La palabra escrita
Hasta 1450 y aun en años
posteriores, los libros se difundían en copias manuscritas por amanuenses, monjes y frailes quienes estaban dedicados
exclusivamente a la réplica de ejemplares por encargo del propio clero o de
reyes y nobles. Los monjes copistas realizaban su función y creaban las
ilustraciones y las letras mayúsculas como producto decorativo y artístico del
propio copista. En la Alta Edad Media se utilizaba la xilografía para publicar
etiquetas, y trabajos de pocas hojas, y se preparaba el texto en hueco sobre
una tablilla de madera, que se acoplaba a una mesa de trabajo, donde se
impregnaban de tinta negra, azul o roja. Luego se aplicaba el papel o pergamino
y con un rodillo se fijaba la tinta. Ya en el
año 1234 se
conoce que existían artesanos
durante la dinastía Koryo (en la actual Corea), conocedores de los avances
chinos con los tipos móviles. Los coreanos crearían un juego de tipos móviles de metal
que se anticipó a la imprenta moderna. Sin embargo, aproximadamente
el año 1444, la
imprenta nacería de la mano de Johannes Gutenberg quien en Maguncia,
inventaría
la prensa con tipos móviles y publicaría la Biblia de 42 líneas considerado
como el
primer libro impreso con tipografía móvil. Desde
entonces, la palabra escrita se divulgó por el mundo.
Han
transcurrido seis siglos y ahora, en 2016, podemos mirar el sentido de la
palabra escrita en medio de esta especie de revolución cultural provocada por
los acelerados avances de los medios electrónicos y la cibernética que están modificando
hasta la noción misma del Arte. Ya en el
pasado siglo XX, Paul
Valery (1871-1945) escritor, poeta, ensayista y filósofo francés opinaba
sobre la
transformación que sufría el arte, ideas que serían comentadas posteriormente por
Walter Benjamin (1892-1940). Valery escribiría: “En
todas las artes hay una parte física que no puede ser tratada como antaño, que
no puede sustraerse a la acometividad del conocimiento y la fuerza modernos...
Es preciso contar con que novedades tan grandes transformen toda la técnica de
las artes y operen por tanto sobre la inventiva, llegando quizás hasta a
modificar de una manera maravillosa la noción misma del arte.”
El mundo de la letra impresa se ha transformado, las letras brillan en
rutilantes monitores donde los humanos pueden acceder a la divulgación de
conocimientos, el arte, recreación y las letras… La literatura toda, se
encuentra flotando en el ciberespacio y los humanos para acercarnos a ella
recurrimos a medios electromagnéticos. Inadvertidamente hemos regresado a los
tiempos de Pitágoras y el conocimiento no nos llega a través de las letras,
sino de los números. Los números creadores de imágenes, y son complejos
binarios que construyen códigos que pueden transformarse en palabras. Tenemos
un nuevo lenguaje, el de los números que hablan a través de las imágenes.
Hoy día, es
el dedo presionando teclas el que escribe… El rey Baltasar ofreció un gran
festín con mucho vino
a mil de sus dignatarios cuando aturdido por el vino escanciado en copas
de oro y plata que su padre Nabucodonosor se había llevado del Templo de
Jerusalén, vio aparecer una mano que, con sus dedos escribría en la pared del palacio real: “mené, téquel, fares”. Daniel fue llevado
de inmediato a la presencia del rey y le diría: “mené” quiere decir
“contado”: Dios ha contado los días de tu reinado y ha terminado; “téquel” quiere decir “pesado”: has
sido pesado en la balanza y te falta peso; y “fares” quiere decir
“dividido”, es decir: tu reino ha sido dividido y entregado a medos y persas.
Baltasar ordenó entonces que vistieran de púrpura a Daniel, y que pasara a
ocupar el tercer puesto en su reino. Aquella misma noche, Baltasar, rey de los
caldeos, fue asesinado. ¿Por qué este asunto? Aquí para verlo en una pintura de Rembrandt de 1635... Es que hoy día, de nuevo es el
dedo… Ya no es el cincel, un buril, ni un estilete, ni carbón de piedra o una
pluma de ganso, no es un lápiz de grafito, creyón o pluma fuente, no es la
estilográfica ni el bolígrafo, es el dedo y no ante una máquina de escribir de
esas que tenían una cinta con color rojo y negro, ni es la eléctrica con una
bolita donde estaban girando todas las letras, ahora el dedo presiona una tecla
del tablero de un CPU, o de una laptop, o de un teléfono inteligente, y son de
nuevo los dedos señalando las letras, unas letras que pueden estar flotando en
una nube o encriptadas en un microchip, pero que en un momento dado salieron de
la mente de algún ser humano habitante de esta “modernidad”.
Cada vez
más[, estamos conscientes de que ahora las palabras se
crean a través de los números que codifican imágenes para ser leídas en
pantallas y que aquello de, el papel y la tinta, y los libros, con sus páginas nacidas
de la madre naturaleza, con su textura y su aroma característicos, tiende a
desaparecer. Tristemente pareciera de debemos aceptar que el fenómeno de ésta
inminente sustitución será lamentablemente irreversible y la humanidad habrá de
palparlo cada vez más aceleradamente. La palabra impresa dejará de ser manoseable, será electrónica y quizás no
valdrá mucho el peso de cinco siglos de palabras escritas en papeles
entintados, ante el poder de las imágenes creadas por los números. Tal vez no
debería ser tan drástico en este tema de la sustitución de las palabras por
imágenes virtuales, quizás el proceso no arrollará la literatura como un
catastrófico tsunami. Pienso, y así lo ha expresado Sergio Ramírez, que el acto
de transferir a la mente de otro lo creado por la imaginación en palabras
escritas, nunca podrá ser sustituido por medios electrónicos en imágenes
mecánicas nacidas de números. La transferencia a la mente de otros, de lo que
algunos piensan e imaginan, es el fenómeno que dio origen a la literatura y que
depende absolutamente de la palabra escrita la cual al arribar a la mente del
lector valdrá para construir imágenes, seguramente diferentes a la creadas por
otro lector y hasta por el mismo autor, el escritor, fuente de lo que siempre ha
de permanecer como, la literatura.
Toronto, 19 de diciembre del año 2016
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