lunes, 9 de diciembre de 2024

La anatomía inerte


Este artículo con un título invertido, es decirInerte anatomía, fue publicado hace 4 años, en noviembre del 2021; veníamos de pasar el COVID 19 y era adecuado para los días aquellos… Hoy comenzando el final… Me refiero a que estamos a lunes 9 de diciembre y ya es casi terminal este convulsionado 2024, de modo que tras rehacer “por encimita” el tema anatómico, publicaré nuevamente del anatómico asunto….

Pensando en que tenía una novela inédita, aún sin buscarle un título, publique unos fragmentos del manuscrito en febrero del 2016, - ¡hace ya ocho años! - Me animé a publicar un adelanto de aquello, que escribí pensando en que quizás existiría la posibilidad de crear una novela alrededor de un maracucho que empezaba a estudiar Medicina. El proyecto, nunca se consolidó, y hoy me he tropezado ya no con un par de páginas de aquel texto, sino con el tema derivado de lo que espero no debe ser visto como “un re-frito”…

-Vos me dijiste que ibas a hablarme de realidades destacando el hecho de que tu relato, dizque estaba insuflado por un extraño “tremor anatómico”. Por aquí teníamos que comenzar todos, te respondí yo, recordándote... Sí, todos comenzábamos leyendo el letrero colocado encima de la gran puerta. “Sala de Disección”. Eran los días lejanos cuando estábamos iniciándonos en el primer año de los estudios médicos y todo era novedoso y hasta emocionante. Vos me aclaraste que había entre tus recién conocidos compañeros, quienes preferían llamar a aquel recinto “el anfiteatro”. Mirándome un instante, medio de reojo, murmuraste… ¡No era anfiteatro ni un carrizo! Repetiste entonces que me relatarías, tan solo la pura verdad.

Era un salón muy amplio, con las paredes tapizadas por baldosas blancas y existían unos doce mesones de concreto y granito simétricamente ordenados para colocar los cadáveres. La idea era que los íbamos a conocer, manoseándolos. Yo te miré, y ni abrí la boca y vos añadiste. Después te doy más detalles. Supuse que se te había ocurrido que tenías que ir primero a relatarme el cuento del local anexo. Así lo denominaste, vos mismo y era aquello que existía más allá, en el fondo, con otra puerta, una de metal que se divisaba en el extremo opuesto del salón. Me aclaraste que vos me lo querías explicar con detalles, porque eran muy necesarios para entender lo de los mesones... Me enteré entonces de que al cruzar el umbral, existía un breve túnel, y desde allí mismo se abría un área cerrada, muy oscura y poco visitada, la del gran estanque. ¿Qué más?

Quienes se atrevieron alguna vez, ¿me entendéis?, a ingresar en aquel ambiente, siempre hablaban de la humedad y del olor penetrante a formol y todo todo, estaba muy oscuro… Me contaste entonces que, cuando ya comenzabas a ver algo, en ese momento, te tropezaste con un hombre muy flaco, moreno, que estaba de pie, luciendo una especie de mono de trabajo gris oscuro. El tipo ya era famoso, desde hacía muchos años, y lo conocían como “El pez espada”. Escuché otros detalles que narraste sobre aquel ser desgarbado y tétrico, a quien yo imaginaba con una guadaña, pero quien realmente complementaba su atuendo con unas botas largas de caucho. “El pez” se encargaba, así me dijiste, de tapar y destapar el gran estanque y de remover los cadáveres usando una vara larga con un gran gancho de acero en el extremo. Yo me quedé pensando en que no era guadaña sino garrocha, y usado como arma quizás podría ser el origen de su apodo, mientras vos atropelladamente me dabas más detalles que prefiero obviar aquí. El frío y lúgubre amo de aquel recinto, el “pez-espada” parecía ser supuestamente el único conocedor de todos los cadáveres que ya formolizados nadaban en el gran tanque. Era él quien los buscaba para localizar “los mejores”, en ocasiones complaciendo peticiones de profesores o de estudiantes “preparadores”.

Todos andábamos siempre enfundados en unas batas de color blanco ya amarillentas, así me lo recordaste o informaste y entendí que los estudiantes las requerían para cumplir sus tareas en las disecciones anatómicas. Vos quisiste entrar en detalles y me contaste que habías podido presenciar varias veces las tareas del pezespada y que no siempre los magros difuntos aceptaban su garfio. Me aseguraste que algunos se escapaban, iban girando por su cuenta y se hundían a discreción, para resistirse al reclamo del señor del recinto sin dejarse pescar por su garfio...

Cuando vos me explicaste detalladamente lo difícil que era aquella diaria tarea del pezespada, especialmente cuando se atrevía a ofrecer entregas de “un dos por uno”, lo que llegó a mi mente -sinceramente y parecerá inverosímil-, pero fue aquel valse peruano de vamos amarraditos los dos… Gracias a la pericia de su manejo de pica y garfio, los cadáveres terminaban por ser colocados en los mesones. Me dijiste, que el pezespada los secaba para que no llorasen los estudiantes… Por el formol digo, me comentaste esclarecedor; y al entenderte recuerdo que pensé… Llorar… ¡Ni que fuera cebolla!

Era siempre impresionante la sensación de humedad colándose fría a través de los guantes… Vos me lo asegurabas como si el formol hubiese embebido ya y para siempre tus manos por la humedad de aquellos cuerpos entecos, grises o muy oscurecidos, algunos ya con un tinte violáceo. De manera que así, fue como vos, paso a paso me fuiste relatando tus primeras vivencias anatómicas y quizás para humanizarlas un tanto, me decías que mirabas las inquietas manos de tu compañera de equipo, aunque cubiertas por el látex de sus guantes, y yo pensé en la de los ojos verdes, mientras vos supuestamente imaginabas lo que podía estar ella sintiendo al manosear los músculos, tendones y aponeurosis de los entecos pero fríos y remojados difuntos.

Vos dizque le atendías a sus ojos –los de ella- atisbando otros cadáveres y yo pensé “verdes son las esmeraldas, verde el color del que espera, y las ondas del océano y el laurel de los poetas”… Sobre las mesas de piedra, sus manos, pero a vos como que ni te paraba una micra; ella quizás pensando decidirse por buscar alguno mejor conservado (a los cadáveres me refiero, porsia…) “Verdes los tienen las náyades, verdes los tuvo Minerva y son verdes las pupilas de las hurís del profeta” A los difuntos en las mesas me refiero… Si acaso ella llegase a mirarte… Vos dizque lo pensaste, pero no era posible y yo de regresé a pensar en un valsecito y con aquellas estrofas de ojos verdes Bequerianos pensé: se estilan tus ojazos y mi orgullo, como si la música en mi cerebro tratase de aplacar el olor a formol que impregnaba tu historia.

Vos la mirarías a ella, mientras sus manos enguantadas reposanban tranquilas sobre una pierna negruzca y volteaban sus ojos atisbando los rasgos de otro cadáver, una mujer delgada indígena, escuálida, seguramente fue tuberculosa. Eso me dijiste vos, ya que dizque lucía sus cavernas pulmonares ya curadas por años de formol. Ella dejaba ver sus dientes con una sonrisa triste. ¿Tal vez fue madre, alguna vez? Me lo preguntaba esto cuando me contaste que sus músculos fijados, delgados como fuetes, volarían por los aires en la oscuridad durante una clase de proyecciones histológicas. Así habían sido las cosas, y todos, según vos afirmarías, ciertamente eran irrespetuosos, pero valía todo en medio de la felicidad de aprender, de salir de la ignorancia con la ayuda de ellos, los silenciosos maestros.

En ocasiones me dijiste que te daba por preguntarte… ¿Quiénes serían en vida aquellos muertos? Yo regresé a mi musical contraparte imaginando algún recrujir de almidón que tal vez nacería en sus ropas, pues seguramente ellos vivirían luciendo sus atuendos, quizás la gente los miraría con envidia por la calle y de ellos tal vez murmuraban los vecinos los amigos y el alcalde… Ahora tan solo eran cadáveres, que instruían silenciosos sus lecciones. Nunca más vestidos… Mientras vos con los demás compañeros, vivían todo aquello, impertérritos y hasta engreídos cuando observaban los grises y mudos maestros de anatomía, rígidos, desnudos, cada uno seguramente con su historia personal, que terminarían siendo inventadas por los mismos estudiantes. Ellos silentes, bajo su piel de un ocre pardo oscuro, solo enseñaban, aunque nada decían…

¿Quién sería el misterioso gigantón de los grandes serratos? Contaban que era un polaco cargador de bultos en el malecón. Frente a la mesa de granito, los ojos verdes de ella te miraban, ¿interrogantes? Entonces vos, serio y altanero, supongo yo que en tu mente le responderías…Yo sé que se estilan tus ojazos y mi orgullo cuando voy de tu brazo por el sol y sin apuro… Así lo quise pensar yo, mientras vos querías explicarme todo lo que contaban las leyendas de los previos pasantes. ¿Usaría alguna vez un traje de casimir aquel polaco? Cuál si fuese un humano… Sí, y tal vez andaría muy galante, dominguero quizás, y yo repetía mis preguntas… Desde luego parece un juego que pensara en el valse aquel en vez de regresar a Bécquer “ante aquel contraste de vida y misterio, de luz y tinieblas” pero ni pensé un momento en la soledad de ellos, los mudos maestros, tan solos… que solos, se quedan los muertos

Al despedirme regresé a mi valsecito peruano y añoré no poder saludar a mí amigo con un gesto como tocando el ala de mi sombrero mejor pero hube de aceptar que en estos tiempos, ya no se estila, ni tan siquiera un sombrero para defendernos de nuestro marabino sol, tan fiero, ya sé que no se estila, ni se acostumbra ahora que para cenar te pongas jazmines en el ojal, y es que los tiempos han cambiado y aunque no habría nada mejor que ser un señor de aquellos que vieron mis abuelos, será, posible mejorar gracias a que en las universidades muchos apacibles cadáveres se permiten enseñarle en silencio la anatomía del cuerpo humano a tantos bisoños estudiantes y es así y así será como se sigue estudiando la inerte anatomía.

Maracaibo, lunes 9 de diciembre del año 2024

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