jueves, 16 de abril de 2020

La peste bubónica


La peste bubónica

Fragmentos del texto de la “Quinta parte” de mi novela, “El movedizo encaje de los uveros”, (Maracaibo, Ediluz Ed 2003) sobre la lucha del bachiller Rangel ante la epidemia de peste bubónica en la Guaira, en 1908.

… “Descendió del vagón portando una maleta grande y un pequeño maletín de cuero negro. Las valijas le conferían al joven moreno de grandes bigotes una sobria elegancia y bien hubiese podido pasar por un agente viajero enfundado en el traje de casimir oscuro, con su corbata negra de lazo, y la mirada vivaz. No obstante, él hubiese preferido que lo viesen como un importante científico. Era el investigador que descendía del tren, presto a enfrentar el combate contra los microbios causantes de las enfermedades que minaban la salud de sus conciudadanos. (…)

El doctor Cordero insistió en acompañarles. Marcharon los tres desde la Estación del Ferrocarril pasando frente a la Aduana y traspusieron las Oficinas del Puerto para más allá, enrumbar sus pasos hacia la casa de la señora Gavidia. Cordero le habló constantemente al bachiller sobre la situación de los pacientes. Le informó que no había tantos enfermos, en realidad eran los mismos de siempre... Eso creía él... Eran enfermos con fiebre y complicaciones, claro está que con infartos ganglionares y tumefacciones inguinales, sí, pero era todo principalmente por las enfermedades venéreas...    (…)

Rangel miraba hacia delante y mientras escuchaba las explicaciones del doctor Cordero, iba pensando en Kitasato el japonés, y en los días que él había vivido en La Guaira tres semanas antes. Toda aquella estéril espera, frente al mar, imaginando los bubones fistulosos y fracasando ante la certeza de que tenían que existir bacilos pestosos en los enfermos... Ni él los vio, ni sus animalitos se murieron... El doctor Cordero le decía en ese instante.  -A propósito Rangel. ¿Recuerda al Señor Ruiz? Empeoró después de nuestra visita y la familia se lo llevó a Caracas. Me avisaron que ayer falleció en la Capital...     (…)

Casi a las seis de la tarde ya oscurecía y no obstante, la penumbra no le impedía al bachiller tomar nota mentalmente de los detalles que le interesaban. Basura regada, olores pútridos, ratas muertas, ratas vivas correteando, perros flacos y muy poca gente en las calles. Gregorio le había prometido llevarlo a la pulpería de Venancio González. Juntos descendieron por una calle estrecha donde las sombras comenzaban a filtrarse por las ventanas y masas oscuras parecían nacer en los portales de las casas. En algunas viviendas había luz eléctrica, eran las menos, en otras, las lámparas de carburo comenzaban a encenderse. La mujer del pulpero estaba avisada por Gregorio y se prendió del brazo del bachiller llorando y diciéndole. ¡Mi doctorcito, doctorcito mío! La salita de la casa con unos muebles de paleta tenía un ambiente pesado por la escasa ventilación. Al pasar a la otra habitación, él se estremeció.   (…)

Estaban tres hombres macilentos en tres camastros, nimbados por un hedor que se mezclaba con esencias de aucaliptus y de bengui. Venancio el pulpero, tenía la mirada vidriosa y respiraba con dificultad. En la cama frente a él, su hermano Dimas mostraba una palidez ictérica y el culebreo ondulante de los vasos en su cuello flaco y nervudo, daba idea del ritmo agitado de sus latidos cardíacos. En el otro camastro, un joven adolescente se incorporó al ver entrar a la señora Clemencia con la visita. Él miró a su alrededor y no pudo evitar un estremecimiento. Entre trapos inmundos y varias palanganas, sin duda utilizadas para lavar los bubones, correteaban por el piso terroso varias ratas que se ocultaban bajo las camas. Una de ellas se detuvo y se irguió mirándole con sus ojillos fulgurantes.    (…)

Detrás estaba el depósito y enfrente la pulpería. Él insistió en visitar primero el depósito. La puerta gimió en la oscuridad y la lámpara de carburo no logró disimular lo que el acre hedor que flotaba con un toque algo dulzón ya presagiaba. Cientos de ratas muertas en el piso y otras muchas vivas se ocultaban entre los sacos de granos, correteando por las vigas y por la tierra del suelo, chillando, mientras miraban alucinadas el candil de la lámpara. Él retrocedió unos pasos. Después entraron en la habitación que se abría a la calle para el público. Era lo que la gente conocía como la pulpería. Allí él observó condiciones que rayaban en la inmundicia. No quiso acercarse hasta la letrina en el patio, pues vio como por debajo de la puerta se asomaron varias ratas.   (…)

-¡Se me murió, se me murió! Él sabía que si todo aquello que estaba presenciando era cierto, se imponía una autopsia. Si no era una pesadilla, debían autopsiarlo. Al mirar al difunto, entendió que la autopsia era una necesidad imperiosa y deseó poder explorar aquel cuerpo ya cadáver sobre la mesa de piedra del anfiteatro. Si hubiese sido uno de los pacientes de cualquier sala en el hospital Vargas, cuántos cultivos no le hubiera hecho y qué de hallazgos interesantes le develaría el estudio de sus órganos internos... El bachiller se acercó al cadáver y le miró un instante. Hacía tan solo unos minutos respiraba con pulso galopante. Descubrió su tórax, notó como ya no respiraba ni latía su corazón. Descubrió el abdomen, no se movía. Sin duda alguna había fallecido. La boca entreabierta, los ojos hundidos en sus cuencas eran dos hendiduras amarillentas. Descubrió sus partes pudendas y se asombró ante los plastrones inguinocrurales, negros, con agujeros tumefactos de dónde fluía aún cremoso el pus, rojizo, gris amarillento.    (…)

Fragmentos de los telegramas enviados al señor Presidente de la República, el día martes 14 de abril desde La Guaira, por el bachiller Rafael Rangel:
"Yo no quise escandalizar, por eso no solicité la obligación de una autopsia..."  "Tampoco solicité animales para las inoculaciones, por miedo a crear más alarma entre la gente..." "Me turbé de tal modo que vine al telégrafo y le comuniqué sólo a usted el telegrama en referencia, con la confianza de que usted me daría instrucciones..." "Si no ha tomado algunas medidas, lo mejor es esperar pues me ha faltado la calma esta vez, debido a la responsabilidad que tengo ante usted, la mayor para mí de todas las responsabilidades..." "Nunca he visto peste bubónica ni el bacilo que la produce, me guío solamente por lo que he leído..." "Con la mayor discreción he podido examinar bacteriológicamente uno de los referidos casos y me es muy doloroso participarle que esta vez he encontrado el bacilo específico de la peste..." "Queda mi vida en continua exposición para evitar la epidemia..." "Este asunto no lo conoce absolutamente nadie más que el jefe de la estación telegráfica aquí y yo. Su amigo, Rafael Rangel".
“Quince de abril de 1908 a las 10 y 30 am. Hoy he adquirido mayor convicción. Los bacilos y las colonias aparecen hoy características...”

Decidirás entonces recorrer línea tras línea, casi dos páginas de sugerencias hechas ante el señor Presidente Cipriano Castro, sobre la necesidad de contar con suero antipestoso, sobre la forma como deben desinfectarse las casas, de cómo aislarán a los enfermos...

Maracaibo,  jueves 16  de abril, 2020


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