martes, 29 de diciembre de 2015

Apuntes de viajero en tierras lejanas: Viena.



APUNTES DE VIAJERO EN TIERRAS LEJANAS

VIENA

Mis pasos resuenan en los corredores del palacio de los Habsburgos. Avanzo con un mapa y una pequeña guía turística en tus manos, y penetro en el Palacio Imperial del Hofburg. Desciendo hasta las cámaras que guardan el tesoro imperial y me detengo extrañado. Me sorprendo al no hallarme ante la opulencia barroca que unos días antes me impresionó en los salones del Palacio Real en Madrid, ni la vistosidad de las joyas de la Corona Real de Inglaterra. Esto en Viena me parece otra cosa. Me ha impactado el austero carácter del recinto, cuasi monacal, con un aura de religiosidad medieval que parece flotar en el ambiente, de manera tal que sin querer, me encontré pensando en el Duque de Alba y luego en Don Juan de Austria, y siglos de historia desfilarían por mi mente imaginando las figuras de reyes y de emperadores, confundiéndolas con nombres de Papas y de caballeros feudales que terminaban por fundirse todos en la sota caballo y rey de las barajas españolas…
En la escuela de equitación española, ante los majestuosos percherones, él vuelve a pensar en personajes de los países bajos, en flamencos ante techos de pizarra inclinados, canales y puentes, con tonos grises y azules, algunos destellos de un amarillo siena con un punto blanco, brillante, cual si le recordase la filigrana de encajes en un lienzo de Franz Hals, o de Vermer... Él necesita unos segundos para recapacitar y repetirse que está en Viena, la de los valses, sí, en Viena, la de Strauss. Se encuentra allí, solo de paso, para presentar unos trabajos de Neuropatología en un Congreso Internacional que se dará unos días más tarde en Budapest. Pensar en estas cosas reales tiene más sentido que estar imaginando interiores ambarinos, con pisos de mosaicos blancos y negros como tableros de ajedrez, o vitrales emplomados y altas ojivas sostenidas por arbotantes y contrafuertes que ascienden hacia el cielo y los ve cuajados de demonios de piedra, diablillos y gárgolas con cachos, gárgaras bajo el cielo de otra ciudad, y él se imagina a Brujas,  tal vez es Lovaina o, ¿quizás Amberes? Él no logra entender por qué el palacio vienés, lo pone a pensar en Brabante y en Hertogenbosch, en Felipe II y en la Santa Inquisición. Tiene que ser algo que ha leído o tal vez lo ha vivido, en otra época, pasada, puede que en una lejana existencia...        
La blancura sedosa de los caballos de paso quedará atrás y la rígida sencillez de los aposentos de los emperadores se borrará de mi mente al hallarme ante la increíble riqueza documental de la Biblioteca Nacional. Enfrenté los libros y vetustos manuscritos hasta  sentirme apabullado. Al mediodía, emergí de la sombre del Hofburg al sol radiante y a la luz.
Te hallarás en medio de  los jardines que parecerán difuminar en tu espíritu las sombras del imperio austrohúngaro. Te sientas entonces a descansar envuelto en el verdor de los pinos que rodean el palacio y observarás curiosamente que te encuentras entre las estatuas de Schiller y de Goethe. Cuando un poco más allá divisas a Wolfang Amadeus en mármol, llegarán a tu mente acompasadas cadencias musicales, y no requieres de mucha imaginación, la flauta mágica terminará por silenciarse envuelta en las alas del murciélago de Johann Strauss. Después inmutable, El Danubio Azul. Viena siempre ha sido para vos un hilo musical nacido de tantísimos discos de pasta, muy gruesos, de aquellos que tus padres trajeron una vez desde norte américa, luego de un largo viaje en la época de la segunda guerra, los discos con los valses de Strauss sonando desde niño, regresan, y allí sentado entre estatuas, recordarás estar en un teatro escuchando a Los niños cantores de Viena y luego al cerrar los ojos, estarás aspirando el aroma de un applestrudell maracucho, eso y más… Ahora, finalmente, estáis allí, y vos lo sabéis. Te encontráis en la Viena imperial, sentado en los jardines del Hofburg, ante el trío de estatuas de mármol que voltean a mirarte, sonrientes...
Momentos más tarde estarás de pie ante la gigantesca estatua de María Teresa rodeada por sus cancilleres y frente a dos grandes edificios de arquitectura clásica. Entonces no dudaréis ni un instante y te pondréis de pie ya decidido, y te iréis hacia el Museo de Arte. Allí será el sitio donde vos perderéis la noción del tiempo, hasta finalizar el día. Fran Hals, Vermer, van der Hoogh y van Ostade te hablarán de viejas figuras conocidas a través de hermosos calendarios de las casas comerciales holandesas, que le regalaban a tu padre en las navidades, y te acordaréis como vos te las llevabas para atesorarlas, soñando... Dejándote transportar en el tiempo, transitaréis paso a paso por Gante en la casa de van der Goes, por el taller donde pintaba Rogelio van der Vayden a quien le decían Rogier de la Pasture, por Brujas la de van Eyck, y sobre todo te extasiaréis ante Pieter Brughel el viejo, el que pintaba como el gran Hyeronimus, el discípulo de Pieter Coecke van Aelst, en Amberes, el maestro y su hija, el viejo pintor y ella… Algo llegó a tu mente…
Él retrocede, ¡ahora sí!, se ha introducido en ese mundo apasionante, se ha sumergido en esa aura ambarina de finales del medioevo que excita su imaginación desde niño. Un corredor envuelve su figura en una bruma amostazada y desaparece. Se ha margullido en el aire denso de un patio interior flamenco, con mosaicos de cuadros, y estará avanzando paso a paso hasta llegar ante un portalón, en los Países Bajos, ¿tal vez en Flandes?, ¿serán los albores del Renacimiento?
Ahora lo hueles, sí, y es incienso, lo percibes en el ambiente, tal vez de la Reforma, o la Contrarreforma, todo se agolpa en la misma vivencia y van las pinturas como en una película desfilando ante vos, y abres mucho sus ojos, te asombran las expresiones de los mendigos, te interesan las caras de los campesinos, las risas de los aldeanos llegarás a escucharlas con claridad, tal vez se ríen de vos mismo, ellas, las emocionadas mujeres y aquel, el del jubón en banderola, y el de las calzas de cuero, y miras al de la bragueta con rayas verdes y sombrero de fieltro con una pluma de ganso. Están tristes unos ancianos y chillan los niños, sobre todo los niños, sí, hay muchos niños que corretean jugando, haciendo travesuras, unos van patinando en el hielo, aguas heladas de una laguna, otros son los niños inocentes arrancados de los brazos de sus madres, ellas lloran desconsoladas, vigila la escena la magra y negra figura del Duque de Alba. Pordioseros, lisiados, los ciegos cayéndose en el arroyuelo hacia donde los arrastró el mendigo que les sirve de guía, se ríen de vos, y todos te rodean, y quieren conversarte de sus cosas…
 Vos te alejáis caminando lentamente, más allá, caminando, despacio y después de mirar de reojo a Lucas Cranach, joven o viejo, son las mismas figuras desnudas de Adán y Eva, y te detenéis. Estáis ante las pinturas de Gerónimus, llegaste al esperado Hyeronimus van Aken, Hyeronimus Bosch, el Bosco de los españoles, el gran maestro, ¿el precursor del surrealismo?, el misterioso fantaseador de Bois le Duc…  Te veréis en ese momento obligado a sobrevolar por el largo, casi infinito pasillo, un corredor que te deja avanzar flotando mientras dejáis pasar figuras retorcidas que atisban tu vuelo entre gárgolas y demonios lucífugos. ¿Volará tu imaginación?, y revoloteando llegaréis a situarte sobre El Escorial, estáis más allá de la sierra de Guadarrama, abajo lo veréis y descenderéis ahora, inicialmente en picada, luego con suavidad, aleteas lentamente, y lo vais a hallar sobre un sillón de cuero, está vestido de negro destaca su figura prognática inconfundible, el hijo del emperador Carlos, es él, sí, es Felipe II quien se voltea, parsimoniosamente, y te guiñará un ojo. Vos que ni supiste como llegaste a su alcoba, veréis sus ojillos brillantes entre sus párpados legañosos, y pensaréis ante aquel extraño guiño que todo es irreal y hasta contradictorio, como si quisieras aceptar la realidad plena, de haber llegado hasta allá, tan lejos, y recapacitaréis para decirte que estáis viviendo en pleno siglo XX, al comienzo de la década de los setenta, y que estáis en Viena, sin entender por qué se te ha transformado todo en un revolotear de figuras de la llamada Madre Patria, ¿porqué de España?
 Él cuestionará sus propias lucubraciones, ¡una torpeza!, dirá para sí. Es cierto, pero fue antes, estuve allí, sí… En aquel país de los viajeros que poblaron Las Indias y que tras una cruenta guerra civil, se te presentó como una Nación-Estado que padece ahora una por horrenda y prolongada dictadura. Tan solo la voz del Caudillo manda y lo decide todo, ¿cómo si pudiera nuevamente zarpar la Invencible Armada?  El pasado… Son muchos años viviendo en una sangrienta dictadura, épocas crueles, ¿las de antes?, la humanidad era entonces despiadada, pero, ¿y ahora? La España ultramarina, de aquel imperio que abarcaba el mundo conocido, y vos no lográis entender por qué de estas evocaciones trágicas, tal vez tu condición de iberoamericano, pero, ¡en Viena!, ¿mezclar tu vida criolla con extrañas raíces hispánicas? ¡Es bien raro el asunto! Sentir todo esto, por estos lares, aquí en Viena, ante las ruinas del imperio austrohúngaro...
Años después alguien llegará a sus oídos para contarle algo que él desconocía, y le dijo que su bisabuela  paterna había estado casada con un oficial vienés. Él quien ni idea tenía de ese hecho, al punto diría, ¡nada que ver! Así responderá él, ipsofacto.  Es que no creo en reencarnaciones, aunque, francamente hablando, todos sabemos que de que vuelan-vuelan. Pero los valses suenan y la música le acompaña y él se irá de paseo, de turisteo,  y tomará un viaje en autobús, un tour le dirán, uno que vaya por los bosques de Viena, lo preferirá él, y así, girando, casi danzando entre montañas llenas de pinos, cabezeando despertará al llegar a Mayerling. Horas después, al visitar el palacio de Schombrum se hallará ante un nuevo Versalles, más pequeño, pero lleno de historias, de cuentos sobre la emperatriz María Teresa y sus dieciséis hijas, las diligentes princesas que pintaban y bordaban y cantaban y en la medida que crecían, cada una iba moldeando su real destino, de manera irreal, de una forma muy peculiar... Creyó él entonces escuchar, en el silencioso eco de los amplios salones del palacio, el clavicordio y vio pequeñín a Wolfang Amadeus, de seis años, interpretando un concierto, y detectó erguido detrás de él, a la figura de su padre, mirando atento al niño. Después le dio por imaginar al débil aguilucho, el hijo del pequeño gran corso, el retoño del emperador Bonaparte, preso en aquella jaula de oro, el hijo de Napoleón, nieto de Josefina, no volaría lejos, no así su madre Hortensia, antes de que el temido general muriese en el destierro, tal vez envenenado, ¿por una úlcera?,  esa mano allí, dolor en el epigastrio, ¿padecería por un cáncer de estómago?, y la madre del débil aguilucho cuando aún ni estaba en plumones, ella dando funciones, se desquitaría con creces, ¿de su marido?, escandalizaría a media Europa y estremecería a la corona imperial con su conducta, después… Él la escuchará. Ella está llorando, la tuberculosis aniquilará al pequeño vástago de Napoleón. Cést la vie.
Avanzarás, paso a paso por los recintos de Schombrum y ante la figura de Maximiliano recordarás el humo en la boca de los fusiles de Édouard Manet, en Querétaro, frente al muro... Habrás de finalizar el día visitando el castillo de Belvedere. Desde lo alto, Viena se te ofrece amplia, explayada en ocres y en chispas de naranja y oro, la verás rodeada por el ring, bruñendo techos de pizarra, salpicando los rescoldos del Danubio con destellos de lapislázuli, con sombras de un malaquita tenue entre las casas que divisarás desde tu atalaya en los jardines de Belvedere, y creerás reconocer la torre aguda de la iglesia de San Esteban y tu vista se perderá entre la bruma que borra el Danubio y punto tras punto lo verás rielar, como azogue...
Entonces él pensará casi con envidia en Eugenio, el emperador que derrotó al ejército turco. Ya no es azul el río Danubio, ciertamente, mas sin embargo él no opondrá más resistencia ni lucubrará ideas locas ni pensamientos negativos y por el contrario, permitirá que el embrujo de la vieja ciudad lo envolviese en aquel atardecer de bronce y gualda penetrándole hasta los tuétanos y por un rato, breve sí, logrará olvidar quien era, de donde venía y hacia donde lo llevaba la vida...
                                               
Modificado de "La entropía tropical" novela, Ediluz 2003
Maracaibo, diciembre 2015

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