APUNTES DE VIAJERO EN
TIERRAS LEJANAS VI
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LA BARONESA EN BUDAPEST
La recepción está programada en la Galería Nacional. Buscas el sitio en
un mapa extendido sobre la cama. Hace solo dos horas que estás en Budapest y
por la ventana del hotel se ve el Danubio cruzado por puentes iluminados. El
sol ya ha desaparecido, mas todavía se perciben algunos destellos de luz sobre
las aguas del río, entre pequeños barcos, reflejos de una cierta claridad en el
cielo, entre motas azul violáceas, detrás del Bastión de los Pescadores... Tú
miras el mapa, cuentas el número de cuadras y calculas el tiempo que te llevará
recorrerlas. Tal vez media hora, será una caminata, lo piensas y decides volver
al hotel y darte un baño. Prendes el televisor y mientras compruebas que hay
agua fría y caliente en la ducha… No terminas de adaptar tu mente al mundo
comunista, un hotel de la cadena Internacional detrás del telón de acero, una
potente regadera con agua tibia, toallas gruesas con olor a lavanda, lozas con
flores azules, escuchas los compases de la canción del toreador de Carmen de
Bizet. Vas hasta el televisor y te quedas atónito, durante un rato verás a Harry
Belafonte y Dorothy Dandridge cantando en la película Carmen Jones, doblada en
un idioma que no entiendes, ¿en ruso?, ¿será húngaro? Se llena de vapor el
baño, de aromas, ¿será tu frasco de Yardley?, acaso, ¿son parecidas las
esencias socialistas? Un rato más tarde sonríes mientras te anudas la corbata
ante el espejo. Con la tarjeta de invitación en un bolsillo y el mapa en el
otro, sales hacia el fresco del anochecer. Atisbas las calles transversales, se
ven oscuras y solitarias. Seleccionas el camino de la avenida que bordea el
Danubio. Ristras de luces tendidas en el aire, sobre los puentes, crean un
extraño efecto hacia la orilla de Pest. Cocuyos en las noches de Hungría, tú lo
piensas cuando aceleras el paso, ¿hace frío? Imaginas que ristras son las de
ajos y viene hasta tu mente la imagen de algún vampiro trasnsilvánico, ¿los
Cárpatos?, ¿era en tierras rumanas?, no eran magiares los vampiros, no, ¿y que
hay de aquel conde?, ¿no era húngaro?, ¿por qué revolotea en tu cabeza Julio
Cortázar?, tal vez por el hotel Polidor en París de “62 modelo para armar”, lo
has estado leyendo, y es complicada su trama, casi como las calles, oscuras, sin
castillos sangrientos, pero como para perderse, y sin querer comprendes tras
atenderle al mapa, que estás ya cerca de la Plaza del Parlamento, divisas un
gran parque, aspiras el aroma de la grama húmeda, recién podada y ves del otro
lado, la fachada iluminada del edificio clásico que alberga la Galería
Nacional. Hay bastante gente caminando por el parque, ves a unos japoneses que
avanzan rápidamente hacia el rutilante edificio y te dices que la caminata ha
llegado a su fin y que no te perdiste, el mapa sin duda alguna funcionó.
Al ascender la larga escalinata, estás bajo la sensación de haber vivido
ya ese momento y recuerdas un palacio, ¡tal vez lo soñaste!, posiblemente en
algún cuento de hadas en tu infancia... El altísimo techo del salón a la
entrada está decorado con hermosas pinturas, cual si fuese una iglesia, lo
sostienen columnas de mármol con capiteles corintios bañados en oro. Mármol y
oro en frisos y cornisas, paredes con grandes espejos y entre ellos cuelgan
gobelinos que descienden con todos sus paisajes y sus guerreros hasta la gruesa
alfombra roja que parece de terciopelo bermejo, repta por las escalinatas y
cubre los tres pisos tapizando el parquet que cruje bajo el peso de los
neuropatólogos invitados a la recepción de gala. Entre más de ochocientos,
estás tú. Ellos venidos de todas partes del mundo, tú te mueves, casi que flotas
en una marejada humana, miras a un lado y al otro y concientizas el que casi no
conoces a nadie, a casi nadie, a lo lejos divisas al doctor Mostofi, el famoso
patólogo iraní del Instituto Reed de Washington. Asciendes lentamente hacia el
piso superior y desde la escalera crees ver a Cedric Raines el neuropatólogo
del hospital Montefiori de Nueva York, hace meses estuviste en su laboratorio, diste
unas charlas en la Universidad de Yehiva, te habían invitado para hablar de las
encefalitis virales… Volteas a mirar las mesas ante la escalera, la apariencia
es fastuosa, impresionante, mesas servidas para un banquete opíparo, hay
manjares sofisticados, para todos los gustos. Las mesas están llenas, repletas
de copas de vino ya servidas, son interminables, hay tinto, claro, blanco,
rosado, seco, dulce, y es escanciado por cientos de mesoneros vestidos de
librea quienes llenan constantemente las copas y sirven champán, ¿tal vez de
Francia?, en bandejas de plata y caviar rosado, azul, y tú lo ves y te imaginas
las semillas de la lechoza, los huevitos de esturión, las anchoas enroscadas
sobre ellas mismas en cientos de canapés, como para despertar tu curiosidad
sobre el origen de tan espléndidos bocados, un incomparable banquete en tierras
socialistas. Te has quedado de pie, estático, en la escalera, divisas a Sam
Chao a quien no veías desde tus años de residente en la Universidad de
Wisconsin. ¡Cuantos años! Te acercas a él, te ve, lo abrazas emocionado, ¡fue
tu maestro!, e inmediatamente le preguntas por la baronesa, se agita tu
corazón, ¡ella ha venido!, Sam te informa que se encuentra en algún sitio, tal
vez en el segundo piso, ¿será posible?, sí, ¡habrás de ver nuevamente a
Gabrielle!
Cuando cesan de hablar sobre neuronas y sobre la ultraestructura de los
virus, pasan a los recuerdos de aquellos helados tiempos de Wisconsin. No
pareciera ser posible pero han transcurrido más de siete años, Sam ya se ha
ido, como tú, es el mismo, pero él vive en WestVirginia, y es ahora un experto
neuropatólogo con una millonaria subvención para estudiar la distrofia muscular
progresiva. Quiere saber si tú… ¿Volver a Norteamérica? Ni pensarlo, ¡qué va!
Entonces le cuentas sobre tu buena suerte, el laboratorio en tu ciudad del lago
y las palmeras azules. Recuerdas que has tenido problemas, pero te los callas.
Sam conoce algunas de tus publicaciones, te felicita por los trabajos sobre los
virus del trópico. Sam ríe y ambos comentan sobre la opulenta recepción, están
considerando que es como estar de vuelta en el imperio autrohúngaro, siglos
atrás, como en el pasado, seguramente fueron tiempos esplendorosos. Los amigos ascienden
paso a paso por la escalera central. Desde lejos alcanzas a ver erguida, la
figura de la baronesa Zurehin...
Tú notas que Gabrielle ha envejecido, siete años pasan, y pesan, lo
piensas mientras te acercas. Emocionado le darás un fuerte apretón de manos
¡Oh! ¡Cuán excitante! Ella le dice a la gente que la rodea, “este es mi neuropatólogo venezolano”. Tú
le relatarás brevemente tus andanzas sobre tu misma tierra. Ella se voltea y
les dice con un retintín de orgullo a sus amigos. “¡Él es el único de mis residentes de neuropatología que publica
trabajos en revistas científicas y vive en Venezuela!” Te sientes cohibido.
Pronto la solicitan, ella es una invitada especial, y tienen que despedirse, la
llaman desde otro piso, se la llevan, un grupo de alemanes y varios húngaros,
sus amigos neuropatólogos europeos, quieren estar a su lado, ¡ella es la
baronesa! Sam se va con el grupo y tú piensas en sus palabras, las repasas, acaso
pudiesen estimularte, pero no es así. ¡Neuropatólogo! Ya como que no es posible
modificar los hechos...
La lucha en tu entrópico paraíso se ha tornado cada vez más difícil.
¡Meses antes del viaje, has tenido tantos problemas! Llegaron a un acmé, al
culmen, ¿ahora, vendrá el declive? Estás sobreviviendo a una larga crisis. Tu
laboratorio parece ya desmoronarse, y sentirás que tus problemas en el
trabajo, te presionan desde muy lejos. Ya habrás perdido el apoyo de tu
padrino, tu técnico estará a punto de irse, el material escaseando, vienes de
ser acusado ante tu Colegio de Médicos por ejercer la Neuropatología supuestamente
sin tener credenciales de neuropatólogo, y nadie quiso atestiguar para
demostrar lo que eres, ni siquiera tus colegas del hospital, nadie quiso
confirmar lo que has venido haciendo durante siete años, tus biopsias, tus
cerebros de autopsias, tus estudios ultraestructurales, tus investigaciones
sobre rabia y encefalitis, quizás y especialmente tus publicaciones sobre
neurovirus y sobre amibiasis cerebral. ¿No han valido de nada?, o todo lo contrario,
pesan negativamente... Nadie, en tu ciudad del lago, te ha dado la mano en ese
asunto... En el momento que vives, lejos, en Hungría, rumiaste los conflictos
en tu suelo natal. Te han salvado los trabajos de investigación publicados
fuera, pero esos parecieran ser también tu desdicha. Un bicho rato, te miran
con, ¿envidia?, ¿con sorna?, no te han querido aceptar en Medicina, das clase en
la Facultad de Veterinaria y te acusan de haberte dedicado a escribir
estupideces… Te ha denunciado un colega de otro hospital que parece temer tu
competencia o ¿tu prestigio internacional? El Colegio de Médicos, le escuchó y
te exigió demostrar que de veras eres neuropatólogo. Entonces fue cuando te
tocaba asistir en Hungría al Congreso de Neuropatología y has visto de nuevo a
Sam y a la baronesa Gabrielle Zurhein... Solo en Budapest, percibes un gran
vacío y a pesar de que te sientes cada vez más neuropatólogo entre tantos
colegas desconocidos, expertos internacionales quienes te rodean, comprendes
que esa no es tu gente, eres uno más entre los neuropatólogos invitados de
todas partes del planeta…
Entonces todo el lujo y el bullicio dentro de la gran Galería Nacional
no logran acallar los recuerdos de tus amargas experiencias en su entrópico
paraíso tropical, el de las palmeras azules, la luna llena y el lago de
cristal. Será muy tarde esa noche cuando regresarás a pie, caminando rápido y
con frío hacia el hotel por las oscuras y neblinosas calles de Buda. Caminarás
rumiando tus pensamientos. La visión de la baronesa luego de tantos años te ha revuelto
el alma transportándote a ratos idos, a otras épocas, ¿más felices?... ¿Todo
tiempo pasado fue mejor? Ahora percibes un amargo sabor... Es el sabor del
éxito, lo piensas y te preguntas si acaso puede ser, o ¿será el vino?...
Recordarás tú mismo las luchas por incorporar a otros colegas patólogos
a la aventura de la investigación y concluirás reflexionando… Quedamos estrellados ante la mirada oblicua
y centellante del patólogo jefe. Era
impresionante ver como los aspirantes a ingresar en nuestro laboratorio de
microscopía electrónica, aunque hubiesen solicitado tan solo ser pasantes,
rebotaban. Los de fuera por foráneos, los de la casa para que no perdiesen su
tiempo en eso de hacer investigación. El jefe consideraba que el trabajo
productivo era sacar las biopsias. Las pagaban bastante bien y producían
pingües dividendos repartibles aunque fuese a partes desiguales. Los ingresos
fueron suficientemente seductores para no distraerse jugando a la
investigación. Regulaciones aquellas que fueron objeto de múltiples
discusiones. Ni las biopsias renales pudieron ser examinadas por uno de los
jóvenes patólogos recién llegados, miraadas en lo que el jefe denominaba “el elefante gris”
(el microscopio electrónico). Entusiasmado por la patología renal aprendida en
su postgrado gringo, el pichón de patólogo prefirió no herir la susceptibilidad
de su jefe, y como contrapartida tuvo una jugosa oportunidad para ejercer con
él en una de sus clínicas privadas. Ni tonto que fuera, así te lo dijo él
mismo. La situación se tornó exasperante. Señalaste ante la dirección sobre el reparto
de dinero producto de las biopsias de los pacientes del llamado servicio
asistencial. El jefe era, jefe. En esos tiempos no se hablaba de bozales de
arepa y quizás había mucho de ilusión y de tonterías en las actuaciones de los todavía
soñadores. Ignorábamos cuánto podían pesar las desviaciones crematísticas entre
los queridos colegas, por jóvenes que fuesen, y éramos ingenuos. Con el devenir
del tiempo, estas anomalías iban a demostrar hasta la saciedad, cual habría de
ser el modus vivendi de casi toda una nación obcecada por la conquista del
dinero fácil… Pero esa es otra historia...
Entonces él sonrió tristemente con todos aquellos recuerdos y quiso ver
el lado positivo, habría que alegrarse. Desde un restaurante abierto emergieron
melodiosas y tristes las notas de un violín gitano... ¿Lo recuerdas? Te
detuviste un momento y en el frío aire de la madrugada percibiste el olor a
cebollas y a paprika, las imaginaste brillando en el aceite, transparentándose,
picadillo envuelto en coles, lo saboreaste mentalmente, ¿degustar una sopa de goulash?,
¡bien caliente!, deseaste otra copa de vino tinto. Tan lejos de casa... ¡Bah!
Cenarías y tras un par de copas de vino considerarías que lo mejor era
marcharse al hotel. A dormir, sí, ¿qué podrías hacerle? Mañana tendré que
presentar varios trabajos y es que de veras soy, aquí en Hungría, un
neuropatólogo...
Con algunas modificaciones, este relato de 1980, es parte de la novela "La Entropía Tropical" Ediluz 2003.
Maracaibo, ahora, el 8 de enero del año 2016
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