tal vez se desquitan
conmigo. Me acuchillaron... Pero los ojos grandes de la negrita no se te
olvidan, brillantes y su carita sucia, con sus crinejas, y los dos lazos rojos,
allá en el suelo y los rugidos de la gente que se te confunden con el agudo
timbre de la alarma. Pueden ser gritos, y quizás son los insultos de la madre,
recuerdas como volteaste antes de descender por la escalera del andén y les
viste correr, eran muy grandes y agitaban los puños, no entendiste ya que te
decían, que cosas te gritaban, pero ahora, todo comienza a danzar en torno a
ti.
El mundo, los vagones del Metro,
van girando, y lo hacen sin sentido alguno. El dolor en el pecho te obliga a
doblarte sobre ti mismo y tienes que cerrar fuerte los ojos. Hay un pitido que
se acerca desde muy lejos, suena como un silbato. Sabes que ella te esperará,
sin encontrarte, ya en sus brazos no descansarás, hay frío y todo se oscurece, “...estas son las cosas que día tras día”,
¿por qué esa melodía viene a sonar dentro de tu cabeza?, que absurdo es todo,
lo piensas con gran desilusión, sin furia alguna. Ya casi ni puedes ver la
gente, “...me alejan de tu corazón,
querida mía, amada mía”, ¿es la voz de Hector Cabrera?, no, ¿será Cherry Navarro?,
hay mucho frío y tengo seca la garganta, querida mía, amada mía...
Nota: este fue uno de mis relatos de “Doce relatos siniestros” una publicación de escasa divulgación
nacida en Maracaibo el año 2012, fue también publicado en este blog el 24/07/2015.
Maracaibo,
martes 23 de junio del 2020, en medio de la pandemia COVID-19.
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