A
finales del pasado siglo XX, Arístides Sarmiento y Silvester Korzeniowski ya
contaban con la ayuda del joven Víctor Pitaluga cuando decidieron incorporar
también en sus proyectos a Rodrigo Gartán, un anatomopatólogo que había
desarrollado un modelo experimental en ratas preñadas para demostrar los daños
intrauterinos provocado por el virus encefalítico.
Estos
trabajos de investigación introdujeron al joven Víctor Pitaluga, recién
graduado como Biólogo en LUZ, en un mundo de ratones, ratas, fetos y placentas
en diversas especies animales examinadas detenidamente durante sus meses de
entrenamiento y aprendizaje con Rodrigo Gartán. Víctor se entusiasmó particularmente
con las cosas novedosas que aprendía y cuanto le mostraba a través del
microscopio el doctor Gartán. Los resultados de algunos de aquellos
experimentos eran cotejados con los virólogos del equipo del doctor Navarro.
Gartán
y el joven Pitaluga habían logrado corroborar las teorías de un profesor
austriaco ya fallecido, el doctor Hans Wagner, propuestas en la década de los
sesenta luego de haber demostrado casos de fetos con necrosis cerebral masiva
en las autopsias que les practicaron, tras haber nacido muertos, eran todos hijos
de madres wayúus quienes estando embarazadas habían padecido de fiebres en la
Guajira en los años 1962 y 63. El patólogo le comentaría estos hechos a Víctor
y la experiencia del joven Pitaluga como novel investigador se ampliaría
considerablemente con los trabajos experimentales. Finalmente, su interés
derivaría hacia el estudio de la patogenia de la lepra bajo la tutela de
Silvester Korzeniowski.
Los
doctores Itriago y Sarmiento, y un poco más tarde Korzeniowski, habían
trabajado desde el inicio de los años cincuenta en el leprocomio de la isla de
Lázaros dirigidos por el profesor Fernández, un médico leprólogo con alma de
investigador interesado en la bacteriología, quien muchos años atrás decidió
ausentarse para aprender más sobre el bacilo de Hansen en el Instituto Pasteur
de París. Diversos aspectos sobre la historia local y nacional de las corinebacterias autóctonas, los había
aprendido Arístides Sarmiento del doctor Fernández.
A
su regreso de Europa, juntos habían revisado en detalle los trabajos realizados
en el siglo XIX por Luís Daniel Beauperthuy sobre la curación de la lepra, por
lo que algunas observaciones interesantes de Fernández y Sarmiento, procedían
de la lectura cuidadosa de las notas escritas por el doctor Beauperthuy, quien
también fuera conocido como “el médico de Cumaná” y quien describiera
detalladas indicaciones sobre el tratamiento del mal de Lázaro cuando trabajaba
en un leprocomio que crearon para él los ingleses en la isla Kaow, en medio del
río Esequibo.
Sarmiento
había examinado con Korzeniowski algunos cultivos de bacilos locales e intentaron
diversas técnicas dirigidas a alterar la cubierta celular de las bacterias inicialmente,
sin obtener respuestas favorables. En la isla de Lázaros frente a la denominada
por el doctor Negrette “la ciudad de fuego”, ellos habían ensayado con los
enfermos aplicando los tratamientos propuestos por Beauperthuy, pero tampoco
lograron mejorías aparentes de la enfermedad.
Cuando
regresara de Francia el consagrado investigador leprólogo Arquímedes Fernández,
quien volvía “a dejar sus huesos enterrados en su tierra natal”, según él mismo
lo había declarado, se entrevistó con el profesor Sarmiento, y tras elogiar los
trabajos sobre las cepas del bacilo de Koch que su amigo Arístides había
logrado descubrir con Korzeniowski en el Sanatorio, les propuso dedicasen sus
esfuerzos a examinar el bacilo de Hansen. Sarmiento, siempre dispuesto estuvo
de acuerdo y fue entonces cuando decidió darle más responsabilidades en el
proyecto al joven Pitaluga.
Al
entrar en contacto con Silvester Korzeniowski, el joven Víctor y su tutor
polaco, se entusiasmaron con el estudio de los bacilos de la lepra
cultivándolos en las almohadillas plantares de ratones, pero nuevamente, los
resultados que obtuvieron fueron muy poco alentadores. Víctor Pitaluga
aprovecharía un viaje a la capital para documentarse en la biblioteca del IVIC
y discutió estas ideas con unos investigadores que trabajaban con el famoso
profesor Convincit de quien decían que había inventado una vacuna para el mal de
Hansen.
Fue
él quien allá le planteó a Víctor la posibilidad de comenzar a experimentar con
los cachicamos. Así fue cómo surgió la idea de crear un laboratorio para
reproducir cachicamos en cautiverio y el profesor Sarmiento entusiasmado,
decidió iniciar una cría de cachicamos y sin escatimar esfuerzos hizo lo
necesario para la construcción del laboratorio con ese propósito en la Cañada
de Urdaneta al sur de la “ciudad de fuego”.
Con del advenimiento de las Sulfonas, y en
particular de la Dapsona desde la década de los 50 del pasado siglo XX, la
resolución acordada por los organismos de Sanidad del país desde el año 1947
comenzaría a aplicarse. Al utilizar éstos y otros medicamentos locales y
sistémicos, los tratamientos ambulatorios tenían que haber suplantado la política
de confinamiento de los pacientes en leprocomios y el lazareto en la isla
ubicada a la entrada del lago Coquivacoa, desde ese entonces, estuvio
irremediablemente, destinado a desaparecer.
Los 17 pabellones para mujeres y para hombres,
los locales para la hospitalización capaces de albergar cerca de un millar de
enfermos, habrían de ser derribados. Las 60 casas para las parejas de enfermos
que hacían vida marital, la casa de los médicos construida en 1951, las dos
iglesias, una para católicos y otra para los protestantes, la escuela de artes
y oficios, el cine, la oficina de correos, la cárcel, el cementerio, las
plazoletas y demás estructuras físicas que así como las monedas de uso interno,
que habían existido en aquella isla, desde el año 1828 cuando Simón Bolívar,
presidente de la República de Colombia ordenó la edificación de un leprosario
en la isla llamada “de los Mártires” luego denominada de “Providencia” o de
“Lázaros” y dejó establecido que para su funcionamiento se contaría con las
rentas derivadas de los derechos aduanales de los barcos que fondearan en La
Vela de Coro y el proveniente de las numerosas galleras que existían en el
Departamento del Zulia.
En
viejos papeles amarillentos, propiedad de Alejo Plumacher, tenía suficientes
evidencias de una lejana época cuando su pariente lejano, Cónsul de los Estados
Unidos de Norteamérica en Maracaibo, había estado interesado en el problema de la
isla en el lago Coquivacoa. Pero los años transcurrirían inexorablemente y el
profesor Fernández ya había fallecido cuando el joven Pitaluga y su maestro
microbiólogo Korzeniowski decididamente quisieron penetrar en los secretos de
los armadillos.
Así ellos comenzarían a trabajar con aquellos
extraños animales de caparazón calcáreo adornado con nueve bandas protectoras,
investigando la presencia natural en ellos de los bacilos de la lepra. Estando
siempre en contacto con el importante grupo de investigadores de la capital y
de acuerdo a un convenio entre científicos con similares metas, decidieron
instalar un bioterio para criar armadillos al sur de la “ciudad de fuego”, y sería
durante la integración de este proyecto y estando en la capital, cuando Víctor
Pitaluga convencería también a Ruth Romero de Plumacher, una joven médico,
oriunda de la región del lago y los palmares, para que terminase su tesis de
Maestría sobre la lepromina en los Laboratorios de la Escuela de Medicina Dr
José María Vargas en la capital, mientras todos se preparaban para trabajar en
los experimentos con los cachicamos en su tierra natal.
Ellos avanzaban lentos pero seguros en sus
experimentos y esperaban el regreso de la doctora Romero… Cuando …
NOTA:
Esta historia es parte de sucesos
desarrollados en mi novela “El año de la
lepra” (2011) que pude leerse en ausencia de los libros de la publicación
original (2011), accediendo a ella a través de la plataforma de Amazon.
Maracaibo,
viernes 16 de mayo del 2025
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