Mi tocayo…
Este
relato es copia, con sutiles modificaciones, de algo ya publicado en mi novela “La Entropía Tropical” (Maracaibo, Ediluz,2003). Se refiere a un viaje que hiciéramos
varios patólogos maracuchos a un congreso de la SLAP el año 1969, cuando
volamos a Buenos Aires en un avión con Sandro quien regresaba a su tierra…
“Conocí a mi tocayo, Rodrigo en Buenos Aires, en un
Congreso Latinoamericano de Patología. Para ese entonces, yo casi ni conocía a
los anatomopatólogos venezolanos. Estaba circunscrito a los escasos colegas de
mi ciudad natal. Hacía poco tiempo había regresado a mi tierra después de pasar
cuatro largos años estudiando en el norte, y casualmente allá había tenido la
oportunidad de conocer a varios patólogos de Caracas, pero no más. Así que… ¿De
dónde iba yo a conocer a los patólogos latinoamericanos? Pero cualquiera, aquí,
allá y en todas partes, había tenido que haber escuchado algo sobre mí tocayo...
Ahora, hace ya tantos años de eso, que no puedo
recordar donde fue la primera vez que oí hablar del famoso cuate. Su nombre
sonaba ya, disparado hacia arriba, desde el suelo de la nación azteca. Además, ¡era
mi tocayo!, y eso me atraía como a un mosquito con alas ante bombillo de cien.
Era como tener un antepasado famoso, no sé, pero sin conocerle me había dado
por sentirlo como un familiar; él había escrito un libro sobre la patología del
sistema inmune y yo lo había hojeado acercándome a conceptos novedosos, totalmente
desconocidos para mí. Por todas aquellas cosas, yo sentía una reverente mezcla
de curiosidad y admiración por mi tocayo mexicano.
Estaba en un salón semicircular, algo oscurecido, con
tonos azules y violáceos en la penumbra de la proyección, y yo pendiente, había
estado esperando su turno, pues venía en el programa después de un
conferencista que disertaba sobre quien sabe qué cosa, en aquel hemiciclo
oscuro, allí en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, y un
momento después escuché su nombre, y vi como él se ponía de pie, en la primera
fila y como paso a paso avanzó hasta el podio. Era él. Se me antojó gardeliano,
no sé por qué, tal vez por su peinado hacia atrás y el brillo de su cabello
pegado al cráneo como si usara gomina. Los lentes redondos le daban un aire
intelectual, especie de niño prodigio de nariz perfilada. El traje de un azul
marino intenso lo hacía lucir sobrio. En las sombras de aquel inmenso salón,
resplandecía con la luz que iluminaba sus hojas manuscritas. ¡Conque ese es el
hombre! Eso me dije casi incrédulo. Comenzó a hablar sobre el colágeno y él le
decía, la colágena, sobre moléculas y otras cosas poco usuales para el lenguaje
común de los patólogos. Sus palabras fluían como un torrente. Entonces repetí
para mí. ¡Ese es mi tocayo!, lo he conocido, al fin…
Estaba yo viviendo ese instante en un mundo totalmente
desconocido para mí, lo había descubierto tan solo un par de días antes y era
todo tan diferente a los dos mundos que yo había conocido. Como compararlo con
mi tierra caliente o con el norte helado. Aquella tierra austral, la Argentina,
me tenía anonadado, me parecía increíble con sus jugosos asados, el vino como
el agua, los postres rebosando cremas, las minas de minúsculas minifaldas, las
plazas y jardines, las fuentes, los árboles comenzando a florear en septiembre,
los niños con guardapolvos, los tangos de siempre y para mí, ¿por qué no
decirlo?, para mí también el recuerdo de Evita, en mi casa a través de mi madre
había conocido de las andanzas de “la presidenta de los pobres”, la de “los
descamisados”, Perón-Perón, y sorprendentemente, Perón era un ser odiado por la
mayoría, por casi todos los patólogos, pero… ¿Qué podía saber yo?
Yo era tan solo un neófito en política, pero... ¡Oh sorpresa!
El morocho del Abasto también era despreciado por los patólogos, ¡asombro de
nuevo! Para mí, un fanático de Gardel a través de sus tangos y milongas
precisados en todas las rockolas de Maracaibo, cuando estudiaba Medicina,
música, cervezas y el lunfardo arrabalero, ahora in vivo… Resultaba una
desagradable sorpresa al enterarme de que el zorzal, ¡era abominado por los
patólogos argentinos! ¡Era algo increíble! Pero, ¡Carrizo!, me decía. ¿Será que
les parece chabacano el lunfardo? Yo recordaba haber leído algo en aquel argot
en unos cuentos del escritor Jorge Luis Borges, o… ¿Era un cuento de Cortázar?
Los patólogos maracuchos, éramos unos pocos, pero nos mirábamos entre nosotros
sin comprender nada. ¿Cómo es este lío? ¿Por qué los patólogos argentinos
rechazan todas aquellas cosas que para nosotros son parte importante de la
Argentina?
En mi bolsillo, yo traía escondida otra Argentina, de
eso a nadie le hablaba, era casi subconsciente, tenía vivencias lejanas, de mis
lecturas infantiles, páginas del Billiken, composiciones sobre Sarmiento y
Rivadavia, libros, revistas, más libros… Yo conocía una Argentina de pampas y
de lagos llenos de pinos, a través de los libros, sabía de la macana y del
gaucho Martin Fierro, de la patria de Houssay el fisiólogo, que era también la
de Hugo Wast el novelista romántico, la de Cortázar el genial exiliado y la de
Borges el genio de la controversia, la de un dictador Flores y de un revolucionario
Ernesto Guevara y como para hacerle contrapeso, un sinfín de imágenes cinematográficas,
desde Luis Sandrini hasta la belleza de Libertad Lamarque y el brillo de su
voz, y ¡claro está!, el caminito floreado de trébol y acaso también el tono
chillón de Catita opacado por el rumor de las cuerdas de una guitarra o el
quejido de un bandoneón bajo el farolito de una calle de arrabal.
En aquellos días de sorpresas y excitantes contrastes,
conocí a mi tocayo, el patólogo mexicano más famoso del mundo, un paradigma de
la investigación. Casi no lo volví a ver durante aquel Congreso. Eran un
círculo exclusivo, de pibes y de cuates y de otros famosos anatomopatólogos
latinoamericanos. ¿Y decíme che, los patólogos venezolanos, los de la patria de
Simón Bolívar, ¿quiénes son?, ¿dónde están? Un exabrupto preguntarnos eso a
nosotros, los imberbes patólogos maracuchos, ¿cómo podíamos saber nosotros, los
patólogos habitantes de la República del Zulia quienes eran los patólogos
caraqueños?... Pero me imagino que aquellas cosas serían difíciles de explicar.
Dos años después,
mi tocayo dos veces en ese mismo año 1971, visitaría como invitado nuestra
tierra del sol amada. En esa oportunidad ya sabía yo quienes éramos los
patólogos del país; ese año me tocaría la suerte de entrar a formar parte de la
directiva de nuestra Sociedad, pero eso no importa ahora. Cuando llegó, Rodrigo
era otro. Dejó el terno en Buenos Aires, dejó la gomina y los lentes redondos.
Se había transformado en un tipo de guayabera blanca, con una barba que ya no
se la quitaría nunca más. Era un nuevo chavo, simpático, agudo, no era un
escuincle, ya parecía grande, con la sonrisa siempre en los labios, la mirada
clara, el verbo incisivo, cáustico, no era abusado y resultaba osado y de
avanzada en todas sus ideas, aglutinando entusiasmo y emociones, estimulándonos
para echar adelante por el camino de las dificultades.
Este es mi tocayo,
me dije, y les repetí a mis colegas: ese es el ejemplo a seguir, el modelo a
imitar, seamos patólogos integrales, diagnosticadores, docentes,
investigadores! Vamos a atrevernos a construir la infraestructura para impulsar
la investigación para la Anatomía Patológica venezolana. Pos no se me sigan llenando el buche con piedritas, luego luego lo
veremos, el trecho es mucho muy largo, entre el elefante y la Echerichia coli
solo hay un paso, y no vayan a achicopalarse, no dejen que les ronquen los que
creen ser la mera mamá de Tarzán envuelta en huevo! De esta arenga no quedó
nada. ¿A poco no? ¿Pero nada nadita? A poco les quedaría el gaznate boludo.
¡Como si tragaran camote! Como el humo en el viento, se disipó el discurso
y como al poeta Baralt hube de creer que bajo la luz fecunda que hace brillar
nuestra tierra calcinada... “...en hora malhadada y con la faz airada, me vio
el lago nacer que te circunda”...
En
Maracaibo, 51 años después, el sábado 9 de abril, en la cuarentena del año 2020
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