domingo, 10 de enero de 2016

Apuntes de viajero en tierras lejanas: la baronesa en Budapest





APUNTES DE VIAJERO EN
          TIERRAS LEJANAS VI

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 LA BARONESA EN BUDAPEST

La recepción está programada en la Galería Nacional. Buscas el sitio en un mapa extendido sobre la cama. Hace solo dos horas que estás en Budapest y por la ventana del hotel se ve el Danubio cruzado por puentes iluminados. El sol ya ha desaparecido, mas todavía se perciben algunos destellos de luz sobre las aguas del río, entre pequeños barcos, reflejos de una cierta claridad en el cielo, entre motas azul violáceas, detrás del Bastión de los Pescadores... Tú miras el mapa, cuentas el número de cuadras y calculas el tiempo que te llevará recorrerlas. Tal vez media hora, será una caminata, lo piensas y decides volver al hotel y darte un baño. Prendes el televisor y mientras compruebas que hay agua fría y caliente en la ducha… No terminas de adaptar tu mente al mundo comunista, un hotel de la cadena Internacional detrás del telón de acero, una potente regadera con agua tibia, toallas gruesas con olor a lavanda, lozas con flores azules, escuchas los compases de la canción del toreador de Carmen de Bizet. Vas hasta el televisor y te quedas atónito, durante un rato verás a Harry Belafonte y Dorothy Dandridge cantando en la película Carmen Jones, doblada en un idioma que no entiendes, ¿en ruso?, ¿será húngaro? Se llena de vapor el baño, de aromas, ¿será tu frasco de Yardley?, acaso, ¿son parecidas las esencias socialistas? Un rato más tarde sonríes mientras te anudas la corbata ante el espejo. Con la tarjeta de invitación en un bolsillo y el mapa en el otro, sales hacia el fresco del anochecer. Atisbas las calles transversales, se ven oscuras y solitarias. Seleccionas el camino de la avenida que bordea el Danubio. Ristras de luces tendidas en el aire, sobre los puentes, crean un extraño efecto hacia la orilla de Pest. Cocuyos en las noches de Hungría, tú lo piensas cuando aceleras el paso, ¿hace frío? Imaginas que ristras son las de ajos y viene hasta tu mente la imagen de algún vampiro trasnsilvánico, ¿los Cárpatos?, ¿era en tierras rumanas?, no eran magiares los vampiros, no, ¿y que hay de aquel conde?, ¿no era húngaro?, ¿por qué revolotea en tu cabeza Julio Cortázar?, tal vez por el hotel Polidor en París de “62 modelo para armar”, lo has estado leyendo, y es complicada su trama, casi como las calles, oscuras, sin castillos sangrientos, pero como para perderse, y sin querer comprendes tras atenderle al mapa, que estás ya cerca de la Plaza del Parlamento, divisas un gran parque, aspiras el aroma de la grama húmeda, recién podada y ves del otro lado, la fachada iluminada del edificio clásico que alberga la Galería Nacional. Hay bastante gente caminando por el parque, ves a unos japoneses que avanzan rápidamente hacia el rutilante edificio y te dices que la caminata ha llegado a su fin y que no te perdiste, el mapa sin duda alguna funcionó.

Al ascender la larga escalinata, estás bajo la sensación de haber vivido ya ese momento y recuerdas un palacio, ¡tal vez lo soñaste!, posiblemente en algún cuento de hadas en tu infancia... El altísimo techo del salón a la entrada está decorado con hermosas pinturas, cual si fuese una iglesia, lo sostienen columnas de mármol con capiteles corintios bañados en oro. Mármol y oro en frisos y cornisas, paredes con grandes espejos y entre ellos cuelgan gobelinos que descienden con todos sus paisajes y sus guerreros hasta la gruesa alfombra roja que parece de terciopelo bermejo, repta por las escalinatas y cubre los tres pisos tapizando el parquet que cruje bajo el peso de los neuropatólogos invitados a la recepción de gala. Entre más de ochocientos, estás tú. Ellos venidos de todas partes del mundo, tú te mueves, casi que flotas en una marejada humana, miras a un lado y al otro y concientizas el que casi no conoces a nadie, a casi nadie, a lo lejos divisas al doctor Mostofi, el famoso patólogo iraní del Instituto Reed de Washington. Asciendes lentamente hacia el piso superior y desde la escalera crees ver a Cedric Raines el neuropatólogo del hospital Montefiori de Nueva York, hace meses estuviste en su laboratorio, diste unas charlas en la Universidad de Yehiva, te habían invitado para hablar de las encefalitis virales… Volteas a mirar las mesas ante la escalera, la apariencia es fastuosa, impresionante, mesas servidas para un banquete opíparo, hay manjares sofisticados, para todos los gustos. Las mesas están llenas, repletas de copas de vino ya servidas, son interminables, hay tinto, claro, blanco, rosado, seco, dulce, y es escanciado por cientos de mesoneros vestidos de librea quienes llenan constantemente las copas y sirven champán, ¿tal vez de Francia?, en bandejas de plata y caviar rosado, azul, y tú lo ves y te imaginas las semillas de la lechoza, los huevitos de esturión, las anchoas enroscadas sobre ellas mismas en cientos de canapés, como para despertar tu curiosidad sobre el origen de tan espléndidos bocados, un incomparable banquete en tierras socialistas. Te has quedado de pie, estático, en la escalera, divisas a Sam Chao a quien no veías desde tus años de residente en la Universidad de Wisconsin. ¡Cuantos años! Te acercas a él, te ve, lo abrazas emocionado, ¡fue tu maestro!, e inmediatamente le preguntas por la baronesa, se agita tu corazón, ¡ella ha venido!, Sam te informa que se encuentra en algún sitio, tal vez en el segundo piso, ¿será posible?, sí, ¡habrás de ver nuevamente a Gabrielle!

Cuando cesan de hablar sobre neuronas y sobre la ultraestructura de los virus, pasan a los recuerdos de aquellos helados tiempos de Wisconsin. No pareciera ser posible pero han transcurrido más de siete años, Sam ya se ha ido, como tú, es el mismo, pero él vive en WestVirginia, y es ahora un experto neuropatólogo con una millonaria subvención para estudiar la distrofia muscular progresiva. Quiere saber si tú… ¿Volver a Norteamérica? Ni pensarlo, ¡qué va! Entonces le cuentas sobre tu buena suerte, el laboratorio en tu ciudad del lago y las palmeras azules. Recuerdas que has tenido problemas, pero te los callas. Sam conoce algunas de tus publicaciones, te felicita por los trabajos sobre los virus del trópico. Sam ríe y ambos comentan sobre la opulenta recepción, están considerando que es como estar de vuelta en el imperio autrohúngaro, siglos atrás, como en el pasado, seguramente fueron tiempos esplendorosos. Los amigos ascienden paso a paso por la escalera central. Desde lejos alcanzas a ver erguida, la figura de la baronesa Zurehin...

Tú notas que Gabrielle ha envejecido, siete años pasan, y pesan, lo piensas mientras te acercas. Emocionado le darás un fuerte apretón de manos ¡Oh! ¡Cuán excitante! Ella le dice a la gente que la rodea, “este es mi neuropatólogo venezolano”. Tú le relatarás brevemente tus andanzas sobre tu misma tierra. Ella se voltea y les dice con un retintín de orgullo a sus amigos. “¡Él es el único de mis residentes de neuropatología que publica trabajos en revistas científicas y vive en Venezuela!” Te sientes cohibido. Pronto la solicitan, ella es una invitada especial, y tienen que despedirse, la llaman desde otro piso, se la llevan, un grupo de alemanes y varios húngaros, sus amigos neuropatólogos europeos, quieren estar a su lado, ¡ella es la baronesa! Sam se va con el grupo y tú  piensas en sus palabras, las repasas, acaso pudiesen estimularte, pero no es así. ¡Neuropatólogo! Ya como que no es posible modificar los hechos...

La lucha en tu entrópico paraíso se ha tornado cada vez más difícil. ¡Meses antes del viaje, has tenido tantos problemas! Llegaron a un acmé, al culmen, ¿ahora, vendrá el declive? Estás sobreviviendo a una larga crisis. Tu laboratorio parece ya desmoronarse, y sentirás que tus problemas en el trabajo, te presionan desde muy lejos. Ya habrás perdido el apoyo de tu padrino, tu técnico estará a punto de irse, el material escaseando, vienes de ser acusado ante tu Colegio de Médicos por ejercer la Neuropatología supuestamente sin tener credenciales de neuropatólogo, y nadie quiso atestiguar para demostrar lo que eres, ni siquiera tus colegas del hospital, nadie quiso confirmar lo que has venido haciendo durante siete años, tus biopsias, tus cerebros de autopsias, tus estudios ultraestructurales, tus investigaciones sobre rabia y encefalitis, quizás y especialmente tus publicaciones sobre neurovirus y sobre amibiasis cerebral. ¿No han valido de nada?, o todo lo contrario, pesan negativamente... Nadie, en tu ciudad del lago, te ha dado la mano en ese asunto... En el momento que vives, lejos, en Hungría, rumiaste los conflictos en tu suelo natal. Te han salvado los trabajos de investigación publicados fuera, pero esos parecieran ser también tu desdicha. Un bicho rato, te miran con, ¿envidia?, ¿con sorna?, no te han querido aceptar en Medicina, das clase en la Facultad de Veterinaria y te acusan de haberte dedicado a escribir estupideces… Te ha denunciado un colega de otro hospital que parece temer tu competencia o ¿tu prestigio internacional? El Colegio de Médicos, le escuchó y te exigió demostrar que de veras eres neuropatólogo. Entonces fue cuando te tocaba asistir en Hungría al Congreso de Neuropatología y has visto de nuevo a Sam y a la baronesa Gabrielle Zurhein... Solo en Budapest, percibes un gran vacío y a pesar de que te sientes cada vez más neuropatólogo entre tantos colegas desconocidos, expertos internacionales quienes te rodean, comprendes que esa no es tu gente, eres uno más entre los neuropatólogos invitados de todas partes del planeta… 

Entonces todo el lujo y el bullicio dentro de la gran Galería Nacional no logran acallar los recuerdos de tus amargas experiencias en su entrópico paraíso tropical, el de las palmeras azules, la luna llena y el lago de cristal. Será muy tarde esa noche cuando regresarás a pie, caminando rápido y con frío hacia el hotel por las oscuras y neblinosas calles de Buda. Caminarás rumiando tus pensamientos. La visión de la baronesa luego de tantos años te ha revuelto el alma transportándote a ratos idos, a otras épocas, ¿más felices?... ¿Todo tiempo pasado fue mejor? Ahora percibes un amargo sabor... Es el sabor del éxito, lo piensas y te preguntas si acaso puede ser, o ¿será el vino?...
Recordarás tú mismo las luchas por incorporar a otros colegas patólogos a la aventura de la investigación y concluirás reflexionando… Quedamos estrellados ante la mirada oblicua y centellante del patólogo jefe. Era impresionante ver como los aspirantes a ingresar en nuestro laboratorio de microscopía electrónica, aunque hubiesen solicitado tan solo ser pasantes, rebotaban. Los de fuera por foráneos, los de la casa para que no perdiesen su tiempo en eso de hacer investigación. El jefe consideraba que el trabajo productivo era sacar las biopsias. Las pagaban bastante bien y producían pingües dividendos repartibles aunque fuese a partes desiguales. Los ingresos fueron suficientemente seductores para no distraerse jugando a la investigación. Regulaciones aquellas que fueron objeto de múltiples discusiones. Ni las biopsias renales pudieron ser examinadas por uno de los jóvenes patólogos recién llegados, miraadas en lo que el jefe denominaba “el elefante gris” (el microscopio electrónico). Entusiasmado por la patología renal aprendida en su postgrado gringo, el pichón de patólogo prefirió no herir la susceptibilidad de su jefe, y como contrapartida tuvo una jugosa oportunidad para ejercer con él en una de sus clínicas privadas. Ni tonto que fuera, así te lo dijo él mismo. La situación se tornó exasperante. Señalaste ante la dirección sobre el reparto de dinero producto de las biopsias de los pacientes del llamado servicio asistencial. El jefe era, jefe. En esos tiempos no se hablaba de bozales de arepa y quizás había mucho de ilusión y de tonterías en las actuaciones de los todavía soñadores. Ignorábamos cuánto podían pesar las desviaciones crematísticas entre los queridos colegas, por jóvenes que fuesen, y éramos ingenuos. Con el devenir del tiempo, estas anomalías iban a demostrar hasta la saciedad, cual habría de ser el modus vivendi de casi toda una nación obcecada por la conquista del dinero fácil… Pero esa es otra historia... 
Entonces él sonrió tristemente con todos aquellos recuerdos y quiso ver el lado positivo, habría que alegrarse. Desde un restaurante abierto emergieron melodiosas y tristes las notas de un violín gitano... ¿Lo recuerdas? Te detuviste un momento y en el frío aire de la madrugada percibiste el olor a cebollas y a paprika, las imaginaste brillando en el aceite, transparentándose, picadillo envuelto en coles, lo saboreaste mentalmente, ¿degustar una sopa de goulash?, ¡bien caliente!, deseaste otra copa de vino tinto. Tan lejos de casa... ¡Bah! Cenarías y tras un par de copas de vino considerarías que lo mejor era marcharse al hotel. A dormir, sí, ¿qué podrías hacerle? Mañana tendré que presentar varios trabajos y es que de veras soy, aquí en Hungría, un neuropatólogo... 

Con algunas modificaciones, este relato de 1980, es parte de la novela "La Entropía Tropical" Ediluz 2003.
Maracaibo, ahora, el 8 de enero del año 2016

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