La
peste bubónica
Fragmentos del texto de la “Quinta
parte” de mi novela, “El movedizo encaje de los uveros”, (Maracaibo, Ediluz
Ed 2003) sobre la lucha del bachiller Rangel ante la epidemia de peste
bubónica en la Guaira, en 1908.
… “Descendió del vagón portando una
maleta grande y un pequeño maletín de cuero negro. Las valijas le conferían al
joven moreno de grandes bigotes una sobria elegancia y bien hubiese podido
pasar por un agente viajero enfundado en el traje de casimir oscuro, con su
corbata negra de lazo, y la mirada vivaz. No obstante, él hubiese preferido que
lo viesen como un importante científico. Era el investigador que descendía del
tren, presto a enfrentar el combate contra los microbios causantes de las
enfermedades que minaban la salud de sus conciudadanos. (…)
El doctor Cordero insistió en
acompañarles. Marcharon los tres desde la Estación del Ferrocarril pasando
frente a la Aduana y traspusieron las Oficinas del Puerto para más allá,
enrumbar sus pasos hacia la casa de la señora Gavidia. Cordero le habló
constantemente al bachiller sobre la situación de los pacientes. Le informó que
no había tantos enfermos, en realidad eran los mismos de siempre... Eso creía
él... Eran enfermos con fiebre y complicaciones, claro está que con infartos
ganglionares y tumefacciones inguinales, sí, pero era todo principalmente por
las enfermedades venéreas... (…)
Rangel miraba hacia delante y
mientras escuchaba las explicaciones del doctor Cordero, iba pensando en
Kitasato el japonés, y en los días que él había vivido en La Guaira tres
semanas antes. Toda aquella estéril espera, frente al mar, imaginando los
bubones fistulosos y fracasando ante la certeza de que tenían que existir
bacilos pestosos en los enfermos... Ni él los vio, ni sus animalitos se
murieron... El doctor Cordero le decía en ese instante. -A propósito Rangel. ¿Recuerda al Señor Ruiz?
Empeoró después de nuestra visita y la familia se lo llevó a Caracas. Me
avisaron que ayer falleció en la Capital... (…)
Casi a las seis de la tarde ya
oscurecía y no obstante, la penumbra no le impedía al bachiller tomar nota
mentalmente de los detalles que le interesaban. Basura regada, olores pútridos,
ratas muertas, ratas vivas correteando, perros flacos y muy poca gente en las calles.
Gregorio le había prometido llevarlo a la pulpería de Venancio González. Juntos
descendieron por una calle estrecha donde las sombras comenzaban a filtrarse
por las ventanas y masas oscuras parecían nacer en los portales de las casas.
En algunas viviendas había luz eléctrica, eran las menos, en otras, las
lámparas de carburo comenzaban a encenderse. La mujer del pulpero estaba
avisada por Gregorio y se prendió del brazo del bachiller llorando y
diciéndole. ¡Mi doctorcito, doctorcito mío! La salita de la casa con unos
muebles de paleta tenía un ambiente pesado por la escasa ventilación. Al pasar
a la otra habitación, él se estremeció. (…)
Estaban tres hombres macilentos
en tres camastros, nimbados por un hedor que se mezclaba con esencias de
aucaliptus y de bengui. Venancio el pulpero, tenía la mirada vidriosa y
respiraba con dificultad. En la cama frente a él, su hermano Dimas mostraba una
palidez ictérica y el culebreo ondulante de los vasos en su cuello flaco y
nervudo, daba idea del ritmo agitado de sus latidos cardíacos. En el otro
camastro, un joven adolescente se incorporó al ver entrar a la señora Clemencia
con la visita. Él miró a su alrededor y no pudo evitar un estremecimiento.
Entre trapos inmundos y varias palanganas, sin duda utilizadas para lavar los
bubones, correteaban por el piso terroso varias ratas que se ocultaban bajo las
camas. Una de ellas se detuvo y se irguió mirándole con sus ojillos
fulgurantes. (…)
Detrás estaba el depósito y
enfrente la pulpería. Él insistió en visitar primero el depósito. La puerta
gimió en la oscuridad y la lámpara de carburo no logró disimular lo que el acre
hedor que flotaba con un toque algo dulzón ya presagiaba. Cientos de ratas
muertas en el piso y otras muchas vivas se ocultaban entre los sacos de granos,
correteando por las vigas y por la tierra del suelo, chillando, mientras
miraban alucinadas el candil de la lámpara. Él retrocedió unos pasos. Después
entraron en la habitación que se abría a la calle para el público. Era lo que
la gente conocía como la pulpería. Allí él observó condiciones que rayaban en
la inmundicia. No quiso acercarse hasta la letrina en el patio, pues vio como
por debajo de la puerta se asomaron varias ratas. (…)
-¡Se me murió, se me murió! Él sabía
que si todo aquello que estaba presenciando era cierto, se imponía una
autopsia. Si no era una pesadilla, debían autopsiarlo. Al mirar al difunto,
entendió que la autopsia era una necesidad imperiosa y deseó poder explorar
aquel cuerpo ya cadáver sobre la mesa de piedra del anfiteatro. Si hubiese sido
uno de los pacientes de cualquier sala en el hospital Vargas, cuántos cultivos
no le hubiera hecho y qué de hallazgos interesantes le develaría el estudio de
sus órganos internos... El bachiller se acercó al cadáver y le miró un instante.
Hacía tan solo unos minutos respiraba con pulso galopante. Descubrió su tórax,
notó como ya no respiraba ni latía su corazón. Descubrió el abdomen, no se
movía. Sin duda alguna había fallecido. La boca entreabierta, los ojos hundidos
en sus cuencas eran dos hendiduras amarillentas. Descubrió sus partes pudendas
y se asombró ante los plastrones inguinocrurales, negros, con agujeros
tumefactos de dónde fluía aún cremoso el pus, rojizo, gris amarillento. (…)
Fragmentos de los telegramas enviados
al señor Presidente de la República, el día martes 14 de abril desde La Guaira, por el bachiller Rafael Rangel:
"Yo
no quise escandalizar, por eso no solicité la obligación de una
autopsia..." "Tampoco
solicité animales para las inoculaciones, por miedo a crear más alarma entre la
gente..." "Me turbé de tal modo que vine al telégrafo y le comuniqué
sólo a usted el telegrama en referencia, con la confianza de que usted me daría
instrucciones..." "Si no ha tomado algunas medidas, lo mejor es
esperar pues me ha faltado la calma esta vez, debido a la responsabilidad que
tengo ante usted, la mayor para mí de todas las responsabilidades..."
"Nunca he visto peste bubónica ni el bacilo que la produce, me guío solamente
por lo que he leído..." "Con la mayor discreción he podido examinar
bacteriológicamente uno de los referidos casos y me es muy doloroso
participarle que esta vez he encontrado el bacilo específico de la
peste..." "Queda mi vida en continua exposición para evitar la
epidemia..." "Este asunto no lo conoce absolutamente nadie más que el
jefe de la estación telegráfica aquí y yo. Su amigo, Rafael Rangel".
“Quince de abril de 1908 a las 10 y
30 am. Hoy he adquirido mayor convicción. Los bacilos y las colonias aparecen hoy
características...”
Decidirás entonces recorrer línea
tras línea, casi dos páginas de sugerencias hechas ante el señor Presidente
Cipriano Castro, sobre la necesidad de contar con suero antipestoso, sobre la
forma como deben desinfectarse las casas, de cómo aislarán a los enfermos...
Maracaibo, jueves 16
de abril, 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario