jueves, 18 de mayo de 2023

SAMPLEGORIO


Otra vez les tocaba hacer acto de presencia en el mitin. Así denominaban antes a las concentraciones masivas de los ciudadanos cuando iban a escuchar entusiasmadas al Mesías. Era el momento. Ya habían llegado los chimbangleros, los sambeniteros y los sanviteros, todos con un tremendo merequetén empecinados en bailar al santo para ahuyentar el hambre que era peor que la peste. Quizá por eso, vos los veías descender desde el Cerroeloscachos y del Nuevomundo, llegaban de los Altos de Jalisco, de la Pomona, de por La Limpia, desde La Curva y las Playitas, caminando por la CañáeMorillo y hasta del Empedrao allá por Santa Lucía... Venían sucios, cubiertos de cenizas, ¡con una pintaelocos!, vestidos con bartolas, muchos suplicando perdón, mesándose los cabellos, jalándose y tironeándose las parraguerras como si estuvieran de huevito. Parecían estar esmollejaitos de bola, como si el coco les patinara, con chivo o con iguana, siempre en coco. Venían con sogas en el pescuezo, curricanes en el cuello, pitas en el cogote, más sucios que el siruyo. Llegaban todos con velas y relicarios, azotándose hasta sacarse la chicha, dándose correazos sobre ellos mismos, dándose y dándole a los demás, y era que ellos querían expiar sus culpas. Al menos, eso decían. Es por haber sido tan requetebolsas gemían unos, tan regüeleñemas gritaban otros, y era que desde hacía ya unos años habían dejado de creer que el mal que los diezmaba, era un castigo del cielo. Se sentían culpables ellos mismos. Venían repartiendo fuete, y repartiéndose. Dame, a mí, dame, ¡dame más!, dale más duro, ¿queréis maduro?, y ¡juápiti y zuácata!, y así por las calles, largando el forro, levantando un polveroloco, y con aquel pocoteeperros flacos y carcomidos por la sarna que se les pegaban atrás.

Venían esgañitándose cantando, perdona a tu pueblo señor, misericordia, no estéis eternamente enojado, rogándole al propio Mesías porque todos sabían que a él tenían que adularlo, era una de sus características recónditas. Pero, curiosamente, todavía confiaban en el tipo. Él era el mismo a quien en voz baja todos mentaban como “er mesiánico”, y ellos pensaban que todavía los podría salvar. Podríos, en billetes verdes estaban los Ministros,¡y sus comilitones!, podríos y gordos como cochinos cebaos estaban algunos del grupúsculo que controlaba a los controladores de los controlados. Se sentían eternizados, y fresco si se echaban. Pero la gente estaba excesivamente necesitada y regresaba, volvía con un dejo de entusiasmo, pensando que tal vez esa sería la ansiada oportunidad de mejorar. Todos, en esta cruzada, venían hasta la ciudad de fuego en un verdadero rebullicio, y los clérigos de la colegiata, los diáconos, los coadjutores, los vicarios, los capellanes y hasta unos monaguillos, corrían en emergencia, se esmachetaban a esconder las palomas de la paz, a ocultarlas en las alturas. Te explico. Es que tenían que encaramar a los avechuchos en los campanarios, para que no se los manducaran como había sucedido en otras ocasiones cuando se reunían en concentraciones patrióticas. ¡El hambre era pelúa! Venid y vamos todos, repetían, pero ninguno parecía saber nada. Eso sí, todos estaban enseñaitos de bola, sabían cómo debían protegerse y defenderse de las terriblemente célebres pústulas podridas y de las oligarquías conservadoras.

Todavía algunos recordaban los epítetos aquellos, de las manos peludas y de golpistas, eran términos ahora caídos en desuso, prohibidos por el Mesías mismo, y es que todos sabían que no se debían ni mencionar, puesto que era como sacar la soga en la casa del ahorcado. Además era peligroso, porque se podía resbalar el más pintao. ¡No ve que ellos estaban por todas partes! Andaban de cachuchita, de boina, o pelones, pero mosca, ¡ojo e garza! Tenían el poder de las armas. Siempre pertrechados, y vos ahí, temblando porque de quien menos lo esperabas, ¡tras!, por menos de lo que vale un plato de lentejas, y es que había el hambre hereje, evacuaban casi el piano de cola con orquesta y todo... Eran esas, unas de las pocas oportunidades propicias, pues, ¡la delación era otro de los escasos negocios en los que se podía progresar! Era la manera de entrar en órbita y disfrutar de una ñinguita del poder… ¡Comer! Ellos defendían el pellejo de sus cofrades, todos iban de kaki, o de verde oliva, algunos con parchos en la ropa, sin poros, sencillamente, remendados, o camuflados, y cuando se podía, ellos dejaban, con un sentido amable y permisivo, que se resolvieran las cosas por su peso, como en un almacén de telas de los de antes, de liquidación. Esto que llamaban, las matazones, si eran permitidas, puesto que si eran para sobrevivir, ¡que se bañaran en sangre! ¡Es plash! ¡El muerto hereje!, prontuario semanal, como sábado sensacional, eso decían los numeritos. Pero era parte del acuerdo. Por eso, a pesar de lo sangrón, evidentemente era inexpugnable el sitio, y por eso era conocido en el argot popular como el Miraflores menstrual.

Entonces fue cuando en la tierra caliente, con la promesa de la asamblea de los ciudadanos y demás jaibas, novedosas para los tiempos que corrían, aparecieron los flagelantes. ¡Juápiti, flíquiti y zuácata! Venían en un solo cardumen. Embartolaítos, y como en una onda epidémica. Ellos eran, ¡que locura!, eran una propia peste. Representaban lo que había quedado de los elípticos comités para defender la jaiba aquella, ellos con sus delatores los que ubicaron los últimos mendrugos en cada pueblo, antes de que les dieran los hierros y las fucas, pero ahora pelando estaban, y fuetecito en mano era como andaban. Una miasmita, y puesto que parecían locos, eran verdaderos mamarrachos, algunos iban disfrazados todavía con sus boinas rojas, otros hasta de curas, puesto que la sotana podía valer para lograr alguna limosna, la mayoría ya se sabían poner sus caretas bien, y lucían hasta gorras militares, o una cachucha que siempre podía dar dividendos. Entre todos ellos había mancos y quebraítos con su popora atrás, varios enanos, un montón de tuertos virolos, tullíos, escrofulosos, machetepandos, hasta se colearon algunos leprosos de contrabando. Unos venían con la chingolita y otros con la pata coja, varicosos, maricosos, mocosos, ociosos y bastantes morbosos. Era todo el producto de la hambruna sostenida y de la desesperación resignada. ¡Pero ya va! Es que estos usualmente eran nada más y nada menos que los simuladores. Ya viene la plaga, cantaban unos, nos gusta bailar, aullaban otros, y todos venían danzando al son que les tocaban. Bueno, es que esos siempre habían existido, ¿no es verdad? Unos parecían ser víctimas de la sabrosita, como si de un rascabucheo picoso se tratase, y se estremecían, brincando con furia, cualquiera pensaría era por la piquiña, pero daban que pensar, en realidad algunos lucían movimientos espásticos, desesperados, exagerados. Movimientos extrapiramidales por carencias vitamínicas sostenidas, con el consiguiente mal coréico por hipovitaminosis, una especie de pelagra momificante... Ese había sido el dictamen del científico y lo fusilaron, pero mejor ni te cuento. Se diría que era una propia turba de suplicantes quienes llegaban. Venían esguañangándose para acercarse al tipo y de repente y tal, lograr su perdón, o poder tocarle la orla de su manto, y es que algunas veces él se ponía una capa roja como si acaso todos no supieran ya que en la intimidad de su palacio, él se las tiraba de Superman. Todavía usaba el camisón verde-oliva para imitar a su Padre Creador, o se ponía su franela roja, o a veces la negra, con esa rica sensación que le producía el sentirse musolínicamente poderoso. La negra era la que le escondía mejor los collares del santoral mayombero, o le disimulaba el refajo con la tacamaca en el ombligo y la doble vuelta de la bandera nacional enguaralada girando tres veces alrededor del maruto.

Muchos estaban religiosamente convencidos de que con la penitencia que representaba haber subsistido durante tantos traslados en los autobuses y la sudadera de los días y meses de padecimientos, cada peregrinación debería servir, suponían ellos, para lograr algún crédito, un subsidio de la municipalidad, unos cobritos desde una alcaldía, la olvidada cesta ticket o, por lo menos apoyo moral en alguna gobernación de Estado, pero todos estaban seguros que al final no habría nada para ninguno y que tan solo el pote sin fondo de la partida secreta, sería la última esperanza. Ya se conocía que aquella era la única fuente de divisas seguras y por eso, todos pensaban que en algún momento, le podrían hacer el gran favor al tipo, o sea, lo que él les pidiera, y complacerlo, y entonces, ¡manque sea, algo nos pichará!, se decían. Luego, resignadamente gemían, vai pues, si no es hoy, pues será mañana... ¡Vana ilusión! Pero ya el Mesías estaba al llegar. Había que verle la cara a esa remollejamentasón de locos, hasta cienmil, bueno eran como unos quinientosmil más o menos, e iban todo el tiempo alabándole sus cualidades de hablador. Porque dejame decirte que a él le encantaba verlos así, arrastrados, entre jalándole y columpiándose, de bus en bus, de casa en casa, de pueblo en pueblo, ¡con una ilusión del carajo!, coreando consignas, ¡arriba la saliva, lancemos los gargajos, solo él nos sacará de abajo!, y hasta rimaba la jaiba, y mientras tanto sonaba el tambor. Dale que dale, los chimbangles meneándose, culoepuyas, kukurbatas, minas y hasta bongós. Pucutucu pumpum. ¿Y los látigos? No te me vayáis a olvidar de los bejucos, con agujetas, corozos, cascajos, con alfileres, hasta con alpitas los arreglaban. Ellos juqui y juaqui, con pepas de guásimo, los más suaves, ¿vos me entendéis?, ¡dándose fleje mano!, y de vez en cuando a cualquiera le daba un patatús por el sol, un soponcio, hasta un tabardillo les podía entrar a esos pobres cristianos. ¿Vos no te fijáis que venían envueltos en olas de calor? Es que el aire era hirviente, como si fuera una bola de tocineta, espeso, se podía cortar con una cuchilla mellada, pero ellos todavía con esperanzas, porque así son los pobres, seguían palante con el entierro, y se flagelaban, y se sacaban los chisguetes, largaban los pedazos, los trozos, estrozaos iban quedando. Si no fuera porque la cañandonga que siempre matizaba todos aquellos momentos, hubiese sido insuperablemente hermoso el espectáculo y en ausencia de los borrachitos, de repente y tal podía caerles un rayo, o venía un ángel y los mandaban a todos para el cielo. Por eso, ellos venían en una sola lamentadera, suplicando y pidiendo perdón, estaban convencidos de que la situación estaba mal, pero querían cobres en la tierra, y a esas alturas del partido, ya los pedían por misericordia, porque, ¡es que era mucha la necesidad mi hermano! Bueno, te diré que daban más funciones que El Variedades, y fuete y fuete. Así, sufriendo esperaban conseguir que el tipo desde allá arriba, desde la mera tarima, a las dos pasadas venía y se condolía y hasta les tiraba algo. Creían ellos. En realidad, se quejaban más que camión de cochinos, ni que decir de aquel perfume, los efluvios de la cañandonga suavizaban el ambiente, afortunadamente, porque usualmente estaba a puro berrenchín, a butacón de tullío, a bragueta de loco, y era lógico, porque, calculá vos, ¿cómo se iban a bañar? Vos te podéis figurar el calorón y aquel olorcito tropical, sin cambiarse los sayones, ¡durante semanas! Escuchando todas las letanías y los sermones, las cátedras de adoctrinamiento estúpido, porque no era más que la repetición del millón de bolserías que vomitaba el mismo loco una y otra vez, multiplicado por los parlantes en una interminable retahíla de falsas promesas. Todo aquel palabrerío insulso con el cual el tipo iba desbarrando, esas cosas que antes denominaban, ¿cómo era que les decían?, las falacias... Era el rey de la mentira, pero vos me entendéis como es la jaiba, de que jefe es jefe y con o sin conchoncho, ya sabéis como es de crédula la gente. Bueno pues, ellos se la mantenían ahí, pegados al corte, en aquel sofoco y entretanto, los adláteres mandaban a repartir la caña pareja.

Claro que de tanto danzar y sacudirse, terminaron por llegar al sitio. A punta de púa y rolo, como unos mismos borregos, fueron arribando a la ciudad de fuego, con el catirito resplandeciente, el cielo azul sin nubes en un día por demás fulgurante... Eso sí, te cuento que abajo de las matas de mango, de nísperos, de cotoprices y de mamones, estaban en situación de espera, ¡casi nada!, los vendedores de cepillado, los chicheros, el de la horchata y el de la vitamina, los buhoneros, tipos raros con cucuruchos en la cabeza, con boinas terciadas, con cachuchitas y pañuelos de colores, algunos lucían cristinas, otros con chisteras y otros sencillamente estaban cocorraspaos. Ya el gentío estaba por llegar y esperaban por ellos el empanadero, el cafecero, los mandoqueros, pero también estaban los distribuidores de la cañandonga y andaba el proveedor, el distribuidor, el vendedor de pitillos, y el de los polvos, iban mezclados entre un montón de poleros, por el calor ya sabéis. Aquello era una especie de ventolera, y todos parecían llegar desde el mismísimo cipote viejo, porque ¿de dónde más podían salir tantos autobusetes y camioneticas y volteos rellenos de locos. Dementes tenían que estar los buenos ciudadanos, casi caquécticos pero esperanzados, con el hambre hereje, y con su tripones lombricientos y plenos de mocos, de pelos ralos y desleídos por el sol, eso sí, pero firmes en la espera, con o sin yodo, pudiera ser que alguito, algodón, ya sabéis, sin ton ni son, les llegara...

Hubo de darse el momento de las explicaciones. Venían en el discurso, y desde la tarima. Como un rugido sordo se escuchaba, eran los gritos confundidos con el gruñido del hambre en las tripas, pero estaban comenzando a aceptar la vaina, por el cansancio, vos sabéis... Estaban comenzando a considerar que aquel sistema era nada más y nada menos que el popularmente denominado muchos años atrás, el del “gendarme necesario” y ¡raspinflay maifren! Eso fue lo que le propusieron al popule meus, nada más al comenzar el nuevo año le dijeron, este será “el de la remollejamentasón”, siempre era así, en períodos gloriosos dividían las jaibas, porque las regiones ya habían desaparecido y la logística era unidireccional. Ellos no entendían muy bien el lenguaje. Estaban confundidos por la hambruna que era enloquecedora, pero todos sabían que el país estaba desde hacía mucho tiempo desfederado y en total bancarrota. Eso era un hecho cumplido, ya hasta las cárceles se habían lavado y algunos en el fondo comenzaban a recordar con nostalgia a los bisabuelos, y a soñar con que habían superado etapas más fuertes, todo aquello de “plan y pal cuartel” y “a nivelar el tonel” y poder hablar hasta de la “manteca vegetal Los Tres Cochinitos”. ¿Vos te acordáis? Pero estaban en un nuevo año, y cualquier cosa valdría la pena, con tal de no perecer con las tripas pagadas al espinazo. Entretanto desde arriba, seguían lloviendo las promesas, y por abajo las mujeres flacas y esmirriadas le hacían carantoñas a los barrigones mamarros de las cachuchas, ¿por qué?, ¿qué otra cosa podían hacer? En realidad, desde la tarima, el tipo les ofrecía la felicidad a manos llenas, y hasta lloraba emocionado el muy sinvergüenza, dizque amando a sus hermanos fenecientes en medio de aquella pobreza franciscana, pero eso sí, como siempre, todo era puritas promesas y más promesas. Todos sabían que tanto blablabla era para tenerlos confundidos pero tranquilos, y menos mal que no necesitarían preocuparse en medio de aquel mollejero porque al final repartían la caña y ¡por lo menos, había música!, porque siempre ellos organizaban una fiesta. Llegaron así a la tarima los timbaleros, los tamboreros y charrasqueros, los furreros, con la tambora y con un cuatro, y ¿cómo es?, con el güiro, vos sabéis. Unos vinieron guapachosos, con una rochelita, merecumbiando y al ratico aparecieron los vallenatos con sus porros, acordoniando, siempre con la cumbiamba, con un verdadero samplegorio montado, como que si todo lo que estaba aconteciendo fuese una sola mamaderitaegallo.

Había una terrible amnesia colectiva y era comprensible, por el hambre, efecto directo de la dieta hipoprotéica... Había que andar en una de antiparabolismo porque si no, era que te enfermabas, ¡seguro que sí! Nadie les pedía la opinión a los que quedaban todavía, pero muchos sabían que el diagnóstico, lo habían hecho los expertos, los investigadores, los que examinaban el humor colérico y el flemático y el sanguíneo y el melancólico, ellos venidos de la gran isla, solo decían "parchos", ponémele parchos porque ya llegamos al serote. Parchos sí, y no vulcanizados, parchos porosos, en la barriga, en las costillas, de caraña en el ombligo, con antiflogistina caliente, o de tacamahaca, pero parchos. Algunos con más interés en la madre natura, olían las brisas para interpretar lo que les llegaba desde las fosforescencias del lago fecal. Sin gaviotas, ya se había vuelto un negro pozo séptico de aceite y lodo despojado de seres vivientes, pero ¡que caracha!, ya no había remedio alguno. No ve usted que habían dejado pasar demasiado tiempo y todos sabían que al final, a todos les caería hasta coquito. El humo color zapote venido del Tablazo envolvía la ciudad y los pescados que se aventuraban desde el lejano mar, traían más mercurio que termómetros de hospital. Lo que llegaba por aire y agua a las márgenes de la ciudad de fuego era enea con rrinquincalla. Los galenos que sobrevivieron, hubiesen recetado sanguijuelas o sangrías, puesto que desde hacía tiempo se había puesto de moda el desaguadero, pero, ¡pobre Hipócrates!, se fueron por la línea de los purgantes, un delicioso, tamarindo sin pepas, aceite de ricino, un kiloesulfato, y si la gusanera era muy vermichélica les daban entonces leche de Higuerón. ¿Cómo te digo? Era que así andaba la gente, regresando a las hierbas aromáticas porque ya ni con las lavativas se mejoraban. Telas de araña tenían obstruyéndoles el tracto gastrointestinal, y si les examinabas el trasero, ellas formaban como motas, por el desuso. Los viejos galenos en lo que veían un hinchón, decían de inmediato: ¡sangría y cauterio! Puro emplasto caliente, sinapismos, azufre, vinagre, miel de abejas, cuernoeciervo, polvo de unicornio, al del cachito torneado me refiero... Pero igualmente había quien, con más sentido común, usaban polvos de antimonio, del que espanta al diablito, pero a pesar de las buenas intenciones, era por demás evidente que no lo habían logrado ahuyentar.

Por supuesto que no todo era amargura. Ellos siempre andaban repartiendo los otros polvitos, los blancos, para lavar y para aspirar, esos penetraban a raudales desde que la frontera se había solidificado en un magma verde por las plantaciones de coca y las grandes factorías con altas chimeneas que preparaban las diferentes prescripciones de la heroína purificada. Además todos andaban uniformados de verde y así se mimetizaban con la madre naturaleza. Al hacer compras, con un mercado de ñame y ocumo, podías recibir tu panela de mariajuna y en cualquier esquina, fluían las drogas al gusto del consumidor. Hasta la vulgar morfina, y el opio extraído de las bellotas de las amapolas, podías obtenerlas sin récipe médico. La medicina simplificada se había impuesto y la familiar, era como el refresco aquel de la botella grande, estaba pasada de moda, totalmente fuera del perol porque las botellitas contenían todas un líquido rojizo y dulzón y además ninguna llevaba etiqueta. Así andábamos cuando el Mesías todavía lampiño, una de sus mayores frustraciones siempre fue no poder dejarse una chiva, él decidió hacer una nueva concentración, una de esas obligatorias, pero eso sí, multitudinaria. La intención sería tan solo, para conversar durante unas seis horas sobre la necesidad de apretarse el cinturón, porque se avecinaban días difíciles para el futuro de la nación... Afortunadamente, sin calármelo, desperté en ese preciso instante.

NOTA: El diccionario dice que “Samplegorio” es una expresión popular que significa alboroto o desorden con el ingrediente de riña en algunas partes como en la subregión Perijá. Su uso actual es muy poco en la ciudad capital –Maracaibo- pero común en otras. Este samplegorio que creo ya alguno debe haber conocido previamente. Esta textualmente copiado de mi novela La Peste Loca(1997).




Maracaibo, jueves 18 de mayo, del año 2023

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