lunes, 12 de septiembre de 2022

El Siniestro (2)


El olor de la tierra mojándose gota a gota y la espesa oscuridad les obligó a detenerse. Habían encendido unas lámparas de kerosene. Mariposas cansadas regresaban a posarse en la tibia humedad de las grandes hojas, aleteando suavemente. Parpadeaban los cocuyos entre las hojas de parásitas y helechos. Abejorros plateados y libélulas orladas de un halo azul eléctrico zumbaban fijando su posición ante el astro incandescente que se ocultaba en algún sitio del firmamento lejano. Todavía se podían ver algunos haces de fuego colándose entre las ramas impregnadas por una bruma de naranjas pasadas. Los hombres se miraban sintiendo el ulular del viento sobre los árboles centenarios. Era necesario detenerse. La luz era ya muy tenue, y todos escucharon el intenso chirriante estridor de las chicharras creando una sinfonía in crescendo. Roberto le señaló a Víctor como el mortecino sol de los venados desaparecía entre las cenizas del anochecer. El perro negro se detuvo. Su cola tensa, una pata delantera en el aire, parecía una sombra chinesca presintiendo algo irremediable. Él notó el brillo de las pupilas del can. Se podía escuchar su incesante jadeo cuando súbitamente ladró. El estruendo provocó decenas de ecos centuplicados en la oscuridad de la selva. El animal se agitaba inquieto pero ya la oscuridad era inminente.


-Ahora sí que nos agarró la noche- le susurró a Víctor y se quedó mirando al perro que estaba como una estatua, con una pata delantera en alto, olisqueando el aire. De nuevo parecía estar presto para ladrar. Roberto pensó que el animal, ensimismado en la búsqueda hasta el momento fallida, debería estar confundido en la oscuridad, o quizás cansado. El can no parecía prestarle la menor atención a sus acompañantes humanos y lucía atento. Estrías rosadas y manchones violáceos iban reemplazando la luz como si estuviesen empapando los cenicientos algodones de la noche. Los integrantes del grupo de búsqueda, decidieron acampar y encendieron dos lámparas de kerosene y comenzaron a limpiar el terreno donde se instalarían en tres carpas. Harían una fogata.

-No podremos avanzar más- le dijo Roberto a Víctor mientras se desembarazaba del morral en su espalda. El perro negro parecía petrificado, y nuevamente estaba con una de sus patas delanteras en alto, olisqueando el aire. De pronto fue abrazado por uno de los hombres que lo había conducido aferrado a sus correas, quien se arrodilló a su lado, acariciándolo para aparentemente conversar con él. Los amigos sin saber a qué atenerse, sintiéndose muy cansados, se sentaron en la hojarasca alrededor del área central donde se estaba encendiendo el fuego. Sabían que no deberían hablar entre ellos, ni mencionar el nombre de Antonio Martínez, pero ambos necesitaban comunicarse y expresar sus temores, sin atreverse a hacerlo ante la mirada aparentemente recelosa del joven capitán de La Guardia quien les informó que continuarían la búsqueda al día siguiente.

Al estar todos reunidos, Roberto aprovechó para contarlos. Eran en total doce hombres, seis de ellos eran jóvenes soldados, tres militares de algún grado superior indefinido, el capitán y los tres hombres del DISIP. Con Víctor y él sumaban trece. Habían limpiado ya el terreno para levantar las tiendas de campaña bajo la oscura bóveda entre gigantescos árboles. El Castor Víctor maldecía en voz baja y le susurró a su amigo. -Estoy realmente tan cansado que creo voy a caer de rollete y podría dormirme aquí mismo. Mientras soltaba su morral y sacaba su bolsa para dormir, se le acercó uno de los soldados para preguntarle algo. Rob le escuchó a Víctor responderle al joven con sencillas explicaciones sobre su equipo. -Es un sleeping bag, aquí te metéis para dormir bien protegido y no te entra ni coquito… Así le dijo.

Los soldados abrían algunas latas y montaban una olla en la fogata, mientras la noche lluviosa inmisericordemente se les había arrojado encima. El suelo, muy húmedo y cubierto de vegetación exudaba un vaho tibio. La oscuridad definitivamente les convidaba a descansar. Víctor pensó en el aliento de la tierra fluyendo por sus poros como si respirara para ir alumbrando con pequeños relámpagos de fuego la oscuridad de la selva. En realidad podía ver los fuegos fatuos de un azul tenue que nacían al ras del suelo y ascendían entre la hojarasca. Se escuchó el trepidar del cielo en la lejanía. Entre los árboles, sobre las hojas y contra las piedras, comenzó a repiquetear la lluvia hasta estremecer bullicioso el silencio adormecido bajo la cúpula lejana. Estaban echados en tierra los dos amigos cuando él recordaría como casi seis años atrás, en los días cuando comenzaban sus labores como investigador del Instituto de Medicina Tropical de su Universidad, cuando el profe Martínez había suspendido el ritmo de sus viajes a Centroamérica ante la eminencia de una guerra civil en Nicaragüa. Antonio viajaba frecuentemente al país centroamericano donde sus amigos parecían decididos a derribar al dictador Anastasio Somoza y al año siguiente lo habían logrado. Afortunadamente, pensó él al recordar entonces al sandinismo triunfante y los detalles de cómo entraron el 19 de julio de 1979 en Managua. El FSLN se haría cargo del gobierno para beneplácito de Antonio quien para esa fecha regresaría a sus viajes para mantener sus contactos con los centroamericanos, sandinistas.

Toda una avalancha de ideas y de recuerdos llegaba a la mente del doctor Romero, quien quiso entonces repasar las cosas preguntándose por qué una bella persona como el doctor Martínez, era tan adversado. Así lo veía él quien lo apreciaba como amigo. No obstante parecía haberse transformado en un incordio para el gobierno. Sus luchas dentro de la universidad, su verbo cáustico y la manera de esclarecer las verdades sin tapujos, siempre le habían creado enemistades entre sus colegas, y eso era comprensible. Algunos le temían a su lengua por su indoblegable posición amenazante para algunos grupos de profesores que aspiraban a perpetuarse en la Universidad con objetivos políticos y crematísticas. También en otras Facultades sabían de la lucha de Antonio para adecentar su Alma Mater. Él había prometido terminar con el reinado de algunos conocidos profesores que parecían enquistados en sus Cátedras. Al final de la campaña, todos aseguraban que con él no existirían más componendas ni las usuales marramucias de su Casa de Estudios. A Roberto le resultaba impensable hallarse en aquellos momentos, en la penosa situación de saberlo desaparecido. Su posición política había sido utilizada por el gobierno para señalarlo como un posible conspirador, particularmente en los dos últimos años. Era evidente que lo habían hostigado y perseguido.

Precisamente las firmes convicciones de Antonio habían terminado por crearle una imagen de luchador irreductible y sorprendentemente le favorecieron en las encuestas de su contienda para el Rectorado de la Universidad. Él deseaba transmitirle sigilosamente sus temores a Víctor, mientras pensaba que no podría ser posible volver a encontrarse ante una campaña universitaria que terminase como la de Witremundo, el brillante profesor de otra universidad quien trabajaba en su mismo campo, como investigador de la Medicina Tropical, y ni siquiera aspiraba al Rectorado. Roberto creía que a Witremundo lo habían defenestrado, y nada más. Él pensó que siempre bastaba con echarle tierrita encima y al olvido, como se desechaban las cosas incómodas… Pero así era el país, su país... Estaba convencido de que la política había influido en el destino de Antonio.

Notó entonces que Víctor “ElCastorEnano” ya dormía profundamente, y aunque se acercó hasta él, decidió no despertarle, de manera que arrastrándose llegó hasta las brasas del fuego encendidas en el área central donde acamparon. Decidió comer algo y pudo regresar a su sitio con media arepa con mortadela… Recordó entonces algunas lejanas vivencias sobre los inicios del Instituto de Medicina Tropical, cuando el profesor Martínez había regresado del Brasil, dispuesto a consolidar las ideas de Tejera, Pifano y Torrealba y las autoridades de su Universidad le ofrecieron encargarse de la dirección del instituto. Había sido creado desde el año 1958 por el mismo Antonio, con un par de biólogos y el ya fallecido profesor Cleodovaldo Rincón. Ellos habían iniciado los trabajos de parasitología en la institución.

Bien podía recordar Roberto el año 1976 cuando Antonio lo detectó en la capital y él, quien vivía una difícil situación, aceptaría su salvadora propuesta. Antonio le ofrecía la oportunidad de regresar a su ciudad natal. Desde aquellos días, que le parecían muy lejanos, habían consolidado su amistad y los proyectos soñadores que compartían. Así habían progresado en el conocimiento de los cultivos de células embrionarias para muy pronto dar inicio a la parte experimental en animales. Con ansiedad él esperaba que pudiesen reiniciar formalmente esos trabajos El profesor examinando embriones de animales desentrañaría aspectos de genética que según él serían aplicables a toda la humanidad.

NOTA. Fin de la segunda parte de este relato (El Siniestro) presentado en 3 partes para el blog lapesteloca en el lunes 12 del mes de septiembre del 2022. Finalizará mañana.

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