Este relato se parece a uno que en 2019 estando en Toronto le dedicara a José Esparza mi colega brillante virólogo… Aquel con mucho pucu-tucu de las lanchas… Se trataba de precisar la ubicación de los reservorios del virus, agente causal de la encefalitis venezolana, la fiebre equina. Imaginé que éramos como soldados en primera línea, con los que ponen las trampas y cazan los animales entre zancudos, admirando cientos de aves que sobrevuelan los caños y los manglares mientras voy en una lancha...
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cazar, con ellos, quienes desde temprano se levantaron, como los zancudos que
crean nubes ascendiendo desde las charcas, entre las intrincadas enramadas del
manglar, bajo la bora y las pistias, mientras sus larvas están flotando en el
agua que sube y baja, sin chapotear, sencillamente acariciando las raíces
retorcidas del mangle, o bajo las eneas que uno ve oscilar con el viento desde
la lancha. Aedes Tenorrincus, Aedes Aegipty con medias de rayas blancas, Culex
Melanoconium, Psorósfora que es un poco más gordo y más negro, Aedes
Triserratus, zancudos o mosquitos, la misma miasma te dicen, Para protegernos
de ellos nos metimos anoche unas pepas de Aralen.
Los cayucos van y vienen bajo el
puente, repletos de plátanos amarillos y verdes, de guineos quinientos y de
titiaros, de guineos manzanos que cambian de color bajo la sombra del puente.
Nosotros vamos en una lancha de aluminio y la familia entera con sus cinco
tripones viene de frente en una piragüita con toldo rojo. Nosotros con el motor
fuera de borda, que suena pucu tucu y me siento extraño en la lancha, con una
pata blanca de yeso yaciendo sobre una cava de anime, como para hacerle juego,
y es que allí, adentro, están fríos los reactivos. De caqui y muy arrugado es
el sombrero de Hernando, de jipi japa es el sombrero de Karl. Henri está
impecablemente peinado, pareciera usar Glostora con rubina, tal vez Brilcream,
más bien alguna lavanda, huele… Henri
Fossaert es un dechado de elegancia y pulcritud.
Anoche en el campamento. Caja Seca estaba anegada, por la torrencial lluvia de anteayer. Grandes charcas frente a la casita de Malariología y cuando llegamos se pintaban tortuosas con el cielo azul y unas nubes flotando en el barro y todo el paisaje aparecía patas arriba. El ejército de la Sanidad. Existe una vocación, se siente que hay una especie de devoción secreta, un compromiso pareciera guiar al pelotón de soldados de la salud. Andan estos hombres en yips amarillos, y descansan en chinchorros multicolores y la sopa que es densa y bien sabrosa... Malariología: una especie de regimiento de caballeros cruzados.
Lo pienso cavilando sobre el fenómeno de
la sobrevivencia de un ejército en un Ministerio ya sin mística, sin una cabeza
visible. Se estremece en estertores la gran Compañía ante la desaparición de su
jefe… Sus bases desmanteladas, en la Venezuela del modernismo y de la
petroleopulencia. Como si ya las enfermedades tropicales se hubiesen acabado,
como si ya no existiesen más mosquitos, ni gusanos, ni parásitos para ningún,
pata en el suelo, porque el país es rico… Ahora las garzas se espantan ante la
lancha que avanza entre las aguas verdosas de los caños…
Hemos desembarcado y penetramos en
la densa selva tropical que rodea uno de los manglares del río Catatumbo. Me
asombra el coraje de Hernando Drott; el sanitarista colombiano salta entre las
piedras y sobre los troncos derribados de gigantescos árboles, pisa con mucho
cuidado pero va tan rápidamente que pareciera volar sobre los charcos, sobre
hondonadas, sin aferrarse a las lianas, sin tocar la corteza de los añosos
gigantes que descuelgan sus bejucos podridos y fabrican enredaderas como
crinejas listas para sostenerse sin caer, él no las toca, ni trastabilla, es un
veterano, incansable y va entre la maraña rodeado de un enjambre de mosquitos
que parecieran salir de todas partes para envolverlo e inmediatamente
dispersarse hasta hacernos sangrar a los demás. Henri Fossaert ha guardado su
pitillera negra con anillo de oro, en uno de sus bolsillos junto a su libreta
de anotaciones. El microbiólogo de la Sanidad suda copiosamente, la tela de su
camisa se le pega al cuerpo. Karl se rasca la barba y por un momento espanta
los zancudos con su sombrero de jipi japa que ya se ha manchado de sudor.
Sonrío yo también entonces, al
recordar cuando conocí a Karl, en su laboratorio, de Panamá. Desde el
aeropuerto de Tocumen me atreví a visitar expresamente su laboratorio
de arbovirus de la Zona del Canal. En auto llegué al Instituto Gorgas, y desde
entonces habían transcurrido varios años, pero el virólogo gringo estaba
igualito. Henri, perlada la frente de sudor, me mira haciéndome un gesto de
admiración y sonríe al señalarme mi pierna enyesada. Soy un patólogo, y
supuestamente ando cazando virus, con una bota de yeso que me aprisiona la
pierna derecha y ando con un garrote de madera que me sirve de bastón. Debo ser
una visión grotesca en medio de la selva.
Hora tras hora siento como el yeso
me está pesando cada vez más, como si fuese de plomo y sin poder avanzar, medio
enredado, sin dar otro paso, detengo la marcha. En un momento me quedo
rezagado. Toda la inmensidad de la selva oscura, veteada de misteriosos trazos
violáceos y azul verdosos con destellos fosforescentes me rodea, y se me llena
de ruidos la cabeza. Siento extraños crujidos, chirridos, agudos sonidos que se
confunden con el trepidar de cientos de insectos y voy respirando un aire cada
vez más espeso, escaso, impregnado de maderas podridas y de gran humedad. Sudo,
y toda la ropa pareciera absorber un helado y misterioso líquido que se
confunde con la respiración acezante de la selva.
Miro hacia arriba, y en la tupida
arboleda, enredada entre lianas y bejucos, mi vista va tropezando con orquídeas
y lirios como estrellas albas entre parásitas, se desprenden luengas barbas y
descienden y yo aprovecho para mirar mis pies, el yeso embarrialado. Doy unos
pasos, piso en falso, y la pierna sana se entierra hasta la ingle en un
profundo hoyo lleno de hojas y de barro. Como un cañón disparando hacia arriba,
queda la pierna enyesada y el dolor me hace gritar. Me han oído y me buscarán.
Lo pienso...
Un rato después, en el sitio de las
trampas, estoy sentado en un lodazal, e insisto en que no me duele. Observo
sorprendido como Henri se inyecta insulina en una pierna. Pálido y sudoroso, el
doctor Fossaert también sabe sonreír. Mi agotamiento está acercándose al
límite, pero en realidad ya no siento dolor en el esguince, el tobillo
está tan hinchado que ya se ha vuelto insensible, y el yeso, a pesar del barro
que lo cubre, estando sentado en el suelo, pareciera no pesar tanto. Si tan
solo hubiese un soplo de aire puro. La sed es insoportable y el agua de la
cantimplora parece una sopa caliente. Creo que sobreviviré. Si logro salir de
esta selva maldita, podré sobrevivir a cualquier contingencia que me depare el
destino. Recuerdo que así lo pensé observando mi pierna adormecida dentro del
cascarón de yeso.
Tan solo vine para acompañar a los
expertos internacionales, con esa sensación de cucaracha en baile de gallinas,
medio asomado, patólogo con grillos de investigador. Ando metido en este
merequetén, revuelto con sanitaristas y microbiólogos, con una pata tiesa,
enyesado por esguince. Vamos río abajo, en un cayuco, flotando sobre un
afluente del Catatumbo, con un yeso sí, por quedarme dormido en una madrugada…
Remontan vuelo cientos de garzas blancas frente al manglar… Dormido con los
pies puestos sobre la mesa. ¡Mala educación! Roncando, dormido ante los papeles
del manuscrito de un interminable trabajo de investigación sobre la
ultraestructura del sistema nervioso de ratones lactantes inoculados con el
virus de la EEV, y despertar a las cuatro y media de la madrugada, medio dormido
aún, dormido estaba desde la punta del pie hasta la espalda, y solo se
escucharía el crack del tobillo y la pierna parecería comenzar a llenarse de
hormigas, luego el dolor intenso, el yeso el mismo que ahora embarrialado se
ventila con el aire, pero uno está feliz al hacer lo que la gente de
Malariología denomina, el trabajo de campo.
Con la gente de Malariología me he
sentado a saborear un plato de sopa con delicadas presas que parecen pechugas
de gallina y que resultarán ser gordas y jugosas iguanas. Luego en un plato de
peltre floreado, degustaremos un mojito de mana mana, y el chivito en coco ya
viene humeando en una bandeja sobre la rústica mesa. Después de haber tomado
tantas muestras de sangre de caballos y de mulas, luego de haber desandado tantos
potreros y hierbazales cuajados de garrapatas, miro el yeso y siento que la
pierna está hinchada dentro de una porquería de cascarón que me aprieta el
tobillo.
Sentado ante una mesa de
tablones, en la ribera del río Catatumbo, frente a más de veinte cueros de
babas que se secan al sol y frente a una troja donde también se salan grandes
pescados muy blancos, mientras mastico el gustoso chivito en coco, levanto la
mirada y recorro uno a uno a mis nuevos amigos, los hombres de Malariología.
Sin saber por qué, me encuentro pensando en Marcos Vargas, el personaje de don
Rómulo, el de Canaima, y entonces llega a mi mente la frase: “se es o no se
es”. Mientras observo como Karl devora su presa de iguana y Hernando saborea
una cucharada del caldo, veo como Henri diseca cuidadosamente su chivito, y
pienso de nuevo en lo lejos que se hallan tantos jerarcas de la Sanidad, y en
lo poco que se sabe y en lo mucho que tienen que aprender todos sobre “la peste
loca de las bestias”, y me digo que valió la pena, y en mi mente retumba como
un eco “se es o no se es”.
Maracaibo,
jueves 4 de mayo, del año 2023
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