“Bocanadas grises de vómito descendían del
cielo salpicando la tierra e impregnando las piedras porosas del campanario.
Los prebendados en el refectorio pugnaban por olvidar las siete cabezas de la
bestia asomadas entre la espuma del mar y se entretenían saboreando las
aceitunas rellenas, husmeando las lonjas de carne de ovejo, revolviendo con sus
manos desnudas los palominos al salmorejo y dispersando descuidadamente los
granos del arroz con ají, pimientos, almendras y perejil. El ventanal empañado
por el aroma burbujeante de la espesa salsa que hervía en el caldero, trepidaba
con los embates de la lluvia”... Así comienza un relato que hace años
titulé como “Las Ordalías” y que
está en “Trípticos” (aun sin
publicarse) y también es uno de mis “Doce
relatos siniestros”… Hoy quiero decir algo sobre Las Ordalías.
El origen de las ordalías se pierde en la noche de los tiempos. El significado etimológico proviene de la palabra inglesa “ordeal”
que significa juicio o dura prueba que debe atravesar aquella persona para
poder demostrar su inocencia. Esta
manera de fallar juicios es de origen remoto; se conocía en la antigua Grecia,
los hebreos, por otra parte, tenían una forma de ordalía para justificar los
celos de un marido y demostrar si una mujer era adúltera: se le hacía beber el "agua amarga de la maldición", un brebaje preparado por
el sacerdote con agua y ceniza. Los romanos, tenían la leyenda de Mucio Escévola, quien dejó arder su mano ante sus enemigos
etruscos como prueba de que decía la verdad. Estas prácticas
se veían como algo corriente en los pueblos primitivos, pero sería en la Edad
Media cuando tomaron importancia, al permitir que fuerzas superiores se hicieran
cargo del asunto.
“Ordalías” es sinónimo de los
“juicios de Dios” y existieron especialmente en la Edad Media occidental.
En el lento camino de la sociedad hacia una justicia ideal, todavía en el
medioevo imperaba la ley del más fuerte, y si bien, con “la ordalía” la prueba
de la fuerza continuaba, la misma se colocaba bajo el signo de potencias
superiores a los hombres. La ordalía por medio del veneno
era poco conocida en Europa, pero se utilizaba
a veces la prueba del pan y el queso, que ya se practicaba en el siglo II en algunos lugares del Imperio romano. El acusado, ante el altar, debía comer cierta
cantidad de pan y de queso, y los jueces decidían
si el acusado era culpable, ya que Dios enviaría a uno de sus ángeles para que el culpable no pudiese tragar aquello que
comía. La prueba del hierro candente, muchas
veces sustituido por agua o aceite hirviendo, o incluso por plomo fundido, era
también muy practicada. El acusado debía coger con las manos un hierro al rojo
por cierto tiempo y se prescribía que se debía llevar en la mano el tiempo necesario para cumplir siete pasos, y si en las manos había
signos de quemaduras era culpable.
La ordalía por el agua fue muy utilizada en Europa para absolver o condenar
a los acusados. Bastaba con atar al imputado de modo que no pudiese mover ni
brazos ni piernas y después se le echaba al agua de un río, un estanque o el
mar, y si flotaba era culpable, o si, por el contrario, se hundía, era inocente. Siempre existía el peligro de que el inocente
se ahogase, y quizás por ello, en el
siglo IX Hincmaro de Reims, arzobispo de la ciudad, recomendó mitigar la prueba
atando con una cuerda a cada uno de los que fuesen sometidos a esta ordalía
para evitar, si se hundían, que “bebiesen durante demasiado tiempo”. Esta
prueba se usó mucho en Europa con las personas acusadas de brujería.
En 1215, en Estrasburgo, numerosas personas sospechosas de herejía fueron
condenadas a ser quemadas después de una ordalía con hierro candente de la que
habían resultado culpables. Mientras iban siendo conducidas al lugar del
suplicio, lo hacían en compañía de un sacerdote que les exhortaba a
convertirse. Se dice que la mano de un condenado curó de improviso, y como los
restos de la quemadura habían desaparecido completamente en el momento en que
el cortejo llegaba al lugar del suplicio, el hombre curado fue liberado
inmediatamente, sin ninguna duda posible, Dios había hablado en su favor. En
algunos sitios se hacía pasar al acusado caminando con los pies descalzos sobre
rejas de arado generalmente en número impar. Fue el suplicio impuesto a la
madre del rey de Inglaterra Eduardo el Confesor, quien superó la prueba.
La pena correspondiente al juicio
de Dios más antigua que se usó en España fue la “pena caldaria” o
prueba del agua hirviendo. Eso se presume leyendo algunas leyes, como el Fuero de León. En este fuero se habla
de dos leyes diferentes con esta prueba, que se aplicó a las personas acusadas
de homicidio, robo, etc. Se dieron abusos y para paliar esto, Alfonso VI, en 1072, mandó que solo se
realizase la prueba en la catedral de León, pero no hubo una observancia
total de esta disposición. Esta pena se siguió aplicando y sancionando en los
fueros locales. Cuando la Iglesia
asumió junto a su poder espiritual parcelas del poder temporal, tuvo que cargar
con la responsabilidad de una costumbre que no pudiendo prohibirla bruscamente trató
de modificarla para hacerle perder su aspecto mágico y demasiado vecino a la
brujería.
Inicialmente, la ordalía fue practicada como una apelación a la divina
providencia para que ésta pesase sobre los combates o las pruebas en general, y
algunos obispos se esforzaron en humanizar lo que en ella había de cruel y
arbitrario. Durante la segunda mitad del siglo XII el papa Alejandro III
prohibió los juicios del agua hirviendo, del hierro candente e incluso los “duelos
de Dios”, y el cuarto concilio Luterano, bajo el pontificado de Inocencio III, prohibió
toda forma de ordalía a excepción de los combates. Pero, no obstante estas
prohibiciones, la ordalía continuó practicándose durante la Edad Media, por lo que sería
doce años después, durante un concilio en Tréveris, cuando tuvo que renovarse
su prohibición.
Para finalizar esta historia, les muestro otro breve fragmento de mi relato
( con dibujo incluido ) sobre ordalías, donde… “Foete
en mano el anciano inquisidor aullaba vociferante, él estaba persuadido de que
ese era el día y esa la hora, pues la luna llena tenía que estar saliendo roja
como una inmensa gota de sangre y las ordalías se estaban dando sin detenerse y
no importaba que vientos de galerna parecieran agitarse por encima de la abadía
encrespando el incienso de los aquelarres”.
En Maracaibo, sábado 2 de noviembre 2019
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