En el antiguo Egipto,
se pensaba que las enfermedades se debían a la existencia de entes malignos,
generalmente concebidos con aspecto vermiforme. Posiblemente esta idea tenía
relación con los múltiples casos de enfermedades parasitarias que inspiraron
imágenes repugnantes asimiladas con la putrefacción de los cadáveres. Refieren
los historiadores griegos Heródoto (Historias,
II, 77) y Diodoro de Sicilia (Biblioteca
histórica, I, 8), que los egipcios eran muy dados a purgarse con ricino o
a administrarse enemas purificadores. En la novela de Mika Waltari (https://bit.ly/3Jr1Xmr)
Sinuhe el egipcio, se describen muchos detalles de la medicina en Egipto.
A veces, se pensaba que la propia sangre
podía tener un comportamiento destructor, cuando era contaminada por vientos
que entraban en el interior del cuerpo y la trasmutaban en algo maligno: “La sangre que come”. En este caso, la
sangre no cumplía con su función de unir los elementos vitales del organismo,
lo que daba lugar a la enfermedad. Sin duda alguna que el estudio de las
dolencias contribuyó a un mejor conocimiento de la anatomía humana.
El libro de los secretos del médico, se
inicia con el Tratado del corazón
(caso número 1 del Papiro Smith),
donde se desvela un conocimiento celosamente guardado para los iniciados, que
parecía ser el intento muy logrado de describir las funciones o fisiología del
corazón; todo eso estaba adornado con un lenguaje poético: el corazón «habla» a través de
los latidos en los puntos extremos del cuerpo; y se sabía que sólo la
habilidad del médico que sabe buscarlo, en los pulsos, mediante la palpación
con sus dedos.
Según este texto, la fuente de vida es
el corazón, donde tienen su sede la conciencia, los sentimientos, el
pensamiento, las emociones y la rectitud. Mediante su latido se valoraban las
oscilaciones del carácter de la persona y todo lo que ésta alberga de divino. «Cuando todo médico, todo sacerdote de
Sekhmet o todo mago aplica su mano y sus dedos sobre la cabeza, sobre el
occipucio, sobre las manos, sobre el lugar del corazón, los brazos y los pies;
es el corazón al que examina, pues
todos los miembros tienen sus vasos y el corazón habla en los vasos de cada
parte del cuerpo». A pesar de lo
dicho sobre el corazón, los médicos
egipcios no tenían conocimientos avanzados de fisiología ni de anatomía.
La observación de la descomposición de
los cadáveres, junto con su experiencia en accidentes laborales y heridas
militares, les permitió dar nombre a diferentes huesos (cráneo, vértebras,
costillas, mandíbula, clavícula) y vísceras, pese a que nunca intuyeron la
función de la mayoría de ellas. Aunque los embalsamadores demostraron su
pericia en el arte de la disección, se interesaron poco por las relaciones
entre los distintos órganos. Sin embargo, comprendieron que el hígado, el estómago, los intestinos y
los pulmones eran tan indispensables que había que conservarlos para vivir
en el Más Allá, por lo que se depositaban en los vasos canopes.
El tabú de no abrir el cuerpo humano para el estudio médico se mantuvo hasta época ptolemaica, cuando Herófilo de Calcedonia, entre los siglos IV y III a.C., obtuvo autorización para diseccionar cadáveres e incluso practicar vivisecciones en reos. Así lo refiere Celso en el proemio a De medicina (23-24).
En Egipto, uno de los pilares en los que se asentaba la noción de enfermedad y la curación era el mito. Algunos dioses se ocupaban de un órgano concreto. El remedio se imploraba mediante rezos y cánticos, y la súplica del médico ante la divinidad constituía el preámbulo de un tratamiento. A veces, el sanador buscaba la protección de la magia para esquivar el mal y la contaminación de los efluvios nefastos: “¡Oh, Isis ,Gran Maga! Libérame, desátame de toda cosa maligna y roja causada por un dios, por una diosa, un muerto, una muerta, un hombre o una mujer que venga en mi contra”. Gracias al conocimiento del nombre secreto del mal, y mediante la intervención ante la divinidad, se lograba rechazar los elementos productores del desorden físico o psíquico. El recitado de las plegarias escritas o su impregnación por el agua lustral (la utilizada en ceremonias religiosas) producían el mismo efecto terapéutico y benéfico.
El médico, recurría a la ciencia y le
añadía elementos rituales –desde invocaciones mágicas hasta el empleo de
talismanes o amuletos– para lograr la curación. En Egipto convivían el
tratamiento farmacológico con el rito y la plegaria mágica, complementándose
mutuamente. Así lo vemos en algunas recetas médicas, como en un remedio del Papiro Ebers que contiene un encantamiento
para eliminar el “exceso de agua en los ojos”. Para ello se invocaba a los
dioses Horus y Atum, y la súplica dirigida a ellos se recitaba sobre mineral de
cobre (malaquita), miel y una planta de la familia del papiro.
Junto al mito, el otro pilar de la medicina egipcia era la enorme
experiencia práctica debida a la observación de los enfermos y de la enfermedad.
El arte funerario les enseña cómo ejercían su oficio los sanadores. En la
tumba de Ipuy, en Deir el-Medina, un médico se esmera en reducir una
luxación de hombro con la misma pericia que lo hace un traumatólogo hoy en día;
en la misma escena, otro médico vierte gotas en el ojo de un trabajador o le
extrae un cuerpo extraño...
El médico era experto en la preparación
de drogas, para lo que empleaba sustancias de diversa procedencia, las que la
tradición había consagrado por su eficacia, y él las dosificaba de forma muy
precisa. En el Papiro de Berlín,
por ejemplo, se menciona en varios casos la leche de mujer como ingrediente,
que, entre otros usos, se empleaba en enemas para enfermedades del ano.
El médico, sunu o sinu,
era quien cumplía con el acto de la curación. No se sabe con certeza si
existían escuelas de medicina, aunque lo más probable es que los conocimientos
se transmitieran de padre a hijo, como en el resto de los oficios.
Instituciones como la Casa de la Vida (Per
Ankh), normalmente anexa a un templo o a palacio, pudieron servir como
lugar de perfeccionamiento del saber médico. Los médicos laicos contaban desde
antiguo con una organización jerárquica muy estricta, destacando por su
prestigio los de palacio; les seguían los destinados a necrópolis, canteras y
expediciones militares. Existía la especialización, según dejó constancia Heródoto: “La medicina se distribuye en Egipto de esta manera: cada médico trata
una sola enfermedad, no varias”. No era extraño que un mismo profesional
acaparase dos o más especialidades distintas, sin relación aparente entre sí.
Estando la magia íntimamente relacionada con la medicina, la presencia del mago
era habitual; los sacerdotes del dios Heka
y la diosa Selkis, por ejemplo,
intervenían en las picaduras de arácnidos o escorpiones y mordeduras de
serpiente.
Conscientes de los remedios materiales
y espirituales a su alcance, y del carácter de cada dolencia, los médicos
egipcios contemplaban tres posibilidades en su diagnóstico: “Una enfermedad que yo trataré”, en
aquellos casos en que se preveía la curación de la persona enferma; “una enfermedad contra la que lucharé”,
es decir, un caso grave en el que el resultado del tratamiento se adivinaba
incierto, y “una enfermedad con la que
nada se puede hacer”, en el caso de un desenlace fatal.
Maracaibo,
martes 7 de febrero del año 2023
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