Este artículo con un título invertido, es decir “Inerte anatomía”, fue publicado hace
4 años, en noviembre del 2021; veníamos de pasar el COVID 19 y era adecuado
para los días aquellos… Hoy comenzando el final… Me refiero a que estamos a
lunes 9 de diciembre y ya es casi terminal este convulsionado 2024, de modo que
tras rehacer “por encimita” el tema anatómico, publicaré nuevamente del
anatómico asunto….
Pensando en que tenía una novela inédita, aún sin buscarle un título,
publique unos fragmentos del manuscrito en febrero del 2016, - ¡hace ya ocho años!
- Me animé a publicar un adelanto de aquello, que escribí pensando en que
quizás existiría la posibilidad de crear una novela alrededor de un maracucho
que empezaba a estudiar Medicina. El proyecto, nunca se consolidó, y
hoy me he tropezado ya no con un par de páginas de aquel texto, sino con el
tema derivado de lo que espero no debe ser visto como “un re-frito”…
-Vos me dijiste que ibas a hablarme de realidades
destacando el hecho de que tu relato, dizque estaba insuflado por un extraño “tremor
anatómico”. Por aquí teníamos que comenzar todos, te respondí yo, recordándote...
Sí, todos comenzábamos leyendo el letrero colocado encima de la gran puerta. “Sala
de Disección”. Eran los días lejanos cuando estábamos iniciándonos en el primer
año de los estudios médicos y todo era novedoso y hasta emocionante. Vos me
aclaraste que había entre tus recién conocidos compañeros, quienes preferían
llamar a aquel recinto “el anfiteatro”. Mirándome un instante, medio de reojo, murmuraste…
¡No era anfiteatro ni un carrizo! Repetiste entonces que me relatarías, tan
solo la pura verdad.
Era un salón muy amplio, con las paredes tapizadas
por baldosas blancas y existían unos doce mesones de concreto y granito
simétricamente ordenados para colocar los cadáveres. La idea era que los íbamos
a conocer, manoseándolos. Yo te miré, y ni abrí la boca y vos añadiste. Después
te doy más detalles. Supuse que se te había ocurrido que tenías que ir primero
a relatarme el cuento del local anexo. Así lo denominaste, vos mismo y era aquello
que existía más allá, en el fondo, con otra puerta, una de metal que se
divisaba en el extremo opuesto del salón. Me aclaraste que vos me lo querías
explicar con detalles, porque eran muy necesarios para entender lo de los
mesones... Me enteré entonces de que al cruzar el umbral, existía un breve
túnel, y desde allí mismo se abría un área cerrada, muy oscura y poco visitada,
la del gran estanque. ¿Qué más?
Quienes se atrevieron alguna vez, ¿me entendéis?, a
ingresar en aquel ambiente, siempre hablaban de la humedad y del olor
penetrante a formol y todo todo, estaba muy oscuro… Me contaste entonces que,
cuando ya comenzabas a ver algo, en ese momento, te tropezaste con un hombre
muy flaco, moreno, que estaba de pie, luciendo una especie de mono de trabajo
gris oscuro. El tipo ya era famoso, desde hacía muchos años, y lo conocían como
“El pez espada”. Escuché otros detalles que narraste sobre aquel ser desgarbado
y tétrico, a quien yo imaginaba con una guadaña, pero quien realmente complementaba
su atuendo con unas botas largas de caucho. “El pez” se encargaba, así me
dijiste, de tapar y destapar el gran estanque y de remover los cadáveres usando
una vara larga con un gran gancho de acero en el extremo. Yo me quedé pensando
en que no era guadaña sino garrocha, y usado como arma quizás podría ser el
origen de su apodo, mientras vos atropelladamente me dabas más detalles que
prefiero obviar aquí. El frío y
lúgubre amo de aquel recinto, el “pez-espada” parecía ser supuestamente el
único conocedor de todos los cadáveres que ya formolizados nadaban en el gran
tanque. Era él quien los buscaba para localizar “los mejores”, en ocasiones
complaciendo peticiones de profesores o de estudiantes “preparadores”.
Todos andábamos siempre enfundados en unas batas de
color blanco ya amarillentas, así me lo recordaste o informaste y entendí que
los estudiantes las requerían para cumplir sus tareas en las disecciones
anatómicas. Vos quisiste entrar en detalles y me contaste que habías podido
presenciar varias veces las tareas del pezespada y que no siempre los magros
difuntos aceptaban su garfio. Me aseguraste que algunos se escapaban, iban
girando por su cuenta y se hundían a discreción, para resistirse al reclamo del
señor del recinto sin dejarse pescar por su garfio...
Cuando vos me explicaste detalladamente lo difícil
que era aquella diaria tarea del pezespada, especialmente cuando se atrevía a
ofrecer entregas de “un dos por uno”, lo que llegó a mi mente -sinceramente y
parecerá inverosímil-, pero fue aquel valse peruano de vamos
amarraditos los dos… Gracias a la pericia de su manejo de pica y
garfio, los cadáveres terminaban por ser colocados en los mesones. Me dijiste,
que el pezespada los secaba para que no llorasen los estudiantes… Por el formol
digo, me comentaste esclarecedor; y al entenderte recuerdo que pensé… Llorar… ¡Ni
que fuera cebolla!
Era siempre impresionante la sensación de humedad
colándose fría a través de los guantes… Vos me lo asegurabas como si el formol
hubiese embebido ya y para siempre tus manos por la humedad de aquellos cuerpos
entecos, grises o muy oscurecidos, algunos ya con un tinte violáceo. De manera
que así, fue como vos, paso a paso me fuiste relatando tus primeras vivencias
anatómicas y quizás para humanizarlas un tanto, me decías que mirabas las
inquietas manos de tu compañera de equipo, aunque cubiertas por el látex de sus
guantes, y yo pensé en la de los ojos verdes, mientras vos supuestamente
imaginabas lo que podía estar ella sintiendo al manosear los músculos, tendones
y aponeurosis de los entecos pero fríos y remojados difuntos.
Vos dizque le atendías a sus ojos –los de ella- atisbando
otros cadáveres y yo pensé “verdes son
las esmeraldas, verde el color del que espera, y las ondas del océano y el
laurel de los poetas”… Sobre las mesas de piedra, sus manos, pero a vos
como que ni te paraba una micra; ella quizás pensando decidirse por buscar
alguno mejor conservado (a los cadáveres me refiero, porsia…) “Verdes los tienen las náyades, verdes los
tuvo Minerva y son verdes las pupilas de las hurís del profeta” A los
difuntos en las mesas me refiero… Si acaso ella llegase a mirarte… Vos dizque
lo pensaste, pero no era posible y yo de regresé a pensar en un valsecito y con
aquellas estrofas de ojos verdes Bequerianos pensé: se estilan tus
ojazos y mi orgullo, como si la música en mi cerebro tratase de
aplacar el olor a formol que impregnaba tu historia.
Vos la mirarías a ella, mientras sus manos
enguantadas reposanban tranquilas sobre una pierna negruzca y volteaban sus
ojos atisbando los rasgos de otro cadáver, una mujer delgada indígena,
escuálida, seguramente fue tuberculosa. Eso me dijiste vos, ya que dizque lucía
sus cavernas pulmonares ya curadas por años de formol. Ella dejaba ver sus
dientes con una sonrisa triste. ¿Tal vez fue madre, alguna vez? Me lo
preguntaba esto cuando me contaste que sus músculos fijados, delgados como
fuetes, volarían por los aires en la oscuridad durante una clase de
proyecciones histológicas. Así habían sido las cosas, y todos, según vos
afirmarías, ciertamente eran irrespetuosos, pero valía todo en medio de la
felicidad de aprender, de salir de la ignorancia con la ayuda de ellos, los
silenciosos maestros.
En ocasiones me dijiste que te daba por
preguntarte… ¿Quiénes serían en vida aquellos muertos? Yo regresé a mi musical
contraparte imaginando algún recrujir de almidón que tal vez
nacería en sus ropas, pues seguramente ellos vivirían luciendo sus atuendos,
quizás la gente los miraría con envidia por la calle y de ellos tal vez murmuraban
los vecinos los amigos y el alcalde… Ahora tan solo eran
cadáveres, que instruían silenciosos sus lecciones. Nunca más vestidos…
Mientras vos con los demás compañeros, vivían todo aquello, impertérritos y
hasta engreídos cuando observaban los grises y mudos maestros de anatomía,
rígidos, desnudos, cada uno seguramente con su historia personal, que
terminarían siendo inventadas por los mismos estudiantes. Ellos silentes, bajo
su piel de un ocre pardo oscuro, solo enseñaban, aunque nada decían…
¿Quién sería el misterioso gigantón de los grandes
serratos? Contaban que era un polaco cargador de bultos en el malecón. Frente a
la mesa de granito, los ojos verdes de ella te miraban, ¿interrogantes? Entonces vos, serio y
altanero, supongo yo que en tu mente le responderías…Yo sé que se
estilan tus ojazos y mi orgullo cuando voy de tu brazo por el sol y
sin apuro… Así lo quise pensar yo, mientras vos querías
explicarme todo lo que contaban las leyendas de los previos pasantes. ¿Usaría
alguna vez un traje de casimir aquel polaco? Cuál si fuese un humano… Sí, y tal
vez andaría muy galante, dominguero quizás, y yo repetía mis preguntas… Desde
luego parece un juego que pensara en el valse aquel en vez de regresar
a Bécquer “ante aquel contraste de vida y misterio, de luz y tinieblas” pero ni pensé un momento en la
soledad de ellos, los mudos maestros, tan solos… que solos, se quedan
los muertos…
Al despedirme regresé a mi valsecito peruano y añoré no poder saludar a mí amigo con un gesto como tocando el ala de mi sombrero mejor pero hube de aceptar que en estos tiempos, ya no se estila, ni tan siquiera un sombrero para defendernos de nuestro marabino sol, tan fiero, ya sé que no se estila, ni se acostumbra ahora que para cenar te pongas jazmines en el ojal, y es que los tiempos han cambiado y aunque no habría nada mejor que ser un señor de aquellos que vieron mis abuelos, será, posible mejorar gracias a que en las universidades muchos apacibles cadáveres se permiten enseñarle en silencio la anatomía del cuerpo humano a tantos bisoños estudiantes y es así y así será como se sigue estudiando la inerte anatomía.
Maracaibo, lunes 9 de diciembre del año 2024
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