La historia de César Cuello en
cuatro partes.
PRIMERA PARTE
César concentrado en sí mismo se siente de nuevo caminando por la calle
Obispo Lazo, temprano, más de cuarenta años atrás. Ya tienes trece años y hoy es un día muy importante, le había dicho
su tía Aminta al besarlo en la frente cuando empezaba a clarear el día. Aminta,
siempre impregnada de ese olor, tan suyo, a jabón de almendras. Su tía más
querida, lo había sacado de la cama muy temprano. Le tenía preparado un
desayuno con arepas y un revoltillo de huevos y después el café con leche como
solo ella lo sabía endulzar. En la puerta antes de salir lo abrazó. César se
sentía tan importante en aquella mañana de Mayo de 1917 que le parecía como si
el mundo estuviera recién hecho solo para él. Su primer trabajo. La esperada
oportunidad de ganarse un dinero y comenzar a ser alguien en la vida. Pasaría
de niño a hombre gracias a la circunstancia favorable de haber sido contratado
como el muchacho de los mandados de la Casa Blohm.
Acercándose con paso ligero
a la plaza Bolívar, César se encontró pensando en la Sabana de Mendoza y las
tierras que se extienden hasta el lago con sus montañas bajas llenas de piedras
blancas y arenisca bermeja. Entonces él volvió a ver la enteca figura de su tío
Arquímedes sobre la mula rucia. Fue en aquellos tiempos ya idos, en los días del
comercio de café entre Maracaibo y los Estados Mérida y Trujillo, cuando su tío
se apersonó en su casa, una de tantas tardes calurosas, en su pueblo
eternamente olvidado de Dios. Ese mismo día César le oyó hablar por primera vez
de los alemanes. En boca de su tío, escuchó las maravillas del trabajo
incansable que ejecutaban “los teutones de Maracaibo”. Su tío, eterno viajero
trashumante, venido desde la ciudad del lago para conversar con su padre sobre
negocios nunca efectuados, para invitarlo a regresar a la ciudad del lago de
cristal, para hablarle interminablemente de historias de esperanzas idas, o de
oportunidades lejanas, conversaciones asentadas en taburetes de cuero de chivo,
desde donde hablaban los hombres de tantas cosas inalcanzables, cuantas podrían
existir para los habitantes de aquel puñado de casas grises y de calles de
tierra adornadas por cochinos, perros y gallinas, donde sólo existía algo de
verdor gracias a las aguas cercanas de un arroyuelo afluente del Motatán, el
río donde lavaban la ropa las mujeres, entre las aguas llenas de piedras
blancas gigantescas como huevos de dinosaurio. Allí aprendió César a crecer y a
leer, en el regazo de su madre, rodeado por sus hermanos, viendo a su padre
trabajar de sol a sol en el campo. Allí supo, oyendo las historias de su tío
Arquímedes, quienes eran y que hacían los alemanes en Maracaibo.
Cuando el
viento del sur infló las velas y se llevó al joven César, sobre las aguas, en
la piragua “Luisa Cecilia”, para él, aquel fue un acontecimiento crucial. En la
piragüita de plátanos llegaría hasta las playas marabinas y de la mano de su
tío Arquímedes conocería la ciudad del lago y las palmeras. Muy lejos quedaría
su madre, sus pequeños hermanos y su padre, quien meses antes descendiera en
una caja de madera hasta el fondo de una fosa profunda. Atrás quedó la mirada
de su viejo tiritando por las fiebres palúdicas y su madre rodeada siempre de
pequeñuelos. El recuerdo de las paladas de tierra polvorienta, cubriendo poco a
poco la fosa del cementerio del pueblo, ante el cura de sotana raída en una
tarde con el cielo encapotado de gris y lleno de tristes nubes sucias, quedó
atrás para César y la brisa de la mañana con los marullos del lago acariciando
el casco de la piragua “Luisa Cecilia”, parecieron lavar en su rostro todos
aquellos recuerdos ingratos.
César cruzó la Plaza Baralt y ya en la calle Colón
divisó los altos arcos de la Casa Blohm. Entre los transeúntes que convergían
tempraneros hacia el mercado, se sintió desvalido por unos segundos.
Esforzándose, se llenó de bríos, levantó el rostro y avanzó de frente a
encontrarse con cualquier cosa que el destino le tuviera preparada. César desde
su sillón con los ojos entornados recordó la mirada del señor Behnke. Desde lo
alto el gigante rubio lo escrutaba cuando creyó oírse el mismo decir con un
hilito de voz. Soy César Cuello a sus gratas órdenes señor. El alemán observó
con benevolencia la esmirriada humanidad de aquel muchacho, el sobrino de
Arquímedes Cuello, el agente viajero ejemplar de Blohm. Después le sonrió.
Fin de la Primera Parte
DesdeToronto, y como regalo,
“La historia de César” que es sencillamente un relato dentro de la novela
“LaPesteLoca”; 6 de diciembre del año
2016
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