Las hijas de Chelita - 2
Segunda parte
Segunda parte
Crecieron ambas hermanas, estudiaron la
primaria y terminaron el bachillerato. Eran aventajadas en sus estudios,
especialmente la mayor MariaAntonia quien se graduó de Contaduría Pública y
estudiaría Economía en la Universidad. La verdad sobre el regreso del chino
Chon, es interesante, pues ya mayor, no tan gordo pero sí muy rico, volvió a
aparecer en la ciudad de fuego y pudo conocer al fin a sus dos hijas, ya
adultas, estudiosas y muy buenas mozas. Pero más turulato habría de quedarse el
chino, cuando la todavía hermosa Chelita, aceptó sin chistar irse a vivir con
él a las montañas del Táchira. Para la época ya la abuela Doña María había muerto
y ni tan siquiera existía el restaurante en Los Haticos frente al parque
zoológico, al sur de la ciudad de fuego. La historia de las hijas de Chela y
del chino Chon, y el final de telenovela que parecía querer rubricar entre
montañas y apacibles nublados, el ocaso de la vida de sus padres, es otra. La
versión fidedigna, es curiosa. Cuando la madre de MariaAntonia y Antonieta, ya
entrada en años y seguramente cansada de preparar comidas, y de lidiar con
niños decidió aceptar la propuesta del chino José Alipio Chacón alias Chon, e
irse a vivir con él en un pueblo metido en las montañas del Táchira, sus hijas
se indignaron. El viejo camionero andino había sido el único amor en la vida de
Chelita, pero sus hijas opinaban que ese cariño tardíamente nacido entre sus
padres era algo inaceptable, inconcebible, y por demás indecente y hasta sucio.
En pocas palabras consideraban ambas que la decisión de sus padres, de unirse
para disfrutar juntos los últimos años de sus vidas, eran una afrenta contra
ellas y contra la moral pública, y en suma, solo podía solo verse como “una
cochinada”. MariaAntonia quien era la más recalcitrante en sus opiniones, lloró
de la furia y pataleó airada, recordándole a su madre como al camionero Chacón
cuando era joven lo denominaban “er cochino purgao” y juró no volver a
dirigirles la palabra si se largaban los dos juntos y las dejaban de su cuenta
a sus hijas, con sus nietas incluidas. Ella insistía en la falsedad de aquel
romance otoñal que Chela decía estar viviendo. La hija gritaba que nadie les
iba a hacer creer a ellas ese cuento, que era solo una historia de amores
impúdicos, y que no podía existir ningún cariño ni nada parecido. En última
instancia, decía ella que todo era solamente un asunto de apareamiento, de
ociosidad entre dos ancianos morbosos que solo querían ayuntarse para saciar
sus instintos animales dando rienda suelta a sus más bajas pasiones, y
finalmente, que todo aquello los llevaría a todos quién sabe que tipo de
cochina maldición. Como pronta y efectiva respuesta a esta opinión, vociferada
impulsivamente por su hija mayor, Chela le asestó un bofetón que la dejó
sentada, y esa fue la última vez que se hablaron. Años después, Antonieta sería
capaz de recapacitar y considerar como en el fondo pudiese haber existido otra
razón. Me relató cómo era que la abuela Chelita cuidaba de cuatro nietas, dos
hijas de cada una de ellas, y quién sabe si la desesperación de perder la ayuda
de su madre, las había llevado a extremos de desesperados insultos. Pero “ya
era clavo pasado”. Ese fue el corolario terminal. Sobre ese tema, nunca más
volvieron a hablar las hermanitas Polanco.
En fin. Sabemos que ambas dos, estaban
bien preparadas, especialmente MariaAntonia, graduada de Contaduría Pública y
de Economista, y Antonieta tenía también varios cursos de Secretariado
Comercial, aunque en realidad ella se dedicaría a ser la esposa de su marido,
un joven abogado de la ciudad de los crepúsculos a donde se marchó a vivir la
pareja en el 76, un año después de haberse casado tras un breve noviazgo. El
año 1975 cuando recién inauguraban un Instituto de Neurologia y Psiquiatría de
la ciudad de fuego, el director conoció a MariaAntonia, la hija mayor de Chela
y descubrió en ella a una mujer con una personalidad fuerte y decidida, con una
eficiencia ejecutiva poco común y a toda prueba. A MariaAntonia no le fue
difícil transformarse en el cerebro pensante de las finanzas de aquella
institución. En realidad, hablar sobre la hija mayor de Chelita, me obliga a
asociarla con la música y especialmente con los boleros. Esto puede parecer
extraño, puesto que ella es una fiel exponente de su signo astrológico, Libra,
exageradamente equilibrada, precisa hasta hacer impensable una equivocación en
cualquier renglón de su vida, y menos aún en el desempeño de su trabajo. Esta
mujer con una capacidad de trabajo y un espíritu aparentemente ponderado,
poseía un alma romántica, y fue silenciosamente víctima de una pasión
melomaníaca incurable por Julio Díaz el
chofer de una línea de taxis. Julio era un sujeto moreno, alto y delgado, de
labios gruesos y con una voz de locutor de radio que lograba tonos sedosos y
registros profundos, acariciantes, sobre todo al desplegar su sonrisa,
permanente e impecable, de una blancura nívea. Reconocido como un tipo
particularmente elegante, vestía siempre con un flux de pana gris y usaba
corbatas de colores radiantes, lucía un sombrerito adornado con una pluma de
loro y fumaba “Camel” o “Chesterfield”, pero nunca en su sitio de trabajo.
Desde hacía una década, era chofer exclusivo de una línea de taxis de las más
antiguas y prestigiosas de la ciudad de fuego, de manera que fue en su diario
trajinar “haciendo carreras”, donde Julio había conocido a MariaAntonia
Polanco. En aquellos tiempos ella era estudiante de la Universidad. Ya se había
graduado de Contabilista, y estaba empleada en la Tesorería de la
Municipalidad, pero MariaAntonia estudiaba de tarde y de noche Ciencias
Económicas, y era asidua cliente de la línea “Concordia”. Sus gastos por
traslados desde la Tesorería en la plaza Bolívar hasta la Universidad, eran
costeados por el tesorero del Municipio, un viejo amigo de la señora Chela, su
madre, quien de paso sea dicho, abrumaba a la hija con sus propuestas y
galanteos. Para la época, la hija mayor de Chela Polanco tenía veinticinco
años, y se había transformado, de una linda jovencita en una bella mujer, sin
que sus amigos le hubiesen conocido novio fijo ni duradero. A pesar de no haber
querido nunca comprometerse, asegurando que primero estaban sus estudios,
MariaAntonia era una enamorada de la música romántica y aseguraba conocer la
letra de todos los boleros. Además, los cantaba magistralmente.
Su hermanita,
Antonieta, un año menor que ella, era mucho más liberal, le encantaban las
fiestas y había tenido una larga lista de pretendientes habiendo estado a punto
de casarse un par de veces. Por su buena educación, fluida conversación, y su
natural elegancia, Julio Díaz, fue día a día, envolviendo con su charla a la
estudiante. Viaje tras viaje, en rumorosa trama, el moreno arrullaba a la
despierta muchacha, quien comenzó queriéndolo como un buen amigo. Lentamente,
el elegante y conversador chofer, casi una década mayor que ella, se atrevió a
insinuársele, y posiblemente él fue el primer sorprendido cuando la hija mayor
de Chela Polanco aceptó su propuesta matrimonial. Antonieta objetó a aquel
señor viejo, ¡de casi treinta y cinco años!, y con una sospecha pendiente sobre
su vida, por el hecho curioso de no existir ni una mácula en el historial del
cumplido chofer de la línea “Concordia”. A pesar de los resquemores y de los
chismes, Doña Chela les dio su bendición, y se casaron en la iglesia de San
Judas Tadeo, para irse a vivir en una casita del Barrio Obrero, en el sector de
Sabaneta, una populosa barriada de la ciudad de fuego.
Estabas viviendo el amor de tu vida. Habías
hallado en Julio algo especial, un no sé que antes no conocido. Enamorada,
cantabas las canciones de Benny Moré, preguntándote que como había ocurrido
todo aquello... “Como fue, no sé
decirte como fue, no sé explicarme que pasó, pero de ti me enamoré”. Así llegó hasta ti la felicidad, y se querían como locos, y se respetaban
con una seriedad casi de personas mayores, y se amaban en el inmaculado
apartamento del Barrio Obrero. Eran almas gemelas en el orden y en la
pulcritud, en lo metódicos y comedidos, en lo desenfrenados en la cama, y era
que no podías olvidar sus palabras, con aquella, su voz melodiosa de
terciopelo, y por tantas cosas como eran, le creíste, confiaste en él con los
ojos cerrados... “ Muy juntitos los
dos hallaremos un rincón cerca del cielo”, con un amor que prometía ser eterno, o al menos para toda una vida, “estaría contigo, no me importa en qué forma
ni cómo ni dónde pero junto a ti”, y cantabas todo el tiempo, emocionada, “ sin un amor, la vida no se llama vida, sin
un amor, le falta fuerza al corazón, sin un amor el alma muere derrotada,
desesperada en el dolor, sacrificada sin razón, sin un amor no hay salvación”.
Ellos eran, la pareja perfecta. Salían casi
todos los fines de semana, tomados de la mano y se iban a sitios diferentes.
Les encantaba tomar cerveza, o bailar, y se miraban lánguidos, perdidamente
enamorados. No faltó la oportunidad de cantar a dúo. “Cuando se quiere de
veras, como te quiero yo a ti, es imposible mi cielo, tan separados vivir”...
Ya les conocían como la parejita romántica en varios sitios nocturnos de la
ciudad de fuego. Con tanto
amor y romanticismo, vivías tus boleros, emocionada... “Por algo está el cielo en el mundo, por
hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor
profundo no rompa por ti...” En tu casa, jugando entre las sábanas, le
decías a Julio... “Tus besos se
llegaron a recrear aquí en mi boca, llenando de ilusión y de pasión mi vida
loca... tus labios me enseñaron a sentir lo que es ternura y no me cansaré de
bendecir tanta dulzura”. Tú y Julio parecían estar
convencidos de que, “una vez nada
más, se entrega el alma, con la dulce y total renunciación, y cuando ese
milagro realiza el prodigio de amarse, hay campanas de fiesta que cantan en el
corazón”.
Así llegaron
al embarazo y a la fecha cercana al nacimiento de Julimary, cuando en medio de
tanta felicidad se produjo el accidente. Un camión con parachoques tipo
“mataburros”, de esos usados para transportar ganado en zonas fronterizas,
atropelló por detrás al LTD de la línea “Concordia” conducido por Julio Díaz y
el atildado chofer habría de pasar varios meses en cama y luego otros tantos
envarado, con un collarín, sin poder regresar a su trabajo. El seguro pagaría los
daños del auto y sus gastos médicos, pero en la larga convalecencia, Julio
comenzó a salir con varios amigos. Al nacer Julimary, todavía estaba
incapacitado para conducir, mas no así para empinar el codo y para opinar con
unas cervezas de más, que él hubiese querido un varón como su primer hijo y no
aquella bebé morena y regordeta. Como era de esperarse, estas cosas
descontrolaron a MariaAntonia quien se sintió muy afectada por el
comportamiento de su marido. Él, continuó llegando tarde con tragos encima, y
ella comenzó a pelear, de manera que las cosas fueron empeorando. Antonieta
estimulaba la querella mientras la abuela Chela suspiraba y la madre sufrida
cargaba a su hija todo el tiempo dándole de mamar, y se pasaba las noches en un
ir y venir, llorando, examinando camisas en busca de señales y husmeando la
ropa de su marido quien dormía a pierna suelta con trepidantes ronquidos.
MariaAntonia a pesar de que comprendía que algo anormal estaba sucediéndole a
su Julio, no quería aceptar que los curiosos vahos que desprendían su ropa
interior y sus camisas, pudiesen tener algo que ver con otra mujer. Ella seguía
por lo bajito, cantando... “Entre tu amor y mi amor, debe existir la
verdad, ya no podemos jugar, con nuestras almas los dos”... Pero era
evidente que algo más que unos amigos y unas cervezas estaban trastornando la
vida de su marido. Algo estaba creando un conflicto en la pareja, y ella no
sabía cómo hacer para intentar una reconciliación. MariaAntonia cantaba
amargada... “La distancia entre los dos es cada día más grande, de tu
amor y de mi amor no está quedando nada, sin embargo el corazón no quiere
resignarse, a escuchar el triste adiós que sea tu retirada”...
Estaba
dándole la teta a Julimary cuando una vecina chismosa vino a contarle que era una
negra. Una negra grandota, más alta que él, ¡y así de doble!, ¡así!, le decía
su amiga de lo más expresiva, mientras ella lloraba en silencio convencida de
que hasta allí había llegado su linda historia de amor y de cariño sincero.
Pasaron varios días hasta la noche cuando Julio, medio borracho, con la camisa
pintada “de creyón de bemba” como le dijera MariaAntonia, llegó, y sin
escucharla se derrumbó rendido en la cama, antes de que ella tomase una
decisión trascendental. Cargó con su hija y se fue de la casa sin decirle ni
una palabra más. Esa misma noche desaparecería de la ciudad de fuego. En un
pueblo lejano y muy distante, en Punta Cardón, en la península de Paraguaná a
orillas del mar Caribe, se fue a vivir MariaAntonia sin decirle nada a nadie. Sola
con su hija pequeña, en la casa de una prima casi olvidada de su familia. Allí,
frente al mar, criando Julimary lloró hasta que el llanto se le secó con el
sol, la sal y el yodo, para interminablemente continuar “canturreando las
canciones más tristes, le diré a todo el mundo lo que tú me quisiste”...
Sin poder olvidarlo, algunas veces pensaba... “Doquiera que tu vayas, si te
acuerdas de mi, la pena que me invade, en sol se ha de convertir, fatalidad ya
no existe, tu recuerdo será, resplandor en las noches doquiera que tú vas”...
Fin de la segunda
parte (continuará mañana).
Mississauga, Ontario, sábado 10 de agosto, 2019
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