sábado, 10 de agosto de 2019

Las hijas de Chelita - 2



Las hijas de Chelita - 2
Segunda parte

Crecieron ambas hermanas, estudiaron la primaria y terminaron el bachillerato. Eran aventajadas en sus estudios, especialmente la mayor MariaAntonia quien se graduó de Contaduría Pública y estudiaría Economía en la Universidad. La verdad sobre el regreso del chino Chon, es interesante, pues ya mayor, no tan gordo pero sí muy rico, volvió a aparecer en la ciudad de fuego y pudo conocer al fin a sus dos hijas, ya adultas, estudiosas y muy buenas mozas. Pero más turulato habría de quedarse el chino, cuando la todavía hermosa Chelita, aceptó sin chistar irse a vivir con él a las montañas del Táchira. Para la época ya la abuela Doña María había muerto y ni tan siquiera existía el restaurante en Los Haticos frente al parque zoológico, al sur de la ciudad de fuego. La historia de las hijas de Chela y del chino Chon, y el final de telenovela que parecía querer rubricar entre montañas y apacibles nublados, el ocaso de la vida de sus padres, es otra. La versión fidedigna, es curiosa. Cuando la madre de MariaAntonia y Antonieta, ya entrada en años y seguramente cansada de preparar comidas, y de lidiar con niños decidió aceptar la propuesta del chino José Alipio Chacón alias Chon, e irse a vivir con él en un pueblo metido en las montañas del Táchira, sus hijas se indignaron. El viejo camionero andino había sido el único amor en la vida de Chelita, pero sus hijas opinaban que ese cariño tardíamente nacido entre sus padres era algo inaceptable, inconcebible, y por demás indecente y hasta sucio. En pocas palabras consideraban ambas que la decisión de sus padres, de unirse para disfrutar juntos los últimos años de sus vidas, eran una afrenta contra ellas y contra la moral pública, y en suma, solo podía solo verse como “una cochinada”. MariaAntonia quien era la más recalcitrante en sus opiniones, lloró de la furia y pataleó airada, recordándole a su madre como al camionero Chacón cuando era joven lo denominaban “er cochino purgao” y juró no volver a dirigirles la palabra si se largaban los dos juntos y las dejaban de su cuenta a sus hijas, con sus nietas incluidas. Ella insistía en la falsedad de aquel romance otoñal que Chela decía estar viviendo. La hija gritaba que nadie les iba a hacer creer a ellas ese cuento, que era solo una historia de amores impúdicos, y que no podía existir ningún cariño ni nada parecido. En última instancia, decía ella que todo era solamente un asunto de apareamiento, de ociosidad entre dos ancianos morbosos que solo querían ayuntarse para saciar sus instintos animales dando rienda suelta a sus más bajas pasiones, y finalmente, que todo aquello los llevaría a todos quién sabe que tipo de cochina maldición. Como pronta y efectiva respuesta a esta opinión, vociferada impulsivamente por su hija mayor, Chela le asestó un bofetón que la dejó sentada, y esa fue la última vez que se hablaron. Años después, Antonieta sería capaz de recapacitar y considerar como en el fondo pudiese haber existido otra razón. Me relató cómo era que la abuela Chelita cuidaba de cuatro nietas, dos hijas de cada una de ellas, y quién sabe si la desesperación de perder la ayuda de su madre, las había llevado a extremos de desesperados insultos. Pero “ya era clavo pasado”. Ese fue el corolario terminal. Sobre ese tema, nunca más volvieron a hablar las hermanitas Polanco.

En fin. Sabemos que ambas dos, estaban bien preparadas, especialmente MariaAntonia, graduada de Contaduría Pública y de Economista, y Antonieta tenía también varios cursos de Secretariado Comercial, aunque en realidad ella se dedicaría a ser la esposa de su marido, un joven abogado de la ciudad de los crepúsculos a donde se marchó a vivir la pareja en el 76, un año después de haberse casado tras un breve noviazgo. El año 1975 cuando recién inauguraban un Instituto de Neurologia y Psiquiatría de la ciudad de fuego, el director conoció a MariaAntonia, la hija mayor de Chela y descubrió en ella a una mujer con una personalidad fuerte y decidida, con una eficiencia ejecutiva poco común y a toda prueba. A MariaAntonia no le fue difícil transformarse en el cerebro pensante de las finanzas de aquella institución. En realidad, hablar sobre la hija mayor de Chelita, me obliga a asociarla con la música y especialmente con los boleros. Esto puede parecer extraño, puesto que ella es una fiel exponente de su signo astrológico, Libra, exageradamente equilibrada, precisa hasta hacer impensable una equivocación en cualquier renglón de su vida, y menos aún en el desempeño de su trabajo. Esta mujer con una capacidad de trabajo y un espíritu aparentemente ponderado, poseía un alma romántica, y fue silenciosamente víctima de una pasión melomaníaca incurable por Julio Díaz el chofer de una línea de taxis. Julio era un sujeto moreno, alto y delgado, de labios gruesos y con una voz de locutor de radio que lograba tonos sedosos y registros profundos, acariciantes, sobre todo al desplegar su sonrisa, permanente e impecable, de una blancura nívea. Reconocido como un tipo particularmente elegante, vestía siempre con un flux de pana gris y usaba corbatas de colores radiantes, lucía un sombrerito adornado con una pluma de loro y fumaba “Camel” o “Chesterfield”, pero nunca en su sitio de trabajo. Desde hacía una década, era chofer exclusivo de una línea de taxis de las más antiguas y prestigiosas de la ciudad de fuego, de manera que fue en su diario trajinar “haciendo carreras”, donde Julio había conocido a MariaAntonia Polanco. En aquellos tiempos ella era estudiante de la Universidad. Ya se había graduado de Contabilista, y estaba empleada en la Tesorería de la Municipalidad, pero MariaAntonia estudiaba de tarde y de noche Ciencias Económicas, y era asidua cliente de la línea “Concordia”. Sus gastos por traslados desde la Tesorería en la plaza Bolívar hasta la Universidad, eran costeados por el tesorero del Municipio, un viejo amigo de la señora Chela, su madre, quien de paso sea dicho, abrumaba a la hija con sus propuestas y galanteos. Para la época, la hija mayor de Chela Polanco tenía veinticinco años, y se había transformado, de una linda jovencita en una bella mujer, sin que sus amigos le hubiesen conocido novio fijo ni duradero. A pesar de no haber querido nunca comprometerse, asegurando que primero estaban sus estudios, MariaAntonia era una enamorada de la música romántica y aseguraba conocer la letra de todos los boleros. Además, los cantaba magistralmente.

Su hermanita, Antonieta, un año menor que ella, era mucho más liberal, le encantaban las fiestas y había tenido una larga lista de pretendientes habiendo estado a punto de casarse un par de veces. Por su buena educación, fluida conversación, y su natural elegancia, Julio Díaz, fue día a día, envolviendo con su charla a la estudiante. Viaje tras viaje, en rumorosa trama, el moreno arrullaba a la despierta muchacha, quien comenzó queriéndolo como un buen amigo. Lentamente, el elegante y conversador chofer, casi una década mayor que ella, se atrevió a insinuársele, y posiblemente él fue el primer sorprendido cuando la hija mayor de Chela Polanco aceptó su propuesta matrimonial. Antonieta objetó a aquel señor viejo, ¡de casi treinta y cinco años!, y con una sospecha pendiente sobre su vida, por el hecho curioso de no existir ni una mácula en el historial del cumplido chofer de la línea “Concordia”. A pesar de los resquemores y de los chismes, Doña Chela les dio su bendición, y se casaron en la iglesia de San Judas Tadeo, para irse a vivir en una casita del Barrio Obrero, en el sector de Sabaneta, una populosa barriada de la ciudad de fuego.

Estabas viviendo el amor de tu vida. Habías hallado en Julio algo especial, un no sé que antes no conocido. Enamorada, cantabas las canciones de Benny Moré, preguntándote que como había ocurrido todo aquello... “Como fue, no sé decirte como fue, no sé explicarme que pasó, pero de ti me enamoré”. Así llegó hasta ti la felicidad, y se querían como locos, y se respetaban con una seriedad casi de personas mayores, y se amaban en el inmaculado apartamento del Barrio Obrero. Eran almas gemelas en el orden y en la pulcritud, en lo metódicos y comedidos, en lo desenfrenados en la cama, y era que no podías olvidar sus palabras, con aquella, su voz melodiosa de terciopelo, y por tantas cosas como eran, le creíste, confiaste en él con los ojos cerrados... “ Muy juntitos los dos hallaremos un rincón cerca del cielo”, con un amor que prometía ser eterno, o al menos para toda una vida, “estaría contigo, no me importa en qué forma ni cómo ni dónde pero junto a ti”, y cantabas todo el tiempo, emocionada, “ sin un amor, la vida no se llama vida, sin un amor, le falta fuerza al corazón, sin un amor el alma muere derrotada, desesperada en el dolor, sacrificada sin razón, sin un amor no hay salvación”.  Ellos eran, la pareja perfecta. Salían casi todos los fines de semana, tomados de la mano y se iban a sitios diferentes. Les encantaba tomar cerveza, o bailar, y se miraban lánguidos, perdidamente enamorados. No faltó la oportunidad de cantar a dúo. “Cuando se quiere de veras, como te quiero yo a ti, es imposible mi cielo, tan separados vivir”... Ya les conocían como la parejita romántica en varios sitios nocturnos de la ciudad de fuego.  Con tanto amor y romanticismo, vivías tus boleros, emocionada... “Por algo está el cielo en el mundo, por hondo que sea el mar profundo, no habrá una barrera en el mundo que mi amor profundo no rompa por ti...”  En tu casa, jugando entre las sábanas, le decías a Julio... “Tus besos se llegaron a recrear aquí en mi boca, llenando de ilusión y de pasión mi vida loca... tus labios me enseñaron a sentir lo que es ternura y no me cansaré de bendecir tanta dulzura”. Tú y Julio parecían estar convencidos de que, “una vez nada más, se entrega el alma, con la dulce y total renunciación, y cuando ese milagro realiza el prodigio de amarse, hay campanas de fiesta que cantan en el corazón”.  

Así llegaron al embarazo y a la fecha cercana al nacimiento de Julimary, cuando en medio de tanta felicidad se produjo el accidente. Un camión con parachoques tipo “mataburros”, de esos usados para transportar ganado en zonas fronterizas, atropelló por detrás al LTD de la línea “Concordia” conducido por Julio Díaz y el atildado chofer habría de pasar varios meses en cama y luego otros tantos envarado, con un collarín, sin poder regresar a su trabajo. El seguro pagaría los daños del auto y sus gastos médicos, pero en la larga convalecencia, Julio comenzó a salir con varios amigos. Al nacer Julimary, todavía estaba incapacitado para conducir, mas no así para empinar el codo y para opinar con unas cervezas de más, que él hubiese querido un varón como su primer hijo y no aquella bebé morena y regordeta. Como era de esperarse, estas cosas descontrolaron a MariaAntonia quien se sintió muy afectada por el comportamiento de su marido. Él, continuó llegando tarde con tragos encima, y ella comenzó a pelear, de manera que las cosas fueron empeorando. Antonieta estimulaba la querella mientras la abuela Chela suspiraba y la madre sufrida cargaba a su hija todo el tiempo dándole de mamar, y se pasaba las noches en un ir y venir, llorando, examinando camisas en busca de señales y husmeando la ropa de su marido quien dormía a pierna suelta con trepidantes ronquidos. MariaAntonia a pesar de que comprendía que algo anormal estaba sucediéndole a su Julio, no quería aceptar que los curiosos vahos que desprendían su ropa interior y sus camisas, pudiesen tener algo que ver con otra mujer. Ella seguía por lo bajito, cantando... “Entre tu amor y mi amor, debe existir la verdad, ya no podemos jugar, con nuestras almas los dos”... Pero era evidente que algo más que unos amigos y unas cervezas estaban trastornando la vida de su marido. Algo estaba creando un conflicto en la pareja, y ella no sabía cómo hacer para intentar una reconciliación. MariaAntonia cantaba amargada... “La distancia entre los dos es cada día más grande, de tu amor y de mi amor no está quedando nada, sin embargo el corazón no quiere resignarse, a escuchar el triste adiós que sea tu retirada”...

Estaba dándole la teta a Julimary cuando una vecina chismosa vino a contarle que era una negra. Una negra grandota, más alta que él, ¡y así de doble!, ¡así!, le decía su amiga de lo más expresiva, mientras ella lloraba en silencio convencida de que hasta allí había llegado su linda historia de amor y de cariño sincero. Pasaron varios días hasta la noche cuando Julio, medio borracho, con la camisa pintada “de creyón de bemba” como le dijera MariaAntonia, llegó, y sin escucharla se derrumbó rendido en la cama, antes de que ella tomase una decisión trascendental. Cargó con su hija y se fue de la casa sin decirle ni una palabra más. Esa misma noche desaparecería de la ciudad de fuego. En un pueblo lejano y muy distante, en Punta Cardón, en la península de Paraguaná a orillas del mar Caribe, se fue a vivir MariaAntonia sin decirle nada a nadie. Sola con su hija pequeña, en la casa de una prima casi olvidada de su familia. Allí, frente al mar, criando Julimary lloró hasta que el llanto se le secó con el sol, la sal y el yodo, para interminablemente continuar “canturreando las canciones más tristes, le diré a todo el mundo lo que tú me quisiste”... Sin poder olvidarlo, algunas veces pensaba...  Doquiera que tu vayas, si te acuerdas de mi, la pena que me invade, en sol se ha de convertir, fatalidad ya no existe, tu recuerdo será, resplandor en las noches doquiera que tú vas”...  

Fin de la segunda parte (continuará mañana).

Mississauga, Ontario, sábado 10 de agosto, 2019

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