Al final del Régimen...
Detrás de las
cortinas escuchó el tronar de su voz y se sintió temeroso. Él, sin entender
porqué en ese momento, quizás removiendo viejos temores de su infancia, recordó
a su tierra y a su gente. Él, quien había sido dos veces Rector de la Universidad del Zulia
y tres veces Secretario de Gobierno del Estado Zulia, pero ni la Restauración, ni el
General Castro, ni su importante posición frente al Ministerio, ocupaban su
mente. Él se encontró rememorando su regreso a Maracaibo hacía tantísimos años,
en 1880, ostentando orgulloso el Título de Doctor en Ciencias Médicas de la Universidad de París.
Él, ¡caray!, él nunca pensó que pudiera encontrarse un día en tan penosa
situación, detrás de unas cortinas palaciegas...
¡Él temeroso!
Él escuchando tronar aquella voz... En sus cincuenta y siete años, hallarse él
mismo escondido tras unos pliegues de tela, rodeado de trapos, tras bastidores,
entre cortinas... Hasta le estaban dando ya ganas de orinar. Fue entonces
cuando pensó en su próstata que estaba ya bastante grande y en las sondas de
Beniquet para las estrecheces uretrales y las de Raynal para las blenorragias
crónicas, y es que le apremiaban los deseos de orinar,... ¡Carajo! Él las había
usado, las había introducido al país, las puso en uso, de moda, a su llegada,
cuando era aún joven, y le interesaba la urología... Él, un afamado galeno
marabino a su regreso de Europa...
Pues sí, él
había practicado con la crisoarabina en los tumores hemorroidales, los mariscos
anales, condilomas, pero, ¿porqué este pujo?, será la próstata... ¡Carajo!
Recordó como una vez llevó a cabo el acto de la dilatación forzada del esfínter
anal para tratar las hemorroides, una dilatación, la dilación, delación...
Ahora, él se hallaba detrás de unas infamantes cortinas del palacio presidencial...
¡Que vejación! Él estaba ya sintiendo retorcijones en sus tripas y desde hacía
mucho rato, con apremios miccionales ¡Qué vaina tan seria! Contuvo la
respiración al oír acercándose un ruido de pisadas, y de nuevo comenzó a
temblar al escuchar aquella voz que retumbaba gritando -¿Dónde
está ese otro gran carajo?
Sentía su
rostro encendido, tenía las orejas calientes, sus sienes le latían,
transpiraba, hervía, estaba al rojo vivo... Como el termocauterio de Paquellin,
y, ¿la curación algodonosa?, ese había sido un buen método de antisepsia, lo
había propuesto le professeur Guerin... Sí, era como el guayacol, casi podía
percibir su olor, ¿a miedo?, el guayacol, sí, él lo usó, guayacol-yodoformado,
para la tuberculosis pulmonar... Ya en ese entonces, las denominaban, las
inyecciones de Serafón... ¡Cuántas cosas! ¡Que de vainas, señor! ¡Tantas!
Fueron muchas. Más que todo en el comienzo, a su llegada a la ciudad de las
palmas y del lago... Tantos esfuerzos,
viniendo de París, él se estableció en su tierra, la del lago de Coquivacoa.
¡Que de años! ¿Y ahora? Cabría preguntarse, ¿qué demonios hacía oculto detrás
de un cortinaje? Él, todo un Señor ministro, escondido, y orinándose...
¿Esperando qué?
Las piernas le
dolían, le pesaban como plomo... Años atrás él trataba las elefantiasis con
aceite de Chalmugra... Dos veces Rector, tres veces Secretario del Gobierno,
había sido el médico de cabecera de Señor Presidente, era el Ministro del
Interior, y ahora... ¡Escondiéndose! Como una rata medrosa... Ocultándose en el
Palacio Presidencial capitalino. ¡Infamante desgracia! Él, detrás de un
cortinaje, ¡en un vergonzante desideratum! En esto estaba cuando la voz retumbó
como un trueno nuevamente creando ecos en el salón. -¿Dónde está ese otro carajo?
Se le confundió
el eco con el tropel de las pisadas y el ruido de los sables. Sentía sus manos
sudorosas, y, ¡se orinaba! Estaba envuelto en las cortinas, y mientras percibía
los latidos del corazón en sus oídos, un escalofrío le recorría el cuerpo.
Tenía un incendio en la cabeza y estaba helado. Trató de ver a través de la
tela... Atisbar, husmear... Veía, sí, veía... Él, quien había operado tantas
cataratas... Él, quien era considerado por sus colegas como un experto en
cirugía ocular. Él, quien había probado el óxido amarillo de hidragirio en las
queratitis, y sus pacientes se recuperaron con éxito, ellos volvieron a ver,
mejor de lo que él podía detectar, vislumbrar, en ese momento, cuando se
orinaba, sí, cuando tenía una agitada taquicardia... Él, quien tan solo escuchaba la atronadora voz que
increpaba. -¿Dónde anda el otro? ¿Dónde
está ese gran carajo?
Entonces
encontró un par de hilos fuera de su sitio y pudo divisar al General Juan
Vicente Gómez. Estaba vestido de militar, con sus largas botas y sus bigotes puntiagudos.
Iba y venía y pasó a su lado gritando otra vez. -¿Dónde está?
Por el
descosido de la tela, vio acercarse a Lorenzo Carvallo, quien caminó
directamente hacia él, y era impresionante, pues parecía como si él no
estuviese escondido detrás de las cortinas, como si fuesen transparentes. Así
ocurrió y vino aproximándose hasta estar muy cerca de él, quien detrás de la
tela pudo ver aquella sonrisa, algo velada, pero evidente. Carvallo se reía, y
sus dientes desiguales no podían ocultar el placer de la delación... Fue
entonces cuando Carvallo abrió de golpe las cortinas y él quedó expuesto, en
evidencia, flagrante. -¡Anjá! Él le
escuchó. Como un trueno retumbó el
vozarrón en sus oídos, mientras como una garra, la mano temblorosa de Carvallo,
le tomó del brazo y lo sacó hacia afuera.
Se adelantaron
un grupo de soldados, y tomaron al doctor Rafael López Baralt por ambos brazos,
y se lo llevaron a rastras. Cuando pasó al lado del General Juan Vicente Gómez,
éste no resistió la tentación y le asestó una tremenda patada al depuesto
Ministro del Interior, la cual por acertarle un poco por encima de las
posaderas hizo que el galeno de la Restauración pensase que se le habían desprendido
los riñones de su sitio. López Baralt rodó por el piso de parquet alfombrado.
Al levantar la vista, adolorido, vio rostros de odio, escuchó risas y luego mirando las armas largas que le
apuntaban a la cabeza pudo percibir los insultos de la soldadera. Se levantó
tembloroso el médico, y al llegar a la puerta, recibió otro empellón.
Ahora era Félix
Galavís quien le empujaba hacia afuera y a pesar de todo, aún se pudo voltear
el doctor López Baralt y ver al General Gómez enfrentado al también corpulento
doctor Rafael Garbiras quien en ese momento estaba gritándole imprecaciones.
Entonces escuchó cargar las armas. El ruido de fusiles en manos de los soldados
que le llevaban hacia fuera le hizo estremecerse. Como en contracorriente, vio
llegar a otro contingente de hombres armados. Ellos le detuvieron, y mientras
todos gritaban encañonándolo, juntos volvieron de regreso al salón donde el
doctor Rafael Garbiras Guzmán con su vozarrón le gritaba colérico al nuevo
Presidente. -¡Yo no tengo madera de traidor!
Garbiras trató de sacar un
pañuelo del bolsillo porque su rostro rubicundo sudaba copiosamente, pero bastó
su gesto para que los soldados le clavaran los fusiles en sus costillas
haciéndole gemir de dolor. Un instante después los sacaron a los dos del salón,
y dando tumbos descendieron por las escaleras hacia el patio del Palacio. Llegaron
todos azorados para hacerle compañía a Pedro María Cárdenas quien de pie y con
la frente en alto, soportaba los gritos e insultos de los guardias mientras
esperaba por ellos en el centro del patio del Palacio Presidencial.
Escenario:el Palacio
de Miraflores en Caracas, capital de Venezuela. Época:
mes de diciembre del año 1908. Situación: cambio de
una a otra dictadura, iban de mal a peor.
Referencia musical: “Por la
vuelta” de E, Cadícamo y J. Tinelli. Canta: Felipe Pirela. Corolario: Ojo que “
...la historia vuelve a repetirse... ”. Publicado en “el
gusano de luz” el 30 / 03 /
2003.
Maracaibo, jueves 26 de enero,
2020.
No hay comentarios:
Publicar un comentario