En el mes
de junio del 2013 publiqué en un solo bloque, este texto extraído de mi novela “Ratones desnudos”; lo había publicado
en “el
gusano de luz”, sitio donde años antes enviaba algunos de mis escritos
y éste relato, según amablemente me informaría Fernanda Bargash, había había
tenido una amplia aceptación por los lectores de su página en internet. Ahora,
en tres partes, lo presento esperando disfruten de su lectura.
Las hijas de Chelita
Primera parte
Primera parte
La madre de Chela había trabajado en
uno de los caserones en el sector de Los Haticos, de esos con romanillas
blancas en todas las ventanas, unas hermosas mansiones que daban su cara al
lago, no creo que fuesen alemanes sus dueños, pero, sin duda era de una familia
pudiente. Así fue como Chelita creció en aquellos ambientes finos, pero los
reservados a la servidumbre, claro está, allí fue aprendiendo de su madre la
importancia del orden, de la limpieza y la compostura. En fin, en Los Haticos
vivió Chelita hasta los doce años cuando se hizo mujer. Para la época, la
familia acomodada se mudó, se fue a Europa o vendió la casa, no lo sé, pero
Chela y su madre no quisieron dejar el vecindario y se emplearon como la
cocinera y su pinche en la casa de otra familia, seguramente de menores
recursos. María Polanco para ese entonces le decía a su hija que ella era la
viuda desconsolada de un tal Antonio, un padre que la niña nunca conoció y a
pesar de las increíbles historias inventadas por su madre, a ella nunca le hizo
falta.
En la cocina duraron meses, hasta el
momento cuando Chelita le informó a su madre que el señorito de la casa había
intentado abusar de ella. A los doce años Chela era espigada y muy linda, con
ojos de almendra tostada, la piel como la canela y alrededor de ella siempre
flotaba un hálito floral de jazmines y de rosas. María Polanco se la llevó del
sitio, pero no quiso abandonar aquellos predios en la vecindad de las brisas
lacustres donde habían sido tan felices, por lo que decidieron mudarse cerca,
pero del otro lado de la carretera, en la margen opuesta a las playas. En esos
días estaba creciendo un caserío que se encaramaba por unos cerros de arcilla
rojiza, con calles de tierra donde remolinos de viento creaban tolvaneras de
polvo rojo como tiza. Ya el agua del acueducto había llegado para aplacar
aquellos ventisqueros, por lo que los vecinos luchaban para regar las matas y
ver crecer los mangos y los nísperos mientras intentaban crear jardines en los
patios traseros. En esos cerros que luego la gente comenzaría a llamar “Los
Haticos por arriba”, se ubicaron las dos mujeres, muy cerca de una bodega bien
surtida y de un taller mecánico frecuentado por trabajadores picapedreros y conductores
de camiones de volteo.
Los hombres rudos venían desde un
muelle cercano donde desembarcaban gabarras y barcazas llenas de piedra caliza
traída desde las canteras de la isla de Toas, en la desembocadura del lago.
Toas era una ínsula ubicada en el sitio donde las aguas del mar Caribe se
insinúan desde el Golfo de Venezuela en el lago de Coquivacoa. Allí, en Los
Haticos, y viviendo cerca del sitio donde transcurriera su niñez, Chela conoció
al chino Chón. El hombre trabajaba en el
negocio de las piedras y era un camionero, andino, gordo y bonachón. Era chofer
de un “volteo” y asiduo degustador de las empanadas de carne molida y de los
pasteles rellenos de papa y queso que él ingería saturados de ají picante en
leche, con los que las Polanco se habían iniciado en el productivo negocio de
la venta de comidas. Con los años, María Polanco transformaría la venta de
empanadas en una parada obligada para camioneros y transeúntes que desearan
desde muy temprano y hasta después del mediodía, deleitarse probando un buen
mondongo, un sancocho, o un mojito de corvina en coco. A orillas del lago, y en
la vecindad de la barriada, crecería, un gran parque público con un zoológico
que se fue llenando de animales y cada vez era más visitado, por lo que la
concurrencia en las mesas de las Polanco fue en aumento, sobre todo en los días
de fiesta. Los camioneros hacían una parada obligada antes de irse hacia el sur
de la ciudad donde funcionaba una gran fábrica de cemento que trituraba los
terrones venidos desde las canteras de la isla. Chon, era en realidad el apodo
de José Alipio Chacón, quien era ciertamente achinado, por su condición de
andino indiano y por su simpática gordura, por eso no había quien no le
conociera como el chino-Chon. A él no le molestaba el apodo, antes por el
contrario prefería ese sobrenombre al de “andino cara e cochino” o peor aún el
de, “er cochino purgao”, como le decían en ocasiones sus compañeros de trabajo,
amigos de las bromas pesadas. En
realidad el chino era un gordo simpático, muy correcto y la primera vez que vio
a Chela el corazón le saltó en esquirlas y se quedó petrificado, pues desde ese
instante estuvo seguro de que ese éxtasis iba a durarle hasta el final de su
vida. Chela le coqueteaba inclemente, pero no le daba esperanzas pues estaba
convencida de que podía aspirar a otro candidato con más prestancia y que
además fuese alguien que las ayudase a mejorar la situación familiar. Por estos
motivos, Chela había decidido estudiar con gran dedicación por las noches, lo
cual no le impedía volver al día siguiente a moverse como un pez en el agua
causando estragos en el corazón de los rudos camioneros degustadores sibaritas
de las comidas que preparaba su madre. Chon siguió cortejándola con gran
compostura y con el rigor que solo un andino de pura cepa podía gastarse en
aquellos menesteres, y esto, tal vez era lo que precisamente mantenía en el
fondo del alma de Chelita un no sé qué, muy especial, por Chon, o como ella
misma le llamaba, su chino gordito.
Cansada de la cocina, la jovencita
acordó con su madre una tregua y se fue a buscar suerte en la ciudad de fuego.
Cerca de la Aduana lacustre, se empleó para trabajar en una gran mansión
colonial que luego resultó ser la Universidad. Así fue como del oficio de
limpiar los pisos, muy pronto y gracias a su constancia, su buena presencia y
quizás sobre todo a su buena letra, Chelita progresó. El método Palmer de
Caligrafía Comercial le había costado muchas noches de trabajo, pero
milagrosamente puesto que ella era zurda, lo había desarrollado a la
perfección, de tal manera que todas estas circunstancias le abrieron las
puertas para un rápido ascenso como secretaria de la Escuela de Letras de la
Universidad. Con un sueldo apreciable, una posición estable, y un futuro
promisor, de pronto a Chela, se le ablandó el corazón y flaqueó ante su
chinito. Fue por esta época cuando el chino la preñó y afortunadamente ella no
perdió su empleo, pero tampoco aceptó casarse con quien habría de ser, según él
mismo le decía convencido, el amor de su vida. Chon estaba mudándose a su
tierra montañosa en Coloncito y le prometió darle una casa y todas las
comodidades para que no tuviese que trabajar más nunca, pero Chelita era
obstinada y no aceptó sus propuestas. Chon le trajo papeles que demostraban la
certeza de sus propiedades y las patentes que lo señalaban como el único dueño de
tres camiones con los que se iba a dedicar a comerciar con hortalizas. Se tuvo
que ir decepcionado a vivir en los Andes.
Cuando Chon conoció a su hija
MariaAntonia, ella ya había cumplido el año y vivía con su madre y con su
abuela, en Los Haticos. Todavía eran famosas por el renombrado “Restorante de
las Polanco”. Chela estaba trabajando en la Universidad y permitió que el padre
de su primogénita, quien había mejorado considerablemente de situación
económica, las visitara varias veces, pero los negocios le obligaron pronto a
regresar a sus neblinosas montañas andinas. Un mes después, cargado de regalos,
el chino volvió a presentarse decidido a sitiar aquella fortaleza inexpugnable,
en la seguridad de que con paciencia y salivita, lograría ablandar el corazón
de lomito de su amada. Ella estaba cada día más despierta, más linda y para él,
no existía en el mundo nadie más apetecible que la hermosa Chelita. Descuidó
sus negocios durante varios meses, logró algunos avances, volvieron a salir
juntos y en dos oportunidades logró Chon hacerle el amor a Chela hasta quedar
ambos saciados. Pero él quería algo más, y ese su empeño desquiciado, lo
condujo al final del asunto. Luego de una pelea furiosa, llegó a escuchar de la
boca de Chela la confirmación de sus temores. Le advirtió que tuviera muy claro
que nunca, pero jamás de los jamases, se casaría, ni con él ni con nadie,
porque ella no quería estar atada a ningún hombre. Chon se largó enfurecido y
decidido a no volver más nunca a pisar la ciudad de fuego, por lo que no se
llegó a enterar de que siete meses después nacería Antonieta su segunda hija,
ni tampoco logró saber de cómo se le complicó el parto a Chela, ni de la
operación que le impediría volver a tener hijos. Ella al pasar toda aquella
catástrofe, juró que sus hijas nunca serían Chacón y habrían de ser Polanco,
como su madre, las nietas de Doña María, la dueña del mejor restaurante de “Los
Haticos por arriba” en las inmediaciones del parque zoológico de la ciudad de
fuego.
Fin de la primera
parte (continuará mañana).
Mississauga, Ontario, viernes 9 de agosto, 2019
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