viernes, 9 de agosto de 2019

Las hijas de Chelita - 1


En el mes de junio del 2013 publiqué en un solo bloque, este texto extraído de mi novela “Ratones desnudos”; lo había publicado en “el gusano de luz”, sitio donde años antes enviaba algunos de mis escritos y éste relato, según amablemente me informaría Fernanda Bargash, había había tenido una amplia aceptación por los lectores de su página en internet. Ahora, en tres partes, lo presento esperando disfruten de su lectura.

Las hijas de Chelita
Primera parte

La madre de Chela había trabajado en uno de los caserones en el sector de Los Haticos, de esos con romanillas blancas en todas las ventanas, unas hermosas mansiones que daban su cara al lago, no creo que fuesen alemanes sus dueños, pero, sin duda era de una familia pudiente. Así fue como Chelita creció en aquellos ambientes finos, pero los reservados a la servidumbre, claro está, allí fue aprendiendo de su madre la importancia del orden, de la limpieza y la compostura. En fin, en Los Haticos vivió Chelita hasta los doce años cuando se hizo mujer. Para la época, la familia acomodada se mudó, se fue a Europa o vendió la casa, no lo sé, pero Chela y su madre no quisieron dejar el vecindario y se emplearon como la cocinera y su pinche en la casa de otra familia, seguramente de menores recursos. María Polanco para ese entonces le decía a su hija que ella era la viuda desconsolada de un tal Antonio, un padre que la niña nunca conoció y a pesar de las increíbles historias inventadas por su madre, a ella nunca le hizo falta.

En la cocina duraron meses, hasta el momento cuando Chelita le informó a su madre que el señorito de la casa había intentado abusar de ella. A los doce años Chela era espigada y muy linda, con ojos de almendra tostada, la piel como la canela y alrededor de ella siempre flotaba un hálito floral de jazmines y de rosas. María Polanco se la llevó del sitio, pero no quiso abandonar aquellos predios en la vecindad de las brisas lacustres donde habían sido tan felices, por lo que decidieron mudarse cerca, pero del otro lado de la carretera, en la margen opuesta a las playas. En esos días estaba creciendo un caserío que se encaramaba por unos cerros de arcilla rojiza, con calles de tierra donde remolinos de viento creaban tolvaneras de polvo rojo como tiza. Ya el agua del acueducto había llegado para aplacar aquellos ventisqueros, por lo que los vecinos luchaban para regar las matas y ver crecer los mangos y los nísperos mientras intentaban crear jardines en los patios traseros. En esos cerros que luego la gente comenzaría a llamar “Los Haticos por arriba”, se ubicaron las dos mujeres, muy cerca de una bodega bien surtida y de un taller mecánico frecuentado por trabajadores picapedreros y conductores de camiones de volteo.

Los hombres rudos venían desde un muelle cercano donde desembarcaban gabarras y barcazas llenas de piedra caliza traída desde las canteras de la isla de Toas, en la desembocadura del lago. Toas era una ínsula ubicada en el sitio donde las aguas del mar Caribe se insinúan desde el Golfo de Venezuela en el lago de Coquivacoa. Allí, en Los Haticos, y viviendo cerca del sitio donde transcurriera su niñez, Chela conoció al chino Chón.  El hombre trabajaba en el negocio de las piedras y era un camionero, andino, gordo y bonachón. Era chofer de un “volteo” y asiduo degustador de las empanadas de carne molida y de los pasteles rellenos de papa y queso que él ingería saturados de ají picante en leche, con los que las Polanco se habían iniciado en el productivo negocio de la venta de comidas. Con los años, María Polanco transformaría la venta de empanadas en una parada obligada para camioneros y transeúntes que desearan desde muy temprano y hasta después del mediodía, deleitarse probando un buen mondongo, un sancocho, o un mojito de corvina en coco. A orillas del lago, y en la vecindad de la barriada, crecería, un gran parque público con un zoológico que se fue llenando de animales y cada vez era más visitado, por lo que la concurrencia en las mesas de las Polanco fue en aumento, sobre todo en los días de fiesta. Los camioneros hacían una parada obligada antes de irse hacia el sur de la ciudad donde funcionaba una gran fábrica de cemento que trituraba los terrones venidos desde las canteras de la isla. Chon, era en realidad el apodo de José Alipio Chacón, quien era ciertamente achinado, por su condición de andino indiano y por su simpática gordura, por eso no había quien no le conociera como el chino-Chon. A él no le molestaba el apodo, antes por el contrario prefería ese sobrenombre al de “andino cara e cochino” o peor aún el de, “er cochino purgao”, como le decían en ocasiones sus compañeros de trabajo, amigos de las bromas pesadas.  En realidad el chino era un gordo simpático, muy correcto y la primera vez que vio a Chela el corazón le saltó en esquirlas y se quedó petrificado, pues desde ese instante estuvo seguro de que ese éxtasis iba a durarle hasta el final de su vida. Chela le coqueteaba inclemente, pero no le daba esperanzas pues estaba convencida de que podía aspirar a otro candidato con más prestancia y que además fuese alguien que las ayudase a mejorar la situación familiar. Por estos motivos, Chela había decidido estudiar con gran dedicación por las noches, lo cual no le impedía volver al día siguiente a moverse como un pez en el agua causando estragos en el corazón de los rudos camioneros degustadores sibaritas de las comidas que preparaba su madre. Chon siguió cortejándola con gran compostura y con el rigor que solo un andino de pura cepa podía gastarse en aquellos menesteres, y esto, tal vez era lo que precisamente mantenía en el fondo del alma de Chelita un no sé qué, muy especial, por Chon, o como ella misma le llamaba, su chino gordito.

Cansada de la cocina, la jovencita acordó con su madre una tregua y se fue a buscar suerte en la ciudad de fuego. Cerca de la Aduana lacustre, se empleó para trabajar en una gran mansión colonial que luego resultó ser la Universidad. Así fue como del oficio de limpiar los pisos, muy pronto y gracias a su constancia, su buena presencia y quizás sobre todo a su buena letra, Chelita progresó. El método Palmer de Caligrafía Comercial le había costado muchas noches de trabajo, pero milagrosamente puesto que ella era zurda, lo había desarrollado a la perfección, de tal manera que todas estas circunstancias le abrieron las puertas para un rápido ascenso como secretaria de la Escuela de Letras de la Universidad. Con un sueldo apreciable, una posición estable, y un futuro promisor, de pronto a Chela, se le ablandó el corazón y flaqueó ante su chinito. Fue por esta época cuando el chino la preñó y afortunadamente ella no perdió su empleo, pero tampoco aceptó casarse con quien habría de ser, según él mismo le decía convencido, el amor de su vida. Chon estaba mudándose a su tierra montañosa en Coloncito y le prometió darle una casa y todas las comodidades para que no tuviese que trabajar más nunca, pero Chelita era obstinada y no aceptó sus propuestas. Chon le trajo papeles que demostraban la certeza de sus propiedades y las patentes que lo señalaban como el único dueño de tres camiones con los que se iba a dedicar a comerciar con hortalizas. Se tuvo que ir decepcionado a vivir en los Andes.

Cuando Chon conoció a su hija MariaAntonia, ella ya había cumplido el año y vivía con su madre y con su abuela, en Los Haticos. Todavía eran famosas por el renombrado “Restorante de las Polanco”. Chela estaba trabajando en la Universidad y permitió que el padre de su primogénita, quien había mejorado considerablemente de situación económica, las visitara varias veces, pero los negocios le obligaron pronto a regresar a sus neblinosas montañas andinas. Un mes después, cargado de regalos, el chino volvió a presentarse decidido a sitiar aquella fortaleza inexpugnable, en la seguridad de que con paciencia y salivita, lograría ablandar el corazón de lomito de su amada. Ella estaba cada día más despierta, más linda y para él, no existía en el mundo nadie más apetecible que la hermosa Chelita. Descuidó sus negocios durante varios meses, logró algunos avances, volvieron a salir juntos y en dos oportunidades logró Chon hacerle el amor a Chela hasta quedar ambos saciados. Pero él quería algo más, y ese su empeño desquiciado, lo condujo al final del asunto. Luego de una pelea furiosa, llegó a escuchar de la boca de Chela la confirmación de sus temores. Le advirtió que tuviera muy claro que nunca, pero jamás de los jamases, se casaría, ni con él ni con nadie, porque ella no quería estar atada a ningún hombre. Chon se largó enfurecido y decidido a no volver más nunca a pisar la ciudad de fuego, por lo que no se llegó a enterar de que siete meses después nacería Antonieta su segunda hija, ni tampoco logró saber de cómo se le complicó el parto a Chela, ni de la operación que le impediría volver a tener hijos. Ella al pasar toda aquella catástrofe, juró que sus hijas nunca serían Chacón y habrían de ser Polanco, como su madre, las nietas de Doña María, la dueña del mejor restaurante de “Los Haticos por arriba” en las inmediaciones del parque zoológico de la ciudad de fuego.  

Fin de la primera parte (continuará mañana).

Mississauga, Ontario, viernes 9 de agosto, 2019




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