APUNTES DE VIAJERO EN TIERRAS
LEJANAS IV
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MADISON, WISCONSIN
Desde
el avión todo es blanco, y él piensa en el helado de vainilla del Alfa, tan
blanco, y allá abajo debe estar igualmente tan frío. El compromiso estaba hecho
y se acercaba a su destino. Desde la tierra del sol amada haber ido a
sobrevolar las planicies heladas de Wisconsin, en aquel febrero del año 1964, es
una situación totalmente novedosa. Así deberá su futuro cercano. Lo piensa,
mira de nuevo por la ventanilla y cree sentir que el aparato ha iniciado su
descenso, hay nubes bajas que ocultan por momentos las capas de helado de
vainilla…
Brilla
y refulge con un tono blanco grisáceo el sendero helado que conduce al edificio
Mac Ardle en el campus de la Universidad. La nieve cae en grandes copos sobre
el resbaladizo camino, y desde allí pueden verse los ladrillos rojos de la
pared lateral del hospital, brillan con el mustio sol que se refleja en las
ventanas cerradas a doble vidrio. La protección invernal y los destellos
solares no logran impedirle observar desde la calle una luz ambarina, arriba,
en la ventana del laboratorio 207.
Embozado
en su bufanda gris, él se acerca a la gran puerta negra y al empujarla penetra
en el recinto sofocante de los grandes radiadores metálicos. Su nariz
enrojecida aún, gotea helada por la caminata de ocho cuadras, interminables, a
veinte grados bajo cero. Restriega sus zapatos húmedos en el felpudo... Se dijo a sí mismo por enésima vez: gracias a
Dios que este congelamiento del carrizo es tan solo una situación temporal, si
creyera que no voy a regresar más nunca a mi tierra, no sé lo que haría, pero
sin duda no soportaría este clima de osos polares con tanto entusiasmo. Se
despoja del gorro de lana y sacudiéndose el pelo sube paso a paso por la
escalera de metal. Sus pisadas resuenan y su juvenil figura aparece encogida
por el frío, tiritando bajo la tenue luz amarillenta que nace de los bombillos
en el techo y se cuela por los pasillos. Se arranca su bufanda y se frota las
orejas casi insensibles y enrojecidas. Está ante la puerta del laboratorio.
Mira los percheros en la pared. Sin desprenderse aún de sus guantes de cuero
forrados con piel de conejo, comienza a desabrocharse el grueso abrigo...
La
puerta del laboratorio está entreabierta. Él finalizó su desvestimiento y
calcula que ya ha llegado la señora Schaeda. Ella con su voluminosa pinta de
sueca de película de Bergman debe estar en el bioterio alimentando a los
acures. Él lo piensa, sonríe y se estremece e inicia el lento proceso de colgar
en el perchero sus múltiples trapos, el paltó, un sweater una franela gruesa y
al final, apoyándose en uno de los radiadores, fastidiosamente comienza a
sacarse las botas de goma que protegen sus zapatos...
El
cielo gris ha comenzado a clarear y todavía continúa nevando. A través de la
ventana el paisaje es blanco, inmaculado, tan solo los faros amarillentos de
los coches brillan sobre la helada superficie de la calle Mound. La robusta señora Schaeda hace su entrada
triunfal en el laboratorio y lo saluda amigablemente. Sus acuritos ya están
preparados. A los acures, también les dicen cuyis, conejillos de india y guinea
pigs, son casi todos muy blancos, peludos como motas, otean con sus ojitos
rojos y moviendo los bigotes sonríen pelando los incisivos. Él los mira
imaginando que ellos presienten su próximo final y se figura que por eso están
inquietos en sus jaulas. La gorda Schaeda sonríe mientreas él revisa sus
anotaciones.
Decide
entonces él, que ha de sentarse para leer una separata reciente sobre las
alteraciones de las grasas en el alvéolo pulmonar de los acures cuando viven
sometidos a bajas presiones de oxígeno. Mira su reloj y recuerda que después de
sacrificar a los animalitos tendrá que ir a controlar varios casos con la
baronesa... Con el zumbido de la
campana extractora para protegerse de los vapores del osmio, comienza el
proceso de anestesiar a los animales, luego tendrán que perfundirlos, luego la
disección del peto y la parrilla costal, tomar las muestras de los pulmones, el
corazón, el hígado, los pequeños fragmentos seleccionados para su procesamiento
y próximo estudio con el microscopio electrónico. Cuando ya están finalizando
la tarea, llega Enrique Valdivia.
Entra
sacándose los guantes y arrojando su chaqueta de cuero sobre el escritorio.
¡Pucha como hay de frío afuera! Lo dice entre dientes y en castellano y Rodrigo
observa sus pequeños ojos negros moviéndose con rapidez, su nariz aguileña y
oscuros cabellos le dan un aire latino inocultable. Inquisitivo examina los
frascos con el material en fijación. Rodrigo le muestra sus notas pero Enrique
insiste en controlar el pH de nuevo. Quiere constatarlo personalmente, es crucial
en este experimento, masculla. Después, ya convencido, le propone ir por una
taza de café caliente. Lo beberemos antes de la incubación en el medio de
Gomori, le dice él y luego añade mirando el reloj, es que la baronesa me espera
antes de diez minutos.
Un
rato después, ambos entran con sus jarras de café aguado al laboratorio de
Neuropatología. La adusta figura de Gabrielle Zurehin mira complacida el reloj
que lleva con una cadena plateada sobre el pecho y sonríe al comprobar que
falta medio minuto para la cita acordada. Enrique le pide que al terminar el
control le envíe de vuelta a su asistente, lo necesita en su laboratorio. Tarareando una tonada de los Beatles, por el
pasillo amarillo, como en un yellow submarine,
se alejará Enrique con su jarra de café americano y mientras lo ve irse,
él apura el último trago de su café de agua turbia para sentarse ante el
microscopio de frente a la baronesa.
Gabrielle es la personificación del orden y de
la disciplina. El inquiere sobre los más nimios detalles de todo cuanto ha
visto en las láminas de vidrio y ella va respondiendo a todas sus preguntas y
aclarándole sus dudas. Mientras toma notas, él a su vez contestará una por una
las preguntas con las que a su vez la chief neuropatóloga, lo va bombardeando
en su inglés prusiano. Por segundos él piensa si acaso ¿serán ciertas las
historias que repiten sobre ella?, su imponente castillo en las riberas del
Rhin, las laderas boscosas de la selva negra alemana, ¿soplará el cierzo entre
los pinos en las posesiones de la baronesa?, ¿será verdad? Su prestigio como
investigadora y neuropatóloga es internacional…
Él
entiende lo increíble de su suerte, la importancia de aprender con ella los
secretos del estudio de la patología del sistema nervioso. Ni sabe él cuanto
influirá en su destino. Es alemana, cuarentona o más y con una ilimitada
capacidad para el trabajo. ¡Gabrielle es brillante! Ahora él se atreve, y la mira directamente a
sus ojos. Ella aprieta sus labios de un rojo intenso. Sonríe y le pregunta. ¿Es
Lavanda verdad? Me gusta como hueles... Él siente como se le ha subido la
sangre al rostro y llevándose el pañuelo de regreso al bolsillo se sumerge en
las preparaciones de Klüver para visualizar la mielina y toma otras láminillas
teñidas con Holtzer para detectar los astrocitos reactivos. Cuando la mira
nuevamente es para preguntarle sobre unos núcleos muy azules que parecen
curiosos oligodendrocitos en otros preparados teñidos con hematoxilina-eosina.
Es con el “echení”, como le dicen ellos a la coloración de rutina, como debe
acostumbrarse a hacer los diagnósticos neuropatológicos.
En el laboratorio de Enrique le esperan
los trocitos de sus acuritos incubándose en unos platos de Petri para detectar
luego con el microscopio electrónico las enzimas lisosomales. Por la ventana se
ve el cielo de un azul muy pálido. Ya hace rato que cesó de nevar. Con
ansiedad, él siente que se acerca la hora del mediodía, es su oportunidad
diaria de sentarse en el microscopio electrónico, estará desocupado por dos
horas y cada vez es mayor el número de cosas que observa y la cantidad de
información que incorpora a su joven cerebro. Todavía faltan dos días para mi
turno semanal de autopsias. Lo piensa y recuerda que antes de la guardia le
dará tiempo de revelar y copiar todas las fotografías que irá tomando en el
microscopio. Si logra terminar de
copiarlas en la tarde, tendrá un tiempo libre para estudiar los casos de la
reunión de biopsias. Eso piensa él…
Antes de penetrar en la oscuridad del
laboratorio que alberga el microscopio electrónico, se detiene un instante y
recuerda los cadáveres de los dos niños que acaba de ver al atravesar la sala
de autopsias. Una leucemia aguda y un tumor de Wilms decían sus records
clínicos. Estaban muy pálidos los pequeños, y él se preguntará si serán acaso serán
agentes virales los que de veras provocan las enfermedades neoplásicas. Hay un
profesor loco que así lo cree, para él son solo conjeturas, y aunque él no ha
hablado personalmente con Temin, si lo ha escuchado en sus conferencias. ¿Por
qué les dirán lectures? Él se pregunta a sí mismo muchas cosas... Los patólogos
pudieran ser portadores sanos... ¿Qué tal yo, llevando los virus de los
cadáveres hasta los humanos? ¡Que locura! Entonces recuerda a sus dos hijos
pequeños, en la casa rodeada de nieve y de árboles pelados. El mayorcito ha
estado con fiebre, ¿quizás será gripe? Tendré que irme un poco más temprano a
casa, lo dice para sí y luego recapacita. Cuando lo haga, ya el sol habrá
desaparecido y la temperatura deberá estar por los veinte bajo cero. Al entrar
en el cuarto oscuro piensa. ¡Ojalá que vuelva a nevar!, me encanta ver caer los
copos blancos en la noche...
Con algunas modificaciones puntuales, extraído de “La Entropía Tropical”,
novela, Ediluz 2003.
Maracaibo, 6 de
enero del año 2016
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