domingo, 17 de enero de 2016

Medicina rural






Medicina rural

     El cine del pueblo, a lo que más se parece es a un gallinero. Sillas de tablitas, tres bancos de listones desiguales, incomodísimos, venidos de una placita del pueblo desmantelada a finales de la dictadura gomecista; tres sillas de paleta bajo el limonero y el piso todo el día abonado por los patos, gallinas, yaguazas y las dos guacharacas de Argimiro Fuentes. En diciembre y en enero, el cielo lleno de estrellas brilla y la proyección cinematográfica pareciera detenerse cada vez que surca el firmamento un astro incandescente, fulgor sucedido de tres deseos que casi nunca se materializan. En otros meses el techo está formado por tumultuosos nubarrones, a veces parecen desgarrados y descubren resplandores precursores de lluvia y cuando llega, ella viene en inmensas gotas heladas y hay súbita interrupción de la función. En ciertas y determinadas noches se le ocurre asomarse a la arepa de luz y henchida tras algodonosas motas grises, brillan entonces las sábanas de la mujer de Argimiro para fastidiar a los asistentes quienes esperan un reacomodo de las nubes para disfrutar otra vez de las imágenes en blanco y negro en la película que aparece mágicamente en el fondo del solar.

     Véngase doctor, era lo único que le habían dicho, y él sin que mediaran más explicaciones se calzó sus pantalones de caqui, se trenzó las botas y en un dos por tres estaba en la camioneta con los hijos del viejo Timoteo. Un rato después, la luz de los faros de la pickup se reflejaba en la ribera encharcada, brillando contra el rojo de la curiara. Detrás, en el más allá oscuro, se adivinaban las sombras tumultuosas del gran Catatumbo. Él venía pensando en plantas medicinales, raíces y yerbas, todos aquellos secretos desvelados por el viejo Timoteo, en los días cuando él empezaba a ejercer la medicina en aquel pueblo perdido entre ríos y lejanas montañas azules. Cuán útiles le habían sido los consejos del hombre, y cuantas veces él, médico recién graduado, enviado al monte por la necesidad, llegó a usar aquellos récipes naturales. En ese entonces, todavía Timoteo no se había asentado en su conuco y permanentemente merodeaba con su burro y sus frascos por la medicatura rural  vendiendo menjurjes y pociones con propiedades milagrosas. Ahora, lo menos que podía hacer él era atender a su llamado. Ya hacía casi un año que no le veía la cara y sus hijos se notaban muy preocupados por su estado de su salud. Siguiendo a los dos muchachos en la oscuridad, saltó sin mojarse dentro de la curiara y se alejaron de la orilla a golpes de canalete. Unos minutos después, la lámpara de carburo encendida en la proa era el único signo de vida humana sobre las aguas del río.

     En la noche cuando se proyectó "Aquí está el detalle", sin lluvia ni luna, el doctor se carcajeó hasta más no poder con las interminables reláficas de Cantinflas. En la oscuridad se le apelotonaban entre el chirrido de las chicharras los recuerdos de su infancia y adolescencia... Al final de la película, los bombillos incandescentes se hallaban rodeados por hormigas voladoras y había sonrisas. Véngase mi doctor y échese un palo. Abrazo cálido de hombres sencillos. Tengo que volver a la medicatura. ¡Solo un lamparazo! De pie en la tierra de la media calle. Tengo trabajo pendiente. Una vueltica hasta la pulpería de Lucio Portillo. Bueno vamos. Febril pasión la de la investigación. Paqueche su conversaíta nomás. Láminas y frotis esperándolo al lado del microscopio. ¡No semihaga rogar mi doctorcito! Sí, pero solo un rato compá Ramón. Está bien. Un rato nomás amigos. ¡Ese si es mi gallo! Vacuolas en los leucocitos, el hematozoario de Laverán, si no se asomaba le saldría conteo de células blancas. Sin palitos, eso sí, es que tengo trabajo. ¡Anjá! Mascada y salivazo sepia que se arropa de arena. Los comentarios de la gente del campo en alpargatas los movían las películas. ¡Tantas cosas vistas en las sábanas de la mujer de Argimiro! Otra vez a discutir sobre "El peñón de las ánimas". Tres semanas en eso y ni los chistes de Cantinflas daban fin a la contienda. Inquebrantable posición, sin tregua, los amigos extrapoladores insistían, en que aquellos eran hechos calcados de la vida del pueblo. La contrariedad del grupito purista, a quienes, impúdico les parecía buscar semejanzas. Peligroso mezclar el prestigio de las hermanas y de las sobrinas con lo que aparecía en las sábanas de la mujer de Argimiro. Ni soñar con meter en la diatriba a las hijas ni a las esposas. Era el honor de las mujeres y ni se debería conversarlo, y menos en la pulpería. Resquemores de familias por viejos deslices, alusiones veladas. Rancheras, huapangos y corríos atestiguaban la vida. Una historia real desde el celuloide para unas gentes de carne y huesos. Pero aquel era un pueblo de machos. Jorge Negrete estaba bien respaldado. Nunca me haga busté una comparación, no meche vainas. En la rockola de Brinolfo Morales se escucha… “De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera”...

     No quería comenzar a clarear todavía, y sin embargo, curiosamente, él recordó como el gallo había cantado varias veces en el patio de la medicatura cuando arreglaba las cosas en su maletín. Aún no amanecía y notó el cielo palpitando a sus espaldas, ronroneba un fragor lejano con un extraño resplandor. Comenzaba a cambiar de azul pizarra a violeta y el fondo magenta mostraba un negro tumultuoso que iba empegostando los parches rosados del amanecer. Todo el paisaje empezó a pintarse de colores tenues y el rosado violáceo que parecía dominar entre las ramas retorcidas de los mangles, poco a poco se oscurecía. Se habían metido por una serie de caños cubiertos con un intrincado encaje malva que creaba galerías y túneles en el manglar. Al apagar la lámpara, él pudo divisar desde la curiara, todavía a lo lejos, el rancho del viejo Timoteo con sus paredes blanqueadas sobre el bahareque y el techo de palmas. Sus hijos eran jóvenes y fuertes. No tendrían más de doce y quince años, eran expertos remeros en el gran Catatumbo, y él pensó que también lo eran seguramente ayudando a su padre en las labores de tala, quema y la siembra del conuco...

     ¡No me joda no joda, si viene busté y me jode, yo lo jodo, no joda! Emidgio se empinó su botella de refresco casi a temperatura ambiente, estaba buena la conversa. Las hembras en los botiquines de las carreteras, las mujeres del pueblo en sus casas. En el camino hacia la medicatura meditó sobre la afinidad peculiar de su gente para con aquella música y con las películas. Venidos del lejano piedemonte, muchos de ellos eran muy andinos en el fondo. En el decir de Don Rafael Osuna, emigrado de las montañas muchos años atrás, la explicación radicaba en la identificación de la idiosincrasia cordillerana con todo aquello que cantaban las rancheras y los corríos mexicanos. Esos son, pensó él, los valores fundamentales de sus vidas. El honor, el amor por la tierra, la defensa de sus mujeres y el suspirar por las hembras. ¡Por ellas aunque mal paguen y venga y nos echamos el otro! El médico sonrió convencido de que todos en el fondo eran buena gente. Cariño por el aguardiente. Sombrero de paja de ala ancha, mascada de tabaco, en las malas y en las piores... Él llegó paso a paso, caminado lentamente hasta la puerta de su sitio de trabajo.

     Venían remando, iban acercando la curiara por el caño. Una claridad anaranjada los rodeaba cuando el doctor tomó su maletín y se adelantó con pasos rápidos hacia la casita. Del rancho salía un estimulante olor a café recién colado. En la puerta la mujer de Timoteo le tomó del brazo. Mirando los ojos de la joven y robusta indígena él comprendió con cuanto anhelo le esperaban. Había comenzado a caer una fina llovizna. Al entrar, él notó como su paciente todavía tenía ánimos para sonreír. Timoteo estaba tendido en un camastro bajo su chinchorro, y saludó al doctor. Se quejaba, de que todo le dolía. Eran varios días con calentura, y estaba como envarado. Ahora casi no puedo comer. Eso le dijo. Sí doctor, le cuesta hasta abrir la boca. Era su mujer quien le hablaba...

     Sentado en el oasis que había creado en la medicatura, aquella noche le costó trabajo al doctor el sumergirse en sus frotis teñidos con Giemsa y con Wright. Pensaba en su amigo el doctor Navarro y también su novia que estaría sola, allá lejos, en su ciudad del lago. Por la ventana llegaba como un susurro la música lejana…“era valiente y arriesgado en el amor”... Bostezo y restregar de ojos… “Un día domingo que se andaba emborrachando, a la cantina le corrieron a avisar”… La oferta que le habían hecho era buena, le proponían irse para afuera. Una beca… El viento traía las palabras “se lo echaron a montón”… Él todavía no le había dicho nada a su novia, era solo una idea, poder irse lejos… Seguro estaba que ella nunca se vendría a un pueblo como este que le habían asignado… Con una beca las cosas cambiarían, podrían casarse e irse para afuera, a estudiar, a investigar. Le interesaban las diarreas y las infecciones virales de los niños. Estudiar en uno de esos sitios de los que le hablaba el doctor Navarro, quizás en el Centro de Investigaciones de Atlanta, en los Estados Unidos... Escuchó ahora con más claridad la música. “En una choza muy humilde llora un niño y las mujeres se aconsejan y se van”… Ella podría especializarse en obstetricia, eso seguramente le gustaría y él, a prepararse haciendo investigación. Ilusión codiciada por años, mirando a su profe Navarro y su Centro de Investigaciones… “de Juan ranchero charrasqueado y burlador”, bostezó nuevamente y retiró sus ojos de los oculares del microscopio.

     El médico lo examinó. Había trismo incipiente. En un pie encontró una herida mal cuidada. El doctor sabía que en los hospitales de beneficencia del Zulia no se aceptan tetánicos… Mientras auscultaba el tórax pensaba rápidamente como si quisiera ganar tiempo y recuperar horas perdidos, pero no había ninguna esperanza de hospitalizar al viejo Timoteo, y él lo sabía. Así es la vida, pensó. ¡Cuán injustos son los reglamentos de la Sanidad! Me lo llevaré a la medicatura y en mis predios lo defenderé. Sí, allá lucharé con la pelona y ya  veremos si el viejo aguanta. Con palabras sencillas se lo explicó a la mujer y a los hijos. No tiene más remedio. Ellos aceptaron la situación. Confiaban en él. Si se queda se les muere y no podemos llevarlo hasta Santa Bárbara o hasta Cabimas, no lo aceptarán, tiene tétanos y eso es muy grave, vamos a ver si lo puedo ayudar en la medicatura. Tengo que llevármelo ya. Ya había preparado la inyectadora con un sedante y le inyectó varias dosis de toxoide tetánico. ¿Me entendéis viejo? Me tenéis que acompañar a la medicatura, allá vamos a ponerte un tratamiento. Vais a tener que dejar de trabajar unos días. La mirada angustiada de Timoteo se dirigía hacia su mujer. No te preocupéis por Tairuma que tus hijos la cuidarán bien. Vamos muchachos ayúdenme a improvisar una camilla para trasladarlo a la curiara, que se avecina una tormenta.

     Había terminado el corrío. Él pensó en Rafael Rangel. Estaba acariciando la platina del microscopio cuando pensó cuanto le gustaría ser un investigador de verdad. ¿Cuantas veces conversó con el profe Navarro sobre el bachiller Rangel y sus luchas? Rafael había nacido a finales del siglo XIX, un joven trujillano que había estudiado bachillerato en Maracaibo. Todo eso fue a comienzos del  siglo XX, se fue a Caracas y nunca se graduó de médico. Tampoco Louis Pasteur había sido médico... Pero al bachiller lo acosaron. El mejor, el único investigador de verdad que había tenido el país y le hicieron la vida imposible. ¡La política! Unos decían que eran cosas de racismo. No. Era la política, eterna mala compañera... ¡Se vuelve politiquería! Allá en su tierra, estaba ella. ¿Esperaría por él? ¿Hasta cuándo ese afán? Casarse, tener hijos y tal vez sentar cabeza. La voz del hombre del mechón blanco le llegó con el viento... “Tú y las nubes me traen muy loco, tú y las nubes me van a matar”... Me voy a dormir. “Yo parriba volteo muy poco tú pabajo no sabes mirar”. Tras otro bostezo apagó la luz de la lámpara.

     Ya se fue la noche pero el sol no sale. Parece que no quiere brillar, y eso que venía como tan bonito cuando despuntaba el día… Esto lo piensa él, pero ahora, cuando todavía es muy temprano, se ha escondido tras grises nubarrones cargados de lluvia, que parece arreciar de momento. Cuando ya han colocado al viejo en la curiara, sopla el viento con fuerza y comienzan a caer como piedras las gotas heladas. Es un aguacero de esos que ya él conoce y todos se irán emparamando sin remedio. En el balanceo, medio tapan a Timoteo con un mantel plástico de cuadros rojos que sirve como impermeable de emergencia, y mientras él va achicando con unas latas de leche, los muchachos van remando con aplomo, ahora de un lado y luego del otro, y remontando la corriente del gran Catatumbo, se marchan. Van a dar la pelea…

Texto ligeramente modificado de “La Peste Loca” novela publicada por la Secretaría de Cultura de la Gobernación del Estado Zulia en 1997

Maracaibo 17 de enero del año 2016

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