“50 vacas gordas” de Isaac Chocrón
Isaac Chocrón Serfaty (Maracay,1930–Caracas,2011).
Fue un dramaturgo, traductor, ensayista y narrador venezolano; Premio Nacional de
Teatro
en 1979. Nacido en el seno de una familia sefardita, estudiaría en un colegio católico, bachillerato en una
institución protestante en Nueva Jersey; Literatura Comparada en la Universidad de
Columbia,
un BA de la Universidad de
Siracusa,
con máster en Relaciones
Internacionales
de la Universidad de
Columbia
y doctorado en Desarrollo Económico de la Universidad de
Mánchester.
Se definía a sí mismo como “zurdo, judío, homosexual y escritor”. Con José Ignacio
Cabrujas y Román Chalbaud, Isaac Chocrón representó la excelencia de teatro Venezolano
del siglo XX. En palabras de Rodolfo Izaguirre “La obra más densa,
profunda, la más reflexiva es justamente la de Isaac, porque es la única que no
se sujeta a las contingencias ni históricas ni políticas del país sino que
profundiza en la condición humana”.
Aprovecho
para mostrar algunos fragmentos del primer capítulo de su exitosa novela del año 1982, “50 Vacas
Gordas” (Monte
Ávila Eds)
Mire usted; sí, ya sé que me está leyendo. Quise decir: présteme
atención. A ver qué pasa. Al menos conocerá mi versión (la más auténtica, se lo
aseguro) del estrangulamiento de la secretaria en el Parque Arístides Rojas,
ese crimen que hace menos de un mes apareció por cuatro días seguidos en las
últimas páginas de los diarios y luego desapareció, como si ya no interesase la
fallida búsqueda del asesino. Suelto debe andar, escondido debe estar, y
confieso mi temor de que alguien pueda decirle en cualquier momento que fui yo
quien llamó a la policía, que fui yo quien me presté para describir su cara
redonda, su tez morena, su nariz como una papa, su corpulencia de oso oscuro,
camisa amarilla clara, pantalones azules, zapatos de suela espuma, y cada
detalle que yo añadía se convertía en otro trazo del joven dibujante, quien
viéndome a mí, lo pintaba a él. Yo describía y él dibujaba hasta que “el
retrato hablado” se llenó de detalles...
Me recordaba a Marcos, inerte en aquella cama blanca de la clínica;
tubos transparentes metidos por la nariz y por la boca, y la gorda bombona a su
lado que parecía más un poste de luz que una fuente de vida. Poco le sirvió
chupar tantos tubos. Murió y lo lloramos y lo enterramos y dejamos de
acordarnos de él, casi igual a como los periódicos dejaron de acordarse del
crimen, porque no descubrieron al asesino. No iban a estar todos los días
repitiendo el mismo cuento: que por la tarde, casi a la hora de cerrar, uno de
los jardineros fue quien la encontró; que mucho antes ese mismo jardinero y
otro más la habían visto de lejos, tendida en la colina de grama, con su
vestido rosado y descalza, sus sandalias blancas a un lado, y pensaron que
dormía.
Desde las siete de la mañana, cuando pasan estos carcamales, hasta las
siete de la noche, cuando las últimas parejas, ajadas de tantas caricias, se
incorporan y salen hasta de que el guardia venga a echarlas, todo es amor.
Siempre lo expresan a través del contacto físico, y si es amor romántico, se
limitará a manitas agarradas y besitos de mejilla, mientras que si es amor
deseoso y deseado, no tiene límites. He visto parejas (hombres con mujeres,
pero también hombres con hombres y mujeres con mujeres) que arrebatadas, se
arrancan las ropas, se desnudan y se agreden más que se acarician como si
fueran animales enfermos de rabia en vez de amantes afiebrados por el deseo.
¿Tenía o no razón en pedirle que me preste atención? Son cosas divertidas,
titilantes…
Así se comportaban el moreno y la occisa, como la llamaron los
periódicos. Irene Pimentel era su nombre, ¿no la recuerda? Tampoco yo la
hubiera recordado sólo por el nombre; si la conozco es porque la vi tantas
veces, casi desde el comienzo de su prolongada relación con el morenote. Era
rubia, chiquita, no estaba mal de cuerpo, aunque el trasero le había crecido
desproporcionadamente. Tendría unos treinta años y él no creo que llegara a los
cuarenta. Irene, llamémosla así, aunque al principio yo me refiriera a ella
como “la putica” debido a la rapidez en que se transformó de niña recatada a
vampira voraz, hambrienta de comerse al morenote, Irene tenía una cara
totalmente inmemorable. Todos sus rasgos eran pequeños: ojitos, naricita,
boquita roja; todo nimio, como una ratita o como cualquier cajera de
supermercado.
Yo en su situación, hubiera traído muchas otras cosas más aunque
significase cargar con una cartera más grande: agua de colonia (¡cómo refresca
cuando hace calor!, especialmente si se frota alrededor de la nuca y él gustosamente
se la hubiera frotado); un atomizador para refrescar el aliento, de esos que
saben a menta o a canela; cepillo y pasta de dientes porque ha podido entrar al
sanitario que queda en el medio del parque, para acicalarse; polvo para
quitarse el brillo de la cara, causado por el sudor del forcejeo; gotas para
los ojos porque la tonta Irene siempre lloriqueaba, bien por placer o por dolor
placentero, o bien por malcriadez para darle otra excusa al morenote de
morderle las mejillas o de introducirle la lengua en la oreja, como si fuera un
taladro de dentista.
Me alejaba de la ventana y me iba a ver que estaba haciendo Berta o
encendía la televisión para enterarme de las noticias del mediodía —era al
mediodía cuando los tórtolos se encontraban, seguramente a la hora del almuerzo
de sus respectivos trabajos. No siempre estaba a la disposición de ellos; a
veces me llamaban por teléfono y cuando terminaba de hablar, me asomaba y veía
que se habían ido. Otras veces tenía simplemente que salir a hacer cosas. “A
vivir mi vida”, como suele decir Elena, acompañando sus palabras con un gesto
desafiante que es casi una bofetada: cuello alargado, cabeza hacia arriba y
entonces un cuarto de vuelta de la cabeza que parece añadir: “¡Mía y de nadie
más!”.
Maracaibo
24 de junio, 2018
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