Roberto se enteró de la noticia, a través de una llamada telefónica. El doctor estaba en su laboratorio repicando unos cultivos celulares en placas de Petri, cuando escuchó llorar a la secretaria del director Martínez quien llegó hasta él para informarle que la avioneta de su jefe había desaparecido. Antonio Martínez, el director del Instituto de Medicina Tropical y había viajado aquella mañana del 10 de diciembre del año 1984 a la capital de la república para presentar ante el Congreso Nacional un ya anunciado informe de naturaleza controversial… El mensaje, al parecer, no había llegado a su destino. Faltaban dos semanas antes de las pautadas elecciones para el Rectorado de la Universidad, y al final de una dura campaña, el aspirante DrMartínez tenía una amplia ventaja sobre los demás candidatos, pero de momento, Roberto tan solo escuchaba gimotear a su secretaria y fue entonces cuando él comenzó a comprender cuán complicada podía resultar la situación de su amigo Antonio, para todo el personal del Instituto, al percatarse de las probables graves consecuencias de lo que sucedía.
Horas más tarde, cuando él pensó que había acertado invitando a Víctor para que le acompañase, el helicóptero ya comenzaba a sobrevolar la ciudad. La persuasiva personalidad de su amigo Víctor Castro, había logrado que los aceptasen para participar en la búsqueda del desaparecido futuro rector. Víctor apodado “ElCastor”, era periodista y escritor en ciernes y desde la escuela primaria conocía al doctor Roberto, a quien llamaba por su apodo, Rob.
La comisión destinada a localizar la avioneta desaparecida, estaba comandada por fuerzas militares, y se había conformado a una velocidad sorprendente con la aquiescencia de la gobernación del Estado. Esperaban acercarse hasta un sitio en las estribaciones de la sierra de Perijá, donde calculaban que habrían de detectar el siniestro aéreo. Ambos, Víctor y Rob, ubicados detrás del piloto del helicóptero venían bordeando la cinta del mar desde Paraguachón hacia el sur cuando divisaron el convoy militar. El helicóptero descendió balanceándose para mansamente depositarlos en la orilla de una solitaria playa que a lo lejos, hacia el norte, se perdía en el añil del mar envuelto en una bruma caliza. El oleaje gris parecía orlado de azahares que desaparecían en segundos entre la arena de la playa.
Así lo quiso ver Roberto antes de correr agachado hacia unos camiones donde se encontraba un grupo de hombres vestidos de camouflage. Víctor y él percibieron la brisa hirviente mientras veían elevarse el helicóptero. Se acercaron a los militares, identificándose. Víctor se adelantó a conversar con ellos y con algunos representantes de la policía política (el DISIP), quienes parecían dirigir la operación. “Los Disips” los pusieron al habla con el jefe del comando, un joven capitán de la Guardia-Nacional quien los miró sin darles mucha importancia, asegurándose de que estaban listos para partir y afirmando que localizarían la avioneta esa misma tarde.
Los amigos ya venían preparados, con botas y un morral a la espalda. Después de algunas vacilaciones fueron incorporados al grupo como civiles, considerándolos representantes de la universidad. Víctor hizo valer su condición de profesor universitario por encima de su profesión de periodista, que prefirió no mencionar. Él habló con el capitán, y los hombres del DISP aceptaron a Roberto como otro profesor, supuestamente comisionado por el Rector. En realidad ningún integrante del convoy les conocía y Roberto prefirió no decir nada sobre su relación de amistad personal con el desaparecido, su jefe en el Instituto de Medicina Tropical de la Universidad.
Dejaron atrás la playa, y marcharon asoleándose en la parte trasera de un camión de volteo que arrancó entre nubes de polvo. Él comenzó a pensar en que estaban iniciando una búsqueda que nada bueno auguraba, aunque prefirió desechar tristes presentimientos. Aferrado a unos fardos en la baranda del camión habría de permanecer durante un par de horas con Víctor en el traqueteante vehículo de carga entre varios soldados. Los camiones incursionaron tierra adentro por una sinuosa trocha dando tumbos y bandazos hasta que en un par de horas llegaron al pie de las montañas. Los dos vehículos avanzarían todavía un trecho envueltos en una blanda y rastrera neblina gris hasta que, ya ante la enmarañada vegetación fue necesario detenerse. No era posible continuar, de manera que descendieron para seguir a pie.
Marchando hacia el oeste, iban guiados por dos perros negros. Los animales avanzaban exhalando grandes resoplidos y husmeando entre la cada vez más espesa vegetación. Desde el momento en que abandonaron la trilla y dejaron atrás los pastizales de la yerma Guajira, los amigos percibieron como la vegetación cada vez se espesaba más ramificándose en enredaderas tentaculares. Adelante iban los perros y tirando de sus correas les seguían el grupo de soldados y los civiles. Los cinco hombres que iban al frente, a golpes de machete desbrozaban la cada vez más tupida maleza, mientras, detrás de ellos, todos fueron penetrando lentamente en la cada vez más intrincada ramazón. El perro más grande era totalmente negro, el otro, pintado, le seguía a corta distancia. Ambos animales corrían acezando.
La humedad comenzó a hacerse sofocante mientras se escuchaba el capitán de La Guardia quien aupaba a sus soldados apurándolos a gritos. Roberto creía percibir como el militar aunque les había permitido acompañarles, constantemente los miraba de reojo, y él suponía que era por representar a dos civiles entre aquel grupo de soldados y “Disips”. En realidad, todos sudaban copiosamente y marchaban avanzando con cierta dificultad, sobre una hojarasca de capas superpuestas de humus y detritus, mientras veían como los perros se detenían por segundos olisqueando e instantes después continuaban su marcha seguidos por los hombres. El capitán de la Guardia y los miembros del DISIP se detuvieron para conversar mirando un mapa.
El aliento ácido de la tierra ascendía como un vaho denso y sofocante. El perro más grande, de pelambre negro y sedoso, con un movimiento incesante de su testa, se detenía husmeando y arrancaba súbitamente de nuevo, voluntarioso, como buscando encontrar siempre el camino más corto. En esta situación repetitiva notaron que la tierra comenzó a volverse gredosa y súbitamente se enfrentaron a la corriente de un estrecho torrente que descendía desde la montaña. Tuvieron que atravesarlo mojándose hasta la cintura. Verían saltar brillantes las chispas del agua para al salir, volver a correr en un cuesta arriba dificultoso, persiguiendo a los perros e ir tropezándose detrás de los pasos de cada hombre.
Oscurecía cuando Víctor y él se detuvieron un instante para mirarse sin decir una sola palabra. En lo alto, el cielo aparecía fragmentado en hojas acuchilladas por destellos de arco iris. Las sombras parecían irse multiplicando entre los troncos leñosos y bajo los inmensos helechos. Los dos perros inquietos, atendían a un lado y al otro. El negro, más grande, levantaba su testa brillante, y alzaba el hocico mojado como olisqueando el aire. Su jadear constante parecía contagiarles a todos con una desesperante incertidumbre. Se detenía, husmeaba y proseguía en una búsqueda incansable. Las piedras eran espejos arropados con líquenes y musgo blando circundado por rollizos hongos bermejos, amarillos y grises cubiertos de gotas nacaradas. Los amigos silenciosos, ya se sentían exhaustos y percibían el aire denso, saturado de agua...
Comenzaba a morir el día y Roberto no cesaba de recordar otro accidente, acaecido casi seis años atrás, en 1978. Se habían generado grandes expectativas sobre una contienda política que habría de reemplazar al presidente del país, y todo se había producido como corolario luego de una emocionada campaña liderada por un carismático hombre de la televisión, quien a todas luces sería el triunfador ya que así lo aseveraban las encuestas. Él trató de separar de su mente las coincidencias. En la reciente campaña electoral de Antonio, las encuestas auguraban buenos resultados. En una avioneta Cessna 310 partiendo de Maiquetía, el personaje de la televisión se dirigía hacia la isla de Margarita, cuando todos perecieron. Un par de días después, los miembros de un comando del gobierno dirigido por un afamado comisario, hallaron la avioneta en la cordillera de la costa venezolana. Los periodistas nunca tuvieron acceso al área.
Él sentía que no debía recordar aquellos hechos en la circunstancia que estaban viviendo, pero hora tras hora, mientras avanzaban en la selva, cada vez más, temía que pudiesen encontrarse en una situación semejante. Así, quedamente, le dio a conocer en voz baja sus recuerdos a su amigo Víctor, apodado “el Castor”, quien prefirió no responderle nada. Desde lo alto de la montaña, el viento traía un soplo frío de lluvia y allá muy arriba, sobre las incontables hojas, comenzó a repiquetear una fina llovizna. Densos nubarrones habían enrarecido el ambiente filtrándose entre los árboles. Alrededor sólo se podían observar las chispas intermitentes de las luciérnagas. Ni horadando la penumbra lograban ver las estrellas.
NOTA: continuará mañana en El Siniestro(2).
Revisado en Londres el domingo 11 de septiembre de 2022
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