sábado, 2 de junio de 2018

Guadalajara



Guadalajara


El 28 de abril del 2016, hará algo más de dos años, cuando a las 4 de la mañana llegué al aeropuerto de mi calurosa ciudad y como cualquier ser puede imaginarlo, estaba sin aire acondicionado. A pesar de la hora, el calor se hacía sentir quizás para que nadie olvidase que hasta en la madrugada, en la “tierra del sol amada”, así es la cosa. Los apagones, por cortes de luz eléctrica han condicionado a los ciudadanos a padecer interminables horas de calor, frecuentemente imposibilitados para refrescarse con agua ya que el racionamiento del vital líquido es también la regla (“yo me rocío con Baygón y me tiro en una colchoneta para pasar la noche en el suelo, cerca de una ventana”: así me dijo hace unos días un amigo)… Esto es común hoy día (2018), por eso, ahora pienso que el aeropuerto caluroso, ya no es ninguna novedad. Además había una ventaja; a esa hora, los guardias nacionales, expertos en esculcar maletas, aun dormían, así que sin mayores trámites mis maletita se fue directamente a su destino, la capital de Jalisco y les prometo no caer en más digresiones que puedan desviarme de mi objetivo: contarles algo sobre mi primer viaje  a Guadalajara.

Estaba en los prolegómenos de una visita, invitado por mis colegas amigos mexicanos para dar un par de conferencias en el Congreso de Mexicano de Patología y esa distinción, no era para mí menos importante que conocer a Jalisco, la tierra de quien había sido un gran amigo, “mi hermano mexicano”, maestro de patólogos, el doctor Mario Armando Luna, quien había fallecido el año 2008. Cuando acepté la invitación, eran aquellos unos días vividos en el caos natural del país, exacerbado por las fallas en los servicios públicos y el lío de las firmas para un referéndum revocatorio que en realidad no habría de darse jamás. Ya sentado en el avión de COPA, llamé a Julia para despedirme, esperando que todo quedase “bajo control” hasta mi retorno, entre otras cosas  porque el taxista no debería olvidarse de volver por mí el 4 de mayo, a buscarme. En el avión nos anunciaron que íbamos a saltar un poco y me pareció que si lo hicimos pero logré dormirme casi hasta llegar a Panamá para enterarme con toda precisión, que habría de esperar 9 horas hasta la salida de mi conexión aérea. Recorrí de un lado a otro el aeropuerto de Tocumen donde venden muchas cosas sin detectar libros, ni lograr conectar mi teléfono celular con el wifi, de manera que aislado vi transcurrir las horas mientras me distraje con un “sanguchito” de atún y un par de cervezas.

Ya en el avión de AeroMéxico, recordé un viaje años atrás en un avión de AirCanada, pues ambas naves lucían un par de asientos de cada lado, de manera que quedé en ventana con un mexicano con pinta de charro a mi lado y escuchamos al piloto anunciarnos que tendríamos turbulencias y que era bueno mantenerse amarrado. Recuerdo que casi todo el tiempo fue como montar un potro cerrero, no obstante me comí la “pasta con pollo” sin salpicaduras en la camisa y bebí: agua. El avión luego de tres horas de vuelo, aterrizó a las 11pm y demoramos hora y media antes de tener la maleta en mis manos para poder salir. Estaba en Guadalajara. “Es un llano, México es una laguna”, recordé. Me esperaba Ezequiel, no le conocía y me recordó a Agustín Lara pero sin ser cara cortada y, Cheke que es de Jalisco, conversando es muy expresivo. Así platicando él, avistamos a nuestro otros amigos anfitriones, Memo y Alfredo quienes me esperaban desde hacía ya un rato. En el auto de Ezequiel salimos rodando por la ciudad y dejamos a Alfredo en su casa, cercana a la de Memo donde nos detuvimos para seguir conversando mientras matizamos la plática con costillitas con aguacate y otras menudencias acompañadas con unas chelas. Ya era más de la una de la mañana cuando Cheke se marchó y quedé alojado en un amplio cuarto de huéspedes de la hermosa casa de Memo, mi anfitrión. En la mañana, conocí y saludé a Patricia, la esposa de Memo, y le di las gracias por alojarme “en una mansión seis estrellas”, le dije, ante tanta amabilidad como fui tratado, hube de sentirme “a cuerpo de rey”. Les aseguré que algún día habría de volver a Jalisco con Julita. Salimos a desayunar con mis tres amigos tapatíos, que significa que cada uno vale por tres, y nos acercamos en auto hasta un barrio, una colonia le dicen, que era el mero mero donde había vivido nuestro querido amigo y maestro Mario Armando Luna. Así, caminando llegamos hasta un pequeño restaurante típico “El movimiento” para iniciarnos con birria (carne desmechada de chivito en un plato con caldo) muy sabroso y quede amenazado para probar “las tortas ahogadas” que según me explicaron era una tortilla con carne de cerdo y otras “cositas” en una salsa, un plato que le gustaba mucho a Mario Armando. Así luego de este excelente desayuno, con unas frías Coronas quedé listo para dar inicio a mi primer día en Guadalajara… Que es el único que pienso relatar, así “que no panda el cúnico” como decía el Chavo del ocho. La mañana iba a ser de trabajo y me fui acompañando a Memo en su diaria labor diagnosticadora como patólogo.

Mis colegas patólogos de Guadalajara trabajan con dedicación y sin descanso en el ejercicio privado de la especialidad, particularmente en patología quirúrgica, y se desplazan de un sitio a otro en la ciudad atendiendo su labor en diferentes clínicas que están dotados con las facilidades necesarias para hacer cortes congelados y resolver los casos de diversos pacientes que usualmente esperan en los quirófanos por la decisión del patólogo. Acompañé a Memo por la ciudad haciendo diversos diagnósticos en las “transoperatorias”, resolviendo casos; en un momento estaba también Alfredo en el mismo sitio con otro caso y así fui viendo “como se bate el cobre” para los patólogos en tan difíciles labores. Memo decidió enseñarme la ciudad e iniciamos el recorrido visitando una edificación que es emblemática de Guadalajara, “El Hospicio Cabañas” donde se encuentran los principales murales, impresionantes de José Clemente Orozco. Antes esa edificación que lleva el nombre de un obispo, era una casa de beneficencia, ahora es un gran museo. Memo me obsequió con recuerdos que aún conservo, regalos para Julia y para mí que mantienen la memoria viva de aquella visita. Al salir nos acercamos a una gran plaza con una glorieta donde tocaba una orquesta y la gente sentada o caminando disfrutaba del ambiente lleno de música. Memo me informó que tocaban un vals titulado “Julia” y me prometió conseguir un CD cantado por Javier Solís, ¡sería un regalo para mi señora!; más adelante cumplió lo ofrecido. Visitamos el “Teatro Degollado” (que resultó ser el apellido de un conocido gobernador de Guadalajara). Deambulando por las calles me llamó la atención la cantidad de estatuas de próceres, que hacen de cualquier sitio un espacio de arte y recuerdan la historia de la ciudad. Estuvimos en El Mercado, que es muy grande y está lleno de cosas, de todo, y me llevó a recordar el de Mérida en Los Andes, menor pero igualmente ambos llenos de colorido, donde se encuentra lo que a uno se le antoje. Yo comí por vez primera, pitahaya, que es la fruta muy dulce, de un cactus y está llena de pequeñas semillas negras. Caminando se nos fue la tarde y se acercaba ya la noche cuando Memo me informó que haríamos “el tour de las cantinas”. 

Las calles estaban llenas de gente alegre, parecía que todos estaban de fiesta y Memo me explicó que íbamos a pasearnos por los espacios que tradicionalmente visitaban con el doctor Luna. En “La Fuente” había mucha, pero mucha gente y la música ranchera inundaba el ambiente y en el gentío cantaba bullicioso, así que ya convenientemente cerveceados, ni Memo ni yo necesitábamos instrucciones para desgañitarnos con José Alfredo Jiménez, y de allí en adelante las que nos pusieran en onda, así que bebimos cerveza ad libitum y entre chelas y chelas bien frías, estuvimos un rato hasta que seguimos en el tour hasta “El Molacho” y así sucesivamente. Luego luego, en otro ambiente, más apacible, con menos gente, Memo convencería a un pianista para que interpretara el vals “Julia” y pues de nuevo ya casi que lo cantábamos a dúo. Así parecíamos empeñados en Coronar la noche con las Coronas acompañándonos y llegamos  hasta "El Esquípulas”, cantina donde en ocasiones remataban con Mario Armando, especial por sus quesos, una variedad que provocaba no dejar de comer para pasar otra cerveza. De tal modo que así nos fue llegando la hora de finalizar el recorrido y… Pos regresamos sanos y salvos. Yo ya lo sabía pero corroboraba, que como era de esperarse por mi hermano mexicano “El Maestro Luna”, sus discípulos eran de pura cepa y desde antes y para siempre, son mis grandes amigos mexicanos. Así fue, como comenzó mi aventura en tierras de Jalisco, que luego, uno días después se extendería hasta León, y ya fue en Guanajuato, cuando reunida toda la pandilla nos iríamos a recorrer las cantinas de la ciudad y llegarían Leonora y Minerva, Martin, Guille, Adelita, Dafne, Abelardo y MariaEugenia, con mi prima Sandra y Eduardo que venía desde California y Fausto que llegaba desde Baltimore, con Alfredo y Memo y Cheke, de manera que todos terminaríamos por decidir que era urgente la fundación de una cofradía y la denominaríamos (quizás rememorando al otro Eduardo: Blasco-Olaetxea), “Los Templarios de Guanajuato”. Bien, y para que no crean que este cuento es puro cuento, el Congreso Mexicano lo hubo, y fue fenomenal, y presenté mis casos y dicté una conferencia sobre la encefalitis venezolana y el virus Zika, que por su título “63 modelo para armar”, confundiría a más de uno, pero que sería muy aplaudida.


Maracaibo 2 de Junio 2018

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