Medicina rural
El cine del pueblo, a lo que más se parece es a un gallinero. Sillas de
tablitas, tres bancos de listones desiguales, incomodísimos, venidos de una
placita del pueblo desmantelada a finales de la dictadura gomecista; tres
sillas de paleta bajo el limonero y el piso todo el día abonado por los patos,
gallinas, yaguazas y las dos guacharacas de Argimiro Fuentes. En diciembre y en
enero, el cielo lleno de estrellas brilla y la proyección cinematográfica
pareciera detenerse cada vez que surca el firmamento un astro incandescente,
fulgor sucedido de tres deseos que casi nunca se materializan. En otros meses
el techo está formado por tumultuosos nubarrones, a veces parecen desgarrados y
descubren resplandores precursores de lluvia y cuando llega, ella viene en
inmensas gotas heladas y hay súbita interrupción de la función. En ciertas y
determinadas noches se le ocurre asomarse a la arepa de luz y henchida tras
algodonosas motas grises, brillan entonces las sábanas de la mujer de Argimiro
para fastidiar a los asistentes quienes esperan un reacomodo de las nubes para
disfrutar otra vez de las imágenes en blanco y negro en la película que aparece
mágicamente en el fondo del solar.
Véngase doctor, era lo único que le habían dicho, y él sin que mediaran
más explicaciones se calzó sus pantalones de caqui, se trenzó las botas y en un
dos por tres estaba en la camioneta con los hijos del viejo Timoteo. Un rato
después, la luz de los faros de la pickup se reflejaba en la ribera encharcada,
brillando contra el rojo de la curiara. Detrás, en el más allá oscuro, se
adivinaban las sombras tumultuosas del gran Catatumbo. Él venía pensando en
plantas medicinales, raíces y yerbas, todos aquellos secretos desvelados por el
viejo Timoteo, en los días cuando él empezaba a ejercer la medicina en aquel
pueblo perdido entre ríos y lejanas montañas azules. Cuán útiles le habían sido
los consejos del hombre, y cuantas veces él, médico recién graduado, enviado al
monte por la necesidad, llegó a usar aquellos récipes naturales. En ese
entonces, todavía Timoteo no se había asentado en su conuco y permanentemente
merodeaba con su burro y sus frascos por la medicatura rural vendiendo menjurjes y pociones con propiedades
milagrosas. Ahora, lo menos que podía hacer él era atender a su llamado. Ya
hacía casi un año que no le veía la cara y sus hijos se notaban muy preocupados
por su estado de su salud. Siguiendo a los dos muchachos en la oscuridad, saltó
sin mojarse dentro de la curiara y se alejaron de la orilla a golpes de
canalete. Unos minutos después, la lámpara de carburo encendida en la proa era
el único signo de vida humana sobre las aguas del río.
En la noche cuando
se proyectó "Aquí está el detalle", sin lluvia ni luna, el doctor se
carcajeó hasta más no poder con las interminables reláficas de Cantinflas. En
la oscuridad se le apelotonaban entre el chirrido de las chicharras los
recuerdos de su infancia y adolescencia... Al final de la película, los
bombillos incandescentes se hallaban rodeados por hormigas voladoras y había sonrisas.
Véngase mi doctor y échese un palo. Abrazo cálido de hombres sencillos. Tengo
que volver a la medicatura. ¡Solo un lamparazo! De pie en la tierra de la media
calle. Tengo trabajo pendiente. Una vueltica hasta la pulpería de Lucio
Portillo. Bueno vamos. Febril pasión la de la investigación. Paqueche su
conversaíta nomás. Láminas y frotis esperándolo al lado del microscopio. ¡No semihaga
rogar mi doctorcito! Sí, pero solo un rato compá Ramón. Está bien. Un rato
nomás amigos. ¡Ese si es mi gallo! Vacuolas en los leucocitos, el hematozoario
de Laverán, si no se asomaba le saldría conteo de células blancas. Sin palitos,
eso sí, es que tengo trabajo. ¡Anjá! Mascada y salivazo sepia que se arropa de
arena. Los comentarios de la gente del campo en alpargatas los movían las
películas. ¡Tantas cosas vistas en las sábanas de la mujer de Argimiro! Otra
vez a discutir sobre "El peñón de las ánimas". Tres semanas en eso y
ni los chistes de Cantinflas daban fin a la contienda. Inquebrantable posición,
sin tregua, los amigos extrapoladores insistían, en que aquellos eran hechos
calcados de la vida del pueblo. La contrariedad del grupito purista, a quienes,
impúdico les parecía buscar semejanzas. Peligroso mezclar el prestigio de las
hermanas y de las sobrinas con lo que aparecía en las sábanas de la mujer de
Argimiro. Ni soñar con meter en la diatriba a las hijas ni a las esposas. Era
el honor de las mujeres y ni se debería conversarlo, y menos en la pulpería.
Resquemores de familias por viejos deslices, alusiones veladas. Rancheras,
huapangos y corríos atestiguaban la vida. Una historia real desde el celuloide para
unas gentes de carne y huesos. Pero aquel era un pueblo de machos. Jorge
Negrete estaba bien respaldado. Nunca me haga busté una comparación, no meche
vainas. En la rockola de Brinolfo Morales se escucha… “De piedra ha de ser la
cama, de piedra la cabecera”...
No quería comenzar a clarear todavía, y sin
embargo, curiosamente, él recordó como el gallo había cantado varias veces en
el patio de la medicatura cuando arreglaba las cosas en su maletín. Aún no
amanecía y notó el cielo palpitando a sus espaldas, ronroneba un fragor lejano con
un extraño resplandor. Comenzaba a cambiar de azul pizarra a violeta y el fondo
magenta mostraba un negro tumultuoso que iba empegostando los parches rosados
del amanecer. Todo el paisaje empezó a pintarse de colores tenues y el rosado
violáceo que parecía dominar entre las ramas retorcidas de los mangles, poco a
poco se oscurecía. Se habían metido por una serie de caños cubiertos con un
intrincado encaje malva que creaba galerías y túneles en el manglar. Al apagar
la lámpara, él pudo divisar desde la curiara, todavía a lo lejos, el rancho del
viejo Timoteo con sus paredes blanqueadas sobre el bahareque y el techo de
palmas. Sus hijos eran jóvenes y fuertes. No tendrían más de doce y quince
años, eran expertos remeros en el gran Catatumbo, y él pensó que también lo
eran seguramente ayudando a su padre en las labores de tala, quema y la siembra
del conuco...
¡No me joda no joda, si
viene busté y me jode, yo lo jodo, no joda! Emidgio se empinó su botella de
refresco casi a temperatura ambiente, estaba buena la conversa. Las hembras en
los botiquines de las carreteras, las mujeres del pueblo en sus casas. En el
camino hacia la medicatura meditó sobre la afinidad peculiar de su gente para
con aquella música y con las películas. Venidos del lejano piedemonte, muchos
de ellos eran muy andinos en el fondo. En el decir de Don Rafael Osuna,
emigrado de las montañas muchos años atrás, la explicación radicaba en la
identificación de la idiosincrasia cordillerana con todo aquello que cantaban
las rancheras y los corríos mexicanos. Esos son, pensó él, los valores
fundamentales de sus vidas. El honor, el amor por la tierra, la defensa de sus
mujeres y el suspirar por las hembras. ¡Por ellas aunque mal paguen y venga y
nos echamos el otro! El médico sonrió convencido de que todos en el fondo eran
buena gente. Cariño por el aguardiente. Sombrero de paja de ala ancha, mascada
de tabaco, en las malas y en las piores... Él llegó paso a paso, caminado
lentamente hasta la puerta de su sitio de trabajo.
Venían remando, iban acercando la curiara por el caño. Una claridad
anaranjada los rodeaba cuando el doctor tomó su maletín y se adelantó con pasos
rápidos hacia la casita. Del rancho salía un estimulante olor a café recién
colado. En la puerta la mujer de Timoteo le tomó del brazo. Mirando los ojos de
la joven y robusta indígena él comprendió con cuanto anhelo le esperaban. Había
comenzado a caer una fina llovizna. Al entrar, él notó como su paciente todavía
tenía ánimos para sonreír. Timoteo estaba tendido en un camastro bajo su
chinchorro, y saludó al doctor. Se quejaba, de que todo le dolía. Eran varios
días con calentura, y estaba como envarado. Ahora casi no puedo comer. Eso le
dijo. Sí doctor, le cuesta hasta abrir la boca. Era su mujer quien le hablaba...
Sentado en el oasis que había creado en la medicatura, aquella noche le
costó trabajo al doctor el sumergirse en sus frotis teñidos con Giemsa y con
Wright. Pensaba en su amigo el doctor Navarro y también su novia que estaría
sola, allá lejos, en su ciudad del lago. Por la ventana llegaba como un susurro
la música lejana…“era valiente y
arriesgado en el amor”... Bostezo y restregar de ojos… “Un día domingo que se andaba emborrachando,
a la cantina le corrieron a avisar”… La oferta que le habían hecho era
buena, le proponían irse para afuera. Una beca… El viento traía las palabras “se lo echaron a montón”… Él todavía no
le había dicho nada a su novia, era solo una idea, poder irse lejos… Seguro
estaba que ella nunca se vendría a un pueblo como este que le habían asignado…
Con una beca las cosas cambiarían, podrían casarse e irse para afuera, a estudiar,
a investigar. Le interesaban las diarreas y las infecciones virales de los
niños. Estudiar en uno de esos sitios de los que le hablaba el doctor Navarro,
quizás en el Centro de Investigaciones de Atlanta, en los Estados Unidos... Escuchó
ahora con más claridad la música. “En una
choza muy humilde llora un niño y las mujeres se aconsejan y se van”… Ella podría
especializarse en obstetricia, eso seguramente le gustaría y él, a prepararse
haciendo investigación. Ilusión codiciada por años, mirando a su profe Navarro
y su Centro de Investigaciones… “de Juan
ranchero charrasqueado y burlador”, bostezó nuevamente y retiró sus ojos de
los oculares del microscopio.
El médico lo examinó. Había trismo incipiente. En un pie encontró una
herida mal cuidada. El doctor sabía que en los hospitales de beneficencia del
Zulia no se aceptan tetánicos… Mientras auscultaba el tórax pensaba rápidamente
como si quisiera ganar tiempo y recuperar horas perdidos, pero no había ninguna
esperanza de hospitalizar al viejo Timoteo, y él lo sabía. Así es la vida, pensó.
¡Cuán injustos son los reglamentos de la Sanidad! Me lo llevaré a la medicatura
y en mis predios lo defenderé. Sí, allá lucharé con la pelona y ya veremos si el viejo aguanta. Con palabras
sencillas se lo explicó a la mujer y a los hijos. No tiene más remedio. Ellos
aceptaron la situación. Confiaban en él. Si se queda se les muere y no podemos
llevarlo hasta Santa Bárbara o hasta Cabimas, no lo aceptarán, tiene tétanos y
eso es muy grave, vamos a ver si lo puedo ayudar en la medicatura. Tengo que
llevármelo ya. Ya había preparado la inyectadora con un sedante y le inyectó varias
dosis de toxoide tetánico. ¿Me entendéis viejo? Me tenéis que acompañar a la
medicatura, allá vamos a ponerte un tratamiento. Vais a tener que dejar de
trabajar unos días. La mirada angustiada de Timoteo se dirigía hacia su mujer. No
te preocupéis por Tairuma que tus hijos la cuidarán bien. Vamos muchachos
ayúdenme a improvisar una camilla para trasladarlo a la curiara, que se avecina
una tormenta.
Había terminado el corrío. Él pensó en Rafael Rangel. Estaba acariciando
la platina del microscopio cuando pensó cuanto le gustaría ser un investigador
de verdad. ¿Cuantas veces conversó con el profe Navarro sobre el bachiller
Rangel y sus luchas? Rafael había nacido a finales del siglo XIX, un joven trujillano
que había estudiado bachillerato en Maracaibo. Todo eso fue a comienzos
del siglo XX, se fue a Caracas y nunca
se graduó de médico. Tampoco Louis Pasteur había sido médico... Pero al
bachiller lo acosaron. El mejor, el único investigador de verdad que había
tenido el país y le hicieron la vida imposible. ¡La política! Unos decían que
eran cosas de racismo. No. Era la política, eterna mala compañera... ¡Se vuelve
politiquería! Allá en su tierra, estaba ella. ¿Esperaría por él? ¿Hasta cuándo
ese afán? Casarse, tener hijos y tal vez sentar cabeza. La voz del hombre del
mechón blanco le llegó con el viento... “Tú
y las nubes me traen muy loco, tú y las nubes me van a matar”... Me voy a
dormir. “Yo parriba volteo muy poco tú
pabajo no sabes mirar”. Tras otro bostezo apagó la luz de la lámpara.
Ya se fue la noche pero el sol no sale. Parece que no quiere brillar, y
eso que venía como tan bonito cuando despuntaba el día… Esto lo piensa él, pero
ahora, cuando todavía es muy temprano, se ha escondido tras grises nubarrones cargados
de lluvia, que parece arreciar de momento. Cuando ya han colocado al viejo en
la curiara, sopla el viento con fuerza y comienzan a caer como piedras las
gotas heladas. Es un aguacero de esos que ya él conoce y todos se irán
emparamando sin remedio. En el balanceo, medio tapan a Timoteo con un mantel
plástico de cuadros rojos que sirve como impermeable de emergencia, y mientras
él va achicando con unas latas de leche, los muchachos van remando con aplomo,
ahora de un lado y luego del otro, y remontando la corriente del gran Catatumbo,
se marchan. Van a dar la pelea…
Texto
ligeramente modificado de “La Peste Loca” novela publicada por la Secretaría de
Cultura de la Gobernación del Estado Zulia en 1997
Maracaibo
17 de enero del año 2016
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