Las misiones
Los vestigios de “la renducción” de San Ignacio todavía
existen como recuerdo de la esperanzada “República
guaraní” saqueada e incendiada en 1767 y luego en 1817 por orden del
dictador paraguayo Rodríguez de Francia. Hoy día pueden ser visitados como “las
ruinas jesuíticas”, de las que en este siglo cualquiera puede traer a la
memoria al recordar la película de
1986 “La Misión”, interpretada por Robert De Niro y Jeremy Irons
reviviendo la lejana epopeya de los jesuitas en América. Durante el año 1750 y enfrentados
a los gobiernos de España y de Portugal, “las reducciones” fundadas por la Compañía de Jesús entre los guaycurúes, guaraníes y pueblos afines en las regiones del Guayrá, Itatín, Tapé del Brasil,
Argentina y Uruguay actuales, y del Paraná de la Argentina, Paraguay y Brasil
actuales y en las áreas del Chaco en la Argentina y el Paraguay actuales, fueron establecidas en el siglo
XVII dentro de territorios pertenecientes el Imperio
español.
En 1587, a petición del Obispo de Asunción fray Alonso
Guerra, llegarían los primeros jesuitas al territorio paraguayo para iniciar
obras de evangelización y de construcción de los pueblos en la actual zona de
los departamentos de Misiones e Itapúa en Paraguay. Alonso de Bárcena, Marcelo Lorenzana y Juan Aguilar llegaron al Paraguay en 1593. En 1610, los padres Guiseppe Cataldino y Simone Maceta enfrentando
muchas rivalidades hispano-portuguesas, crearon la primera “reducción”, la cual progresó a pesar de
la rapacidad de los cazadores de esclavos y los crueles “memelucos” paulistas.
Tras 20 años de continuos saqueos se vieron obligados a emigrar hacia el sur,
hasta más allá de las gigantescas cataratas del Iguazú, y establecerían en
aquella especie de fértil Mesopotamia, entre los ríos Paraguay y Uruguay un
segundo emplazamiento, que también sería destruido.
Dos jesuitas
italianos, arquitectos, el padre Ángelo Paragressa y el hermano Giuseppe
Brasanella edificarían en 1616 el tercer emplazamiento que llamaron el “Mini”
San Ignacio del cual aún subsisten los vestigios de sus construcciones barrocas
que pueden admirarse como joyas de arte “amerindio”. Se ha dicho que la
aventura de los jesuitas arrastró al pueblo guaraní lejos de su asiento nativo,
pero al haberlos alejado de los rapaces paulistas llegando más allá de las
cataratas, la imposición del guaraní en las Misiones, valdría para preservar su
lengua, por lo que podemos decir que existieron consecuencias positivas y
negativas de aquel choque cultural que se dio en el siglo XVI al insistir en
sustituir el esclavismo por una colonización piadosa.
A finales de 1631, dirigidos por
el padre Antonio Ruiz de Montoya se produjo el éxodo de 12.000
indígenas en 700 balsas quienes viajaron río abajo por el Paranapanema y luego
por el Paraná, mientras en tierra “los bandeirantes” destruirían las dos
reducciones tres días después del éxodo. Cerca del Salto del Guayrá los
encomenderos de Ciudad Real intentaron impedir la expedición, pero debieron
desistir, ya que los indígenas atravesaron por tierra los saltos del Guayrá en
donde perdieron gran parte de sus embarcaciones. Allí se les unieron 2.000
guaraníes provenientes de las reducciones del Tayaoba dirigidos por el padre
Pedro Espinosa y tras grandes penurias, en grupos que avanzaron por tierra y
por el río, hasta lograr llegar a las reducciones de Natividad del Acaray y
Santa María del Iguazú en donde recibieron ayuda para continuar por el Paraná
hasta que en marzo de 1632 refundaron San Ignacio Miní y Nuestra Señora de Loreto a orillas del arroyo Yabebirí. Sólo
lograron llegar a su destino, unos 4.000 guaraníes.
Antonio Muratori, un
filósofo italiano escribiría sobre este tema un trabajo en la Universidad de
Viena, titulado “El cristianismo feliz de las Misiones de la Compañía de
Jesús” donde narra una especie de utopía donde “se gobernaría a los hombres haciéndolos felices”. Esta fue sin
duda una empresa audaz en la historia de las sociedades y de las culturas, y de
sus creencias, al penetrar la razón en el mundo del mito para crear en medio de
la selva una sociedad feliz, sin injerencia del Estado, bien vista… Aquello fue
una verdadera utopía histórica.
Recordemos que fue el
Papa Alejandro VI (un Borja español), quien tuvo la iniciativa de hacerles
firmar en 1594 a las cortes de España y de Portugal el Tratado de
Tordecillas, separando “los
castellanos al oeste y los lusitanos al este del meridiano 50, a 500 kilómetros
de Las Azores”. Bajo el influjo de los franciscanos de Cortés y los
señalamientos del padre fray Bartolomé de Las Casas, desde 1543 se legislaba la
abolición de la esclavitud, aunque se mantenía “la encomienda” que podía ser
igualmente muy cruel; no obstante, en los territorios portugueses imperaba una
especie de “ley de la selva” donde el indígena era considerado como una cabeza
de ganado; de allí que en este contexto, en Sao Paulo se formaban bandas
armadas de cazadores de esclavos, los feroces y crueles “mamelucos” paulistas.
Fue en esta terrible
vivencia americana, donde nació y se sostuvo aquel intento de crear una “república guaraní” por los sacerdotes
jesuitas, empresa en la cual más de 200 padres morirían, 30 de ellos asesinados,
en la lucha por asentarse en aquella feraz Mesopotamia alrededor de las
gigantescas cataratas del Iguazú. Era aquel un territorio de unos 300.000
kilómetros cuadrados (dos tercios de lo que es hoy Francia), donde los jesuitas
conquistarían la voluntad y el cariño de cerca de 200.000 indios guaraníes, o
tupí-guaraníes, todos ellos en sus familias o tribus seminómadas, polígamos que
practicaban la antropofagia con los prisioneros de guerra, pero que pudieron
ser reunidos pacíficamente y así albergados en “las reducciones jesuíticas”
establecerían un léxico y una gramática, redactada en castellano por Antonio
Ruíz de Montoya y como habían convenido, ningún jesuita, desde 1615 fue enviado
si no dominaba la lengua guaraní, y fue así, de esta “sencilla manera”, como
los sacerdotes de la Compañía de Jesús lograrían compenetrarse con el pueblo
guaraní.
Maracaibo, martes 14 de abril 2020
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