Guadalajara
El 28 de abril del 2016, hará algo más de dos años, cuando
a las 4 de la mañana llegué al aeropuerto de mi calurosa ciudad y como
cualquier ser puede imaginarlo, estaba sin aire acondicionado. A pesar de la
hora, el calor se hacía sentir quizás para que nadie olvidase que hasta en la
madrugada, en la “tierra del sol amada”, así es la cosa. Los apagones, por
cortes de luz eléctrica han condicionado a los ciudadanos a padecer interminables
horas de calor, frecuentemente imposibilitados para refrescarse con agua ya que
el racionamiento del vital líquido es también la regla (“yo me rocío con Baygón y me tiro en una colchoneta para pasar la noche
en el suelo, cerca de una ventana”: así me dijo hace unos días un amigo)… Esto
es común hoy día (2018), por eso, ahora pienso que el aeropuerto caluroso, ya no
es ninguna novedad. Además había una ventaja; a esa hora, los guardias
nacionales, expertos en esculcar maletas, aun dormían, así que sin mayores
trámites mis maletita se fue directamente a su destino, la capital de Jalisco y
les prometo no caer en más digresiones que puedan desviarme de mi objetivo: contarles
algo sobre mi primer viaje a
Guadalajara.
Estaba en los prolegómenos de una visita, invitado por
mis colegas amigos mexicanos para dar un par de conferencias en el Congreso de
Mexicano de Patología y esa distinción, no era para mí menos importante que
conocer a Jalisco, la tierra de quien había sido un gran amigo, “mi hermano
mexicano”, maestro de patólogos, el doctor Mario Armando Luna, quien había
fallecido el año 2008. Cuando acepté la invitación, eran aquellos unos días
vividos en el caos natural del país, exacerbado por las fallas en los servicios
públicos y el lío de las firmas para un referéndum revocatorio que en realidad
no habría de darse jamás. Ya sentado en el avión de COPA, llamé a Julia para
despedirme, esperando que todo quedase “bajo control” hasta mi retorno, entre
otras cosas porque el taxista no debería
olvidarse de volver por mí el 4 de mayo, a buscarme. En el avión nos anunciaron
que íbamos a saltar un poco y me pareció que si lo hicimos pero logré dormirme casi
hasta llegar a Panamá para enterarme con toda precisión, que habría de esperar
9 horas hasta la salida de mi conexión aérea. Recorrí de un lado a otro el
aeropuerto de Tocumen donde venden muchas cosas sin detectar libros, ni lograr
conectar mi teléfono celular con el wifi, de manera que aislado vi transcurrir
las horas mientras me distraje con un “sanguchito” de atún y un par de
cervezas.
Ya en el avión de AeroMéxico, recordé un viaje años atrás
en un avión de AirCanada, pues ambas naves lucían un par de asientos de cada
lado, de manera que quedé en ventana con un mexicano con pinta de charro a mi
lado y escuchamos al piloto anunciarnos que tendríamos turbulencias y que era
bueno mantenerse amarrado. Recuerdo que casi todo el tiempo fue como montar un
potro cerrero, no obstante me comí la “pasta con pollo” sin salpicaduras en la
camisa y bebí: agua. El avión luego de tres horas de vuelo, aterrizó a las 11pm
y demoramos hora y media antes de tener la maleta en mis manos para poder
salir. Estaba en Guadalajara. “Es un llano, México es una laguna”, recordé. Me
esperaba Ezequiel, no le conocía y me recordó a Agustín Lara pero sin ser cara
cortada y, Cheke que es de Jalisco, conversando es muy expresivo. Así
platicando él, avistamos a nuestro otros amigos anfitriones, Memo y Alfredo
quienes me esperaban desde hacía ya un rato. En el auto de Ezequiel salimos
rodando por la ciudad y dejamos a Alfredo en su casa, cercana a la de Memo
donde nos detuvimos para seguir conversando mientras matizamos la plática con
costillitas con aguacate y otras menudencias acompañadas con unas chelas. Ya
era más de la una de la mañana cuando Cheke se marchó y quedé alojado en un
amplio cuarto de huéspedes de la hermosa casa de Memo, mi anfitrión. En la
mañana, conocí y saludé a Patricia, la esposa de Memo, y le di las gracias por
alojarme “en una mansión seis estrellas”, le dije, ante tanta amabilidad como fui
tratado, hube de sentirme “a cuerpo de rey”. Les aseguré que algún día habría
de volver a Jalisco con Julita. Salimos a desayunar con mis tres amigos tapatíos,
que significa que cada uno vale por tres, y nos acercamos en auto hasta un
barrio, una colonia le dicen, que era el mero mero donde había vivido nuestro
querido amigo y maestro Mario Armando Luna. Así, caminando llegamos hasta un
pequeño restaurante típico “El movimiento” para iniciarnos con birria (carne
desmechada de chivito en un plato con caldo) muy sabroso y quede amenazado para
probar “las tortas ahogadas” que según me explicaron era una tortilla con carne
de cerdo y otras “cositas” en una salsa, un plato que le gustaba mucho a Mario
Armando. Así luego de este excelente desayuno, con unas frías Coronas quedé listo
para dar inicio a mi primer día en Guadalajara… Que es el único que pienso
relatar, así “que no panda el cúnico”
como decía el Chavo del ocho. La mañana iba a ser de trabajo y me fui
acompañando a Memo en su diaria labor diagnosticadora como patólogo.
Mis colegas patólogos de Guadalajara trabajan con
dedicación y sin descanso en el ejercicio privado de la especialidad,
particularmente en patología quirúrgica, y se desplazan de un sitio a otro en
la ciudad atendiendo su labor en diferentes clínicas que están dotados con las
facilidades necesarias para hacer cortes congelados y resolver los casos de
diversos pacientes que usualmente esperan en los quirófanos por la decisión del
patólogo. Acompañé a Memo por la ciudad haciendo diversos diagnósticos en las
“transoperatorias”, resolviendo casos; en un momento estaba también Alfredo en
el mismo sitio con otro caso y así fui viendo “como se bate el cobre” para los
patólogos en tan difíciles labores. Memo decidió enseñarme la ciudad e
iniciamos el recorrido visitando una edificación que es emblemática de
Guadalajara, “El Hospicio Cabañas” donde se encuentran los principales murales,
impresionantes de José Clemente Orozco. Antes esa edificación que lleva el
nombre de un obispo, era una casa de beneficencia, ahora es un gran museo. Memo
me obsequió con recuerdos que aún conservo, regalos para Julia y para mí que
mantienen la memoria viva de aquella visita. Al salir nos acercamos a una gran
plaza con una glorieta donde tocaba una orquesta y la gente sentada o caminando
disfrutaba del ambiente lleno de música. Memo me informó que tocaban un vals
titulado “Julia” y me prometió conseguir un CD cantado por Javier Solís, ¡sería
un regalo para mi señora!; más adelante cumplió lo ofrecido. Visitamos el
“Teatro Degollado” (que resultó ser el apellido de un conocido gobernador de
Guadalajara). Deambulando por las calles me llamó la atención la cantidad de
estatuas de próceres, que hacen de cualquier sitio un espacio de arte y
recuerdan la historia de la ciudad. Estuvimos en El Mercado, que es muy grande y
está lleno de cosas, de todo, y me llevó a recordar el de Mérida en Los Andes,
menor pero igualmente ambos llenos de colorido, donde se encuentra lo que a uno
se le antoje. Yo comí por vez primera, pitahaya, que es la fruta muy dulce, de
un cactus y está llena de pequeñas semillas negras. Caminando se nos fue la
tarde y se acercaba ya la noche cuando Memo me informó que haríamos “el tour de
las cantinas”.
Las calles estaban llenas de gente alegre, parecía que
todos estaban de fiesta y Memo me explicó que íbamos a pasearnos por los espacios
que tradicionalmente visitaban con el doctor Luna. En “La Fuente” había mucha,
pero mucha gente y la música ranchera inundaba el ambiente y en el gentío
cantaba bullicioso, así que ya convenientemente cerveceados, ni Memo ni yo
necesitábamos instrucciones para desgañitarnos con José Alfredo Jiménez, y de
allí en adelante las que nos pusieran en onda, así que bebimos cerveza ad
libitum y entre chelas y chelas bien frías, estuvimos un rato hasta que
seguimos en el tour hasta “El Molacho” y así sucesivamente. Luego luego, en
otro ambiente, más apacible, con menos gente, Memo convencería a un pianista para
que interpretara el vals “Julia” y pues de nuevo ya casi que lo cantábamos a
dúo. Así parecíamos empeñados en Coronar la noche con las Coronas
acompañándonos y llegamos hasta "El
Esquípulas”, cantina donde en ocasiones remataban con Mario Armando, especial
por sus quesos, una variedad que provocaba no dejar de comer para pasar otra
cerveza. De tal modo que así nos fue llegando la hora de finalizar el recorrido
y… Pos regresamos sanos y salvos. Yo ya lo sabía pero corroboraba, que como era
de esperarse por mi hermano mexicano “El Maestro Luna”, sus discípulos eran de
pura cepa y desde antes y para siempre, son mis grandes amigos mexicanos. Así
fue, como comenzó mi aventura en tierras de Jalisco, que luego, uno días
después se extendería hasta León, y ya fue en Guanajuato, cuando reunida
toda la pandilla nos iríamos a recorrer las cantinas de la ciudad y llegarían
Leonora y Minerva, Martin, Guille, Adelita, Dafne, Abelardo y MariaEugenia, con
mi prima Sandra y Eduardo que venía desde California y Fausto que llegaba desde
Baltimore, con Alfredo y Memo y Cheke, de manera que todos terminaríamos por decidir
que era urgente la fundación de una cofradía y la denominaríamos (quizás rememorando
al otro Eduardo: Blasco-Olaetxea), “Los
Templarios de Guanajuato”. Bien, y para que no crean que este cuento es
puro cuento, el Congreso Mexicano lo hubo, y fue fenomenal, y presenté mis
casos y dicté una conferencia sobre la encefalitis venezolana y el virus Zika,
que por su título “63 modelo para armar”, confundiría a más de uno, pero que
sería muy aplaudida.
Maracaibo 2
de Junio 2018
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