APUNTES DE VIAJERO EN TIERRAS LEJANAS
III
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ENCUENTRO EN VIENA
Esa noche, al descender por la escalera del hotel me encuentro con quienes me habrán de acompañar en una gira
nocturna. La he acordado en la mañana al aceptar otro “tour vienés”. Una pareja
de ancianos y nueve mujeres de edades indefinidas, increíblemente feas,
indudablemente mexicanas. Lo deduzco por sus cuchicheos e inocentemente, luego-luego
pienso que son de una escuela, seguramente maestras, o egresadas de una
promoción especial, tal vez el grupo de las feas fueron premiadas y están aquí,
paseando, ¡tan lejos de su patria!, vainas que a uno se le ocurren así, de
repente y tal, y están parloteando, platicando se dirán entre ellas, hasta por
los codos, sí. Así medio a empujones nos meten rápidamente en un autobussete,
así con doble ese, y nos llevan dando bandazos al sitio de reunión, el lugar de
concentración, área para turistas, campo, ¿de concentración?, donde hay una
decena de grandes autobuses, sin ss, y yo sigo descartando jaibas nazis, me
introduzco en uno de ellos para escuchar lo que diga el guía, un flaco paliducho
quien informa presto por un parlante cual será el idioma que usará para los
presentes en el recorrido nocturno, llámenlo night-tour si quieren, pero él
hablará en holandés y claro está, también en español. Una ola de gringos con
típica apariencia de turistas desciende entonces precipitadamente, seguidamente
tras de ellos viene otra ola, pero de japoneses tropezándose, con cámaras
fotográficas y maletines azules, todos van descendiendo y el bus se queda
despoblado. Contracorriente ascienden otros personajes, me dejo impresionar por
un grupo de jovencitas, evidentemente españolas. Se les ve llenas de salero y
capto un dejo madrileño en el hablar, ellas entraron riendo, y se han ubicado detrás de mi asiento.
Entonces percibo una entonación andaluza en la voz de una de ellas y recuerdo
al gato Jims, el de las comiquitas de la tele, y ¡bien! Pues dale que te pego,
¡con aquer tono andalú!, las niñas se
han creío que yo soy del equipo holandés, y se han puesto a decí la mar de
tonteras, con un revoloteo risueño que se troca en risas regurgitadas y las
percibo detrás de mi asiento... “Ozú Maricarmen que pa mí, hasta el Esperanto
habla este tío. ¿Qué te has creío, ¿no le ves? ¡Que es de Holanda hija! Que sí,
pero... ¿Te apetece? ¿Qué tal si nos está entendiendo? ¡Ay Pili, no pasa nada.
Ay niña, ¡que yo muero de la vergüenza!” Tranquilamente, pongo cara de estúpido
y volteo con una mirada perdida mientras reviso la mercancía. Estaban unas más
buenas que las otras. “¿Os fijáis que es majo el holandés? ¡Que te escucha
mujé! ¡Que para mí, este tarao no entiende ni la ache! Es como si fuera sordo y
mudo, te lo repito yo Maria José, ¡es un pringao!”
El autobús se detiene frente a un restaurante húngaro. Esta será la
primera parada de la noche, dice el guía. Descendemos y nos colamos entre las
notas dulces de violines zíngaros y me encuentro rodeado de gente vestida de
supuestos gitanos. Nos movemos entre las mesas en un recinto poco iluminado con
grandes arcos encalados y vigas de madera negra que sostienen un techo
abovedado. Sobre las mesas con manteles de cuadros blancos y rojos colocan los
platos de una sopa. Es un caldo humeante de fideos con pollo. Pienso en el
difunto pollo, debió darse un baño de pasada en aquella agua, tal vez se
restregó con un cubito de caldo concentrado. Me siento distraído, todavía sin
hablar con nadie y noto un instante después que estoy en una mesa ante una
pareja que parecen ser holandeses, al final terminarán resultando portugueses, por
eso es que no les entiendo lo que van cuchicheando, por más que intento captar
su jerigonza, esta me suena a gallego y recuerdo a las españolitas del autobús.
Ante mí se sienta un joven rubio. Sin duda es holandés, netherlandés, así lo
digo internamente. Todos nos atisbamos en silencio. Los cuatro debemos tener,
¡una cara de estúpidos! La parejita cuchichea y los dos sonríen. ¿Qué cosas se
estarán diciendo entre ellos mismos? Miro al catire de frente y se me ocurre
que igual él pensará de mí, ¡cara de imbécil!, allí sentado, sin cruzar
palabra. ¡Que estupidez! Eso me digo y me pregunto, ¿qué tal?, ¿y si no me da
la gana de abrir la boca? Después acepto
que debe ser todo producto de esta incurable timidez, tan mía… Las mexicanas en
una mesa vecina, se han animado y cantan “cielito lindo”. Los violines zíngaros
gimen y lloran. Las españolitas le han caído como moscas a un catire gigantón
que no habla una papa de español e intenta hacerse entender en un inglés
chapuceado que ellas tampoco parecen comprender. Torre de Babel, Arca de la
Alianza, Puerta del Cielo... Después de un largo silencio post pollo húmedo y
fideítos, nos levantan cual mansos corderos y, alé alé, se escucha decir, así
sin emitir balidos regresamos al autobús. El vino blanco funciona, y las
españolitas se llevan al catire gigante hacia el asiento trasero. Oigo decir. “Si
este tío de enfrente no fuese tan pelma, también nos lo agarrábamos Maripili. ¡Ay
como nos mira!” Pienso que todo el asunto es anormal y vuelvo y me lo repito, ¡maldita
timidez!
El autobús arranca y va girando y circunvalando en ascenso por una gran
oscura montaña. Vamos hacia Glizerling, una zona vinícola en lo alto de Viena.
La noche es negra con el cielo estrellado. El autobús parece desenrollar un
ovillo cuesta arriba, como si fuera al compás de un valse que en sordina creo
escuchar, la máquina ronronea y gira, cruza, asciende, tuerce y se retuerce
hasta que al fin llegamos. Nos detenemos ante un caserón de paredes muy blancas
donde hay un gran patio cubierto de parras con grandes racimos de uvas
colgando. Posiblemente es la casona de un gran viñedo, o un Club nocturno, ¿qué
sé yo? Entramos y unos amplios ventanales nos muestran un prodigio de luces,
allá lejos. Es Viena, montaña abajo, son miles de lucecitas titilando y arriba
las estrellas y los valses de Strauss sonado todo el tiempo. ¡Tener Viena a los
pies! Me da por pensar de nuevo en el emperador Eugenio, Viena por todo lo
alto… Bailan y bailan las parejas, tejiendo círculos concéntricos y cuando
llegan al centro de la pista, como atraídos hacia un vórtice, se repelen y a la
reversa, cadenciosamente regresan, creando nuevas ondas de música ondulante, retornan
hasta la periferia de la pista, siempre girando. Hay vino en abundancia. Viena
tiembla vuelta un enjambre de luciérnagas en la distancia. Me alejo del grupo,
no veo más a las españolitas ni a una sola de las maestras mexicanas. Con una
cierta desesperanza atisbo buscando un prójimo que hable en cristiano. A mis
espaldas escucho decir algo en castellano, una pareja de edad madura habla con
un acento que me llena de curiosidad, suena familiar. Me les acerco algo asustado,
y me interpelan. Son panameños. Han venido desde su tierra a conocer al novio
de su hija. Saludo a la pareja de enamorados que les acompaña. Hay otra hija,
le doy la mano, mucho gusto me dice, y de momento no entiendo lo que me sucede,
más pronto lo capto, ella es, es ella, la imagen de mis sueños de adolescente,
reiterados, la conozco desde toda la vida, la miro deslumbrado y me digo, sí,
es ella, y me sonríe. Es ella, especie de Liz Taylor, de, ¿cuando éramos jóvenes?
Está casada con un suizo y vive en
Basilea, tiene tres niñas, la menor de un año, la mayor tiene diez, y ella ha
comenzado a hablarme sin detenerse, pero yo sigo pensando, sí, es ella... La
miro y no acabo de creerlo, ¡sin duda alguna! Sus ojos grises de un azul
verdoso con suaves tonos índigo violáceos, su rostro fino, sus labios, su
sonrisa. ¡Es ella!, la de mis ensoñaciones cuando solo contaba unos diez años,
ella la de mis amores locos entre diez a quince, ella, la esperada, una imagen
de mis sueños imberbes, la inefable. Mi Liz Taylor me mira y siento que me
desnuda el alma. Me habla sin detenerse, unhú, ummhú, y sigue haciéndolo. Sigo
sin decir nada, estoy embelesado. Ella me cuenta sobre los quanta de energía, un
tema que la tiene fascinada, asegura conocer
la manera de poder viajar por las galaxias. Ella es lectora de “El
Retorno de los Brujos”, devoradora de la obra de los lamas, del tibetano que
inventó el Tercer Ojo, y me dice ser fanática de Teilhard de Chardin. Su viejo
padre nos interrumpe, es jurista y me quiere hablar sobre Ciencias Políticas. A
ella le interesa más la glándula pineal y la endocrinología, sabe sobre Gregorio
Marañón, conoce los secretos del tercer ojo de los tibetanos y el de los dinosaurios. Escucho, río, bebo vino, mis
ojos no se separan de mi Liz Taylor, su mirada me confunde, pterodáctilos
sobrevuelan encima de un gigantesco Tiranosaurio Rex, si parpadea se le
ocultan, lo pienso, ¿será quizás el vino?, sus palabras suenan muy claras, ¿cómo
mis pensamientos?, giran los bailarines, suenan los valses, su mirada violeta tan
clara, brilla intensamente, al fin estamos ella y yo, frente a frente...
En las vecindades de la zona
vinícola, regresamos al tour. Nos hemos sentado todos muy juntos en la parte
trasera del autobús, dispuestos a que nos transporten a una típica taberna
austriaca. Al llegar veremos tajadas de salchichón y embutidos sobre los platos,
y, ¡ah qué bien!, hay una jarra de vino para cada uno. No ceso de escuchar a mi
Liz Taylor, es un intercambio apasionado de ideas que prefiero imaginar
recíproco. Me dice al notar mis miradas de embeleso que ella es una señora ya
de cierta edad, una de sus hijas nació un veintidós de noviembre, ¡oh!, las
coincidencias. Para qué valen, ¿a qué se deben?, no lo sé, ni me interesa,
mientras veo como floto en el espacio sideral seguimos conversando. Me doy
cuenta de que ni sé su nombre verdadero, pero eso tampoco vale para nada, miro
sus ojos, es la mirada que me acompaña desde cuando dejé de ser un niño y me
atrevo, ¡poder del vino!, se lo digo, ¿Cómo podrá tomarlo?, por eso me eres tan
familiar, ¿lo aceptará? Ella enmudece unos instantes. No es posible explicarlo.
Nos envuelve una irreal aura ambarina y entonces le hablo con todo el desenfado
que me provoca esa noche estrellada, llena de música que va naciendo de
violines gitanos, uveros plenos de racimos crecen sobre nosotros. Decir las
cosas sin saber con certeza de que hablamos, es algo impresionante, siento que
estoy llegando al final de un camino previamente trazado, con ella he hablado,
¡me atreví al fin!, desde siempre, centurias, años luz, ¡he esperado tanto
tiempo para encontrarla!, y ahora, somos ambos los únicos habitantes del
planeta, entre galaxias y nebulosas, flotamos suspendidos por los luminosos quantas de energía radiante que veo
nacer desde su mirada de un color azul violáceo indefinible.
Regresamos en el autobús. Las mexicanas cantan en coro, “ese lunar que
tienes cielito lindo junto a la boca”... Las españolitas me han fulminado con
la mirada al oírme hablando castellano y se han mudado a los asientos
delanteros con su gigante holandés. “No se lo des a nadie, cielito lindo”...
Ella está a mi lado. Estamos muy juntos. Respiro el mismo aire, y me ilumina su
mirada violeta. Súbitamente el autobús se ha detenido en una calle muy estrecha.
Un auto rojo, descapotado ha chocado en una esquina, las cuatro ruedas están
girando aún y la gasolina se escapa sobre el pavimento. Luces rojas
intermitentes y sirenas llenan la escena en un instante. Fuera del auto, hay
una joven pálida de negros y ondulados cabellos, sangra por la boca y está
manchando su vestido de noche que era blanco. Debajo del auto, se divisa el
brazo del conductor que está aplastado por la máquina. Una laguna moaré se está
formando con el gotear de la gasolina. Largos segundos, oscuridad, destellos
rojos y azules y amarillos. Nosotros parecemos petrificados. Logro escuchar un
murmullo de fondo. Los pasajeros del autobús se han abalanzado sobre las
ventanillas. Mi Liz Taylor se me ha prendido del brazo, me lo estruja, percibo
el calor de su respiración anhelante, me toma las manos, siento su cuerpo
temblar como una hoja, gime, me mira a los ojos y me suplica que los
ayude. Siento que debo hacer algo, ¡soy
médico al fin y al cabo! Mi sangre se revuelve. Sus ojos claros se humedecen.
Chirrían los cauchos del autobús. El chofer grita unas palabrejas que no
entiendo, gira el volante, cruza por un instante y la escena comienza a
alejarse de nosotros. Escucho el ulular de las sirenas, las luces centelleantes
van reduciendo su tamaño y desaparecen en el vidrio trasero. Ella, sentada a mi
lado, ha tomado mis manos y cierra sus ojos para concentrar su energía vital,
así seguramente ha de ayudarles en tan difícil trance. Todos regresan a sus
puestos. Ella en silencio concentrada en su labor suspira, transcurren largos
segundos, o minutos, y ella finalmente abre sus párpados sin soltar mis manos.
El viaje continuará y mientras tanto nosotros no cesaremos de mirarnos, en
silencio. Ha llegado el momento de despedirnos, la gira ha concluido, los
viejos panameños seguirán por un trecho, ella me explica, mañana volaré hasta
Suiza, mi esposo me espera, en Basilea. Yo pienso que antes del mediodía todos
se irán volando, no más Viena, ¿y yo? Hemos llegado a nuestro hotel, ellos me
informan, se levantan, adiós, adiós, ¿qué hacer? Después el autobús siguió su
curso y ya nada importaba para mí. Quedaré solo. El chofer me pide que
descienda. Terminó todo. Estoy solo yo, los pasajeros se fueron. Íngrimo y
solo, me encuentro al otro lado del ring. La una y treinta de la mañana y debo
cruzar todo el centro de Viena para llegar hasta mi hotel. El vino y los
recuerdos de la mirada azul magenta me transportan a través de la ciudad.
Camino, corro, voy paso a paso, a ratos vuelo, sobrevuelo las torres de la iglesia
de San Esteban, logro atisbar el brillo del Danubio a lo lejos, ondula y gira
con los compases de Strauss, la música
me lleva a través de las callejuelas del ring vienés, va resonando
dentro de mi cabeza...
He despertado. El sol penetra a raudales por la ventana. Estoy en la
habitación de mi hotel. Estaba soñando. ¿Tenía una pesadilla? Quiero repasar
uno a uno los eventos de la noche anterior, la gira, ella, sí... ¿Cómo saber
cuánto es verdad y cuanto es solo parte de un sueño? Me levanto rápidamente.
Salgo a la calle sin desayunar. Regreso a pie, desandando paso a paso el ring,
calle por calle. Ante la iglesia de San Esteban me niego a creer que por la
noche sobrevolé sus altas torres, diviso el campanario, ojivas medievales. Sé
que me llama. Es la mirada clara de mi Liz Taylor de mi juventud, ella está en
alguna parte de Viena y yo, no sé qué hacer. Camino, troto, corro, me detengo, ¡ni
tan siquiera sé su nombre! Son ya más de las once de la mañana. ¿Cuál puede ser
su hotel? Todos los edificios se parecen. Cruzo la calle, y regreso, miro hacia
arriba, ¿es aquí?, no... Otra vez el reloj. Son las once y cuarenta y cinco
minutos, sé que ella tiene que irse al aeropuerto, volará a Basilea, la gente
en la calle me tropieza. Ahora es mediodía. Quiero llorar. Es una sensación
extraña. He perdido algo irrecuperable. Tal vez fue todo un sueño. Siento un
sabor amargo y se me ocurre que no es muy lógico lo de tomarse las cosas tan a
pecho, pero, ¿cómo evitar esa especie de angustia que me atenaza el cuello?
Pensar que jamás he devolver a verla. Así, desconsolado voy de regreso.
Deshecho, cabizbajo, deambulando por el mismo sendero, entre casas y gentes que
ya no veo, no quiero saber de nada más ahora. ¿Por los destellos malva de su
mirada clara? Ella trajo de nuevo hasta mí, lejanos sueños, de imberbe
adolescente, o era de veras ella, la de siempre, ¿la de toda la vida y de otras
vidas en el pasado? Ha desaparecido ahora, hasta cuando...
De "La Entropía Tropical", novela (Ediluz, Maracaibo,2003)
Maracaibo 3 de enero del año 2016
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